Prólogo

Greg tenía apenas cuatro años cuando nació el primer hijo de los reyes. Lo recordaba perfectamente, recordaba muy bien aquel día, como si apenas hubiera transcurrido una semana y no diecinueve años. Fue la primera vez que le llevaron a ver la ciudad, la primera vez que prácticamente, llegó un kilómetro más allá de su casa. La vida de Greg había transcurrido única y exclusivamente en el campo, fuera de las murallas de la capital del reino. Una manía de su madre, que desde el fallecimiento de su marido en combate había deseado criar a sus hijos apartados del ejército, la violencia y las armas.

Sin embargo, a aquella buena mujer le iba a resultar imposible mantener a su hijo mayor alejado de la guerra. El día del nacimiento del príncipe, todos los ciudadanos abandonaron sus actividades y el trabajo en el campo para congregarse en la ciudad, abarrotando las calles de tal manera que se hacían intransitables. Greg se escondió detrás de su madre, sin comprender el por qué de semejante jaleo, y ni siquiera cuando los reyes pasaron a caballo con su hijo en brazos terminó de asimilar lo sucedido. ¿Por qué tanto alboroto? Solo era el nacimiento de un niño.

De vuelta en casa, su madre le explicó el por qué de la importancia de que fuera un varón, quienes eran aquellas personas y las numerosas preguntas que aquel inquieto niño tenía después de haber visto por primera vez una ciudad, y lo más importante, después de haber contemplado el séquito de caballeros que seguía a la familia real.

Con el paso de los años, Greg comenzó a hacerse cargo de sus dos hermanos, con los que apenas se llevaba tres años. Después de haber quedado viuda su madre y a pesar de ser todavía joven, se había rehusado a casarse de nuevo, incluso cuando aquello significaba tener que encargarse de absolutamente todo en solitario. La casa, el cuidado de sus hijos, el trabajo en el campo. Pero a sus diez años, Greg podía comprender el por qué de la elección de su madre. La mayoría de candidatos que se le habían presentado solo acudían por el reclamo que suponía la propiedad de su tierra. Los Lestrade no poseían demasiado dinero, pero el pequeño trozo de tierra que cultivaban les pertenecía, jamás había sido propiedad de ningún noble. Y eso ya era más de lo que muchos campesinos podían decir.

Durante los años sucesivos Greg ayudó a su familia tanto como le fue posible. Comenzó a trabajar en el campo de manera constante, procurando encargarse de todas las tareas por sí solo en lugar de dejárselas a su madre. Procuró sacar adelante a sus hermanos, e incluso se atrevió a aprender a leer, después de haber robado un par de libros en el mercado y haber encontrado a un comerciante que a cambio de su ayuda en el negocio, había accedido a enseñarle los fundamentos de la lectura.

Pero al alcanzar la mayoría de edad, la verdadera vocación de Greg no tardó en hacerse presente. No había logrado sacarse de la cabeza la imagen de los soldados y las armas en años, pero se había abstenido de hacer cualquier comentario porque sabía lo delicado que era el tema con su madre. Y sin embargo, pocas semanas después de haber cumplido los dieciocho, no pudo contenerse más e interrumpió a su madre mientras cocinaba.

—Madre, voy a partir a la ciudad la semana que viene.

—Eso no es nuevo, Gregory —rio ella. Su cabello antaño rubio se había tornado ligeramente grisáceo, después de tanto trabajar y pasar estrés casi a diario—. Te vas todos los fines de semana, a saber qué haces mientras estás fuera.

—Lo sabes bien, madre —dijo el joven exhibiendo una agradable sonrisa—. Trabajo, y después traigo el poco dinero que gano a casa.

—Y te lo agradezco, hijo. No sabes cuánto —sonrió ella, observándole. Cada vez la asaltaba más a menudo el pensamiento de que su primogénito había heredado todos los rasgos físicos de su padre. De hecho, era la viva imagen de su progenitor a su edad.

—Pero de eso mismo quería hablarte —dijo Greg, perdiendo su sonrisa de repente, mientras se ponía serio—. Quiero ir a la ciudad para quedarme, madre. Voy a unirme al ejército.

La pobre mujer dejó caer la cuchara que tenía en la mano de la impresión, mientras su semblante se ensombrecía y se ponía pálida. No deseaba por nada del mundo perder también a su hijo mayor, el mayor apoyo que podía haber recibido de nadie.

—Sabes que no apoyo esa decisión —dijo ella con un hilo de voz.

