Disclaimer: Markus Zusak es el genio creador de estos maravillosos personajes. Nada me pertenece.
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Según lo que yo sé – y no es por regodearme, pero yo sé mucho -, un acordeón no se alcanza a escuchar en una pradera si una tormenta de truenos está azotando el aire.
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¿Qué hace que Hans Hubermann ame a Rosa Hubermann, entonces?
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Rosa es una tormenta, siempre atronando, siempre activa, siempre gritando, remendando, siempre dispuesta a dar su (no delicada) opinión ante algún desafortunado que se detenga a oírla. Corrige, enseña, educa, y vuelve a corregir – Hans a veces piensa que eso es lo que más le gusta de tener niños a su alrededor -.
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Cuando me acerqué al viejo Hubermann le expuse esa duda que me había carcomido desde que conocí a la peculiar familia humana de mi Ladrona de Libros.
Hans Hubermann ama los ojos de su esposa.
¿Los ojos? Me dirán ustedes. Bueno, lo mismo pregunté yo.
Más que los ojos como globos oculares, es su modo firme de poner la mirada en otro. De clavar una daga azul congelada en la acción de aquel otro, provocando un detenimiento total, petrificando todo movimiento, incluso todo pensamiento de un futuro movimiento, si no era el que Rosa – su Rosa – deseaba.
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Pero.
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Un peculiar humano que conocí una vez – te repito: yo a todos los he conocido alguna vez -, me dijo que un "pero" es capaz de detener el tiempo, de cambiar semblantes, de acelerar latidos. Un "pero" tiene el poder de cambiar historias; de cambiar LA historia.
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Pero Hans Hubermann sabía – tuvo que aprenderlo con la práctica y el paso de los años – sabía que cuando su Rosa lo miraba, cuando esa daga afilada de hielo azul se detenía a milésimas de segundo de estancar sus pensamientos; jamás – y les aseguro: JAMÁS – llegó siquiera a rozar el semblante del alma del viejo acordeonista. Ocurría el milagro, la daga se comenzaba a derretir y los gélidos ojos azules se volvían muy lentamente el cielo azul reflejado en un estanque cristalino. Rosa volvía la mirada a sus labores y con un rasposo "Saukerl" daba por terminada la corrección.
Para Hans Hubermann, esa era la confirmación de que su esposa lo amaba. Lo amaba por más pobres que pudiesen ser. Lo amaba por sólo ser un estúpido pintor. Lo amaba por enseñarle a leer a su nueva hija.
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Lo amaba por su acordeón.
Y ahí entendí, ayudado por la mirada de Rosa Hubermann, la cual se había mantenido en silencio, que puede que un acordeón no se escuche entre los truenos, pero para el acordeonista, los truenos son el perfecto acompañamiento para su melodía.
