Una ventosa tarde de octubre
PruePhantomhive
—O—
(Disclaimer)
Los personajes y escenarios de X-Men pertecenen a sus respectivos creadores y son usados en ésta historia sin fin de lucro.
(Resumen)
—Magda les prohibió hablar de sus poderes y usarlos. Yo los convencí de hacerlo y lo primero que mi hijo hizo fue escapar de mí a toda velocidad y estrellarse con la puerta de tu auto —Charles sonrió en contra de su voluntad. [Halloween, 2015].
—O—
Una ventosa tarde de octubre, Charles Xavier, telépata, volvía a casa después de hacer las compras del mes en el centro comercial cuando un borrón blanco y azul impactó contra la puerta abierta de su auto, mientras buscaba en su bolsillo las llaves de la entrada.
El choque fue lo suficientemente fuerte para desprender la puerta de aluminio de sus goznes y reventar el cristal como si hubiera sido alcanzado por una pelota de béisbol, pero eso no fue lo que llamó la atención del hombre, sino el hecho de que la estela bicolor se había transformado en un niño de escasos siete años de edad, que ahora se encontraba desplomado en el suelo, semiconsciente.
Charles, aterrado — ¿impactado? No, mala elección de palabras—, corrió para arrodillarse junto a él y ver el enorme chichón rozado que se había producido en su frente, al tiempo que el niño parpadeaba, bizqueando, haciendo el intento de cubrirse el rostro con las manos para que la brillante luz del sol no le lastimara los ojos. Charles se estiró por encima de él para cubrirlo del destello.
— ¡Dios mío! —masculló, despavorido, palpando con las manos la cabeza del niño, buscando sangre—, ¿estás bien? Lo siento mucho, fue mi culpa, Dios, Dios, ¿puedes enfocarme? ¿Me escuchas? ¿Cuánto es dos más dos? No, espera, algo más complicado, ¿cuál es el valor de Pi? —Porque, a pesar de tener un IQ que podría rivalizar con el de Einstein, era propenso a los sobresaltos, ¿sí? Sobre todo tratándose de situaciones como éstas.
El niño, que tenía una poblada mata de cabello blanco y brillantes ojos azules, lo observó como si creyera que estaba loco. Poco a poco, hizo el intento de levantarse, pero Charles se lo impidió, colocando una mano en su pecho y empujándolo hacia abajo —Primeros Auxilios, primera lección: jamás dejar que alguien que haya sufrido una contusión se mueva… ¡jamás!—.
—No deberías pararte, te golpeaste fuerte —a juzgar por la explosión de cristales—. Eres un velocista, ¿cierto? —El niño abrió mucho los ojos, poniéndose tan blanco como su cabello, y negó con la cabeza, rápido, muy rápido, tanto, que su rostro se convirtió en un nuevo borrón.
Charles escaneó su mente y se encontró con una nube de pavor vagando por sus neuronas, acompañada del recuerdo de una mujer diciendo, con un marcado acento extranjero: «Pietro, Wanda, prométanme que nunca le mostrarán sus poderes a nadie; estos poderes están malditos, son el mal». Charles sintió una punzada de incomodidad en el pecho ante esas palabras y colocó su mano en la cabeza del niño, acariciando su espumoso cabello blanco—. Tranquilo, soy como tú. Mi nombre es Charles Xavier y soy un telépata —terminó la oración en la mente del niño, que pareció más desconcertado, asustado e irritado que antes—. ¿En dónde están tus padres? ¿Puedo ayudarte a buscarlos? No te haré daño, no pasa nada.
La gente a su alrededor comenzaba a observarlos, porque Charles era uno de los habitantes más tranquilos del vecindario, proveniente de una familia adinerada y de renombre y, de pronto, tenía a un chiquillo descalabrado en el suelo y la ventana rota de un auto abierto. Charles procuró no prestarles atención.
El niño se sentó en el suelo —en contra de la sugerencia previa del adulto, que se limitó a fruncir los labios—, apoyándose en la puerta desvencijada, antes de volver a negar con la cabeza.
—No quiero volver con él —sentenció. Charles buscó en su mente de nuevo y se encontró con un montón de pensamientos hechos nudo, en los que abundaba la palabra «papá», envuelta en sensaciones de disgusto, confusión, anhelo y rabia. Mucha—. No lo quiero.
Charles frunció los labios y cambió de posición en el piso, irguiéndose sobre las rodillas, que comenzaban a dolerle por el contacto con las baldosas, frías y sucias. Así no fue cómo imaginó que se desarrollaría su día al despertar…
—Oh, pero necesitas atención médica, pequeño, no puedo dejarte así —comentó, intentando razonar con el menor, voz amable y lo más lejos posible de mandatos.
El niño bufó, alejando, con su aliento, un mechón de cabello que le había caído en la frente.
—No, me pasa todo el tiempo y me curo rápido —Charles se fijó en la inflamación y se percató de que el tono rosado había disminuido y la hinchazón también.
Wow, había conocido a pocos velocistas en su vida, pero nunca uno tan pequeño; era sorprendente descubrir lo desarrollados que tenía sus dones —a pesar de que, al parecer, al menos una de sus figuras paternas no estaba de acuerdo con ellos—. Silbó, estupefacto. Dejó la bolsa de víveres que aún llevaba en brazos en el asiento del auto, junto al chico, que observó el movimiento de sus manos con pasmosa —e irónica— lentitud.
—Aun así, me gustaría que me dijeras en dónde… —pero fue interrumpido por una avalancha de emociones acercándose a ellos a toda velocidad, desde el otro lado de la calle.
Giró el rostro y se encontró con un hombre alto y guapo —… ¿qué? ¡Lo era! Y Charles no estaba ciego, ¡por todos los cielos! —, enfundado en un cuello de tortuga negro y una chaqueta de piel marrón. Tenía la frente perlada de sudor por correr y, con la mano izquierda, sujetaba a una niña pequeña, idéntica al velocista — ¿gemelos?—, a excepción de su largo cabello, castaño y rizado, adornado con una tiara roja, y sus bonitos ojos verdes, desorbitados por la presión de seguirle el paso a una persona que le duplicaba la estatura. El hombre cargaba un bulto con el brazo libre, presumiblemente un recién nacido que tuvo suerte de no desnucarse en el trascurso de la carrera.
