Disclaimer
Esta novela es propiedad intelectual de mi escritora favorita Barbará Wood. Cuyo trabajo es maravilloso, no agrego nada a la novela, solo omito algunas partes.
Cambie los nombres de los personajes por los del anime Candy Candy que tampoco me pertenece, pertenecen a sus autoras. La publicación parcial de esta historia es sin ningún fin de lucro únicamente por diversión y para que otras personas conozcan esta maravillosa historia de una extraordinaria escritora.
Capítulo 1
18:00. Palm Springs, California
El estridente timbrazo del teléfono despertó a Candice de un sueño profundo.
Al tender el brazo para responder, consultó el despertador de su mesilla de
noche. Las seis de la tarde. Las últimas noches no había dormido bien, por lo que al
salir del laboratorio había ido a casa y se había tumbado a echar una breve siesta.
Para su sorpresa, vio que había dormido media lluviosa tarde.
Quien llamaba era Daniel. Sus palabras cayeron como bombas:
—Candice, será mejor que vengas enseguida. Ha habido otra.
Ella despertó de golpe.
—¿La tercera? —La habitación se hallaba a oscuras; encendió la lámpara de la
mesilla—. ¿Es muy grave?
—Como las otras. La víctima ha muerto.
Candice cerró los ojos. «Dios mío.»
—Voy para allá.
Pero cuando puso los pies en el suelo, se detuvo y se llevó las manos a la
cabeza. Había tenido un sueño extraño, inquietante. ¿Cómo había sido?
Poco a poco fue recordando: su abuela le decía: «Provenimos de un largo linaje
de hijas sin madre. Siempre, en un momento de nuestra vida, nuestra madre nos guía desde el Más Allá. Algún día, Candice, oirás la voz de tu madre que te habla, como una vez oí yo a la mía.
»—Pero ¿cómo la reconoceré? —había preguntado Candice en su sueño—. Mi
madre murió cuando yo era muy niña. Nunca la llegué a oír hablar.
»—La reconocerás con el corazón, no con los oídos.
»—¿Y cuándo sucederá esto?
»—Cuando sea el momento oportuno.
Sólo había sido un sueño, pero también un recuerdo. La abuela de Candice
había pronunciado esas proféticas palabras más de diez años atrás. Candice aún
esperaba oír la voz de su madre.
Mientras se apresuraba a ponerse unos tejanos, se pasaba un jersey de punto de
trenza por la cabeza y se recogía el largo cabello rubio y risado en un pasador dorado, Candice miró por la ventana hacia el desierto valle que se extendía ante ella, apenas visible en el agonizante día. Una lluvia caliente caía de un cielo ennegrecido con nubes de tormenta; hacia el oeste, los relámpagos iluminaban el horizonte en breves explosiones sulfurosas.
Candice pensó: «Si la abuela viviera, sabría interpretar las señales. Diría: "Estas nubes, como grullas, volando a casa con urgencia. Un feliz presagio. Significa que se avecina buena suerte"».
Candice nunca había aprendido a interpretar las señales, aunque su abuela
había tratado de enseñárselas. «Quizá soy demasiado americana —pensó Candice—
. Igual que la abuela era demasiado china.»
Protegiéndose los ojos del resplandor de un relámpago, pensó: «Palm Springs
tiene trescientos treinta días de sol al año. ¿Cómo puede considerarse buen presagio
esta tormenta?»
Era un mal presagio. Tres muertes causadas por productos Armonía en una
semana. Tenía que ser sin duda un caso de falsificación del producto, como el del
Tylenol, porque Armonía Biotec fabricaba infusiones de hierbas bajo el más estricto
control de calidad. Pero si se trataba de una falsificación de producto, ¿estaban
relacionadas las muertes, o sólo una de ellas había sido intencionada y las otras dos
eran víctimas inocentes? ¿O el objetivo era la empresa Armonía?
Puso la radio de la mesilla de noche; estaban dando las noticias de la tarde:
aviso de riada en los desiertos bajos... cortes de suministro eléctrico en Pomona,
Manhattan Beach y zonas del valle de San Fernando... desprendimientos en Malibú...
Apagó la radio. No eran buenos presagios...
Apresurándose hacia la cocina, donde su vivaz interina empezaba a preparar la
cena, Candice cogió su enorme bolso de piel que le servía de cartera de mano y
bolso a la vez, recogió las llaves del coche y dijo:
—Tengo que ir a la fábrica, señora Sánchez. Ha surgido una emergencia. No sé
a qué hora volveré.
—Debería llevarla Pedro en coche —dijo la interina, refiriéndose a su esposo
que trabajaba de hombre para todo en las cinco hectáreas de Candice—. La
tormenta es fuerte.
—No me pasará nada. No te preocupes.
Los Sánchez llevaban ocho años con Candice. Habían venido con ella desde
San Francisco, «cuando las medicinas se trasladaron —como le gustaba explicar a la
cajera de la tienda de comestibles de Ralph—. No podíamos dejar sola a la señorita
Necesita que la cuiden. Aunque ella no lo sabe.»
—Pero ¿y su cena? —preguntó la señora Sánchez, abarcando con el brazo las
burbujeantes ollas y cazuelas, los mostradores sembrados de verduras y especias.
—Tomaré algo en la cafetería —respondió Candice, y salió a la lluvia.
¡La cafetería!, pensó la señora Sánchez con repentina alarma. Debía de ser una
emergencia muy grande para que la señorita comiera cualquier cosa. La señora
Sánchez conocía mejor que nadie los extraños hábitos de comida de su ama.
Esta noche, siguiendo las instrucciones de la señorita White, la señora Sánchez
estaba preparando ensalada de raíz de loto. Lo hacía no porque a la señorita White le
gustara el sabor de la raíz de loto sino porque, como le había explicado en una ocasión a la señora Sánchez, las palabras chinas que designaban «raíz de loto» y la
expresión «obtiene más cada año» sonaban casi igual, por lo que se consideraba útil
para la economía personal comer mucha raíz de loto. La señora Sánchez hacía tiempo
que se había acostumbrado a los hábitos alimenticios de su ama, los cuales se regían
menos por las normas del gusto que por curiosas reglas del estilo «suena como» —la
señorita White comía mucho arroz porque sonaba como «larga vida» o eligiendo
alimentos de la buena suerte, como bok choy, y evitando comida de la mala suerte,
como el maíz. La señorita White incluso basaba su menú diario según su salud física del
momento y el tiempo que hacía: «He decidido no tomar el estofado de angélica,
señora Sánchez —decía por ejemplo—. Mi yin está demasiado alto.» O: «Tomemos
esta noche la sopa de perejil a la cicuta, señora Sánchez, han anunciado bajas
temperaturas.»
¡Cuántas reglas!, pensó la señora Sánchez volviendo a su quehacer. En lo que a
ella se refería, si tenía ganas de comer tamales, comía tamales.
Cuando Candice dobló la esquina de su casa, se detuvo y miró a través de la
lluvia.
—Oh, no —exclamó.
Una enorme rama de eucaliptos, rota por la fuerza del viento, bloqueaba por
completo la salida del garaje y el sendero.