Greg asintió tristemente, y la tomó con cuidado por un brazo para ayudarla a sentarse en una de las sillas que había alrededor de la diminuta mesa donde pasaban la hora de la comida.

—Y te pido disculpas por ello —Greg se pasó una mano por el cabello oscuro, suspirando—. Pero tengo un buen motivo para hacerlo. Me pagarán más de lo que puedo ganar ayudando a los comerciantes, si consigo que me acepten en el ejército. ¿Has visto cómo está nuestra casa? No nos morimos de hambre, pero las condiciones de vida que podríamos tener son mucho más altas que esto. Ya has hecho mucho por nosotros, ahora es nuestro turno de ayudarte.

—Ni siquiera sabes si te aceptarán —los ojos castaños de la mujer se habían humedecido rápidamente—. Y si lo hacen, tal vez te envíen a la guerra. Sabes lo que le pasó a tu padre, no deseo vivir lo mismo de nuevo.

—Me aceptarán, estoy seguro —repuso Greg en voz baja. Se inclinó para abrazar a su madre, que al final había terminado por verse incapaz de retener las lágrimas—. Te enviaré todo el dinero que gane.

—No quiero que tú también te desangres hasta morir—dijo ella con los ojos cristalizados.

—Te prometo que eso no sucederá —Greg la estrechó con fuerza, intentando transmitirle la fuerza de sus sentimientos.

Además, le resultaba imposible negar que sentía una cierta atracción por las batallas, la idea de imponer la justicia frente al caos. Tal vez fuera una cuestión de herencia familiar, porque todos los varones antes que él habían sido soldados, según le explicó su madre cuando se hubo calmado un poco. Greg le prometió que en cuanto se le otorgase algo de tiempo libre, regresaría para hacer una visita y ayudarla en lo que pudiera, como era costumbre.

Sus dos hermanos pequeños se asomaron con curiosidad al interior de la estancia, sin poder disimular su nerviosismo. Greg ya los conocía lo suficientemente bien como para saber que le habían estado escuchando.

—¿Así que nos dejas para irte a la guerra? —preguntó Gabrielle, atreviéndose a cruzar el umbral de la puerta.

—No hagas preguntas tontas, sabes perfectamente que sí —cortó Adrien, enfadado. Apenas unas horas mayor que Gabrielle, había heredado el color de cabello rubio de su madre, igual que su hermana. Parecía realmente molesto por la partida de su hermano mayor.

—Admite que solo te molesta porque a partir de ahora, tendrás que encargarte tú de lo que Greg hacía en casa —se burló Gabrielle.

—¡Eso es mentira! Me repele la idea de que le parezca más importante irse a luchar a una guerra que ayudarnos a nosotros.

—Adrien, tu hermano ha hecho más de lo que cualquier otro hubiera hecho en su lugar. No te atrevas a reprocharle nada —le reprendió su madre.

—Está bien, madre. No pasa nada —Greg sonrió con su buen humor característico—. Voy a irme de aquí hasta la ciudad, son apenas un par de kilómetros hasta alcanzar la muralla. Me uniré al ejército, sí, me pagarán algo más que lo que lo que puedo ganar aquí. Y seguiré ayudando, por supuesto. Todo el dinero que gane es para vosotros.

—Te vamos a extrañar, Greg —Gabrielle se abrazó a él, sin dar tiempo a su hermano para reaccionar.

Greg sonrió, enternecido por la reacción de su hermana. Para tener quince años, a veces resultaba abrumadoramente madura. Le devolvió el abrazo y le revolvió el cabello suavemente, igual que solía hacer cuando ambos eran apenas unos niños. Después ignoró la mirada indignada de Adrien e hizo lo mismo, a pesar de que éste protestó y se apartó de él. Miró a su familia en silencio, en verdad iba a extrañarlos bastante, pero se convenció a sí mismo de que iba a hacer lo mejor para ellos y asintió de manera casi imperceptible. No podía fallarles.

—Yo también os echaré de menos a vosotros —dijo Greg observando la cara de tristeza de Gabrielle.

—Escríbenos de vez en cuando, ¿sí? No me gustaría saber que te marchas a la guerra y no nos enteramos hasta que… —dijo su madre, su semblante ensombreciéndose.

Greg sabía perfectamente lo que estaba pensando. Cuando falleció su padre, ninguno de ellos había sido informado de que había partido a combatir en una guerra. No supieron siquiera que había muerto, hasta que varios días después de su fallecimiento algunos soldados aparecieron para informarles de las malas noticias. Ninguno supo qué había ocurrido con sus restos, pero les dijeron que le habían enterrado con todos los honores. O al menos, los máximos que se les otorgaban a los soldados caídos en batalla.