— ¡Pietro! —exclamó el recién llegado apenas estuvieron delante de ellos, su mirada fija en el niño enfurruñado y sentado en el suelo y, por el momento, muy lejos de Charles, que sintió un nudo en el pecho: había herido a un niño mutante con la puerta de su auto, no era el momento adecuado para estar pensando en lo bueno que estaba el padre de dicho chico—. ¿Por qué demonios hiciste eso, maldita sea? ¡Acabas de mudarte a Nueva York, no conoces los alrededores, de no haber sido por tu hermana —levantó la mano de la niña castaña para señalar (de una manera muy tierna, pensó Charles) que era la susodicha— jamás te habría encontrado! ¡No te atrevas a hacerlo otra vez! —Advirtió, amenazador, y su tono de voz hizo que un estremecimiento recorriera la espalda de Charles, quien tenía una forma de pensar específica acerca de lo «bien» que las amenazas podían «funcionar» tratándose de niños.
El bebé envuelto en la manta se puso a llorar. El niño, Pietro, se levantó, dándose palmadas en los jeans para quitarles la porquería. Estaba usando una playera azul, estampada con una imagen de los Power Rangers a la que alguien, posiblemente él, le escribió cosas en otro idioma con un marcador indeleble —vaya chico hiperactivo—. Charles no le había prestado atención a eso antes.
También se incorporó.
— ¿Y si lo hago qué? —Escupió Pietro, envalentonado, colocándose las manos en la cintura con aire bravucón. Y la gente seguía mirando, si bien trataba de fingir que no… en la mayoría de los casos—. ¡Odio que seas mi papá! —Gritó, furioso y con los ojos llenos de lágrimas.
El pecho de Charles se constriñó, la niña castaña se cubrió la boca con las manos y el bebé berreó con más fuerza, creando todo un espectáculo en medio de la calle, fría gracias al aire matinal y soleada de una forma tan brillante, que parecía una burla ante la situación.
El hombre tenía una expresión indescifrable cuando soltó a la niña de repente y movió la mano hacia el rostro del niño. Charles quiso detener la trayectoria de su brazo, creyendo que lo abofetearía gracias al atisbo de algo que vislumbró en su mente, pero no fue así: sólo le acarició la mejilla, con toda la paciencia del mundo en el gesto. Ojalá él también hubiera tenido padres tan dueños de sí: de esa manera, su infancia habría sido más fácil.
La niña abrazó la cintura de su padre y hundió la cara en su chaqueta. El bebé en la manta siguió llorando con un grito agónico que les perforó los oídos.
Charles cerró los ojos y suspiró. Fue hacia el auto, tomó los víveres y cerró la puerta rota, con un poco de trabajo gracias a los goznes arruinados —y no se sintió ridículo, en lo más mínimo, teniendo que empujarla con la cadera para conseguirlo—. El cristal se cuarteó más, pero prefirió ignorar el detalle. Cuando giró sobre los talones, colocó una mano en el cabello de Pietro, pretendiendo darle ánimos, pero pronto se dio cuenta de que fue un error, porque la atención del hombre se fijó en él por primera vez desde el inicio del problema... y no de la forma que habría querido.
No era algo para malentender: siempre tuvo más suerte con mujeres que con hombres —con quienes su experiencia era, prácticamente, nula, cuando a las primeras podía seducirlas sin siquiera tener que pestañear—, pero eso no era un impedimento para mirar el catálogo… sólo, quizás, la situación. Vaya. Jamás creyó que pudieran llamarle la atención papás —posiblemente muy casados—, atractivos al fruncir el ceño de una forma que claramente quería decir «te voy a matar» y sujetar bebés bañados en lágrimas. Segur había algo mal con su cabeza: últimamente, el estrés en el trabajo había estado al límite y…
—No quiero ser grosero —dijo el padre de Pietro, con una voz ronroneantemente amenazadora (y sí, era consciente de que la palabra no existía). Charles adivinó, por medio de su tono de voz, que claro que sería grosero. El hombre le sujetó la muñeca, enfundada en la manga de un cárdigan gris, y apartó su mano del cabello del niño, que volvía a tener el ceño contraído—, ¿pero quién carajo eres?
Bueno, no estuvo tan mal, comparado a lo que estaba esperando, pero, de todas formas, pasó saliva, intentando superar su sensación de ofensa. Respiró profundo y clavó la mirada en Pietro, luego, en su —increíblemente atractivo (¡ya basta!)— padre.
—Mi nombre es Charles Xavier —contestó, dominando su voz temblorosa lo mejor que pudo. Primero el susto del choque y después la impresión de ésta persona, que parecía poder generar su propio campo electromagnético, despidiendo ondas de atracción con sólo respirar, no le estaban haciendo favores a su salud mental y tampoco a su ritmo cardiaco— y Pietro, ah —dudó cuando el otro lo fulminó con la mirada, como si pensara que saber el nombre de su hijo era un crimen—, chocó con la puerta abierta de mi auto —explicó, señalando el objeto, abollado y cuarteado.
¿Su día podría volverse más extraño? Ni siquiera aquella vez, cuando uno de sus alumnos trató de hacerle una broma, colocando tachuelas en su silla, se sintió tan contrariado —gracias a su entusiasmo mental, pilló al señor Allerdyce antes de sufrir el percance y, tras pedirle permanecer en el aula al terminar la clase, tuvo la conversación más pesada de su vida respecto a problemas familiares (el tema que más odiaba en el mundo, pero que se veía obligado a enfrentar por el bien de sus alumnos) —.
El aún muy desconocido hombre fijó la mirada en el destrozo en el que se había convertido un costado del vehículo. Enarcó las cejas, el enojo haciéndose a un lado para darle paso a un palpitante fastidio. Seguro escupía bilis en vez de saliva…
—Eres un estúpido —dijo de repente y, por un instante, Charles creyó que le hablaba a Pietro. Estuvo a punto de reprender al sujeto por insultar a un niño de siete años cuando el otro le aclaró que el agravio había sido para él, lo que sólo aumentó su desencanto—. ¿Quién demonios deja la puerta abierta de su auto sobre una banqueta? Ese destrozo es tu culpa.
