Prólogo.
Necesitaba correr, literalmente. Era una mañana de esas en que no puedes quedarte tumbada en la cama viendo algún drama en televisión: las aceras iluminadas por los tenues rayos de sol, la fresca brisa matutina, y el suave bullicio de la calle. Todo indicativo de la inminente llegada del fin de semana.
Miré el reloj que se encontraba en la mesita de noche y reprimí un bostezo. Eran las 8:30 en punto, y yo no quería permanecer más tiempo en la cama. Me incorporé con ayuda de mis codos, y quedé en esa posición por espacio de un par de segundos, mientras aclaraba mis ojos y desperezaba todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo. Finalmente, me levanté e hice bolas el edredón floreado que cubría el colchón…no podía permitirme desaprovechar esa mañana en banalidades.
— Buenos días —exclamé frente al espejo, y esperando una contestación de la persona a quien realmente me dirigía—. ¿Ya desayunaste?
—¿Qué mosco te ha picado? —gritó desde la habitación contigua con ese tono que conocía tan bien, y que estaba reservado para cuando se encontraba molesta porque alguien osaba interrumpir su viaje en los brazos de Morfeo— Deja de joderme la existencia y lárgate de una buena vez.
—¡Buenos días Santana!
Entorné los ojos y comencé con toda esa acostumbrada rutina al levantarme: cinco minutos haciendo la cama, diez eligiendo el atuendo, cinco lavándome la cara, dos los dientes, diez el cabello y estaba perfecta para salir a aprovechar ese precioso día.
Tomé del frigorífico una botella de agua y me aseguré de que todo lo necesario estuviera en la pequeña riñonera color crema que siempre utilizaba para mis rutinas de ejercicio: mi reproductor, mis auriculares, y mi pequeña cartera marrón de piel. Todo estaba listo. Finalmente tomé las llaves del pequeño platón que se encontraba junto a la puerta, y grité con algo de saña desde la entrada.
—¡Vuelvo en una hora!
—¡Rómpete una pierna!
Sonreí ante su contestación y ante la idea de que mi cometido estaba completo. Santana estaba despierta, y sería casi imposible que volviese a la cama. Ahora podía comenzar mi día tal y como lo había planeado.
Una de las miles de ventajas de radicar en la Gran Manzana, era el hecho de tener el majestuoso Central Park a un par de cuadras. Era un lugar perfecto para trotar unas cuantas vueltas, y la vegetación le daba ese 'plus' que ayudaba a que todo fuese más llevadero; incluso la tarea de respirar se veía facilitada por el ambiente.
Comencé con unos cuantos calentamientos cerca del circuito de corredores, y después de unos minutos estaba lista para comenzar con mi rutina. Me encantaba el resultado que ofrecía la combinación de música a todo volumen, el aire húmedo que brindaba el amanecer, y la sensación quemante de los músculos que indicaba que estabas haciendo un buen esfuerzo. Muchos lo veían como una tonta necedad, pero el ejercicio era una parte fundamental en mi vida.
Siete vueltas. Un par de gotas comenzaron a recorrer cada centímetro de mi rostro, mi corazón latía agitado, y mis mejillas ardían junto con el calor que irradiaba mi cuerpo. 'Qué imagen más hermosa'. Recreé con la mente la voz de la última persona con la que había estado: un maestro recién graduado de NYU, alto, bronceado, ojos azules y una mirada irresistible. ¿Cómo había terminado eso? Nada complicado. Las personas suelen molestarse cuando encuentran a 'su persona' teniendo sexo con alguien más. Sentí una punzada de ira y comencé a correr con más velocidad mientras recordaba cada escena de esa terrible semana, hará un mes atrás. Fuerte como siempre, fingí indiferencia y continué con mi vida; jamás permitiría que un cerdo como Ian jodiese todo lo que había logrado hasta ese punto de mi vida. Era difícil encontrarlo por los pasillos donde yo enseñaba, pero jamás dejaría que me viese derrotada, sólo sonreía como si nada pasase, y seguía con mi camino, en silencio: sí, podía sonar lo más cruel del mundo, pero me encantaba que sufriera con mi silencio.
Después de esos días llegaban las tardes secas en que me sentaba a leer y me quedaba encerrada en mi habitación, sola. Hasta que llegaba ella. Podía ser la persona más sarcástica y burlona del mundo, pero era mi complemento. Era la única que se había atrevido a enfrentarme y gritarme las cosas a la cara, trayéndome de vuelta a la realidad. Esa morena y agraciada chica, con su melena azabache cayendo en cascada sobre sus hombros. Esa chica que siempre fue mi competencia en el colegio. Ella, con la que había decidido mudarme desde hace un par de meses. Ella, que había decidido buscarme después del 'asunto de una noche', el día de la boda de Will. Ella, que me entendía mejor que nadie. Ella, con quien tenía 'esa chispa'. Ella. Santana López.
Me alegraba mucho la idea de haber tomado la decisión de mudarme con ella al pequeño apartamento que tenía en NY, justo después de haberme graduado de Yale. Habíamos acordado comenzar una nueva vida en la gran ciudad, y así habíamos comenzado a hacerlo.
Mis pensamientos se interrumpieron cuando abrí la puerta del apartamento y percibí un agradable aroma a hubo y tocino: la tostadora encendida, y el sonido específico de la cafetera, prediciendo que el café estaría listo en un par de minutos. Sonreí y dejé todo en la isla de la cocina, para poder ir al frigorífico y servir un poco de jugo de naranja en un vaso.
—¿Ya has despertado? —pregunté sarcásticamente mientras ocupaba mi lugar en el comedor— Y has preparado el desayuno también.
—Calla y come, Fabray.