Su madre nunca había podido aprender a leer un documento, pero por suerte su hermana sí. Ella podría leer las cartas que les enviara. Todo un privilegio, teniendo en cuenta que la mayoría de las personas, incluso las que habían alcanzado un cierto nivel de prestigio en la ciudad, eran incapaces de comprender lo que veían escrito.

—Lo haré, madre —respondió Greg.

Hacia finales de semana, partió a la ciudad, después de unas cuantas lágrimas por parte de todos y un berrinche de su hermano, que se negaba a admitir que deseaba que se quedara con ellos. Pero por supuesto, todos habían aprendido a leer tan bien sus expresiones que no necesitaban escucharlo de él para saberlo.

—Esto es para que te acuerdes siempre de nosotros —dijo su hermana mientras le ataba un collar justo antes de su partida, mientras todos estaban en la puerta—. Era de papá.

Greg lo sabía perfectamente, hasta entonces lo había llevado su madre. En los tiempos que corrían, era un objeto increíblemente valioso, con una cadena de plata y un diminuto rubí enganchado al collar. Su madre se había negado a venderlo bajo ningún concepto, alegando que era lo último que tenían de su padre, pero tanto Greg como sus hermanos habían llegado a sospechar que había algo más detrás. Cualquier otra familia y sobre todo cualquier viuda se hubiera desprendido de él en una situación de penuria económica, incluso estando perdidamente enamorada de su difunto esposo.

Su procedencia era un auténtico misterio. Su madre no daba explicaciones al respecto, siempre encontraba una manera de evadir el tema, pero Greg sabía perfectamente que siendo su padre un soldado normal y corriente, no podría poseer algo que costara tanto dinero. Aun así, respetaba el voto de silencio que había hecho su madre acerca del collar, porque no soportaba ver la cara de sufrimiento que mostraba la buena mujer cuando alguien osaba mencionarlo.

—Madre, podría perderlo —dijo preocupado, observándolo—. Y tal vez intenten robarlo.

—Lo sé, pero confío en que cuidarás bien de él. Vas a necesitar todos los apoyos morales posibles, espero que te dé fuerzas recordarnos. Además, estoy segura de que a tu padre le hubiera gustado que lo tuvieras tú.

El joven asintió, aunque todavía tenía dudas. Dejó que su madre le besara la frente antes de partir y agradeció infinitamente las escasas pertenencias que le entregó antes de marcharse, y con esa idea abandonó su casa.

Resultaba bastante sencillo seguir el camino hacia la ciudad, no tenía pérdida. Los árboles le acompañaron todo el viaje, a ambos lados del sendero que le conduciría hasta su destino. Algún que otro pájaro se cruzó en su camino, trinando alegremente. Podía escuchar sin problemas el crujido de sus pasos en la grava del camino, mientras seguía con la mirada la sombra que él mismo proyectaba sobre ésta. Tras un par de horas de caminata, se encontró con que el bosque desaparecía de su vista y en lugar, apenas medio kilómetro del final de una senda le separaba de la ciudad. Veía las murallas a lo lejos y no pudo evitar dibujar una ligera sonrisa en sus labios, aproximándose.

En los últimos años, los centinelas que vigilaban desde las almenas le habían visto pasar tantas veces que se habían acostumbrado a abrirle las puertas sin siquiera preguntarle. Greg saludó a uno de ellos desde abajo, un joven de aproximadamente su misma edad con el que había trabado algo similar a una amistad, aunque sin profundizar demasiado en la relación. El otro le devolvió el saludo y le permitió acceder a la capital.

El ajetreo era el mismo de todos los días, especialmente en días como aquel, que marcaban el comienzo del fin de semana. Las sensaciones embriagaban los sentidos en todos los aspectos posibles. El griterío que llegaba de todos los puestos, donde los comerciantes se hacían publicidad sin parar para atraer la atención de los posibles clientes, los niños que correteaban entre la multitud, algunos de ellos tratando de robar alguna que otra manzana o un par de monedas de los bolsillos de algún incauto. El olor de la comida que se preparaba al calor de las hogueras de las posadas atraía a muchísimas personas y también a muchos viajeros que se encontraban de paso. Nada fuera de lo común, pensó Greg mientras atravesaba lentamente las calles.

