CAPÍTULO 1: LA DAGA
Para Jon, todo cambió el día en que una figura harapienta, cubierta en oscuros ropajes, se deslizó sin hacer ruido a través de la puerta que señalaba el inicio de sus dominios. Él no podía saberlo, ya que aquella sombra era una de un pasado lejano, ya muerto para él. Sin embargo, aquella figura venía buscándolo, desde muy lejos.
La Guardia de la Noche había aumentado considerablemente. Los tiempos cambiaban, y nada era inmutable en aquella convulsa época en que debían luchar con uñas, dientes, y garras, si era necesario, para sobrevivir. El Muro se cernía amenazante sobre sus enemigos a pesar de que estos, inmutables, continuaban avanzando aparentemente ajenos al poderío que comenzaba a desatarse al Sur. Los Otros seguían su avance inexorable, imparables por el momento.
Jon Nieve había realizado un gran trabajo. Había hecho algo que, a través de los años, hubiese sido impensable: conseguir traer fama a la Guardia de la Noche. Honor. Conseguir que los muchachos soñaran con vestir el negro y con ser aceptados en sus filas, que los ya no eran tan muchachos galoparan, intrépidos, con la firme determinación de servir a su nación bajo el mando del gran Comandante. Conseguir incluso que aquellos que, ya depuestas sus armas, volviesen a enarbolarlas, a quitarles el óxido y a hacer brotar en su mitrada el brillo de la determinación.
Oh, sí, el Gran Lord Comandante. Aquel cuyas historias se susurraban a lo largo de los Siete Reinos, aquel que trajo la unidad entre hombres al sur y al norte del muro, aquel que se enfrentó a reyes y salió victorioso, uniéndolos a todos para la batalla que comenzaba. También cometió errores: las historias hablaban de una belleza salvaje, besada por el fuego, le decían. Una belleza que conquistó el corazón del Lord Comandante e hizo romper su juramente inquebrantable. No, los hombres de la Guardia de la Noche seguían sin poder tener mujer, ni reconocer hijo alguno. Sin embargo, todo comenzaba a cambiar: las reglas inquebrantables que todos quebrantaban comenzaban a olvidarse en los juramentos. Las mujeres, algo impensable hacía tan sólo pocos años atrás, podían ingresar en las filas de la Guardia de la Noche. Eran pocas, sí, en su mayoría mujeres provenientes del pueblo libre, pero las había. Además, existía la necesidad de que todo aquel que pudiese empuñar un arma lo hiciese y, por lo tanto, también existía la necesidad de que fueran otras personas quienes se ocupasen de los servicios de cocina, lavandería, limpieza. Eran pocos, y pocas, bien es cierto, pero comenzaba a haber excepciones.
La sombra con la que comienza nuestra historia nada sabía de eso. Sólo sabía y repetía en su cabeza, una y otra vez, el nombre del Lord Comandante. En su mirada había un brillo de desesperación y su mano, cuando en un descuido asomaba por su túnica, se delataba en un ininterrumpido temblor. Siguió caminando, los pasos cada vez más vacilantes, intentando despejar la cabeza que el cansancio embotaba. Sus pensamientos eran lentos, fijos, pero lentos. Ella sabía que eso podía jugarle una mala pasada. En su afán por concentrarse bajó la vista, apretando el paso, y chocó con alguien.
—Eh, hijo, cuida por dónde vas…— gruñó un soldado, vestido de negro, que detuvo su frase a medias cuando ella levantó su mirada hacia él— …pero si es una muchachita. Muy guapa, he de decir. ¡Eh, Bold, mira esta pequeña muerta de hambre! Es toda una preciosidad.