Dio media vuelta y volvió a la cocina, dejando la tormenta fuera, y pidió a la
señora Sánchez que buscara a Pedro y que éste se encargara de retirar la rama lo más
deprisa posible. Luego dejó el bolso y las llaves y se dirigió hacia el pasillo apenas
iluminado.
Entonces fue cuando se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo en la casa.
No era sólo la tormenta, o los truenos que hacían temblar la tierra. No era el frío
y la oscuridad. Y no era la mala noticia que le había dado Daniel por teléfono. Era
la casa. Ocurría algo en la casa.
Construida con adobe, estuco y tejas de Saltillo, la villa de casi ochocientos
metros cuadrados de Palm Springs había sido diseñada y decorada al estilo
suroccidental, con vigas envejecidas, tejas satinadas pintadas a mano y esculturas de
madera de coyotes a tamaño natural aullando. No había nada que recordara Oriente
en ningún rincón de la casa, ni un solo objeto chino. No obstante, antes de ir a vivir
allí, Candice había contratado a un geomántico para que recorriera las habitaciones
y comprobara que el feng shui —la práctica china de adaptar el ambiente en que uno
se halla para que aporte salud, felicidad y prosperidad— era el adecuado.
El practicante de feng shui había encontrado algunos fallos horrendos en el
diseño interior de la casa de Candice. Su cama, por ejemplo, se había colocado
directamente debajo de una viga del techo que quedaba al descubierto, de modo que
discurría horizontalmente de un lado a otro de la cama, cosa que sin duda provocaba
dolores y achaques y «cortaba por la mitad» la vida del que dormía en ella; tenía que
colocarse en una posición más «afortunada». El cuarto de baño de los invitados
estaba situado frente a la puerta principal, lo cual significaba que todo buen chi que
entraba en la casa se iría por el desagüe; un pequeño espejo en la base del retrete para
Entonces fue cuando se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo en la casa.
No era sólo la tormenta, o los truenos que hacían temblar la tierra. No era el frío
y la oscuridad. Y no era la mala noticia que le había dado Daniel por teléfono. Era
la casa. Ocurría algo en la casa.
Construida con adobe, estuco y tejas de Saltillo, la villa de casi ochocientos
metros cuadrados de Palm Springs había sido diseñada y decorada al estilo
suroccidental, con vigas envejecidas, tejas satinadas pintadas a mano y esculturas de
madera de coyotes a tamaño natural aullando. No había nada que recordara Oriente
en ningún rincón de la casa, ni un solo objeto chino. No obstante, antes de ir a vivir
allí, Candice había contratado a un geomántico para que recorriera las habitaciones
y comprobara que el feng shui —la práctica china de adaptar el ambiente en que uno
se halla para que aporte salud, felicidad y prosperidad— era el adecuado.
El practicante de feng shui había encontrado algunos fallos horrendos en el
diseño interior de la casa de Candice. Su cama, por ejemplo, se había colocado
directamente debajo de una viga del techo que quedaba al descubierto, de modo que
discurría horizontalmente de un lado a otro de la cama, cosa que sin duda provocaba
dolores y achaques y «cortaba por la mitad» la vida del que dormía en ella; tenía que
colocarse en una posición más «afortunada». El cuarto de baño de los invitados
estaba situado frente a la puerta principal, lo cual significaba que todo buen chi que
entraba en la casa se iría por el desagüe; un pequeño espejo en la base del retrete para
desviar el chi del desagüe corrigió el error. Y el estanque del jardín formaba una
curva alejándose de la casa, lo que creaba un «arco» de mala suerte que apuntaba
directamente a la sala de estar; se alteró el estanque para que se curvara hacia el
edificio, con lo que lo protegería.
De ese modo, durante dos años la casa de Candice había sido una casa
afortunada y sana. Pero esta noche era diferente. Algo había cambiado.
Candice entró en su estudio, encendió la luz del escritorio y contempló los
periódicos pulcramente apilados encima de éste, cuyos titulares le contrajeron el
estómago. Tres personas muertas debido a los productos de su empresa. ¿Por qué?
¿Quién era el culpable?
De pronto sintió miedo. Cuando sus ojos tropezaron con la fotografía
enmarcada de debajo de la lámpara cogió el teléfono sin vacilar. No quería estar sola
en aquellos momentos, necesitaba que Alistair estuviera con ella. Mientras marcaba su
número de teléfono mantuvo la vista fija en la fotografía, en especial en la amplia
sonrisa en el rostro de aquel hombre que un amigo común había descrito en una
ocasión como la representación de un San Bernardo con forma humana. Alistair era
profesor de matemáticas en la Universidad de California en Los Ángeles. Hacía cinco
años que era amigo de Candice y uno que se habían comprometido. Serio y estable, un
hombre sin secretos.
Candice sintió un gran alivio cuando le oyó responder. Cuando
apresuradamente le habló de la llamada de Daniel, él exclamó:
—¡Oh, Dios mío, Candice, es terrible! ¡Terrible!
Ella esperó mientras observaba la lluvia que golpeaba los cristales de sus
ventanas. Apenas podía distinguir a Pedro Sánchez bajo el aguacero, atando una
cuerda a la rama del árbol caído en el sendero.
Al cabo de unos instantes Alistair preguntó:
—¿Crees que debería ir contigo? La tormenta es muy fuerte.
Ella vaciló.
—No, Alistair —dijo—. Será mejor que te quedes ahí.
—Llámame si me necesitas. Te quiero.
—Yo también te quiero —murmuró ella, y colgó.
Mientras dejaba el auricular en su lugar, preguntándose a quién más llamar, se
volvió hacia las puertas correderas de cristal que se abrían a su jardín rocoso, y vio
una gran tortuga del desierto avanzando lentamente bajo la lluvia. Candice había
encontrado el animal a un lado de la carretera, un año atrás. Alguien la había
maltratado, por lo que se la llevó a casa y la alimentó con una dieta de hierbas chinas
especiales. Suponía que cuando estuviera mejor se marcharía, pero el viejo animal se
había quedado, incluso a pesar de que allí estaba encerrada.
—Salvas animales —le había dicho su abuela— en lugar de tener hijos.
Candice se había echado a reír.
—Ya tengo un hijo muy grande, abuela. Armonía Biotec es suficiente para mí
como hijo.
Pero su abuela tenía razón. Candice pronto cumpliría treinta. Ella y Alistair
habían hablado de casarse y tener hijos, pero siempre concluían: «Lo haremos en
cuanto...»
¿En cuanto qué?, se preguntó ahora mientras volvía a la cocina, donde los
aromas de la excelente cocina de la señora Sánchez resultaban una fuerte tentación
para quedarse en casa. La empresa siempre había ocupado el primer lugar en la vida
de Candice. Siempre había algo nuevo que quería probar, algo innovador de lo que
tenía que convencer a su abuela para que lo adoptara. De alguna manera los años
habían ido transcurriendo y el tema de formar una familia siempre había, quedado
atrás.
Y ahora estaba esta nueva calamidad: alguien envenenaba productos Armonía.
Cuando cruzó el pequeño atrio donde cultivaba flores y hierbas raras, sintió
una ráfaga de aire frío. Se volvió y vio que la puerta de cristal que daba al jardín se
había abierto de golpe.
