La Capilla y el castillo
El chico rubio iba de aquí para allá con platos llenos de sopa caliente balanceándose peligrosamente en ambas manos, sirviendo a cada uno de los huérfanos que la Capilla tenía bajo su cuidado en esos momentos y que, por desgracia, eran bastantes. Al ser uno de los chicos mayores debido a que ya contaba con alrededor de 15 años, era su obligación ayudar con los múltiples deberes que la Madre Venerada le encomendaba todos los días sin falta. Nunca sobraban manos en lo que respecta a las tareas benéficas. Después de tomar su tazón de comida, que consistía en un simple guiso de verduras sin mucho sabor, seguía con sus labores como lavar los platos, tallar ollas, tender camas o cargar los baldes de agua para lo que se necesitase en la cocina y demás quehaceres domésticos encomendados por las malhumoradas hermanas. Algunas veces, en caso de que los pequeños huérfanos estuvieran muy sucios, el jovencito se disponía a darles un pequeño baño, aunque esto último era más un juego que una labor. Todas estas actividades eran comunes en su rutina diaria, a cambio de su duro trabajo, en la Capilla le habían dado las enseñanzas que todo niño debía aprender a pesar de ser huérfano: leer, escribir, sumar, restar y diferentes lecciones de religión, geografía e historia de Ferelden. Las lecciones de religión era lo que más detestaba, aunque debía admitir que las últimas dos le agradaban un poco.
Sin embargo, ese día estaba muy distante de ser como los demás. Pasado el mediodía y habiendo terminado con la mayor parte de sus quehaceres, él se dispuso a ir a jugar un momento con las pocas figuras en piedra tallada que tenía: un caballero, una doncella y un dragón. Cuando estaba en el patio, vio la figura de un caballo que corría a todo galope y al momento de que el animal se acercó más a la entrada de la Capilla, el rubio pudo distinguir inmediatamente la figura del mensajero quien de vez en cuando venía con decretos, noticias y todo lo referente a las cuestiones de la corona para informar o avisar a la Madre Venerada sobre algún evento importante en la capital.
El pequeño tenía especial interés en estas cosas, es decir, no a la corona en sí, sino lo referente al Rey Maric. Se escabulló hasta la habitación donde se encontraba la Madre para poder enterarse de todo lo que el mensajero tenía que decirle, poniéndose detrás de la puerta sigilosamente y así escuchar más claramente sin ser visto. Las palabras que salieron de labios del hombre no las esperaba en absoluto, su mente se quedó en blanco. Lo único que atinó a hacer en ese momento fue salir corriendo por los pasillos y encontrar un escondite para poder llorar un poco sin que nadie pudiese verlo.
El rey Maric, su padre, había muerto. No hubo muchos detalles acerca de cómo había fallecido, lo único que logró oír del enviado fueron que se había perdido en el mar y no lograron encontrar su cuerpo. La búsqueda se había suspendido desde hacia más de un mes en vista de que no se logró dar con ninguna pista de su paradero.
No, no es que le tuviera un gran aprecio a su padre puesto que ni siquiera lo había conocido en persona, tampoco había visto a su medio hermano Cailan, quien ahora sería declarado como el legítimo rey. Lo que ocasionaba sus lágrimas era que con la muerte del Maric, el joven había perdido toda esperanza de salir de la vida que el mundo le tenía deparada. Creía que algún día su padre vendría en un caballo blanco, con una hermosa armadura y lo llevaría con él, le pediría perdón y no importando cuántas penurias haya tenido que pasar desde pequeño, él lo perdonaría. Lo llevaría consigo a su palacio y por primera vez Alistair tendría la posibilidad de sentir lo que era tener a su lado una familia que se preocupara por su bienestar. Ahora eso nunca pasaría, aunque tal vez si Maric hubiera vivido 100 años de igual manera jamás hubiera ocurrido, ahora nunca lo sabría con certeza.
Antes del amanecer y después de meditarlo toda la noche, tomó sus cosas y se dirigió a hablar con el Caballero Comandante. No tenía nada que perder, tampoco quería pasar su vida entera como sirviente y esclavo de la Capilla, de hecho no tenía muchas opciones después de que se puso a pensar en su incierto futuro.
Ese día estaba decidido a entrenarse como templario.
Elissa no quería estar en ese baile a pesar de que se celebraba en su honor. Bueno y en honor de alguien más: Nathaniel Howe. Le dolía saber que las relaciones tanto de amistad y diplomáticas entre Pináculo y Amaranthine se decidieran en una cena a expensas del destino de dos personas. Ella sólo tenía 13 años y su futuro estaba decidido. Le estaba prohibido llorar y quejarse, debía sonreír y ser amable con los invitados, nada más difícil cuando en esos momentos se sentía tan miserable. Dio un último vistazo a su imagen en el espejo, su figura aún era demasiado menuda para lucir apropiadamente el vestido tan elegante que su madre había escogido para ella esa noche, su rostro se veía enmarcado por su cabellera castaña cuidadosamente peinada para la ocasión, ella era incapaz de juzgar si la niña que se veía reflejada en el cristal algún día se convertiría en una mujer hermosa, aunque sus padres juraban que así sería.
Secó unas cuantas lágrimas que había derramado esa tarde y se dispuso a afrontar su deber con el valor y dignidad de una Cousland, como siempre se lo habían inculcado.
Aunque quisiera, no podía culpar a su padre por aceptar el compromiso entre ella y Nathaniel, fue Rendon Howe quien lo orilló a eso tomando como excusa la amistad que los unía desde hace décadas a ambos. Bryce Cousland no quería un matrimonio así para su hija, pero esperaba que con el tiempo Nathaniel se hiciera digno de la mano de Elissa, ella merecía ser feliz siendo una joven amable y gentil cuyo único defecto era el ser impetuosa por naturaleza. Además Bryce no podía poner en riesgo las relaciones con Howe a sabiendas que esto podía afectar a la gente que habitaba sus tierras, este matrimonio político reforzaría la economía entre Amaranthine y Pináculo trayendo con ello prosperidad a su pueblo.
Durante la cena, Nathaniel no se molestó en mirarla siquiera un momento, estaba notoriamente molesto ¿con ella o con sus padres? Nunca lo supo. Cuando la cena hubo terminado, todo quedó pactado para regocijo de Howe principalmente, su padre tuvo que sonreír a su hija en varias ocasiones, pero ella sabía que estaba fingiendo para no hacerla sentir miserable.
Su matrimonio fue fijado cuando Elissa cumpliera los 18 años, aunque Howe no quedó muy conforme con ello ya que consideraba que era demasiado tiempo el que se debía esperar. Bryce no quería renunciar tan rápido a su hija y creía que a esa edad ambos lograrían la madurez necesaria para llevar un buen matrimonio. En su interior, Elissa estaba agradecida de que esa fecha pareciese tan lejana.
A punto de iniciar el baile, Nathaniel se retiró rápidamente con dirección al patio, dirigiendo a Elissa una mirada que parecía fulminarla, sin duda cargada de furia hacia su persona. Esto la desconcertó totalmente y en su mente parecía que este compromiso se iba a tornar más difícil de lo que imaginaba. Sus ojos verdes siempre tan despiertos parecían apagarse ante esa expectativa.
