Disclaimer: ni soy rubia ni he sido la creadora del mágico Potterverso que tantas sonrisas y lágrimas nos ha sacado. Pues eso, todos los méritos a J. .
"Este fic participa en el minireto de septiembre para "La Copa de la Casa 2014-15" del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black."
Aquella noche de invierno podría haber sido como cualquier otra, una velada más que cubría de nieve las calles de Londres. El aire era fino y agudo, gélido como lo dictaban las fechas.
Un nutrido grupo de jóvenes destacaba en mitad del Callejón Diagón. La gente se detenía a su paso para contemplarles con los ojos muy abiertos, señalándoles y dudando si acercarse o no.
Los murmullos prendieron como una mecha y encendieron el ambiente, tiñendo la oscuridad con los tan conocidos nombres de todos ellos.
Pero los aludidos ignoraban con maestría el revuelo causado. No, nada de entrevistas ni preguntas ese día. Aquella era su noche, e iban a disfrutarla.
Ninguno había faltado a la improvisada reunión: Harry, Hermione, Ron, Neville, Luna, Ginny, George… incluso Ernie Macmillan y Hannah Abbott estaban allí. El objetivo de su encuentro era sencillo: celebrar que de nuevo eran libres.
Ay, si aquella hubiera sido realmente una noche como otra cualquiera…
Un destello verdoso relució en el callejón más cercano, y Ernie, el único que lo detectó, se excusó un instante de sus compañeros, instándoles a continuar su camino.
Tal vez, si no hubiera sido tan curioso…
Pero el joven Hufflepuff se sintió atraído por aquel juego de luces que parecía llamarlo desde las sombras, y se acercó ingenuamente a él hasta entrar solo en el sucio callejón. Entonces, tras las chispas verdes apareció una varita, y para cuando Ernie comprendió la trampa en la que había caído, ya era demasiado tarde.
La maldición fue un susurro veloz, certero, letal e imparable, y el cuerpo del joven se desplomó sobre la nieve grisácea con una mueca de terror grabada en el rostro.
Augustus Rookwood, uno de los pocos mortífagos que seguían escurriéndose de las manos del Ministerio y escapando de su inevitable condena, dio un paso adelante, esbozando una pérfida sonrisa. Después, se volvió y contempló la figura a sus espaldas:
—No pongas esa cara —rió—. Serás recompensado por la ayuda que nos estás prestando. Recuerda que ahora estás en el bando adecuado.
Y dicho esto, se internó de vuelta al callejón, dejando tras de sí el cadáver de Ernie y, junto a él, a un vacilante y confuso Zacharias Smith que contemplaba en silencio el cuerpo sin vida de su antiguo compañero de casa, dividido entre la culpa y el temor. Sabiéndose un traidor.