Al dirigirse apresuradamente a través de las delicadas palmeras y frágiles
helechos a cerrar la puerta, notó que algo crujía bajo sus pies. Cuando vio lo que era,
se llevó las manos a la boca y, en un breve regreso a su infancia, exclamó:
—Aii-yah!
El móvil de campanillas de cristal que llevaba dos años colgado en el atrio había
caído al suelo y se había hecho añicos.
Se inclinó para palpar los fragmentos. El móvil era un regalo que le había hecho
Albert la última vez que se habían visto, diez años atrás. Durante una década
entera estos delicados círculos de cristal habían mantenido el chi bueno fluyendo por
donde ella vivía, recordándole aquella tintineante musiquilla, con amarga tristeza, el
único gran amor de su vida y cómo lo había perdido.
Su abuela había aprobado esta rememoración de la tristeza y el sentimiento de
pérdida.
—Ahora nunca serás completamente feliz, Candice. El yin y el yang están
equilibrados en tu vida.
¡Qué concepto! Aprobar la desdicha porque el equilibrio y la armonía eran más
importantes que la felicidad completa.
La señora Sánchez entró, secándose las manos en una toalla. Emitiendo sonidos
que indicaban su desaliento dijo:
—No se han roto todos, señorita. Aún podemos volver a colgarlo.
Pero el círculo exterior de cristal se había hecho trizas, por lo que ya no incluía a
los más pequeños.
—Los móviles de campanillas rotos no pueden volver a colgarse —dijo
Candice asomándole las lágrimas a los ojos—. El sonido no sería el correcto. El chi
fluiría hacia atrás.
Por un momento se quedó mirando fijamente la suerte destrozada —esto era lo
que le había hecho sentir que ocurría algo en la casa— y se preguntó si alguna vez
todo volvería a ir bien. Luego, se volvió y se apresuró a regresar a su dormitorio
donde abrió la cómoda y sacó una bufanda de seda profusamente estampada en
azules acuáticos y verdes selváticos, otro regalo de Albert. Se la había regalado la
última vez que se habían visto, cuando él le dio la noticia más pasmosa: «Soy espía
—había dicho simplemente, como si se tratara de la más corriente de las
ocupaciones—. Estoy aquí montando una trampa para atrapar a un agente de la KGB
que nos ha traicionado.»
Pero ésa no fue la noticia que la había dejado perpleja.
Regresó al atrio, recogió con suavidad las campanillas y trozos de cristal y lo
envolvió todo en la bufanda. Pedro Sánchez apareció entonces, con un impermeable
chorreante, para comunicarle que ya había despejado el sendero.
Cuando unos momentos después Candice estaba a punto de lanzarse a la
tormenta, la interina la detuvo en la puerta de la cocina y dijo:
—Para usted —y metió algo en la palma de la mano de Candice—. Es muy
antiguo —dijo la señora Sánchez, que era del sur de México y por tanto tenía sangre
maya en sus venas. Candice vio que se trataba de un pequeño talismán, un trozo de
jade verde tallado en forma de serpiente dormida—. Trae buena suerte, es muy muy
antiguo —le aseguró.
Cuando Candice cerró los dedos en torno a la reliquia, sintió de verdad que un
poco de buen chi penetraba de nuevo en su vida.
Candice redujo la velocidad del coche al entrar en Joshua Tree Drive, donde
los discretos edificios del Parque Científico Armonía ocupaban una amplia zona de
césped color verde esmeralda, con palmeras, cascadas artificiales entre las rocas y un
lago que en esos momentos estaba agitado a causa de la lluvia. El letrero —
Laboratorios Armonía Biotec— y el otro más pequeño de debajo —Productos
Herbales Armonía— eran tan discretos como los edificios. Los ricos y la élite que
acudían a los campos de golf de Palm Springs y otros enclaves exclusivos no querían
que se les recordaran la enfermedad y la mortalidad.
Cuando pasó por delante del primer edificio; que albergaba los laboratorios y la
fábrica, Candice vio a algunos miembros de la policía local con impermeables
amarillos acordonando las entradas y alejando a la gente. Frente al edificio principal,
Candice sintió consternación al ver a un grupo de periodistas en el aparcamiento,
furgonetas de las emisoras de televisión locales, tres cadenas nacionales, la CNN.
Antes de bajar del coche rezó una plegaria en silencio por la vida inocente que se
había perdido. Lamentaba de corazón saber que su empresa —cuya finalidad era
proporcionar bienestar y salvar vidas— hubiera matado a tres personas. Se alegraba
de que su abuela no viviera para presenciar esta vergüenza y este deshonor.
Y entonces sintió una oleada de rabia. Quienquiera que se hallara tras esos
crímenes monstruosos no iba a salir impune.
Al bajar del coche el viento cambió de dirección lanzándole la lluvia a la cara,
pero enviando también una breve ráfaga de deliciosos aromas culinarios procedentes
de la cafetería de los empleados que se encontraba cerca de allí. Aunque Armonía
daba empleo a muchos anglosajones e hispanos, la comida que se servía era china en
su mayor parte, una tradición que había iniciado mucho tiempo atrás la abuela de
Candice, quien creía que la comida era medicinal. Esta noche, para saciar el apetito
del turno de tarde, había bacalao braseado con dangshen y huangqui, hierbas chinas
que aumentaban la energía del cuerpo y ayudaban a tener una buena digestión.
—Señorita White —reclamaban los periodistas a través de la lluvia, acercándole
micrófonos mientras ella se dirigía a toda prisa hacia el edificio principal—. ¿Cree
usted que también ha sido un accidente? ¿Tres muertes?
Mientras se abría paso sin decir palabra, otro periodista se puso frente a ella.
—¿Qué tiene que decir de las afirmaciones de que su empresa ha estado
utilizando en sus productos animales de especies en peligro?
Candice miró al hombre con expresión de asombro. Luego pasó por su lado
entregándose a los brazos protectores de Daniel, primer vicepresidente,
responsable del marketing. Daniel era primo suyo. En otra época había
querido ser su amante. Ella sospechaba que aún lo quería.
—¡Esto es una pesadilla! —exclamó mientras la hacía entrar apresuradamente
en el espacioso vestíbulo, donde el personal de seguridad trataba de mantener
alejado a todo el mundo.
—Niel, ¿qué es esto de que utilizamos animales ilegales en nuestros productos?
Daniel parecía acorralado, algo impropio de él, pues su preocupación por la
imagen a veces rayaba la obsesión, como creía Candice. Esto la alarmó aún más.
Para Daniel estar tan alterado que, por una vez, no llevaba el pelo perfectamente
peinado significaba que la noticia era aún peor de lo que ella creía.
—No lo sabía —respondió él—. Al parecer, varios canales de televisión y
periódicos importantes han recibido un anónimo. ¡La FDA está investigando la
acusación de que ponemos pene de tigre en nuestro té! —Cuando llegaron a los
ascensores, Daniel frunció más el entrecejo, deformando sus atractivas facciones—
. Hay más malas noticias —dijo—. El agente federal que se encargaba de los otros dos
casos...
—Sí, Johnson.
—Ha sido retirado del caso. Adivina quién le sustituye.