Ella volvió a bajar los ojos, al sentir la mirada del hombre recorriéndola de arriba abajo, mientras el temblor en su mano se incrementaba. "Nunca más" pensó con furia, notando cómo la bilis se acumulaba en su paladar "Nunca más. Nunca más, nunca, nunca más." Mientras repetía su letanía y escuchaba un segundo par de pasos acercarse, su mano derecha dejó de temblar y avanzó lentamente hacia un bolsillo secreto en el que guardaba la daga robada. La daga con unas iniciales del hombre cuyo nombre no era capaz de pronunciar. Su mano se cerró en torno al puño de la daga, sin saber aún si la intentaría utilizar con ellos o, directamente, la usaría consigo misma. Pero el segundo hombre no resultó ser como había esperado.
—Vamos, Percy, déjala. Es tan sólo una muchacha asustada. ¿Cómo te llamas, chica? —ante el silencio de ésta, alargó la mano para quitarle la capucha y, en ése momento, ella se abalanzó hacia él, la mano en alto. El hombre vio el destello del metal en su mano y reaccionó rápidamente. No le costó estrujar la mano de la muchacha, con un gemido de ella, para que la daga callera al suelo. Su compañero, Percy, la recogió.
—Menuda gatita. Esta daga es robada, ¿no es cierto? Mira qué cantidad de gemas tiene… Eres una ladrona y has intentado acuchillar a mi compañero. No es ese el comportamiento de una buena señorita. —Percy hizo el amago de deslizar la daga en las profundidades de su capa, pero su compañero se lo impidió.
—Esto debe ir a audiencia. La daga es una prueba. La chica ha intentado apuñalarme, Percy.
—Oh, vamos, mírale la cara a esta fierecilla. Tan sólo se estaba defendiendo, ¿no es así, ladronzuela? Creo que simplemente le asustaste al avanzar hacia ella.
—¿Y tú desde cuando te dedicas a defender a nadie, Percy? —su compañero lo miraba con una ceja alzada y una mueca de escepticismo cruzando su rostro. Él se encogió de hombros.
—Me vuelvo tonto delante de mujeres hermosas.
—Mujeres —bufó su compañero —ésta apenas lo es. Y hay que llevarla ante audiencia. A ella, y a su daga robada- la cogió de la mano de Percy y, arrastrando a la muchacha de la muñeca, la obligó a seguirlo— si vamos ya quizás lleguemos a tiempo… ¿Vienes, o qué?
Jon miró con el ceño fruncido a su amigo y colega, Jeremiah. Entre peticionario y peticionario, había conseguido sacar unos minutos para hablar con él sobre la situación al Sur del Muro. Sabía que los Otros se acercaban, sabía que necesitaban formar un gran ejército y que ése ejército a veces se conseguía a base de concesiones. De favores. De mirar para otro lado en determinados delitos. Y eso le asqueaba. Era consciente de que, con la población cada vez más numerosa de hombres a su mando, se sucedían más altercados, más quebrantamiento de normas, y los peticionarios de justicia cada vez eran mayores. Jeremiah era su amigo, alguien en quien confiaba y que tenía el puesto destacado en la Guardia de la Noche de administrar justicia.
—Lord Comandante, entiendo su petición, pero, con los debidos respetos, me otorgó el puesto a mí, por un motivo. Si hago lo que vos me pedís, pronto la mitad de los soldados estarán cumpliendo trabajos forzados y la otra mitad, en el calabozo. Vos habéis cambiado todo, mi Lord Comandante, y eso es algo bueno, algo que es lo que se requiere en estos tiempos aciagos, pero con ése cambio algo de caos tiene que subsistir. No puedo usar la mano de hierro que a vos os gustaría.
—Jeremiah, yo…
—Señores, se acerca el mediodía, y aún hay peticionarios. Mis disculpas, pero deberíamos proseguir.— El hombre que se había acercado, más muchacho que hombre, hizo una profunda reverencia. Jeremiah asintió, aprobándolo.
—Que entre el siguiente. Jon —su tono abandonó todo contenido formal, y le miró directamente a los ojos— Quédate. El siguiente caso lo atenderás tú. Quiero ver cuál es tu manera de administrar justicia. Quizás puedas hacerme reconsiderar tu postura.
El Lord Comandante soltó un gruñido de aprobación y se sentó en una austera silla de madera, a la derecha de Jeremiah. El caso que se le presentó no fue, en ningún modo, el que él esperaba.
