Pasión de Ultramar

1

Memorias del Antaño

Años atrás…

-María… dulce María… ¿te casarías conmigo?

-…Pero… Ludwig…

-Sólo necesito una respuesta de tu parte, María, es todo.

-Ludwig, yo… no puedo…

-¿Ah? ¿Qué pasa? ¿Acaso te desagrado?

-¡Claro que no, no digas tonterías! Lo que sucede es que… bueno… las cosas han cambiado mucho últimamente. Mi situación en este momento no es de lo mejor, y prefiero, ante las circunstancias, permanecer neutral… no lo tomes personal, es que mi pueblo está algo alterado, y una… lucha… de esta magnitud no nos es conveniente. Tú lo entiendes, ¿verdad, querido Ludwig?

-Yo… sí, María, lo entiendo perfectamente… Lamento haberte quitado tu tiempo.

-Para nada, vuelve cuando gustes, siempre estaré contenta de recibirte.

-Sí… siempre contenta… -murmuró la mujer, cepillando nerviosamente sus cabellos frente al espejo y colocando con cuidado los lazos tricolores que apartaban los negros mechones que caían sobre sus orejas.

No mentía, siempre estaba contenta de verlo, nada la hacía más feliz… al fin y al cabo, las palabras de aliento que siempre le había dirigido, a ella, siendo tan frágil y vulnerable, totalmente lo opuesto a él, tan fuerte y temido, eran lo que más la habían ayudado en sus tiempos más parcos.

Sólo que, la segunda vez…

-María, quisiera venir a pedirte una vez más que nosotros nos…

-¡TU! ¡¿Cómo demonios te atreves a venir aquí?!

-Pero… María…

-¡Vete al infierno, Ludwig! ¡Tú y todo tu maldito ejército de lunáticos! ¡No quiero verte nunca más!

-¿Porqué estás molesta ahora, eh?

-¡¿Cómo que porqué, imbécil?! ¡Bombardeaste mis barcos! ¡Mis…jodidos…barcos! ¿Qué chingadera te pasó por la cabeza cuando lo hiciste, eh?

-No fue a propósito, es que… yo…

-¿O es que te molestó tanto que le vendiera petróleo a Alfred? Ya sé que es un jodido imbécil, pero no estaba haciendo nada malo… Ahora… ¡Largo de mi casa! ¡La próxima vez que nos veamos será como enemigos! ¡¿Oíste?!

-María, por amor de…

-¡DIJE LARGO!

Había cumplido su promesa. Llena de rabia, había enviado a un pequeño escuadrón aéreo para combatir a Ludwig, y en el proceso logró lo que ningún otro de sus medios hermanos y vecinos había logrado: hacerle frente al coloso europeo que tenía muerto de pánico a Francia (otro viejo enemigo con el que, luego del Porfiriato, había logrado firmar una especie de paz). Había sido una situación cómica, pensaba ella, recordando los días en que sus Águilas Aztecas le cayeron por sorpresa en sus bases a Japón (que no dejaba, según recordaba, de hacer una leve cara de desconcierto al verla ametrallar a diestra y siniestra mientras recitaba su macabro "kiímil, kiímil, kiímil…") y, por supuesto, a Ludwig, el cual luego de aquél incidente le había enviado un memorándum secreto que decía:

Eres valiente. La mereces mucho más que todos mis generales juntos.

Junto con la nota, había llegado una minúscula cruz de hierro. Ella se quedó paralizada, no podía aceptar aquél obsequio porque Alfred (cada día más insoportable y paranoico para desgracia suya) la acusaría de haber cooperado amistosamente con el enemigo y hubiera tenido un absoluto problema del que nadie se atrevería a sacarla. Quizá Antonio podría haberla ayudado, si no tuviera él mismo problema con su nuevo superior.

Y hablando de la cruz de hierro…

María abrió el cajoncito de su tocador y la encontró ahí, tendida en una cajita forrada de terciopelo, tan bonita y reluciente como la primera vez que la vio. No había tenido ánimos de tirarla, porque al fin y al cabo era el único recuerdo que tenía de su encontronazo con Ludwig…y además, aún guardaba cariño por aquélla nación falsamente cruel y descorazonada que, a pesar de todo, exhalaba hondos suspiros melancólicos cuando se encontraba paseando entre sus jardines y bosques. Ella, frágil niña en comparación con él, se ocultaba de su mirada y fingía no saber que estaba presente, pero lo espiaba con curiosidad infantil y se sorprendía soñando despierta con aquél hombre extraño que tanto la fascinaba; no era un ruidoso histérico como Alfred, su "querido" vecino, y tampoco era un fastidioso como Francis… le recordaba un poco a Arthur, eso sí, aunque éste último sonreía un poco más que su anfitrión de acento fuerte. Como fuera, le agradaba, su presencia la hacía sentirse tranquila y reconocida.

