Expiación.
Aiglos.
Aiglos está en sus brazos. Será la última vez que la gloriosa lanza de Gil- Galad esté en la Tierra Media. En los Puertos Grises reposa sobre los brazos de aquella que la blandió en la Ciudad Blanca, como símbolo último de un dolor removido. De batallas, lágrimas innumerables, del fuego de sus antepasados que los consumió y bañó a su raza en sangre. Y a ella la llenó de dolor. Aiglos. Aiglos volverá a su dueño. Y ella volverá a el.
Aiglos. Con Aiglos lo vió partir por última vez. Con Aiglos lo recordó en Lindon, en sus breves años de gloria, junto a ella. Y Aiglos, solitaria, con la destrozada Narsil, recordándole la brevedad de un destino que ella hasta ahora podía entender.
-Ahora podrá retornar a Ereinion- le dijo Galadriel. Ella asintió, mirando la infinidad del mar que se dirigía a Aman. Y luego miró con bondad a los cuatro pequeños hobbits que habían sellado el porvenir de su mundo, y la habían liberado de su carga, para siempre.
-Las huellas malditas de mi casa por fin han sido expiadas. – respondió ella, para luego mirar con deferencia a Meriadoc Brandígamo y a Peregrin Tuk, que la contemplaban de manera bondadosa y arrobada.
-Cumpliste con lo que le dijiste. Eres digna.
Ella miró a Aiglos, cuya punta de mithril relumbraba en el sol del alba. Asintió, gravemente. Y un mechón cobrizo cubrió su rostro, y apenas entró en la galera que la llevaría de vuelta, y luego de ver por última vez a esos tres medianos que admiraba, solo miró su cabello. Cobre. Cobre como el de su casa. Y Aiglos en su pecho.
"Más de tres milenios te han separado de Aiglos. Más de tres milenios nos han separado. Ella volverá a ti, señor. Todos volveremos a vernos".
Cerró los ojos. Aiglos. Había hablado de Aiglos con la Dama Arwen en los años en los que no había esperanza.
Rivendel, años antes.
Aiglos, solitaria. Aiglos, la muestra del dolor más grande de Dargolad, ahí expuesta, ante el fresco de Isildur contra Sauron. Aiglos, siendo contemplada de manera atónita, pero serena, por Arwen Tinuviel, la hija de Elrond, que apretó la mano de aquella mujer que había prometido servir los intereses de la casa de su padre porque así servía a un juramento hecho hacía siglos.
-Fineriel.
-Señora. Pensé que descansabas- dijo la aludida, que seguía mirando la lanza como la había mirado desde aquel día. Con una trágica reverencia. Con el dolor sereno que embargaba a su raza desde que comenzó a menguar.
-Hoy es el día. Hoy …
Ella la miró con sus ojos oscuros, y los dos haces de luz de la princesa élfica revelaron el mismo dolor y compasión al mismo tiempo. No pudo evitar abrazarla. Ella le correspondió, y tomadas de la mano, se acercaron al lugar donde reposaba la legendaria lanza.
-No me atrevo a tocarla. Innumerables inviernos han pasado. El último que la tuvo en sus manos, partió por la misma causa. Aún está llena de el. Y Gil-Galad…
Arwen cerró los ojos. ¿Le esperaba el mismo destino al amar a Aragorn? Fineriel alguna vez fue reina de los Noldor. Un breve suspiro del tiempo le concedió estar al mando de todo su pueblo, al lado del Supremo Rey, Gil-Galad. El había partido por mano de Sauron hacia las estancias de Mandos, y ella había permanecido en la Tierra Media por un juramento que no había revelado a nadie más que a su padre. Serviría hasta el final.
-Puedes partir para verlos. Puedes partir con ellos. Puedes ir al Oeste. No debes quedarte aquí. Solo así reposará tu alma.- le rogó Arwen, pero ella bajó el rostro, y negó con la cabeza, también cerrando los ojos.
-No ahora. Ahora menos que nunca, y nunca menos que ahora. Es una promesa que no puedo dejar incumplida.- dijo con su grave voz, en un susurro.
-Has hecho de Aragorn y de su casa lo que se espera de el. Y has estado siempre para mí. Has terminado con tu labor. Te lo ruego, Fineriel- dijo tomando sus manos, pero ella negó con la cabeza.