Candice no necesitó adivinarlo, pues por la expresión desolada de Daniel
ya lo sabía. Valerius Knight, un agente de la Food and Drug que estaba haciendo
carrera atacando a las empresas fabricantes de productos herbales. Esto no
presagiaba nada bueno.
—¿Y Adrian y Sara? —preguntó.
Daniel aprovechó la espera del ascensor para corregir su imagen: se pasó los
dedos por la frente y el pelo, se alisó el jersey de pico de lana negra y los pantalones
negros. Candice observó que su abrigo de cuero negro estaba seco, lo que
significaba que aún no había salido para enfrentarse con los periodistas. Advirtió que
incluso tenía un momento para colocar la cadenita de oro que llevaba al cuello formando una curva perfecta.
—Papá y mamá estaban de camino hacia las Bermudas —dijo—. He logrado
atraparles en el avión de la empresa. Vienen hacia aquí.
Mientras seguían esperando ante las relucientes puertas de los ascensores,
Candice contempló impaciente su propio reflejo en ellas. Con su largo cabello negro
empapado por la lluvia y pegado al cráneo, sabía que no tenía el aspecto que debería
tener la directora general de una empresa farmacéutica y herbal que facturaba varios
millones de dólares al año. Su expresión era tan tensa que sus pómulos asiáticos,
normalmente tan evidentes que le hacían parecer cualquier cosa menos
estadounidense, ahora resaltaban y estaban húmedos y su piel tenía una palidez
ebúrnea que le recordaba la antigua estatua de marfil de la diosa Kwan Yin que tenía
en su despacho. Sus ojos mostraban las ojeras fruto de una semana sin dormir. «Ojos
secretos», los había llamado Albert en una ocasión, mucho tiempo atrás. Porque
eran ojos que protegían el conocimiento oculto, cosas que nadie sabía, como el hecho
de que Candice no era su verdadero nombre.
Observó el otro rostro que se reflejaba en el cromo pulido. Daniel era un
hombre apuesto, con las facciones regulares y una imagen cuidadosamente
cultivada. También él tenía secretos. Ella se preguntó si era ésa la razón por la que
siempre llevaba gafas de sol, incluso ahora que había oscurecido y llovía.
Observó el otro rostro que se reflejaba en el cromo pulido. Daniel era un
hombre apuesto, con las facciones regulares y una imagen cuidadosamente
cultivada. También él tenía secretos. Ella se preguntó si era ésa la razón por la que
siempre llevaba gafas de sol, incluso ahora que había oscurecido y llovía.
—Dios mío —exclamó Daniel dando un nuevo golpe al botón del ascensor—
. ¡Es increíble! ¡Te juro que esto es peor que cuando fuiste secuestrada por
extraterrestres! —La miró con aire contrito—. Lo siento. Ha sido un chiste malo.
Daniel no lo había dicho en broma. Candice sabía que hablaba en serio.
Nunca dejaba pasar una oportunidad de referirse a un incidente por el que al parecer
había estado preocupado los últimos veinticuatro años.
Sucedió cuando ella tenía quince años y Des catorce: un verano, Candice
desapareció misteriosamente durante tres semanas y después no dijo a nadie adónde
había ido, en especial a Daniel, quien no paraba de preguntar:
—¿El viejo verde de mi abuelo se ha aprovechado de ti como dice todo el
mundo? —Daniel trataba de bromear y decía—: No, no podría ser verdad.
Debieron de secuestrarte unos extraterrestres.
Candice no podía creerlo. Incluso después de tantos años, y en medio de una
situación crítica de la empresa, Des aún quería saber adónde había ido cuando aquel
verano desapareció. Lo que Daniel no sabía era que estaba más cerca de la verdad
de lo que creía: realmente la habían secuestrado.
—Dame los detalles de este último incidente —dijo ella mientras subían en el
ascensor hasta la tercera planta, donde se encontraban las oficinas de la empresa.
—Los análisis preliminares de las cápsulas halladas en el lugar...
—No —interrumpió ella, poniéndole suavemente una mano en el brazo—. La
persona que ha muerto. ¿Era hombre o mujer?
—Una mujer de treinta años. Abogada. Divorciada y con dos hijos.
—Estoy desolada, Daniel. Desolada de veras.
—Candice, no ha sido culpa tuya.
—¿Alguien se ocupa de los niños? ¿Hay familia?
—Mmm... tendré que averiguarlo. Me temo que mi mente ha estado pensando
sólo en la empresa. Quiero decir, ¿cómo diablos se contaminaron esas cápsulas?
Candice frunció el entrecejo.
—¿Cápsulas?
—Ah, claro, no te lo he dicho. Esta vez no ha sido el tónico. Ha sido el Dicha.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un susurro, pero Candice
no se movió.
—¿El Dicha? —dijo—. ¿Quieres decir que esta muerte la ha provocado un
producto distinto?
Él asintió con gesto serio.
—¡Oh, Dios mío, Des!
Lo que eso significaba la dejó sin aliento.
Cada día, la empresa Armonía despachaba cientos de productos a miles de
tiendas en todo el país y en todo el mundo. Las tres víctimas habían tomado tres
productos diferentes; ¿cuántos más habían sido manipulados? ¿Todos?
—Retíralo todo —dijo, furiosa de pronto—. Retira inmediatamente todos los
productos Armonía de las tiendas.
Entraron en una caótica zona de recepción donde sonaban multitud de
teléfonos y todo el mundo parecía hablar al mismo tiempo. Candice se detuvo para
controlar su ira. Sabía que todos buscarían en ella fuerza y consejos; sabía que en los
próximos días tendría que hacer grandes esfuerzos para parecer tranquila y
controlada.
Mientras la gente se precipitaba hacia ella acosándola a preguntas, Candice
examinó el lugar en busca del agente federal Valerius Knight. Éste poseía alguna
información vital y ella quería conocerla enseguida. Pero se detuvo antes para hablar
con una mujer rolliza y de baja estatura vestida con un impermeable mojado, con un
redondo rostro asiático enmarcado por una bufanda floreada y los ojos llenos de
preocupación.
—Diga a sus equipos que me reuniré con ellos mañana por la mañana, señora
Wong —dijo Candice—. Dígales que no hay nada de qué preocuparse. Todos
seguirán cobrando, no se despedirá a nadie.
Pero Candice sabía que tras los ojos asustados de la señora Wong se escondía
una pregunta más importante: las primas prometidas, anunciadas cuatro semanas
atrás, con las que todos contaban.
Las primas en realidad habían constituido una noticia en toda la nación,
incluida la portada de la revista Time. Invento personal de Candice, era un nuevo
plan de reparto de beneficios basado en los valores que su abuela le había inculcado
y que coincidía con la tradición de la empresa Armonía de tratar siempre a los
empleados como a miembros de la familia. Como los beneficios de Armonía el año
anterior habían alcanzado cifras récord, en lugar de repartirse el pastel entre ella y
los otros miembros del consejo de administración, Candice había decidido
compartirlos con los casi mil trabajadores de la empresa. Algunos de los chequesiban a tener siete dígitos, tan elevados eran los beneficios. Los ejecutivos de otras
empresas consideraban el plan de Candice una amenaza indeseable para el sistema
de compensación a los trabajadores. Pero Candice se limitaba a señalar que los
empleados de Armonía eran leales e incansables y que el movimiento de personal era
inferior al uno por ciento anual.
