La desconocida
Le gustaba esa monja en particular porque parecía muy joven, a pesar de que tenía el cabello blanco. Su carácter era nervioso.
Jean admiraba su imaginación: les contaba historias a los de primer año antes de llevarlos a dormir. Siempre era dulce, como otras monjas jóvenes, pero también intrépida e inteligente.
Estaba fuera de su línea y eso no le impedía coquetearle.
Las pocas cartas de su padre le llamaron la atención por eso: aparentemente estaba enterado de su comportamiento en clases.
Jean lo consideraba una invasión a la intimidad. Le ignoró.
Su corazón estaba partido en miles de pedazos desde hacía un otoño.
Lejos de allí.
Oh, no era solo Leo. Más que eso: abrazar el destino con frialdad, dejarse arrastrar por la corriente.
Pero esto no se lo dijo a nadie. Salvo a ella, cuando la vio llorar durante un almuerzo, ambos evadiendo el tumulto en los jardines.
Se dio cuenta de que parecía mayor porque se sentía vieja.
No conocía mucho más de ella.
Hablaron de los Exorcistas que conocieron, sin decir sus nombres.
Ella dijo que parecía un niño como Jean. Jean dijo que él parecía un idiota y que resultó no serlo del todo por muy poco.
Fue la única vez que habló de eso.
Navegaron por emociones turbulentas en voz baja. Dos hermanos muertos, Jean a penas y un amigo que le dolía como un apéndice.
La intimidad era leve y frágil pero era más de lo que lograra con ningún otro maestro.
Compartieron algo, eso era lo importante.
Y no que eso pareciera estar tan lejos ahora que ella colgaba del campanario, el hábito que dejaba ver sus pantalones azules (no usaba vestidos), con la cuerda cegando su vida a través del cuello.