Charles comenzó a boquear como un pez fuera del agua, buscando una respuesta elocuente para la afirmación del Premio Nobel al Padre del Año, pero se detuvo cuando el sujeto dio un paso al frente, alejándose de los dos niños idénticos y cambiando de brazo al bebé, que seguía llorando. Estiró una mano y tensó los dedos: el metal de la puerta del auto crujió y se moldeó hasta quedar tan lizo y perfecto como antes, los goznes enroscándose y ajustándose con finura entre ellos, de una forma que ni el mejor mecánico habría podido conseguir.
Charles abrió mucho los ojos y la bolsa con comida casi se le cayó del brazo.
—Asombroso —concedió, con un hilo de voz.
Pero el hombre no lo vio como si estuviera alagado, sino como si creyera que era tonto.
—Pagaré el arreglo del cristal también —siguió, arrastrando las palabras como si hablar con él fuera la tarea más tediosa de su vida—. Dame tus datos y me encargaré de firmarte un cheq… ¡Lorna! —Exclamó, sobresaltado, cuando el (la) bebé vomitó un puñado de leche agria sobre su propio rostro y comenzó a ahogarse con él tras inhalarlo.
De nuevo, Charles fue abofeteado por una ola de terror proveniente del padre del bebé. Al instante, sintió una onda de su propio espanto cuando la niña comenzó a hacer ruidos espantosos, como si tuviera atorada una canica en la garganta.
Detrás de su padre, Pietro y su hermana intercambiaron miradas aterradas y se sujetaron las manos, tiritando a la par cuando una corriente de aire gélido pasó entre ellos.
— ¿Qué ocurre? ¿Puedo hacer alg…? —inquirió Charles, nervioso, acercándose al hombre para contemplar a la bebé, que era diminuta y tenía una mota de cabello verde en la frente. El vómito le había llenado la mitad de la cara y su padre intentó limpiarlo con la manta de jirafas y cebras que la cubría, sin éxito.
No podía haber imagen más desoladora que la de algo tan pequeño e indefenso en apuros.
— ¡No está respirando! —Exclamó el hombre. Los niños, a sus espaldas, se quejaron por lo bajo, como cachorros amedrentados, y Charles creyó escuchar algo parecido a «¡Anya!» saliendo de la boca de la niña de la tiara, a la que Pietro rodeó con los brazos, tratando de apaciguar sus estertores—. ¡Un hospital, una ambulancia, lo que sea! ¡Maldita sea!
Charles tragó saliva, pensando a toda velocidad, de inmediato, su mente viajó a su hermana y le suplicó a todos los dioses habidos en la historia humana que la mujer aún no se hubiera ido a trabajar: hundió la mano en el bolsillo de su pantalón y, en vez de tomar el móvil, sacó las llaves de la casa a sus espaldas. Corrió hacia la puerta, subiendo los tres peldaños de la entrada de un sólo salto, y hundió la llave más larga en la cerradura, con tanta fuerza que casi se hizo daño en los tendones de la mano.
— ¡Mi hermana es pediatra! —Exclamó, respirando con dificultad y rogándole al cielo que, por una vez en la vida, a la mujer no se le hubiera ocurrido ser puntual. Entró a toda velocidad a la casa, dejó las compras en el mueble del recibidor y subió las escaleras curvadas hacia el segundo piso, sintiendo el corazón a punto de explotar en la garganta. Aporreó la puerta de la habitación de Raven, mascullando su nombre y, dentro de la recámara, se produjo una contingencia de voces, movimiento y tropiezos.
— ¡Por Dios, Charles, ¿qué ocurre?! —Exclamó una irritada Raven, oculta todavía detrás de la puerta de madera blanca—. ¡Hank, dame mi blusa! —La oyó decir a continuación y Charles procuró ignorar el acceso de hartazgo que sintió al percatarse de que su hermanita estaba con Hank, «su» amigo, en una habitación cerrada y sin blusa—. ¡¿Por qué tanto escándalo?! —Repitió la mujer rubia, abriendo la puerta de golpe, ya completamente vestida, gracias al cielo. Estaba ruborizada, despeinada y no había cerrado bien los botones de su dichosa blusa rosa, pero Charles ignoró todo eso, al menos por el momento. Ella, en cambio, se preocupó cuando lo vio, pálido y sudoroso. Su expresión cambió de incertidumbre a preocupación casi con la misma velocidad con la que podía transformarse en otros individuos—. ¿Charles, qué pasa? —inquirió, con más suavidad, tocándole las mejillas y dándose cuenta de que estaba helado.
Hank apareció detrás de ella. Alto y delgaducho, con las gafas torcidas en el puente de la nariz, evitó ver a Charles a los ojos —de hecho, parecía estar sintiendo el impulso de saltar por la ventana a sus espaldas, pero no era como si Charles no hubiera visto un montón de imágenes incómodas en sus pensamientos referentes a su noviazgo con Raven. Más bien era él quien debía hacerse a la idea de que su hermana ya no era ninguna niña—.
— ¡Una bebé! —Bramó, falto de aire—, ¡se está ahogando! ¡Es una recién nacida! ¡Tienes qué…!
Raven frunció el ceño y asintió, inmediatamente clínica.
— ¿Dónde? —A pesar de que toda su vida fue berrinchuda e increíblemente terca, a veces le era más sencillo mantener la calma que a él, quien tenía sus botones rojos en determinadas situaciones, justo como ésta.
— ¡Abajo! —Los tres echaron a correr por el pasillo y, después, por las escaleras.
Charles casi se mató al bajar los últimos tres peldaños, pero Hank logró sujetarlo a tiempo antes de que cayera y se partiera el cuello. Cuando levantó la mirada, Raven ya había arrancado a la pequeña Lorna de los brazos de su padre y la había llevado a la sala, donde la colocó en un sillón.
Aunque la mayor parte del tiempo era un fastidio, en éste caso resultó una bendición su costumbre de dejar el maletín de trabajo en los lugares más inesperados, como en la mesa de café, las azas fastidiando la comodidad de una planta de sombra, de donde pudo tomarlo con facilidad y dominar la situación.
