La batalla por el águila había pasado. El funeral de Guern había pasado. El peligro, o la mayor parte de él habían pasado, lo que trajo a los músculos de Marcus un relajo somnífero. Volvió a pesarle la pérdida de sangre, el dolor de los golpes, las heridas y el esfuerzo. La debilidad de la inanición, la fiebre y la hipotermia, reapareció, lo que ralentizó su marcha y acalló su conversación. Se sentía reducido, aunque no a un punto tan indigno como cuando huyeron de la aldea del Pueblo de la Foca.
Le ocasionaba un cierto dolor recordar todo lo que vivió en ese río. Desde el momento en que se cayó del caballo y no pudo volver a subir, supo que su vida pendía de un hilo. Cuando escucharon a sus perseguidores tan cerca que no les quedó más que introducirse en el río y esperar en silencio, supo que ese hilo estaba en las eficientes y afiladas manos de Esca, que lo sujetaron y lo mantuvieron a flote en ese remanso, porque ni eso era capaz de hacer por sí mismo.
Débil. Débil y vulnerable, sometido al buen juicio de otro, cuyas decisiones podían condenarlo o salvarlo. Así se sintió, y no era algo que un romano libre y virtuoso estuviera acostumbrado a sentir. Pero al menos entonces ya no tenía dudas sobre las intenciones de ese otro. Recordar los angustiosos días en que estuvo lleno, no de dudas, sino de la certeza de la traición de su compañero, le causaba un dolor aún más agudo. La soledad y el desamparo que había sentido entonces, rivalizaban con las que sintió de niño, al saber muerto y deshonrado a su padre.
Traicionado, esclavizado, castigado físicamente por el enemigo, sometido a la voluntad desconocida de otro, desamparado, débil y vulnerable. Los últimos días habían sido los más oscuros de su vida. Pero a la oscuridad siempre sucede la luz.
Ahora era capaz de caminar por sí mismo, aunque fuera a la zaga de Esca, que trataba de moderar sus rápidos pasos para no dejarlo atrás.
―¿Vas bien? ―le preguntó el britano, como había hecho en varias otras ocasiones, con o sin palabras, desde que abandonaron a los legionarios en el lecho del río, con el fin de continuar su viaje.
Marcus contestó con un cabeceo afirmativo y el atisbo de una sonrisa se asomó a los labios de Esca, que se volvió para continuar caminando. Y Marcus no había mentido: tenía el anillo de su padre en el dedo, llevaba el águila dorada consigo y estaba en la compañía de su amigo, el liberto. Iba bien. El liberto sonreía. Iba más que bien.
En todo el tiempo que llevaba con él, había visto a Esca sonreír muy pocas veces. Dos en las últimas horas. Y, repentinamente, mientras el camino entre las rocas, de cañada en cañada, se volvía más pesado, difuso y lejano, se dio cuenta de lo hermosa que era la sonrisa del joven. De lo importante que era. De lo mucho que deseó, de pronto, que Esca sonriera, que sonriera para él.
Una suave, pero persistente lluvia los acompañó gran parte del camino. Mientras la luz declinaba, la sombra de una sensación de mareo se fue asentando más y más en su cuerpo. Y mientras más liviana se sentía su cabeza, más pensaba en el que fuera su esclavo. Más joven, más pequeño, más liviano que él. Era el chico, el puer perfecto. Sus músculos eran estilizados y ágiles, como los de un bailarín. Pálido y lampiño, como todo niño debía ser.
A ratos sacudía la cabeza, como para despertar de una alucinación. No debía pensar de esa forma, no respecto a Esca, que ahora era libre. Y tampoco debía pensarlo entonces, cuando aún estaban en territorio hostil. Pero no era fácil sacudirse la ensoñación, cuando era lo único agradable en el áspero y cada vez más incómodo camino.
―Acamparemos aquí ―dijo Esca en un momento.
Marcus miró a su alrededor. No supo cómo había llegado la noche, no supo cómo habían arribado a un bosque y se encontraban al alero de grandes árboles, que ofrecían algo de suelo relativamente seco a sus pies.
―Siéntate, haré fuego ―dijo la voz del liberto, que le dedicó una corta mirada de extrañeza, antes de descargar el morral con provisiones que le habían dado los antiguos legionarios, antes de separar caminos.
A pesar de estar ahora libre del peso de la esclavitud y del hielo de la distancia, Esca seguía siendo un joven de pocas palabras. Aquello era parte de su personalidad. Por lo mismo, era suficientemente observador como para darse cuenta, sin preguntar, de que Marcus estaba mal de salud nuevamente. Lo había visto enfermo y en un dolor constante cuando lo conoció por primera vez. Había tenido un rol activo en su recuperación y luego había visto los estragos que su estadía en la aldea de la Gente Foca había causado, así es que podía interpretar los signos y volver a encargarse de todo.
Ya se había cerrado la noche, cuando estuvieron sentados en torno a una fogata, con las armas siempre a la mano, comiendo charqui de venado, machacado con una piedra y calentado al fuego.
―Tienes que comer ―insistió Esca―. A pie serán varios días hasta el muro, y otros muchos hasta tu casa.
Marcus solo lo miró, con una expresión más bien inescrutable y los ojos vidriosos. Estaba tratando de mantener a buen recaudo el hecho de que le conmovía que su ex esclavo se preocupara de su bienestar. Y también el hecho de que no estaba de ánimo para comer. Aun así, a instancias de Esca, se llevó un trozo de carne seca a la boca. Y el gesto del muchacho se relajó, la hermosa sonrisa estaba cerca de la superficie.
Aquello le calentó las entrañas por un rato, pero luego se vio obligado a dejar la carne y tratar de acercarse al fuego. Le castañeteaban los dientes, por mucho autocontrol que intentara aplicar.
―¿Estás bien? ―escuchó la voz de Esca, un poco amortiguada por la niebla que descendió sobre ellos de pronto. El muchacho le puso la cara interior del antebrazo sobre la frente y luego probó con la suya propia―. Tienes fiebre ―concluyó―. Y tu ropa sigue mojada…
Si se dijo algo más, Marcus no lo supo. La niebla era demasiado espesa, la voz de Esca, la querida voz de Esca, con su acento britano, se fue muy lejos y se apagó.