-Bueno, basta. –murmuró ella, volviendo a la realidad y poniéndose de pie para marchar. Habría una reunión en media hora donde por fin se presentaría, en todo su delicado esplendor, ante el resto de las naciones. Llevaba tiempo sin hablar formalmente con ninguno de ellos, y la curiosidad por saber cuánto habían cambiado en pocas décadas la estaba matando.

Por fin llegó al gran salón, un edificio blanco de aspecto victoriano a su entender, con enormes ventanas que dejaban mirar al ajetreado exterior. Dando un suspiro, se alisó un poco la trenza negra que descansaba contra su cuello, y dio unos pasos adelante para abrir la puerta. El pasillo era largo, sus muros estrechos estaban decorados con retratos antiguos, y una alfombra carmín cubría el suelo; ya había cerrado la puerta cuando…

-¡Ay!

-¡Dios santo! –María abrió la puerta rápidamente y se sorprendió al ver a un hombre joven de cabellos trigueños y anteojos que gimoteaba en el suelo, apretando un osito polar contra su pecho. –Eh… ¿Mathew?

-Hola, María… -murmuró él, levantándose lentamente. –No… no sabía que vendrías hoy… como ninguno me dice nada…

-Sí, te entiendo. Al menos tú eres una potencia, yo, en cambio…

-Nadie me…me reconoce. –y al tiempo que dijo eso, el osito lo miró fijamente y preguntó:

-¿Quién eres?

-Soy Canadá. –replicó Mathew con un suspiro.

-Bah, eso cambiará, algún día verán que tú y yo y muchos de mis medios hermanos somos tan buenos como esos estirados. –repuso María, dándole una palmadita cariñosa en el hombro al canadiense. Él sonrió con timidez, María le agradaba porque siempre era muy dulce con él, aunque para ser bien francos, le gustaba ser amistosa con todos los países; justamente por eso se diferenciaba tanto de Alfred, que aunque era más poderoso, al momento de juzgar sus amistades, resultaba más pobre que la mexicana.

María y Mathew entraron juntos al salón de reunión, donde descubrieron un auténtico pandemónium: por un lado, Alfred, de pie frente a todos, reía a carcajadas mientras intentaba a la vez llevarse una gigantesca hamburguesa a la boca; por el otro, Francis y Arthur estaban peleando una vez más, y los insultos volaban a la misma velocidad de un lado que de otro; más allá, Kiku parecía querer desaparecer, y a su lado, Wang estaba protagonizando un violento ataque de tartamudeo, donde sólo se escuchaba repetidamente su "aru-aru-aru"; la razón de su ataque estaba literalmente a un metro de distancia, porque Iván, sonriendo calmadamente mientras comía algo que parecían galletas con forma de panda, observaba al chino con expresión divertida; por si esto no fuera ya malo, en un rincón Feliciano gritaba, palmoteando y llamando a grandes voces:

-¡Alemania! ¡Alemania! ¡Sálvame! ¡Sálvame!

Lo que estaba pasándole era que un pequeño ratón había trepado a su cabeza y mordisqueaba su pequeño rizo. María no sabía si echarse a reír o llorar por el espectáculo que estaban dando todos; le costaba creer que las naciones más ricas e influyentes del mundo estuvieran actuando peor que niñitos de preescolar. Justo cuando iba a comentarle a Mathew que esperaran mejor a que las cosas se calmaran, una voz grave y agresiva se elevó por encima del griterío, diciendo:

-¡Basta ya! ¡Estoy cansado de todos ustedes! ¡Jamás tendremos una reunión tranquila sin que comiencen a pelear como un montón de idiotas! ¡Se acabó, me colmaron la paciencia, me largo de aquí!

María palideció al reconocer al dueño de aquélla voz autoritaria. De pie frente a todos, con los puños apretados y las mejillas encendidas, estaba Ludwig; a pesar de todo el tiempo pasado, era sorprendente cómo conservaba sus aires de poderío, aún en medio de aquélla multitud ridícula que parecía haber quedado congelada al escucharlo. En ése momento, el alemán se dio media vuelta, con intención de tomar su chaqueta y marcharse, cuando se topó de frente con los ojos oscuros de María.

