Lator
Mikami se había entregado en cuerpo y alma a que las leyes que una vez desplazó en favor de su Dios, se cumplieran al pie de la letra, a fin de que los inocentes de todos los tiempos pudieran esconderse detrás de su ancha espalda.
Teru a veces habla con Dios, mientras ejerce el castigo que le ha encomendado con los indignos. En voz baja, según él mismo, aunque muchas veces sus alaridos se escuchan en el piso de abajo o en la oficina de enfrente. No es muy extraño que en estos tiempos donde un dictador invisible reina y mata a su antojo, un lunático ejerza un cargo tan alto, así que nadie dice nada por miedo a ser fulminado por un rayo en forma de ataque cardíaco.
Cada tanto se le escapa alguna frase a su madre. Le pide que no lo deje caer como cayó ella. Porque Teru sabía a dónde iba cuando la arrolló un coche. A verse en un motel con su jefe, un sátiro casado y con hijos en el kindergarden. Y es diferente, muy diferente, cuando él se excita al hacer el trabajo de su Dios.