Los cheques tenían que ser extendidos ese fin de semana. Pero el giro de los
acontecimientos representaba una amenaza.
Cuando las luces fluctuaron de pronto, todos ahogaron una exclamación;
Candice dijo a Daniel:
—Ocúpate de que Mantenimiento compruebe los generadores de emergencia.
Es posible que se produzca un fallo de corriente.
—Ya lo he hecho —dijo él.
Su secretaria se acercó apresurada.
—Candice, tengo a alguien de la cadena KFWP al teléfono, y la KRLA está
llamando. Quieren declaraciones.
—Entretenlos todo lo que puedas. Margo está de camino. Ella se ocupará de la
prensa. ¿Has visto al señor Sung? —preguntó, refiriéndose al presidente del consejo
de la compañía.
—Le he visto por ahí hace un rato.
—Búscamelo, por favor. —Candice se volvió a Daniel—. Podría ser que
tuviéramos que hacer frente a algún pleito por responsabilidad del fabricante. Quiero
que el señor Sung esté al tanto.
—No te preocupes, Candice. Podremos demostrar que se trata de una
manipulación externa.
—No si Valerius Knight está a cargo del caso —dijo ella, atisbando por fin al
representante de la FDA, que se hallaba al otro lado de la habitación: una cabeza que
destacaba por encima de las demás—. Ese hombre tiene dos caras. Nada le gustaría
más que destruir Armonía.
Apareció el jefe de química de la empresa, retorciéndose las manos, el
semblante pálido y agitado:
—No me dejan entrar en mi laboratorio. Necesito entrar.
Ella le puso una mano en el brazo.
—Veré lo que puedo hacer. No te preocupes. Todo irá bien. —Candice se
volvió a su secretaria—. Busca al señor Sung. Necesito verle enseguida.
—Tengo otras cuatro personas al teléfono —dijo la joven, sosteniendo varios
papelitos de mensajes de color rosa—. Viatek Corp al teléfono, y Chang How
Imports. El señor López de la granja Gilroy está preocupado por algo...
—Coge los mensajes, diles que les llamaré en cuanto sepa algo. —Se dirigió a
Daniel—. Lo primero que tengo que hacer es hablar con Knight y averiguar qué
información posee.
—Buena suerte —le deseó Daniel.
Candice se abrió paso en la abarrotada zona de recepción.
Encontró al agente de la FDA cerca de la sala de suministros, sentándose ante un escritorio y poniendo en marcha un ordenador portátil. Valerius Knight era un
imponente afroamericano de alta estatura, con un espeso bigote negro, cabeza
rapada, y un timbre de voz profundo y resonante; era famoso por sus ansias de
llamar la atención y perseguir los casos más espectaculares. Su presencia en Armonía
hizo sonar la alarma en la cabeza de Candice.
—Agente Knight —dijo ella sin preámbulos—, ¿qué información puede
proporcionarme sobre las víctimas?
—Ah, señorita White —dijo él, obsequiándole con una encantadora sonrisa—.
Lamento que tengamos que vernos en semejantes circunstancias.
—¿La FDA está segura de que los productos Armonía han sido los causantes de
las muertes?
—En los tres casos, lo último que las víctimas habían ingerido era uno de sus
productos. Tendré que interrogar a todos los empleados que estuvieron en contacto
con esos productos, desde la preparación química hasta el Chico que condujo el
camión hasta el distribuidor.
Le tendió un paquete de chicles de menta ofreciéndole uno.
—¿Por qué cree que la manipulación se hizo aquí?
—Hemos hablado con el hermano de la última víctima —respondió el hombre,
desenvolviendo con cuidado un chicle y examinándolo como si también pudiera
estar contaminado—. Ha dicho que su hermana era muy escrupulosa y se aseguraba
de que ningún cierre hermético estuviera roto; siempre comprobaba las fechas de
caducidad, cosas así. Bueno, ella era abogada. —Sonrió mientras se metía el chicle en
la boca—. Además, hemos encontrado el envoltorio de celofán en el mostrador de la
cocina, y sólo faltaban cuatro cápsulas de Dicha, lo que significa que acababa de abrir
un nuevo frasco. Si esas cápsulas fueron alteradas después de salir de su fábrica, el
autor es una persona muy hábil.
—¿Cuál ha sido la causa de la muerte?
El masticó con timidez.
—La primera víctima, paro cardiaco. La segunda, apoplejía.
—¿Y la tercera?
—Preferimos mantenerla en secreto, de momento.
—Agente Knight, si mi empresa está bajo sospecha tengo derecho a saber de
qué ha muerto la mujer.
Él se quedó pensando unos instantes.
—Hemorragia cerebral. Apoplejía. Pero eso no es para consumo público.
—Sé guardar un secreto, agente Knight.
—Sí, ya lo imagino —dijo él sonriendo.
—¿Han encontrado alguna relación entre las tres mujeres?
—Estamos trabajando en ello. Pero también estamos considerando a Armonía
Biotec como el posible objetivo. ¿Han recibido alguna amenaza? ¿Una carta?
¿Llamadas telefónicas? ¿Alguien pidiendo dinero?
—No —respondió Candice—. Nada.
—¿Y... —se metió la mano en la chaqueta deportiva de costosa confección y sacó un pequeño bloc de notas— este tal Norman Thurwood, el hombre a quien
quitaron su empresa de medicamentos?
—Nosotros no hemos quitado nada a nadie. Fue una adquisición amistosa.
—Eso no es lo que ha llegado a mis oídos. A él no le gustó la compra. ¿Podría
estar resentido?
—Agente Knight, al señor Thurwood no le compramos Armonía. Sólo el parque
científico y el laboratorio de investigación biomédica de su empresa. Armonía es mi
empresa, ha sido de mi familia durante generaciones. Nuestros productos se basan
en los remedios a base de hierbas que conocía mi bisabuela.
—Sí, conozco eso a lo que usted llama remedios, señorita White. —Esbozó una fría
sonrisa—. ¿Estas muertes podrían tener origen interno?
—Somos una familia, agente Knight.
—No, me refiero a algún empleado.
—Eso es a lo que yo me refería. Esta empresa es una familia, señor Knight. La
mayoría de mis empleados llevan años aquí. Tenemos un porcentaje muy elevado de
lealtad.
—¿El tipo de empleados leales que callarían información o mentirían por su
amo?
Ella hizo caso omiso de este comentario.
—¿Han traído ya los resultados de los análisis químicos? ¿Sabe si había el
mismo ingrediente en los tres productos que causaron las muertes?
—Todavía no tenemos los resultados. Los espero en cualquier momento. Esto
me recuerda una cosa: necesitamos la fórmula del Dicha, para poder comparar.
Candice le lanzó una mirada dura. Había solicitado muestras de los dos
primeros productos con el fin de que sus químicos pudieran realizar pruebas
independientes, pero la FDA había negado su solicitud.
—Me encargaré de hacerle llegar la fórmula, agente Knight. Pero puede que
tarde un poco.
La sonrisa del hombre se ensanchó.