Fue un momento que les pareció eterno, aunque realmente duró apenas unos silenciosos segundos. María se sonrojó, Ludwig palideció, por un momento intentó desviar la mirada pero no pudo, aquéllos ojos eran como magnetos que lo atraían sin remedio alguno. Hacía tanto tiempo que no la veía que casi había olvidado cómo era, y ahora que estaba ahí, parecía algo irreal, pues mientras a sus espaldas reinaba el caos total, ella estaba de pie ahí con toda su tranquilidad y ternura natural, virtudes que le habían valido siempre, desde que tenía memoria, el cariño y preferencia de muchos otros. Incluyéndolo a él, claro.

-M…María… -musitó, acercándose a ella. Detrás, el jaleo regresó, pero no porque pelearan sino porque cuchicheaban en voz muy alta. Todos ahí habían tenido alguna vez algo que ver con la nación latina.

-¿Es la hija del papanatas de España? –preguntó sorprendido Arthur. -¡Ha crecido mucho!

-Ve… es muy linda…-murmuró Feliciano, mientras el ratón que tiraba de su rizo se deslizaba por su espalda y huía.

-¡Ja ja ja! ¡Pero si es mi pequeña vecina! ¡Había olvidado que ya podía entrar al salón con nosotros! –exclamó Alfred, visiblemente sorprendido.

-¿Son mis ojos o cada día se ve más hermosa? –repuso Francis. –Oh, si al menos pudiera hacerla mía… otra vez…

-A mí me agrada. –dijo sencillamente Iván, pero Wang no dejó de notar la oscura aura que lo rodeó de pronto y gritó:

-¡Por favor, no te acerques mucho a ella, -aru!

-Hmm… pensar que vivimos tan cerca y que casi nunca le hablo… -dijo Kiku, más para sí mismo que para el resto.

María extendió una mano, y Ludwig hizo lo mismo, tomando con delicadeza a la mexicana y casi arrastrándola hacia él.

-Yo… eh… hola… -murmuró ella, desviando la vista. Después de la última guerra, casi no había hablado con él, de hecho, había pasado tanto tiempo pegada a Iván que no había tenido pensamiento alguno para aquél hombre que parecía haberse quedado de pronto sin palabras.

-Hola… ¿cómo… cómo estás?

-¿Yo? Ah, pues bien… ¡sí, muy bien! Yo… eh… Tú ya te ibas, ¿cierto?

-¿Qué? ¡Oh, no! ¡No, no me iré!... Tú… ¿quieres que me vaya?

-¡No, no! Bueno… si tú quieres irte…

-No, yo no…

-Entonces yo tampoco…

Momento de silencio. Todos, expectantes, los observaban con fijeza. Hacía tiempo que no veían una escena más extraña y estaban gozándola indeciblemente.

-Yo… -dijeron ambos al mismo tiempo, y soltaron una carcajada. -¡Tú primero! ¡No, tú! ¡Oh! ¡Tú! –y se echaron a reír. Eran nuevamente los amigos que siempre habían sido. María se puso de puntillas, tratando de alcanzar un poco la altura de Ludwig, aunque él era indeciblemente más alto que ella, y repuso en voz baja:

-Te extrañé mucho.

-Yo… yo también… México…

Ludwig se inclinó, rozando casi con sus labios la frente de María, pero se dirigió con suavidad a un punto algo más bajo, justamente a sus mejillas, que enrojecieron aún más. El silencio era total, y ni siquiera Alfred se atrevía a abrir la boca, tan absortos estaban todos en la escena.

Y, entonces… un portazo interrumpió bruscamente la atmósfera. En la puerta apareció una muchacha que se parecía mucho, para desconcierto de todos, a Antonio. Alta, delgada, de piel clara aunque bronceada por el sol, ojos de color verde oscuro y cabellos castaños peinados en gruesos bucles. Llevaba un vestido de mangas cortas y bombachas, de color azul y blanco que hacía juego con los dos lazos de su cabello, y aunque era decididamente bonita tenía un aire engreído que recordaba (para espanto de Francis) a Gilbert, el hermano mayor de Ludwig.

-¡Alemania! –exclamó con voz aguda. -¡Qué gusto verte, tanto tiempo sin…! –de pronto, la joven se puso de un feo color violeta y sus ojos se abrieron de par en par, mirando al alemán. Al mismo tiempo, María, confundida por el grito, se volvió, y para gran horror de los presente, su rostro amable y tranquilo se ensombreció, al mismo tiempo que decía con voz horrorizada y furiosa:

-¡Tú!

-¡Eres tú! –contestó la otra, mirándola con el mismo desprecio.

-¿Quién es esa? –preguntó Francis.

-A mí me parece conocida, pero… no la recuerdo muy bien… -contestó Arthur. Pero quien contestó, con voz muy parca, fue el propio Ludwig, que musitó:

-Ella es Argentina.

