Corpus delicti

¡Saya!¡Saya! Grito su nombre, que siempre fue sinónimo de besos tiernos en la mejilla, caminatas a la escuela tomados de la mano, cuentos de fantasmas y guerras oscuras pero lejanas que me contaba para irme a dormir, tallarines tibios y caldos picantes, esa sonrisa de labios carnosos que nunca dicen nada hiriente. Hermana mía, te encontré, te encontré. Casi lloraba. Te creció el cabello, iba a decir. Entonces apoyó sus manos en mi hombro y mi pecho. Eran terriblemente frías, no se parecían en nada a las de Saya, pero tenía que ser ella. Me clavó los ojos y se acercó tanto a mí que pensé que explotaría. Supe que no era ella, pero demasiado tarde.