—Tengo la plena seguridad, señorita White, de que usted y su personal nos
ofrecerán toda su cooperación en esta investigación, y de una forma rápida.
Cuando ella hizo ademán de marcharse, él dijo:
—Entiendo, señorita White, que sus laboratorios fueron inspeccionados tres veces
el año pasado por la FDA. ¿No es eso bastante inusual?
Ella le miró a los ojos.
—Agente Knight, nuestros productos se fabrican siguiendo estrictas reglas,
independientemente de lo que la FDA exige. Cada lote de materia prima que llega a
esta planta se muestrea y se prueba antes de ser utilizado. Nuestros productos se
fabrican entonces según los informes de la serie redactados estrictamente, y cada fase
del proceso es medida, comprobada y recomprobada por expertos químicos y
farmacéuticos. Se saca una muestra de la serie, se prueba y se aprueba antes de
enviarla a las tiendas. No somos una empresa de pacotilla, agente Knight.
—Bueno, yo no he dicho...
—No es ningún secreto que la FDA y Armonía no se llevan muy bien. Nos han
estado presionando para que hagamos pruebas clínicas en animales. Y la política de
Armonía está en contra de la experimentación animal.
De pronto se oyó un alboroto cerca de la escalera de emergencia, voces
llamando a los de seguridad, Daniel gritando:
—¡Saque de aquí esa maldita cámara!
—¿Qué me dice de ese nuevo medicamento, el GB4204? —preguntó Knight
cuando el alboroto se hubo acallado.
Ella le miró a los ojos, tratando de descifrar en ellos una amenaza oculta. El
GB4204 era el producto al que Candice había dedicado veinte años de su vida.
—¿Qué pasa con ese producto? —preguntó, a la defensiva.
—Tengo entendido que en la actualidad otras dos empresas tienen fórmulas
similares ante una junta asesora secreta.
Candice enarcó las cejas.
—¿Está sugiriendo que estas muertes se deben a sabotaje industrial?
—O algo ideado para hacer que parezca sabotaje industrial. Digamos, por
ejemplo, por alguien de la empresa, para desacreditar a esos otros dos fabricantes de
medicamentos. —Se encogió de hombros y se apresuró a añadir—. Pero
probablemente estoy equivocado. —Le ofreció una sonrisa deslumbrante que
Candice ni por un instante creyó.
Ella le miró un momento, midiendo a este ser del que tanto había oído hablar;
un hombre de gran ambición, se decía, un inconformista entre los agentes federales
que, según se rumoreaba, recurriría a cualquier método para prosperar en su carrera.
Su cruzada personal eran los fabricantes de hierbas medicinales. Era el responsable
de que dos empresas más pequeñas hubieran cerrado, y Candice sospechaba que
hundir la empresa Armonía sería el trampolín que precisaba para el próximo ascenso
en su carrera.
—¿Nos van a cerrar la empresa? —preguntó bruscamente.
—Sólo de forma temporal —respondió él, sin borrar su encantadora sonrisa de
sus labios, como si estuviera de parte de ella—. Sólo el tiempo necesario.
—Si me disculpa, agente Knight, tengo muchas cosas de las que ocuparme. Mi
secretaria se encargará de todo lo que necesite.
—Claro —dijo él—. Adelante. Yo no me moveré de aquí.
Candice encontró a Daniel hablando con el señor Sung; Daniel parecía
muy inquieto, el hombre de más edad le miraba con expresión implacable.
Llevándose a su primo a un lado, Candice le dijo:
—Prepara anuncios para la radio y la televisión alertando de que existe algún
problema con los productos Armonía, que no los compren, que no consuman los que
tengan en casa. Y asegúrate de que se retira todo del comercio.
—¿Y los empleados?
—Mantendremos un equipo de guardia y enviaremos a los demás a casa, con
permiso retribuido.
Él meneó la cabeza.
—Esto es serio, Candice. Muy serio.
—Y diles a esos periodistas de ahí fuera que leeré un comunicado. —Se detuvo
y puso una mano en el brazo de Daniel—. Dame unos minutos, ¿de acuerdo?
Tengo que serenarme. Y —añadió, mirando por encima del hombro al agente Knight,
que estaba conectando su ordenador portátil— mantenle ocupado. Pero haga lo que
haga, no cooperes. Tengo la fuerte sensación de que este hombre está aquí para
crucificarnos. Manipulará todos los datos para que parezca que la culpa es nuestra.
Ya lo ha hecho anteriormente.
Cuando Daniel se perdió entre la multitud, Candice se volvió al señor
Sung, quien esperaba paciente, observando con calma la escena.
Con casi ochenta años, el señor Sung no sólo era el principal consejero de la
empresa, sino que había sido el consejero de la abuela de Candice y también amigo
íntimo. El señor Sung era el que había acompañado el féretro a casa; fue la última
persona que vio viva a la abuela de Candice.
—Candice —dijo con su voz suave—, que desastre.
—Realmente voy a necesitar su ayuda.
Él la miró con expresión triste.
—Escucha el ruido, la falta de armonía. Aquí sólo hay mala suerte. —Meneó la
cabeza—. Traigo noticias desafortunadas. Las familias de las víctimas han
demandado a la empresa.
Candice gimió. Seis días atrás se hallaba en la cima del mundo, con la FDA a
punto de aprobarle su nueva fórmula contra el cáncer, el GB4204, el resultado del
sueño que había acariciado durante veinte años. Ahora todo su mundo se venía abajo
rompiéndose en mil millones de fragmentos irrecuperables, como el móvil de
campanillas que había metido con gran cuidado en su bolso, temerosa de dejar atrás
su suerte destrozada.
¿Quién estaba haciendo esto? ¿Era una enemistad personal contra la empresa
Armonía? ¿Un empleado disgustado? ¿Sabotaje industrial? ¿O el asesino
simplemente había elegido los productos Armonía como su instrumento para matar,
y en realidad no tenía nada que ver con Candice o su empresa?
Eso fue un instante antes de que cayera en la cuenta de que el señor Sung le
tendía algo. Lo reconoció enseguida: una cajita de madera ligera y decorada con
complicada marquetería, un rompecabezas chino que había pertenecido a la madre
de Candice.
—Hace años que no lo veía —murmuró maravillada cogiendo la cajita—.
Recuerdo el estante donde lo guardaba la abuela. —Miró perpleja al anciano—. ¿Por
qué lo ha traído ahora?
—Me ha parecido que podría resultarte útil en estos momentos de necesidad. Y
ahora, si me disculpas, tengo cosas que atender. Estaré en mi despacho si me
necesitas —dijo el hombre, añadiendo «Candice» en tono cariñoso.
Mientras le observaba cruzar la zona de recepción, un anciano enjuto a quien
todos, respetuosamente, dejaban pasar, Candice agitó con suavidad la cajita
rompecabezas. Para su sorpresa, había algo dentro.
Candice avanzó por el pasillo, a cuyo término su despacho ocupaba una
esquina, abandonando la caótica escena en la que Daniel intentaba hacer frente a
los preocupados supervisores y jefes de departamento, donde Valerius Knight
escribía en su ordenador portátil y las secretarias procuraban atender el alud de
llamadas telefónicas.