Pietro y su hermana estaban hechos un manojo de nervios junto a la puerta abierta, así que Charles se apresuró a ir hacia ellos, a sabiendas de que en la sala de estar no haría más que estorbar y los rodeó con los brazos, arrastrándolos a la cocina, asegurándose de cerrar la puerta doble tras de sí. Una vez ahí, la niña le abrazó la cintura con fuerza y hundió el rostro en su estómago, sollozando bajito. Pietro sujetó su mano y le trituró los dedos.
— ¿Es mi culpa? —Preguntó Pietro, bajito.
Charles le acarició la espalda, ansioso y sin saber si era una emoción propia o un afluente de todos los demás.
—No, Pietro, ¿por qué piensas eso?
El niño sollozó.
—Porque escapé y papá tuvo que buscarme. Si no lo hubiera hecho, Lorna estaría… —pero no pudo seguir hablando porque el llanto se lo impidió.
Charles sintió un nudo en la garganta y miró en todas direcciones, buscando una escapatoria, sin encontrarla. En verdad, no era bueno en ésta clase de cosas.
—No, Pietro. Esto ocurre con los bebés a menudo porque son muy pequeños y sus estómagos no se han desarrollado del todo. Es normal que tengan reflujo, pero es peligroso que el fluido obstruya sus fosas nasales y boca, porque puede dificultarles la respiración…
Raven gruñó en la sala.
— ¡Gracias, Charles, pero la pediatra soy yo! —Ladró.
Charles frunció el ceño.
— ¡Tú haz lo tuyo! —Respondió con fuerza, haciendo que la niña se sobresaltara. Le acarició el cabello a manera de disculpa.
—Ya lo he hecho —corrigió Raven con sorna—. Ésta niñita será una chica fuerte cuando crezca —dijo, sonando feliz—, lo hizo muy bien y ahora está fuera de peligro.
Al oír eso, los gemelos corrieron a la sala, donde su padre los pescó en un fuerte abrazo que incluso Pietro correspondió, quizá arrepentido por lo que pasó anteriormente. Charles los siguió, drenado completamente de energía, y observó a la familia, sintiendo algo extraño palpitándole junto al corazón.
Raven se acercó y le mostró a la bebé, que lo miró con sus pequeños ojos, húmedos y del tamaño de cuentas verdes. Era chiquita y extraña, por su piel demasiado blanca y cabello verde, pero, por algún motivo, Charles quiso tomarla en brazos y besarle la frente. Se contentó con acariciarle la mejilla con el dedo y se sorprendió cuando la niña lo sujetó en su puño diminuto.
En verdad eran cosas frágiles, ¿no? Cuando era niño, siempre deseó tener una mascota, pero su madre no se lo permitió, alegando que necesitaban muchos cuidados: ahora le cree y no es que esté comparando a un bebé con un perro, sino que…
El padre por fin soltó a los niños y giró sobre los talones para buscar a su bebé con la mirada. La observó durante largo rato y también a Charles, su rostro, antes lleno de animadversión, ahora reflejando una emoción completamente distinta. Cuando le sonrió, tentativo, el telépata sintió un curioso calor extendiéndose por todo su cuerpo. Saber que ese hombre en verdad se esforzaba por ser un buen padre lo hizo desear estrecharlo y darle palabras de ánimo.
—Gracias —le dijo el otro, acercándose, aunque no tomó a su hija de brazos de Raven—. Primero por Pietro y después por Lorna. Entré en pánico en ambos casos y no tengo idea de lo que hubiera hecho de no haberte encontrado —Raven le dio un codazo en las costillas a Charles, que se puso rojo como un tomate, y fue a sentarse con Hank y los gemelos, que también parecían más recuperados—. Como seguro escuchaste, nos acabamos de mudar a la ciudad —explicó, tocándose la frente con la mano con aires nerviosos—. No ha sido fácil, para ninguno.
Estaba tratando de justificarse, por el choque emocional de antes. Charles asintió y se animó a tocarle el brazo para anclarlo, porque seguía temblando visiblemente.
—Entiendo —convino, gentil, pero el otro agitó la cabeza, mirando un punto muerto frente a él, sin ser consciente de la mano que pretendía ofrecerle un poco de estabilidad en medio de un mundo turbulento.
—Te aseguro que no. No puedes comprender algo como lo que hemos pasado —sentenció, viéndolo a los ojos con una atención que lo hizo estremecer. Charles retiró su mano. Sintió la tentación de llevarse los dedos a la sien sólo para indagar un poco más allá de la superficie, pero se contuvo, porque seguro Raven le patearía el trasero al darse cuenta. Había un pacto entre ellos que Charles llevaba años obligándose a respetar—. Creo que es hora de irnos.
Charles se sobresaltó. Tan repentino, después de todo lo que había ocurrido…
— ¿Me dirías tu nombre, por favor? —Pidió y el hombre se sorprendió. Volvió a tocarse la frente, pero, ésta vez, sonrió.
—Claro —estiró una mano y Charles la tomó, conteniendo el ramalazo de calidez que lo azotó por dos direcciones contrarias—. Erik Lehnsherr. Fue un gusto conocerte, Charles. Una suerte, mejor dicho.
Charles sonrió, abochornado.
—Entonces, él es —comenzó, apuntando a Pietro con el dedo, sólo para desviar la atención de su rostro enrojecido— Pietro ¿Lehnsherr? Y ella es…
El rostro de Erik ensombreció al oírlo. Sus ojos se fijaron en los gemelos, sentados a ambos lados de Raven, quien les estaba explicando lo que ocurrió con su hermana con mejores términos que los de Charles.
—Pietro y Wanda Maximoff. Y ella es Lorna Dane —reveló. Charles se sintió ansioso de nuevo, porque la revelación era extraña, a su parecer. Erik volvió a sonreír, pero el gesto no iluminó sus pupilas—. Te dije que no entenderías. Ahora, dame tus datos para llenar ese cheque y pagar tu ventana.
—O—
El día que le entregaron su auto después de mandar arreglar la ventana rota, Charles volvió a encontrarse con Erik.