-¡Ah! –exclamaron todos. Claro que la conocían. Ella había sido últimamente la gran estrella en el mundo gracias a su habilidad en el fútbol, y el propio Arthur soltó un débil gruñido al recordar el pequeño incidente que había pasado con ella, relacionado a ciertas islas que había cerca de la casa de la joven.

La atmósfera se hizo más pesada. Ni México ni Argentina dejaban de mirarse fijamente, la primera con las manos sobre las caderas, la otra con los brazos cruzados sobre el pecho, como midiendo a un enemigo acérrimo. Por fin, la mexicana rompió el macabro silencio.

-Eva… qué sorpresa verte aquí.

-Lo mismo digo, María. ¿No deberías estar barriendo las escalerillas de tus adoradas pirámides o algo así?

-¿Y tú no deberías estar tomando clases de modestia?

-No las necesito, querida. ¿De qué sirve la modestia en un mundo tan competitivo donde lo más importante es sobresalir? Claro, tú no eres de ésas cosas, eres tan sencillita… ¡Jaja!

-Creo que la que se supone que es sencillita –replicó María, imitando el acento de Eva –eres tú, ¿o me equivoco, princesa del drama?

-Princesa, al menos, tú eres una pobretona que a la menor provocación le dispara a todo el mundo.

-¡Que viva al lado de Alfred no significa que sea una chiflada!

-¡Oye! –exclamó Alfred, mostrándose ofendido.

-Eso yo no lo sé. Tengo muchas cosas en qué meditar. –repuso Eva, sacudiendo sus cabellos e impregnando todo de un tenue aroma dulce. –Ahora, si me permites, tengo asuntos aquí.

-¡Mentira! ¡Yo esperé meses para venir aquí!

-¿Y quién te dijo que estoy aquí por la reunión, México? –sonrió la argentina. –Vine a visitar a un querido amigo mío… -dicho esto, apartó a María con un empujón y se acercó a Ludwig, que se sonrojó violentamente. –Alemania, querido mío… ¿ya te olvidaste de tu Argentina?

-¿Yo? No, para nada… es que…

-¡Ah! –exclamó Eva, haciendo un ademán dramático con la mano, haciéndola parecerse a Francis cuando tenía rabietas. –Y justo hoy que cruzo tantas y tantas tierras sólo para venir a verte… te encuentro platicando con la gallina de pelea.

-Mejor no hablemos de defectos, porque puedo sacar un libro completo de los tuyos, vaca. –gruñó María.

-Eres una gallina de pelea… queriendo combatir contra auténticos gallos. ¿No te sientes un poco patética, María? Acepta tu naturaleza y deja de fingir ser quien no eres. –replicó Eva fríamente, antes de volverse a Ludwig con gesto tierno. –Me visitarás más seguido, ¿verdad? ¿Lo harás, querido?

-Eh… -Ludwig no sabía qué contestar. No quería ser grosero pero tampoco quería verse como un débil. Tomó aire y contestó: -Haré lo que pueda, Eva.

-¡Oh, Ludwig! ¡Me haces tan feliz! –Eva saltó con todas sus fuerzas y se colgó del cuello del alemán. Él por inercia la sujetó de la cintura para evitar que cayera, y estuvo así por varios segundos, mirando a todos lados excepto a María. Ella, por su parte, se mordía con tal rabia el labio inferior que no notó lo grave de su situación hasta que Feliciano dijo:

-Ve… María, tienes sangre en el labio.

-¡Oh! –exclamó con debilidad, llevándose una mano a la boca para sentir el hilo de sangre. –Iré a lavarme… con permiso. –gruñó rencorosa mientras salía a toda prisa de la sala.

-Ma… -susurró Ludwig, pero no pudo decirle nada.

Bueno, esto ha sido el primer capítulo… ¿Qué es lo que pasa realmente entre Eva y Ludwig? ¿Podrán llevarse las naciones bien o terminarán igual que los miembros del G8?

Ahora sí, notas históricas: Alemania le pidió a México que se aliara con él en la Primera Guerra Mundial, pero México optó por permanecer neutral. La situación empeoró cuando Alemania, en venganza de que México le vendiera petróleo a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeó dos buques petroleros, por lo que México contestó a la ofensa con un grupo de combate aéreo, el Escuadrón 201. Por otro lado ya se sabe del tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, donde obviamente el primero es el más beneficiado.

En cuando a Argentina y México, bueno ya sabemos cómo se ponen cuando hay partido entre estos dos así que el coraje y el pleito es más que obvio. Lectores argentinos (y mexicanos también, claro) no se ofendan por favor, esto es solamente un fanfic para divertirse y ridiculizar situaciones entre los países y a los países mismos. Dejen muchos reviews y no dejen de leer mis otros fanfics, ¡nos vemos!