-Aragorn no es aún quien debe ser. Y tu me necesitarás. Vienen días aciagos. Días funestos. Más funestos que los que tu padre y yo pudimos sufrir.- vaticinó. Aún le quedaba ese don. Cuando ya no servía.
-¿Algún día me dirás quien eres realmente? ¿Algún día me expresarás el motivo de tu juramento? – le expresó Arwen. Ella la abrazó, y se retiraron de la estancia. Caminaron hacia los jardines.
- Ya que tanto ha pasado, y todo concluirá, no hay nada que temer ni nada que ocultar bajo la sombra de Manwë. Dime, señora, ¿qué ves?- dijo ella caminando con la princesa de gancho, y Arwen la miró pesarosa.
- A la Reina Viuda de Gil-Galad. A la servidora de los Dunadain y de la casa de mi padre. A mi dama y mi confidente. A una persona valerosa y prudente.
-¿Alguna vez te has preguntado, en todos estos años que llevamos juntas, porqué mi cabello es del color del cobre?
Arwen suspiró, y el rubor tiñó sus mejillas. Fineriel la conocía muy bien como para saber que adivinaba ya la respuesta de su Señora. Arwen Undomiel tenía dentro de sí la respuesta, pero era demasiado prudente, tal como Galadriel y ella misma le habían enseñado, para no causar dolor en sus semejantes.
-Alguna vez… oí hablar a Elladan y Elrohir…de ello. Eres tú la única de nuestra raza con esta característica.
-Señora- dijo ella con una sonrisa bondadosa. – No hay necesidad de embellecer lo que quieres decir conmigo. No lo necesitarás.
-¿Eres descendiente de Fëanor?- le preguntó Arwen, nerviosamente.
Ella apretó los labios, y tomó uno de los mechones de su cabello. Sonrió levemente, con tristeza, y asintió. Arwen se tapó la boca, estupefacta.
-Pero la Casa de Fëanor pagó con su juramento. Su propia historia fue escrita.
La dama negó con la cabeza. Miró las hojas de los árboles caer, sus tonos dulces se confundían en el cálido atardecer. Tantos así habían pasado los miembros de su casa, pero jamás habían tenido la libertad de verlos con un corazón desposeído de ambición o sed de conocimiento. Y eso los había llevado a la ruina.
-¿Quién…?- preguntó Arwen, pero hubo un momento en que ya no fueron necesarias las palabras.
-"Eregion"
-Celebrimbor- respondió la Princesa, y tomó la mano de su dama de compañía, que por primera vez ante su amada Señora no pudo evitar llorar.
- Pude verlo atravesado por la lanza de Sauron. Fue la última vez que lo ví. De un golpe vino la razón hacia mí, y se acabó mi infancia. Me habían enseñado a llamarlo majestad y nunca padre. Pero el siempre me insistió llamarlo de ese modo. Pero mis ojos solo pueden recordarlo como estandarte de esa repugnante criatura.
-Lo lamento.
-No- dijo ella apretando su mano.- Regresemos a tus aposentos.
Arwen no pudo evitar derramar otras dos lágrimas. Las de la propia Firiel le recordaron cuando ella lloró ante la partida de su madre, y solo sus brazos soportaban su cuerpo doblado en dos. Pero ella nunca había perdido a nadie. Tenía ese miedo latente en su corazón. Aragorn, que debía volver algún día de sus correrías, de estar en medio de los hombres, enanos y elfos, destruyendo en secreto las maquinaciones del enemigo. Si volvía. Aragorn, que podría morir. Elladan y Elrohir, que podrían morir. Su madre, que había regresado a Aman, tan víctima como Celebrimbor, tan víctima de toda la historia que aún a todos los supervivientes de los Primeros Nacidos les seguía pesando.
Así se preparó para la cena, y vio a Aiglos, de nuevo, al dirigirse al salón principal. Podía imaginar a Fineriel y su corona centelleante, despidiéndose de Gil-Galad. Aún vivía su hijo. También los orcos lo habían enviado a Mandos.
-Hoy honro a Gil-Galad, nuestro Antiguo Rey Supremo, quien cayó en Dargolad al combatir contra la malignidad de Sauron. Honro su memoria y honro con esto a su Reina, y a mi pueblo- dijo Elrond levantando su copa de plata.
Todos los elfos levantaron su copa de plata, incluido Glorfindel, quien era el segundo al mando en la casa del Rey de Rivendel. Firiel era la tercera. El la miraba pesaroso, pues también recordaba a Gil-Galad y a sus ancestros en aquellos días de esplendor de los elfos. Antiguos días que solo quizás Elrond y ella misma recordaban.