Intercambiaron datos el mismo día que éste le entregó el cheque y Charles se atrevió a llamarlo sólo para hablarle de la ventana, decirle que todo estaba en orden y, luego, le preguntó si quería tomar algo con él; contra todo pronóstico, Erik aceptó, pero le advirtió que aún no había conseguido niñera, por lo que tendría que ser en su casa. Charles no se quejó, compró una tarta en la panadería de la cuadra, y condujo a la dirección que Erik le indicó.
Los Lehnsherr —Maximoff-Dane— vivían en un amplio apartamento en Upper West Side. El vecindario era bonito, como todo en esa parte de la ciudad, y el edificio parecía bastante agradable.
Llegó al apartamento de Erik y llamó a la puerta: de inmediato, un escándalo sonó en el interior.
— ¡Yo voy! —Exclamó la voz aguda de Wanda—. ¡Pietro, no! —La puerta se abrió y Charles fue recibido por el rostro sonriente de Pietro, que seguramente había usado su velocidad para ganarle a su hermana, que se había quedado enfurruñada a medio camino.
— ¡Hola, Charles! —Saludó el niño.
El hombre se inclinó para acariciarle el cabello. Wanda se apresuró a acercarse. Ese día, llevaba un bonito vestido blanco y el cabello sujeto en coletas.
— ¡Hola, señor Xavier! —Canturreó, haciendo una reverencia de película, sujetando los extremos de su falda, antes de proceder a sacarle la lengua a su hermano, que le respondió de la misma manera.
Charles se echó a reír y el sonido pareció invocar a Erik, que asomó la cabeza por el extremo del recibidor.
—Por Dios, déjense de niñerías y permítanle pasar —los reprendió, con Lorna en brazos—. Entra, Charles —Charles obedeció.
El lugar era encantador, con muros pintados de color crema y un increíble suelo de madera dorada. Un muro entero estaba cubierto con un ventanal de cristales pintados de distintos colores, que se proyectaban en las paredes y los muebles gracias al sol, creando todo un espectáculo.
—Wow, éste lugar es… —comenzó.
—Señor Xavier, ¿eso es tarta? —Preguntó Wanda, curiosa, parándose en las puntas de los pies para ver mejor.
— ¿Es para nosotros? —Inquirió Pietro, emocionado, empinándose por encima de su hermana, casi derribándola con el peso extra y haciéndola gritar y patalear.
Charles recordó la caja que llevaba en las manos.
— ¡Ah, sí!
Erik le sonrió, de esa forma amable que había aprendido a mostrarle desde ese día en la casa Xavier. Lucía cansado y, quizá, la idea del café había sido más oportuna de lo que Charles había creído en primera instancia.
—Ponla en la mesa de la cocina. El café está listo.
Charles obedeció y se dio cuenta de que haría cualquier cosa que Erik le pidiera porque Erik era… mató el pensamiento cuando Lorna se puso a llorar de nuevo y Erik le dio la impresión de querer hacerlo también. Con que esa era la razón de su agotamiento…
—O—
Tras dos tazas de café cargado y muchos trozos de tarta para los gemelos, sentados en la sala viendo el televisor, los adultos iniciaron una ronda de Cuéntame tu historia, ya que estás aquí. Charles creyó que hubiera sido un poco más divertido con alcohol de por medio pero, por Dios, había menores de edad ahí. Con tres hijos, la vida de Erik debía ser clasificación G, lo cual era una lástima.
—Entonces, ¿eres profesor? —Preguntó Erik, enarcando las cejas y jugando con su cuchara, haciéndola girar entre sus dedos, algo que parecía gustarle a la bebé, que lo observaba casi sin parpadear.
—De biología, aunque en realidad me especializo en genética.
—Auch, suena a que eres un genio, aunque no pareces uno —se burló Erik, bebiendo el café de su taza.
Charles enarcó una ceja.
—Oh, muchas gracias, señor Todo lo Puedo.
—Sólo en el campo de la Arquitectura, Charles. Como te habrás dado cuenta, mis habilidades son deficientes en algunos rubros —su mirada vagó por sus tres hijos antes de posarse en el techo con toda la miseria del mundo reflejada en ella.
Charles se mordió el labio inferior.
— ¿Puedo preguntarte dónde está la señora Lehnsherr? —Masculló sin poderlo evitar.
Oh, el rostro de Erik se contorsionó de una manera tan graciosa hasta formar una mueca siniestra, que Charles supo que no, no podía preguntar, pero, vamos, de cierto modo ya lo había hecho.
—Muerta —respondió Erik con un susurro seco y, otra vez, observó a los gemelos, pero no a Lorna.
—Ah — ¡ugh!—. Lo… siento.
—Yo no. Tanto. De cierto modo, es un alivio —Charles frunció las cejas, pero Erik no le brindó la oportunidad de quejarse por su comentario cruel—. Nos casamos cuando éramos muy jóvenes. Un año después de eso, nació nuestra primera hija, Anya —Charles recordó que Wanda había mencionado ese nombre el día que se conocieron. Sospechó lo peor—. Murió en un incendio provocado, Charles, siendo una niña. La… vi. Intenté salvarla con mis poderes, pero no pude. Magda enloqueció de dolor y huyó. No tenía idea de que estaba embarazada hasta hace un par de meses, cuando las personas que la acogieron, una pareja de ancianos, me llamaron para decirme que «mi» mujer había muerto y yo era padre de gemelos —comenzó a reír y Charles leyó la histeria en sus gestos.
Erik dejó de jugar con la cuchara, que cayó dentro de la taza con un tintineo, y Lorna se quejó, haciendo burbujas entre los labios y batiendo los puños. Charles le dio el chupete y le acarició el estómago con la mano. Ella se puso a jugar con sus dedos de inmediato.
Mientras, Erik emitió el suspiro más desolador del mundo, como si agradeciera la repentina pausa en la conversación para poder gobernarse de nuevo.
Charles pasó saliva y miró hacia abajo, sintiendo a Lorna pellizcándole la piel con las uñas. La idea de una niña muerta en un incendio era espantosa. La idea de una niña asesinada era mil veces peor. Lamentó mucho que Erik y su esposa hubieran tenido que pasar por eso.