El silencio que de inmediato la engulló, cuando cruzó las puertas dobles de
roble y las cerró tras de sí, fue como una panacea instantánea. Echó una mirada a las
dos estatuas que flanqueaban la puerta: Esculapio, el dios griego de la curación en
Occidente, con una inscripción en el pedestal que rezaba: «Lo primero es no hacer
daño», y Kwan Yin, diosa china de la misericordia: «Las manos toscas hacen
medicinas toscas.» Candice envió una breve plegaria mental a los antiguos dioses,
pidiéndoles guía y fortaleza.
Salvo por Kwan Yin, no había nada asiático en la decoración en tonos grises y
granates del despacho de Candice. Muy al estilo de empresa norteamericana,
aspecto que Candice cultivaba adrede. La mayoría de personas, cuando la conocían
por primera vez, no sabían que era china en una cuarta parte, o que su apellido, White,
no era norteamericano sino que tenía sus raíces en la China del sur. En realidad, fue
Candice quien, tras heredar el puesto de directora general a la muerte de su abuela
seis meses atrás, había desviado el interés de la compañía de la fabricación de hierbas
medicinales chinas a la investigación y desarrollo de productos farmacéuticos
occidentales. El cambio de nombre, de Productos Armonía a Armonía Biotec, era
obra suya.
El teléfono de su escritorio estaba sonando; las diez líneas estaban encendidas.
Haciendo caso omiso se acercó a la barra de bar y, obligándose a moverse con
lentitud, llenó de agua el hervidor eléctrico. Luego sacó una taza especial con su
plato, de la mejor porcelana china y decorada con símbolos de buena suerte, y colocó
en la taza una bolsita de tela con manzanilla. Mientras esperaba a que el agua
hirviera, practicó la respiración lenta y profunda y efectuó unos ejercicios mentales
para controlar los rápidos latidos de su corazón y calmar sus nervios.
Mientras su respiración se iba haciendo más lenta, Candice se llevó la mano al
collar que descansaba justo sobre su clavícula. Al final de una cadena de plata con
amatistas, el colgante de plata de la dinastía Chang y lágrima de ámbar dorada era
en realidad un relicario. Candice había metido algo dentro veinticuatro años atrás,
sellándolo con las lágrimas de una quinceañera. Desde entonces no lo había abierto.
Cuando la infusión de manzanilla estuvo lista, se la sirvió en la taza y al
instante el aroma del vapor que emanaba de ella la calmó, trayéndole el recuerdo de
mucho tiempo atrás: el de que su abuela tenía una serie de teteras, cada una con un
propósito diferente: «para el té que impide entender mal», «para el té que trae
suerte», «para el té que mejora el chi». Con qué frecuencia su abuela había regañado a
Candice por hervirle el agua para todas sus infusiones en el mismo hervidor y luego
mojar la hierba metida en una bolsita colgada de un hilo. Muy mala suerte. Cuando
apareció el té instantáneo en los estantes de los supermercados, la abuela de
Candice declaró: «Inutilidad instantánea».
Candice sintió una repentina punzada de pena y contempló la estatua de
Kwan Yin, tratando de recordar qué le había dicho su abuela en una ocasión
referente a otra estatua de la Reina de los Cielos. Pero lo único que recordaba era que
se trataba de una extraña historia exótica de la diosa que había recorrido una gran
distancia cruzando el océano con tesoros escondidos en su cuerpo, y Kwan Yin había
traído buena suerte una vez y después mala suerte. Pero la abuela no le había
explicado esta parte, le ocultaba las historias de mala, y buena suerte, lo que hacía
pensar a Candice que la tumba de su abuela debía de estar llena a rebosar; tantos
secretos se había llevado consigo.
Apartando la caja de bolsitas de manzanilla, ojeó la etiqueta con su advertencia:
«Precaución - este producto contiene camomila, de la familia de la Ambrosia elatior.
Puede provocar reacciones alérgicas o ataques de asma». Y pensó en el agente
Valerius Knight y un comentario que en una ocasión le había oído en un programa
de televisión: «La fitoterapia no es más que charlatanería y una manera de robar a
gente incauta el dinero que tanto les ha costado ganar. También es peligrosa porque
no es obligatorio advertir al consumidor de sus posibles efectos secundarios».
Armonía era el único fabricante de hierbas en Estados Unidos cuyos productos
incluían un aviso en la etiqueta, algo que la FDA aún no exigía a las empresas que no
fabricaban medicamentos. Armonía era famosa por ir más allá de los consejos
federales; la empresa tenía un historial de ética elevada. Contrariamente a la
afirmación del periodista, la empresa Armonía no utilizaba animales en sus
productos ni probaba éstos en animales. Tampoco, pese a la mayor presión por parte
del gobierno, iba a hacerlo jamás.
Dio un sorbo a su infusión y, de pronto, se paró y frunció el entrecejo.
Dicha.
Dejó la taza de infusión, buscó en el armario y sacó otra caja.
Dicha era un compuesto de hierbas, natural e inocuo, que ofrecía, según
indicaba la etiqueta, «el enfriamiento de los nervios calientes, la recuperación del
equilibrio del yin y el yang». El Dicha estaba compuesto principalmente por dong
quai, expresión china que indica «impulsado al regreso», una hierba femenina
cultivada principalmente para la salud de la mujer, y Candice a menudo añadía dos
cápsulas a su té o zumo los días en que necesitaba aplacar sus nervios.
La víctima inocente que había ingerido este producto buscaba paz. En cambio,
obtuvo la muerte.
¿Por qué?
Sintiendo que la ira empezaba a burbujear de nuevo, Candice hizo esfuerzos
por controlarse mientras se llevaba la taza a los labios. Se detuvo cuando sus ojos se
posaron en la cajita rompecabezas que el señor Sung le había entregado. La cogió y
volvió a sacudirla. No cabía duda de que dentro había algo. Sin embargo ella hubiera
jurado que durante años había estado vacía en la estantería de la abuela.
Dejó la taza sobre la mesa y dio vueltas a la cajita en sus manos, buscando el
punto de partida para abrirla, cuando se fijó en otra cosa: el ordenador que había
sobre la mesa. Frunció el ceño. La pantalla estaba encendida. Recordaba claramente
haberla apagado cuando se marchó del despacho.
Metió la cajita rompecabezas en su bolsa de piel, se acercó a su escritorio y vio
en la pantalla la lista de su correo electrónico. El fichero que contenía correo nuevo
estaba abierto: a él sólo se podía acceder mediante una contraseña protegida que
únicamente conocía Candice.
Señaló Leer.
Apareció un mensaje:
Esas tres mujeres sólo han sido el principio.
Haz lo que te diga o morirán muchas más.
Candice se quedó mirando fijamente el mensaje; luego se apresuró a sentarse,
señaló Lector en la línea de herramientas, y luego Muestra todos los encabezamientos.
Return-Path: rrabbit
Recibido: de .com (root . )
[]
Comentarios: Este mensaje NO es de la persona que aparece en la línea De.