Fineriel se levantó, alzando la copa de vino, para luego dejarla en la mesa. Sabía que todos la miraban con respeto, deferencia, pero también con pesarosa compasión. Ella misma les recordaba ese pasado doloroso y la caída de su otrora poderoso Rey.
-Incontables palabras he dicho ya ante la dignidad que confirió mi Señor ante Elrond, y la dignidad que yo misma le otorgué aunque no fuera meritoria en lo más mínimo. Pero esta vez, ante todos ustedes, es el deseo de mi espíritu recordar que debemos honrar a nuestros seres amados con nuestras obras y nuestra voluntad.
Elrond sabía a lo que se refería. Se lo había dicho desde hacía siglos. Pero esta vez, el también podía notarlo. Días aciagos. Días sin esperanza. No era la extinción de la luz de los elfos. Era, simplemente, un nuevo camino que el no estaría seguro de tomar.
Y de hito en hito, miró a su hija, que tenía su corazón inquieto. Ahora que sabía lo que había sucedido, solo deseaba que la dama abriera su corazón tal y como ella lo había hecho con esta. Así se lo expresó, tarde en la noche estrellada, a la Reina Viuda, a quien había citado en sus aposentos. Ella ensombreció su rostro al ver a Aiglos en sus manos. El mismo la puso en medio de los dos.
-Arwen tiene razón. Nada debiera atarte a su destino, al mío y al de Aragorn.
-Señor, habla usted de mi corazón como si se pudieran encerrar las olas del vasto mar en un cofre- suspiró, mirando el arma. – Ya nada puedo hacer por desvanecer el amor que tengo hacia su hija y hacia el Dúnadan.
-Muchos han pasado por tus brazos, de niños, y por tus enseñanzas. Con todos ellos tu fe permaneció, a pesar de sus defectos e increíble fragilidad. Acompañaste a algunos en su muerte y andantes pasos contra nuestros enemigos. Pero Aragorn no te necesitará.- replicó Elrond, deseando ser claro con ella, que negó con la cabeza.
-Ereinion Gil-Galad…- dijo ella para sí misma.
-Tu Rey. Tu Señor. Y el mío. ¿Lo haces para honrarlo aún?
-Ereinion. –dijo ella mirándolo a los ojos. - ¿Crees que alguna vez no llegué a preguntarme, en todas estas centurias lo que tu acabas de expresarme aquí y ahora?
-Eso sería subestimarte.
-Te lo agradezco- dijo ella posando su mano sobre la suya. – Te debo toda mi gratitud ante ello y ante todo. Pero esa respuesta Galadriel la puso en mi hace años. Ni siquiera tuve que verla.
-La sabiduría de Galadriel puede determinar tu deber. ¿Tanto así tu corazón?
Ella asintió.
-Aragorn cumplirá con lo que le hiciste prometer. Y así mi labor estará concluida.
-¿Porqué el y no Arador, o Arathorn? ¿Tienes señales de lo que acabas de decirme, Señora?
-Por el amor que tiene hacia tu hija, hacia su sangre y hacia esta Tierra que tu y yo nos negamos a abandonar, el lo hará. Estoy segura. Mi corazón me lo dice.
-No puedes ayudarle.
-Incluso la más pequeña brizna ayuda a la más grande de las causas, señor. Por eso he permanecido todos estos inmensos años aquí. – dijo ella con convicción. El suspiró, y tomó a Aiglos, apesadumbrado.
-Ereinion Gil-Galad te escogió porque tenías su misma fe y fortaleza, a pesar de la maldición de tu casa. Juraste ante el proteger lo que amaba y continuar con su tarea hasta el fin, sin importar el costo, o el
o los sacrificios. Por eso aceptaste servirme. Y por eso no te has ido. Pero bien tu bisabuelo demostró que un juramento trae los peores precios para aquel que lo pronuncia. ¿Estás segura de esto?
Ella asintió, cerrando los ojos. El posó sus manos sobre Aiglos, y ella apretó su cara, y la apretó contra su pecho. Tanto Elrond como ella sabían lo que estaban pensando el uno del otro. Gil-Galad, abrazado por Sauron. Gil-Galeth, con su pecho atravesado por una flecha orca. Finarwen partiendo hacia Valinor. El dolor de la pérdida. Celebrian. Gil -Galad. Elros. Ya en sus recuerdos.