—Dios, Erik… —susurró cuando recuperó el habla.
—Por favor, no me digas que lo sientes. Es lo peor que te pueden decir, porque nadie está sufriendo tanto como tú, así que, en realidad… —se encogió de hombros y señaló a Pietro y Wanda con un dedo—. Fui por ellos, les dije que era su padre y me aborrecieron desde el primer momento, porque Magda les había llenado la cabeza de porquerías relacionadas a mí y los mutantes durante siete años.
Charles recordó lo que había leído en la mente de Pietro antes y se sintió molesto.
—Eso es…
—Nefasto —aceptó Erik—. Tengo entendido que manifestaron sus poderes alrededor de los cinco años. Pietro corre como el diablo y Wanda… telequinesis, control mental. Magda les prohibió hablar de sus poderes y usarlos. Yo los convencí de hacerlo y lo primero que mi hijo hizo fue escapar de mí a toda velocidad y estrellarse con la puerta de tu auto.
Charles sonrió en contra de su voluntad. Estiró la mano por encima de la mesa y sujetó los dedos de Erik. De pronto, todo el asunto de la bebé ahogándose con su propio vómito fue más crudo en su mente al saber que Erik ya había perdido a una hija y entendió su desconfianza al encontrar a Pietro luego de que éste huyera de su lado en una ciudad ajena.
Erik le acarició la mano con el pulgar distraídamente.
—Es muy gracioso, porque con Lorna ocurrió lo mismo: su madre me llamó para decirme que era padre de su hija, que había intentado ser buena madre, pero no había podido y que me la dejaba, como si fuera alguna especie de mascota que ya no quería. Fue horrendo. Y yo seguía lidiando con el odio de Wanda y Pietro. Lo curioso es que cuando conocieron a Lorna y supieron que era su hermana, se tranquilizaron un poco, como si con su presencia se hubieran dado cuenta de que pertenecían a un mismo grupo, no sé, a una misma familia.
»—Unos días son más simples que otros, pero no ha habido un solo día, desde que están conmigo, en que no me haya dado pavor perderlos como a Anya.
Charles suspiró. Se levantó de la silla y se apresuró a rodear la mesa para alcanzar a Erik y abrazarlo, en medio de un impulso. Lo gracioso fue cuando Pietro estuvo en menos de un parpadeo a su lado, rodeando a Charles con los brazos y, segundos después, Wanda se les unió.
—O—
Charles se quedó en el hogar de los Lehnsherr hasta que fue de noche. Ayudó a Erik a acostar a los gemelos mientras él arrullaba a la bebé en su habitación y se reunieron de nuevo en la sala para comer los restos de tarta y beber algo de chocolate caliente, porque habían acabado con los suministros de café de la casa.
El ambiente se sentía tan relajado, que les fue sencillo dejar de lado el imparable tic-tac del reloj en la pared.
Para sorpresa de Charles, Erik sacó una botella de vodka y añadió dos medidas del licor a su bebida. A Charles le pareció extraña la mesura, pero luego imaginó que Erik no quería embriagarse por si se ofrecía algo con los niños y lo imitó.
Con cada pequeño gesto paternal que iba descubriendo en Erik, su corazón se perdía más y más…
Cuando se quedaron sin nada interesante que ver en la televisión, la apagaron y se sentaron en el sillón frente a frente, para seguir hablando, iluminados por la tenue luz anaranjada proveniente de la lámpara de piso detrás de Erik, cuyo aliento Charles podía sentir en la mitad de la cara.
—Aún no me has contado tu pasado, Charles, y me gustaría conocerlo —pidió Erik con voz suave y el profesor creyó que era un intercambio justo, sobre todo después de la forma en que el otro se abrió con él esa tarde. Sabía que no debió ser sencillo.
Charles apartó un mechón de cabello de su frente y sonrió, agachando la mirada y frunciendo los labios, sin saber por dónde comenzar. Ante el mundo podía ser una persona perfectamente centrada, pero, por dentro… había un mural de cicatrices que cerraron a la fuerza, por lo que aún le causaban dolor.
Tras tomar una larga bocanada de aire para armarse de valor, le habló a Erik de su pésima situación familiar con su madre, que, tras la muerte de su padre se había casado con el mejor amigo de éste, quien sólo había fingido quererla por su dinero. Le contó la manera en la que su hermanastro lo había seleccionado como punching bag y había convertido sus últimos años en casa en una de sus más horrendas pesadillas. Rápidamente, para consuelo de su alma, pasó a asuntos más felices, como la adopción de Raven y el descubrimiento de su mutación.
Erik lo escuchó encantado, al menos hasta que llegaron a la parte donde Charles le habló de la manera en que su madre se había sentido horrorizada al saber que había dado a luz a un mutante y le había exigido a su nuevo marido encontrar una «cura».
Charles suspiró y se movió por el sillón hasta estar al lado de Erik. Usó su hombro como almohada, con más confianza de la que sentía en realidad, y Erik sujetó su mano de nuevo, como si supiera que el clímax de la historia se avecinaba. Sólo un mutante podía entender la ansiedad de otro, sobre todo habiendo pasado por una historia de horror como la de los Lehnsherr.
—Kurt Marko, mi padrastro, creó supresores para mi poder. Eran píldoras, a veces brebajes, que me provocaban dolores de cabeza espantosos, pero detenían mi don. Los usé durante tanto tiempo, sólo para complacer a mí madre, que olvidé lo bien que me sentía siendo un telépata. Cuando ella murió y me largué de la mansión, dejé de usarlos, pero mis poderes nunca volvieron a ser los de antes. Ya no contemplo las mentes de otros como lo hacía cuando era niño, tan… llenas de color. Ahora sólo son atisbos. Raven cree que puede ser algo psicosomático, pero sospecho que no. Pienso que esas pastillas y jarabes arruinaron mi don para siempre.
Fue el turno de Erik de abrazarlo. Charles se hundió en su calor y se llenó los pulmones de su olor, tan delicado, comparado a todo lo que en realidad era Erik, que ardía cono la llama de una hoguera.