Dos hombres de la Guardia de la Noche avanzaron. Uno de ellos arrastraba una figura pequeña, que le seguía a marchas forzadas, con la capucha calada ocultando su rostro y la mirada fija en el suelo.
—Hermano Bold, Hermano Percy, saludad al Lord Comandante de la Guardia de la Noche. Él asistirá su caso.— A pesar de las ligeras reverencias de los dos hombres, la mirada de Jon seguía fija en la sombra encapuchada.
Le pareció que un temblor recorría su figura al escuchar su nombre, y una mirada fugaz escapó a través de esa capucha. Jon se quedó rígido, con la vista fija en donde se había perdido esa mirada azul que se había clavado en él un segundo antes. Algo le inquietaba enormemente, pero no sabría decir el qué. Tras un incómodo silencio de los demás hombres, Jon se obligó a apartar su mirada de la burda tela marrón de la capucha para mirar alternativamente a sus dos hombres. Entonces vio que el hermano Bold, además de sujetar al encapuchado, sujetaba una rica daga engastada.
—Nos presentamos ante la audiencia para denunciar los hechos acaecidos esta misma mañana, Lord Comandante. La muchacha —Bold agitó la muñeca por la que tenía agarrada a la figura encapuchada, y Jon comenzó a formar su identidad. "Mujer, es una mujer" carraspeó ligeramente al notar un temblor en su barbilla. ¿Qué era lo que le estaba pasando?— ha intentado asesinarme.
—¿Es cierto eso, hermano Percy? —La voz de Jon salió más ronca de lo habitual, y volvió a carraspear para aclarársela. — ¿Y bien?
—Bueno, asesinato, asesinato… está claro que la pequeña es una ladronzuela, pero yo llamaría a eso intento de asesinato cuando vuestras mercedes lo llamen cuando un bebé patea a un adulto. Completamente inofensiva, la impulsiva acción de la señorita. Eso sí, de dónde sacó la daga, eso ya es otro cantar.
—¿De dónde sacaste la daga, chica? —inquirió Jon, estirando el cuello para intentar entrever algo de carne a través de la tela. La muchacha no se movió pero, tras una pausa que a él le pareció eterna, habló con una voz suave, clara y determinante, a la vez.
—La encontré.
—¡La encontró! —Percy soltó una carcajada— ¡Claro que sí, muchacha!
—Hermano Percy —le recriminó Bold entre dientes.— No somos nosotros los que debemos juzgarla. El hecho es —levantando más la voz, se volvió a dirigir al Lord Comandante— que esta muchacha me ha intentado atacar con la daga cuando me aproximaba a ella. Como bien dice Percy, puede que la joven dama haya creído que debía hacerlo en defensa propia. La procedencia de la daga no la sabemos pero, a juzgar por su aspecto y el de la propia señorita, no parece muy acertado pensar que le pertenece a ella por derecho propio.
Todos callaron, expectantes, mientras el hermano Bold se adelantaba y le tendía la daga para que pudiese examinarla. Jon notaba la mirada de Jeremiah clavada en él, y pudo entrever su placer al ver la duda de Jon. "Maldito seas" pensó Jon, mascullando una maldición. Miró a la encapuchada: debía condenarla, a pesar de que algo en su pecho se retorciese con la sola idea de hacerlo.
—¿Cuál es tu nombre?
—Jeyne.
—Jeyne, mi señor —corrigió el hermano Bold, frunciendo el ceño. Ella rectificó al instante.
—Jeyne, mi señor.
—Está bien, Jeyne. ¿No tienes apellido? —Ella negó desde la oscuridad de su capucha, y Jon volvió, inconscientemente, a intentar vislumbrar de nuevo esa mirada, o algo que pudiese indicar por qué aquella desconocida le causaba tanta inquietud. No lo consiguió, y su propia frustración le molestó.- Jeyne sin apellidos, descúbrete la cara para que pueda dictar sentencia.