-¿Qué pensaba en esos momentos? ¿Acaso tuvo tiempo para hacerlo? No, no lo creo. Aiglos es el único objeto de la Tierra Media capaz de quebrantarme. – dijo con voz temblorosa.
-El murió con ese honor que enseñó a ti y a tus hijos. Y a mí. Sé muy bien porqué dijiste eso. Ya no bastarán nuestros lamentos. Ni siquiera los míos.
-Galadriel y tu deberán permanecer- dijo ella, refiriéndose a la Dama Blanca, su maestra, la única luz de claridad en esos tres milenios. – Yo también. No volveré a Aman siendo indigna de él.
-Te costará mucho más de lo que te ha costado- le advirtió Elrond.
-Ya no.- dijo ella, que se retiró, mirando a Aiglos refulgir. En medio de los pasadizos, se topó con Glorfindel, quien le hizo una reverencia. Ella tomó su rostro, haciendo también otra, pero el le impidió hacerlo. El miró a Aiglos, sin poder evitarlo, y ella se sintió otra vez empequeñecida, y abrumada.
"No" dijo ella embargada por la vergüenza.
"Si" insistió el, y la miró a los ojos. Ella se recostó en su hombro, sin poder evitar ser embargada de nuevo por la tristeza.
-Es como si me lo hubieran dicho ayer. Aún. El tiempo no borra esas huellas.
-Lo sé.
-Debes perdonarme- dijo ella mirándolo a los ojos.
-¿Porqué? Has demostrado que sigues siendo una Reina. Que eres mi ayuda idónea en los asuntos de esta Casa.- replicó el rubio elfo.
-Porque cuando te veo no puedo evitar pensar… ni cuestionar a los Valar. Ellos te hicieron volver. Y me pregunto si Gil-Galad ha sido indigno de su piedad y su Gracia para concederme ese deseo inútil a mí también. Lo lamento. Lo lamento mucho.- dijo, apretando a Aiglos contra sí. El negó con la cabeza, y besó su mano.
-Yo también perdí a mis seres amados en los devaneos caprichosos del Tiempo, Fineriel. Pero ni yo mismo sé las razones de Mandos y Eru Iluvatar. Solo te deseo que no te dejes extraviar en estos pensamientos funestos. Ya muchos de los que tu criaste se perdieron en ellos. Muchos otros que has visto lo hicieron. Tu no lo mereces.
Ella le entregó a Aiglos, asintiendo, con lágrimas en los ojos.
-Te lo suplico. Ponla en su lugar. No sé que hacer con ella, mas que alimentar mis recuerdos.
El se acercó, y tomó su cabello. Le dio un beso en la frente.
-Si sabrás. – vaticinó. Tomó la lanza, y la puso al lado de Narsil. Ella se lo agradeció. Llegó otra pequeña dama elfa, Laerwel, que se inclinó ante ella.
-La Dama Arwen le necesita.
-Enseguida- dijo, y la encontró con otras dos damas, desenredando su cabello. Esta les sonrió amablemente.
-Pueden ir a descansar. La señora Fineriel y yo lo haremos.
Ellas se retiraron, y ella misma, como cuando Arwen era niña, comenzó a desenredar su cabello, y a trenzarlo.
-Desearía que abrieras tu corazón para mí, aunque tu memoria te lastime- le expresó la Estrella de la Tarde, sin mirarla. – No desearía otra cosa en estos momentos.
-Oh, Señora. No desearía llenar tu alma de cóngoja. Suficiente con la mía.- dijo ella, que trenzaba pacientemente su cabello. Pero Arwen se volteó, y la miró determinada.
-Te lo pido.- insistió.
-Cuando Ella vuelva a asomar, y solo porque tu me lo pides.
-Está bien.
Al día siguiente, las dos estaban paradas frente a Aiglos. Fineriel, Reina Viuda y Antigua Señora de Lindon, suspiró. Arwen apretó su mano.
-Deseo tu fuerza. Solo en tu historia puedo tener la mía. Y eso me basta.
Fineriel asintió, y solo miraba a Aiglos. Y luego de todas las batallas, lágrimas innumerables y sacrificios, con Aiglos en su pecho, en los Puertos Grises, solo pudo recordar cuando dejó el silencio ante la que era la Reina de Gondor en ese nuevo presente.