—Si pudiera, los haría pagar lo que te hicieron, Charles —susurró contra su cabello.
—Gracias, pero creo que la vida ya se los cobró.
—O—
Acordaron que se verían al menos una vez a la semana, cuando sus horarios mejor se los permitieran. No fue algo que dijeran con palabras, pero quedo implícito en sus despedidas y mensajes de texto, después de todo, ya habrían sobrepasado las brechas de la familiaridad.
Charles adoraba estar con Pietro, Wanda y Lorna y los niños parecían quererlo también. Con Erik, se llevaba muy bien: era como si su alma gemela le hubiera caído directo del cielo, pero detestaba pensar de esa manera porque, bueno, Erik le había dado cuatro motivos —Anya, Pietro, Wanda y Lorna— para creer que era heterosexual, lo que significaba que Charles jamás tendría una oportunidad.
Pero eso no importaba: quería estar cerca de Erik. Nada más.
—O—
La noche de Halloween, Charles apareció temprano en el departamento Lehnsherr para acompañar a la familia a pedir dulces, actividad en la que no había participado en años, por más que algunos de sus conocidos trataran de sonsacarlo.
Raven, que saldría con Hank y algunos amigos, había intentado convencerlo de que se disfrazara, pero Charles huyó de casa antes de que su hermana dijera lo mismo de cada año: «hurgaremos en el baúl de la abuela», lo cual era una historia de terror que se contaba sola.
Como siempre, Pietro fue quien abrió la puerta. Iba disfrazado de Flash, el Velocista Escarlata, algo que divirtió mucho a Charles. Wanda, vestida de bruja, aunque con el típico color negro intercambiado por un rojo brillante, se acercó a él con una escoba en la mano y una calabaza en la otra.
— ¿Por qué no te disfrazaste, Charles? —le preguntó la niña, que recientemente había dejado de llamarlo «Señor Xavier» (gracias al cielo, porque eso lo hacía sentir tan anciano. Ni siquiera sus alumnos se referían a él de esa manera).
—Oh, porque… —pero se libró de darle una respuesta cuando Erik apareció, con Lorna en brazos. Él tampoco se había disfrazado, afortunadamente.
— ¿No disfrazaste a Lorna? —Preguntó Charles, acercándose para tomar a la bebé y acomodarla contra su pecho, donde ella gorgoreó, batiendo las manos en un esfuerzo por hacerse con un mechón de su cabello (le encantaba tirar de él, anécdota que divertía mucho a Raven, quien llevaba un tiempo tratando de convencerlo de que necesitaba un corte nuevo).
Erik se encogió de hombros, resueltamente.
—Con ese cabello, podría ir de guisante —Charles no pudo evitar reír. Erik sonrió, como si hubiera logrado su cometido—. ¿Nos vamos?
Todos dijeron que sí y salieron del departamento en tropel, apagando las luces y cerrando la puerta a sus espaldas.
—O—
La tarde estaba llena de niños disfrazados corriendo por todos lados con calabazas de plástico en las manos. Había padres también, caminando alborotados detrás de ellos —afortunadamente, Erik sabía cómo evitar que los gemelos se vieran víctimas de la emoción, sobre todo Pietro, y Charles estaba convencido de que tiraba de ellos, de vez en cuando, de las hebillas metálicas en sus zapatos y cinturones— y adolescentes cargados con rollos de papel y cartones de huevos que no prometían nada bueno —Charles reconoció a algunos de sus estudiantes entre ellos y no pudo hacer más que negar con la cabeza: maldita la hora en que decidió dar clases de biología en la preparatoria antes que tomar la plaza en la universidad, pero en aquél entonces le pareció más sencillo—.
Llevando a Lorna a bordo, se mantuvo alejado mientras Erik acompañaba a los gemelos a las puertas de las casas, no deseando verse involucrado en la marea de niños enmascarados que corrían por los patios delanteros sin tapujos, algunos tropezando con sus propias capas o haciendo pataletas al revisar el contenido de sus calabazas y lanzando envoltorios en todas direcciones; cuando Pietro hizo eso, Erik no se contuvo de darle un tirón de orejas antes de arrastrarlos por una hilera de casas iluminadas y decoradas para la ocasión. Charles los esperó en la calle, meciendo a Lorna, que comenzaba a quedarse dormida, envuelta en su adorada manta de cebras y jirafas.
Una mujer, llevando a un bebé vestido de abeja y con la boca manchada por el caramelo de una paleta roja, se acercó a él, sonriendo y con el largo cabello color miel meciéndose con el viento nocturno. Fue más por esa sonrisa que por el hecho de ser un telépata, que Charles supo que sus intenciones no eran «amistosas».
—Oh, es hermosa —le dijo y Charles sonrió, tratando de ignorar la hilera de pensamientos provenientes de la mujer, gracias a los que supo que era soltera y que veía en hombres como él presas fáciles, ya que parecía tener por costumbre abordarlos en todas partes, desde el patio de la guardería hasta los centros comerciales—, ¿pero no fue un poco exagerado teñirle el cabello a tan corta edad? —Inquirió, frunciendo el ceño, pero mostrando mucho los dientes, en un intento por iniciar una conversación ligera.
Porque, por supuesto, en ésas épocas la gente pensaba primero «extravagancia» antes que «mutantes», cuya existencia preferían ignorar a toda costa y, por algunas de las imágenes que pudo pillar en la mente de la mujer, cuya atención se vio ligeramente distraída por una niña que iba caminando en la calle opuesta, sin disfraz, pero con la piel de un intenso como anaranjado que ni el mejor maquillaje hubiera podido lograr, se dio cuenta de que era más anti que pro en todo lo referente a ellos y deseó poder quitársela de encima rápido.
—Es, uhm, tinte vegetal —mintió, sintiéndose estúpido, desinteresado en seguir con la conversación.
Tuvo un repentino flashback a los tiempos cuando Raven se cambiaba el color de cabello casi diario y debía inventar pretextos para sus profesores. Esas mentiras fueron el principal motivo por el que Raven se distanció de él un tiempo, hasta la muerte de Sharon y, en realidad, ahora la entendía: no era agradable vivir escondiéndose y, desgraciadamente, el Gen X de chicos como Lorna y Pietro, desde el nacimiento, les marcó una diana en la espalda para identificarlos. Tendrían que soportar muchas tonterías —y algunas demasiado extremas— a lo largo de sus vidas, justo como su hermana.