EL SISTEMA PORTAL NO CONDONA NI APRUEBA
EL CONTENIDO DE ESTE ENVÍO
X-PMFLAGS: 2244560
Candice frunció el entrecejo. ¿Qué diablos era esto? ¿Una broma? ¿Y quién
había puesto en marcha su ordenador, marcado su módem de manera que ella
quedara conectada y luego accedido a su correo personal y lo había puesto a punto
para recibir el mensaje?
Cuando iba a coger el teléfono sonó la alarma de correo, indicando que estaba
llegando un nuevo mensaje. Señaló Nuevo correo y leyó el nuevo título: «Soy yo otra
vez». Candice señaló el título con el cursor y apareció el texto del mensaje:
En caso de que creas que no soy de verdad, he aquí una prueba: la mujer que
tomó Dicha murió de una hemorragia cerebral. Información confidencial que
conocemos sólo los federales y, por supuesto, yo, su asesino.
Candice se puso de pie inmediatamente y se dirigió hacia la puerta. AI final
del pasillo observó la misma escena caótica en la zona de recepción, las hileras de
escritorios de las secretarias donde casi todas las terminales de ordenador estaban
siendo utilizadas. Incluso vio al señor Sung, a través de la puerta entreabierta de su
despacho, pensativo con la vista fija en la pantalla. Buscó a Valerius Knight. La
pantalla de su ordenador portátil estaba encendida pero el agente federal no se
hallaba a la vista.
Candice regresó a su despacho a tiempo para ver otro mensaje que llegaba.
No se lo digas a los federales porque en ese caso tendrás muchas muertes en tus
manos. Esto es sólo entre tú y yo.
Volvió a sentarse, señaló Respuesta y se apresuró a escribir: ¿Qué quieres?,
pulsando las teclas con tanta furia que cometió muchos errores y tuvo que volver
atrás para corregirlos. Señaló Enviar y observó el mensaje que se dirigía hacia su
receptor. Unos momentos más tarde apareció en la pantalla la frase:
Subsistema de entrega de correo: Su mensaje no ha podido ser enviado. Fallo en
la búsqueda del nombre del receptor.
«¡Maldita sea!», pensó Candice. ¿Se trataba del verdadero asesino? ¿O era
alguien que se estaba burlando de ella?
«Sabe información confidencial.»
Volvió a escribir: «¿Quién eres?», señaló Enviar y se mordió el labio inferior
mientras miraba la pantalla.
Pero el mensaje regresó sin haber sido entregado.
—¡Maldita sea! —exclamó en un susurro. Con los ojos fijos en la pantalla,
tamborileó con los dedos sobre el escritorio, apenas consciente del barullo existente
tras la puerta cerrada de su despacho, sin darse apenas cuenta de que empezaba a
sentir un dolor de cabeza pulsátil en las sienes—. Vamos —murmuró—. Dime lo que
quieres.
Y al instante siguiente sonó la alerta y apareció un nuevo mensaje en la pantalla:
Harás una declaración pública. Confesarás públicamente que la empresa
Armonía se sirve de prácticas poco éticas, pone animales en peligro de extinción en
sus productos y comete fraude a sabiendas. Si no lo haces, mataré a miles. Puedo
hacerlo, te lo prometo.
Candice no había salido de su asombro cuando llegó una adenda:
Dispones exactamente de doce horas para preparar tu declaración.
Volvió a hacer ademán de coger el teléfono... tenía que decírselo a Des, a su
personal de seguridad, a la policía. Pero se detuvo. Valerius Knight... ¿podía confiar
en que iría tras este tipo seriamente? ¿O en realidad se pondría de su lado y quizá
incluso, en secreto, esperaría que ella hiciera esa indignante declaración?
Dispones de doce horas...
—No saldrás impune de ésta —dijo dirigiéndose a la pantalla mientras sus
pensamientos volaban como metralla. Sabía que necesitaba ayuda, pero no confiaba
en Knight, Daniel no era el hombre más dinámico que conocía y Alistair se hallaba
a cientos de kilómetros de distancia al otro lado de una tormenta...
Le desagradaba admitirlo, pero realmente sólo había una persona que pudiera ayudarla.
La caja fuerte de la pared se hallaba escondida tras un pergamino chino del
siglo xix; sólo Candice y Daniel conocían la combinación. Ahora Candice la
abrió y sacó un delgado libro encuadernado en piel. El título estaba grabado en oro:
Corona de Laurel de Plata de Poesía, 1981. Candice lo había guardado todos esos años,
pero no lo había abierto desde aquel día, en 1981, en que sintió que el mundo se
derrumbaba a su alrededor.
Ahora lo abrió, levantando la tapa sólo lo justo para que una tarjeta de visita se
deslizara fuera, cayendo sobre la alfombra con la suavidad de una pluma. Cuando
recibió esta carta por correo, inesperadamente, nueve años atrás, la metió dentro del
libro y guardó éste. Ahora llevó la tarjeta de color crema a su escritorio y la sostuvo
bajo la lámpara:
Albert Andrew
Asesor de seguridad tecnológica
Londres: 71-683-4204
Edimburgo: 31-667-9963
e-mail: TSC .uk
Cuando recibió esta tarjeta, pensó: «Así que ha dejado de espiar para el
gobierno y se ha instalado por su cuenta. ¿Fue antes o después de la boda?».
La tarjeta había abierto una herida tan dolorosa que Candice la había
guardado de inmediato y se había obligado a no pensar en ella. Había tardado años
en llegar, por fin, al punto de no pensar en él durante todo el día, el punto de aceptar,
como le habría aconsejado su abuela. Mucho tiempo atrás había jurado
solemnemente no permitir que Albert volviera jamás a su vida; nueve años atrás
había renovado ese juramento.
Pero ahora le necesitaba. No podía negarlo. No había nadie más en quien
pudiera confiar, no conocía a nadie tan experto. Si alguien podía encontrar a su
asesino-chantajista anónimo era Albert.
Candice miró la pantalla del ordenador: Dispones de doce horas. Pero Albert
se hallaba a más de doce mil kilómetros de distancia. No le sería posible llegar a
tiempo. Quizá podría pedirle consejo por teléfono, quizá él podría indicarle cómo
seguir la pista a su anónimo comunicante, o quizá podría hacerlo él mismo desde su
propio ordenador.
Cuando fue a coger el auricular del teléfono calculó la diferencia horaria. En
Londres eran las dos de la madrugada. Observó que la tarjeta no incluía ningún
número de teléfono particular. Quizá tenía el servicio de desvío de llamadas.
Con el pulso latiéndole a toda velocidad empezó a marcar. Albert, después
de tantos años... ¿sería ella capaz de soportar el dolor que eso le produciría? ¿Querría
él hablar con ella, siquiera?
Escuchó sonar el teléfono al otro extremo de la línea, los urgentes timbrazos
dobles característicos de los teléfonos británicos. Trató de imaginarse a Albert.
Estaría dormido junto a su esposa.
Cuando oyó que alguien llamaba suavemente a su puerta, pensó: «Ahora no,
Daniel. Dame unos minutos para saber cómo volver a hablar con Albert». Pero
la llamada insistió.
—Adelante, Niel —dijo por fin.
La puerta se abrió de golpe y apareció una figura con un impermeable mojado y
una radiante sonrisa.
—Hola, princesa —dijo Albert.
Continuara...