La mano de Erik apareció en su hombro, sobresaltándolo, y, cuando se giró para mirarlo, no pudo evitar enarcar una ceja ante su ceño fruncido y mala cara. Wanda y Pietro también lo miraban, la primera con una barra de chocolate entre los dientes y, el segundo, destrozando el envoltorio de gominolas para vaciarlas a su boca en cascada. La mujer hizo una mueca y, cuando toda la atención de Charles se desvió de ella hacia los recién llegados, siguió su camino como si nada hubiera pasado, bebé en brazos, aunque el mal gesto de Erik permaneció en su sitio.
Charles exhaló, todavía con la cabeza llena de la discriminación por la que tenían que pasar los mutantes, y cambió de posición a Lorna, acostándola contra su hombro y cubriéndole la cabeza con la manta. Erik lo miró de reojo un instante, pero luego, con una sacudida de la cabeza que pretendió pasar desapercibida, metió las manos a los bolsillos de su chaqueta y mantuvo la vista al frente, fija en el camino marcado por los gemelos.
La calle olía demasiado a dulce y, a lo lejos, podían escuchar el motor de una máquina de algodón de azúcar.
Caminaron por toda la cuadra, visitando un par de casas más, Erik relajándose lo suficiente para permitir que Wanda y Pietro fueran solos a las últimas dos antes de una intersección. Estiró los brazos por encima de la cabeza mientras los niños se unían a un grupo delante de una mujer de rizos que regalaba goma de mascar, y, por fin, observó a Charles.
— ¿Quieres descansar? Puedo cargarla —dijo, señalando a Lorna. Charles agitó la cabeza.
—No, estoy bien —se apresuró a negar y el silencio se volvió casi absoluto de nuevo, hasta que Erik respiró hondo y se recargó en la cerca blanca de la casa frente a la que estaban.
—Charles —murmuró, torciendo la boca y viéndose las botas, luciendo casi incómodo y avergonzado, una visión extraña en él, cuyo comportamiento no solía variar de la seguridad absoluta. Charles sintió la garganta seca y, por más que sintió el impulso, se obligó a no husmear en los pensamientos que podía sentir emanando de él y flotando como ondas en el aire—, desde hace tiempo he querido preguntarte algo.
Charles se mordió el labio inferior y movió la cabeza de arriba abajo, mostrándose abierto.
— ¿Qué cosa?
Erik se masajeó el cuello, nervioso, mirando en otra dirección.
— ¿Hay alguien en tu vida? Me refiero a… ¿algún interés romántico? No sé cómo preguntarlo sin sonar tan patético, lo siento —sonrió, apenado, mostrándole dos hileras de dientes blancos y perfectos.
¿Quién fue el imbécil que empezó ese rumor de que su sonrisa lo hacía ver como un tiburón? Aunque, cuando se lo comentó, se rió mucho, también se dio cuenta de que no era cierto: ése hombre tenía una de las sonrisas más agradables del mundo.
Charles sintió la cara caliente, en medio del frío nocturno.
—Uh, no, en realidad. ¿Por qué quieres saber? —No iba a dejar que sus esperanzas subieran muy alto sólo para verlas desplomarse en picada, nope.
Erik hizo un gesto de nuevo y sus mejillas se colorearon de rojo. Trató de evitar que lo viera ladeando el rostro y fingiendo rascarse la cabeza.
—Quería saber… —hizo una pausa para suspirar— si sería muy atrevido de mi parte pedirte una oportunidad —puso los ojos en blanco—. Es decir, de ocupar… ese sitio. En tu vida.
¿Podía ser más lindo? Ahora se daba cuenta de que toda esa seguridad que rezumaba no era más que una fachada para una gran incertidumbre que llevaba por dentro.
Afortunadamente, Charles quería mucho a Lorna porque, de no haber sido así, seguro la hubiera dejado caer, gracias al repentino vuelco que le dio el corazón y a la forma en que comenzaron a temblarle las manos con un anhelo que, de igual forma, no dejó crecer.
—Pero creí que tú… es decir, una esposa, una novia, cuatro hijos… —estaba cavando su propia tumba, ¿no? Le pidió al cielo un milagro y lo regresó justo por donde vino gracias a que era un condenado idiota.
Erik suspiró y cerró los ojos, claramente todavía avergonzado.
—Lo sé. Y sé que es una tontería de mi parte —gruñó—, mejor olvíd…
Charles sacudió la cabeza, tratando de remendar el desgarre en la conversación.
—Quiero darte esa oportunidad, Erik. Me gustas, mucho, y adoro a los niños —por algún motivo, se sintió con la necesidad de aclararlo.
Erik sonrió, exhalando, aliviado.
— ¿Enserio? ¿Sí? —Y, en esas dos palabras, mostró más emoción de la que Charles lo vio usar desde el día en que se conocieron hasta ese momento.
Otra de las cosas que quería, a decir verdad, era verlo así de contento todo el tiempo, así que se lo planteó como obligación diaria, a partir de ahora. Y lo lograría, como tantas otras cosas. Sonrió también y se empinó para darle un corto beso en la comisura de la boca, que Erik recibió con ojos demasiado brillantes por el entusiasmo.
—Por supuesto —respondió, hablando bajo.
Erik rió y estiró la mano para entrelazar los dedos con los de Charles, que se sumergió por completo en la dulzura del momento, permitiéndose sentir las ondas, aliviadas y saciadas, de satisfacción provenientes de la mente apaciguada de Eric.
Los gemelos volvieron, con las calabazas tan llenas que los dulces comenzaron a desbordarse, así que decidieron que era hora de volver a casa.
De pronto, el mundo, a pesar de sus grandes y obvias fallas, le pareció perfecto.
—O—
Esto fue escrito en el 2015 y actualizado en el 2019.
Nunca es un trabajo sencillo meterse con la mente que fuiste hace años, pero, traté :'( como la millennial que soy.
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