Esperaba que mencionar a su padre le permitiera acceder de manera más simple. Sabía que además tendría que demostrar que valía para algo en combate, porque si mostraba la más mínima señal de debilidad terminaría expulsado a la primera de cambio. Muchos jóvenes igual que él acudían a las puertas de palacio, la mayoría huérfanos y sin más salidas que unirse al ejército.

—Soy el hijo de Frédéric Lestrade —dijo cuando uno de los capitanes se aproximó a preguntarle—. He venido a servir en el ejército como hizo él.

El hombre no dio señales de reconocer aquel nombre, pero en ese instante se aproximó otro de los soldados y asintió mientras le observaba. Dirigió unas palabras al capitán mientras estudiaba a Greg atentamente, tanto que casi le hizo sentir incómodo.

—Luché con él en su última guerra. Murió en la batalla del Valle. Nos atacaron por sorpresa y nos defendimos como pudimos para evitar que cruzaran al otro lado. De lo contrario, puede que hoy esta ciudad no estuviera donde está —echó un nuevo vistazo a Greg, como si le estuviera evaluando—. Te pareces mucho a él, seguramente cuando tuviera tu edad sería idéntico a ti. Tu padre era un buen soldado, chico. Incluso siendo francés. Todavía me pregunto por qué vino a servir aquí, alejándose tanto de su patria.

Greg se quedó completamente serio y no respondió, a pesar de que era evidente que era justo lo que el otro estaba esperando. Le molestaba más de lo que quería admitir terminar juzgado por su apellido, como si sus orígenes lo fueran todo. Pero había tomado la costumbre de callar cada vez que alguien sacaba el tema, sonreír cordialmente si trataban de mosquearle mencionándolo e ignorarlo lo máximo posible. No podía dejarse avasallar por tonterías de aquel calibre, mucho menos cuando algunas personas no lo mencionaban con la intención de resultar desagradables. Aun así nunca era divertido que alguien hiciera referencia a sus raíces francesas, que en realidad no eran nada malo… si no hubiera sido por la dichosa enemistad de los ingleses y los franceses.

Pasada la tensión inicial, fue conducido al campo de entrenamiento. A pesar de que había tratado de hacerse más o menos una idea de lo que se iba a encontrar, Greg no pudo evitar quedar sorprendido por la cantidad de soldados que había en el lugar. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, habían terminado en la parte trasera de palacio, con un terreno espléndido donde tenían lugar los entrenamientos. Observó todo con una mezcla de estupor y admiración. Algunos utilizaban las lanzas, otros el arco, pero la mayoría vestían una pesada armadura metálica que emitía destellos al ritmo de los soldados mientras empuñaban la espada contra sus rivales.

—¿Has utilizado alguna vez una espada, chico? —preguntó el capitán mientras observaba con satisfacción la cara de sorpresa de Greg.

—Nunca, señor —respondió él, completamente serio.

—Parece que eres sincero. Mejor para ti. Muchos de los jóvenes que llegan aquí como tú afirman haber empuñado un arma al menos una vez en su vida, y después les dan una paliza tras otra en el campo —dijo el hombre soltando una sonora carcajada.

A Greg, sin embargo, no le hizo ninguna gracia. Su superior no parecía un hombre desagradable. Era un soldado curtido por los años, con algunos rasgos que comenzaban a dejar al descubierto su edad, como las arrugas que se formaban en el contorno de sus ojos de mirada cansada, o su piel rugosa, algo morena por los entrenamientos al sol. Y a pesar de todo, Greg se encontró suplicando internamente que no se dedicara a hacer chistes tan desagradables, o terminaría harto antes siquiera de empezar.

Se quedó callado un par de minutos, procurando indicar con su silencio que no encontraba grata la situación. El otro por fin pareció comprenderlo, porque le indicó que tomara una espada de madera y se dirigiera hacia una zona más apartada del campo de entrenamiento, donde aparentemente estaban los novatos. Varios muchachos jóvenes, algunos un par de años más mayores y otros apenas un par de años por debajo de él se habían congregado allí, mientras observaban atentamente el enfrentamiento que dos de ellos estaban teniendo. Evidentemente, les faltaba bastante experiencia hasta asemejarse a los veteranos, pero los inicios no estaban nada mal.

—Gregory Lestrade —dijo el capitán interrumpiendo la sesión de entrenamiento—. Su padre fue un soldado ejemplar, y esperamos que él también lo sea. Ahora, que uno de vosotros pelee contra él. Tengo que evaluar sus habilidades.

Como si alguien hubiera dado una orden silenciosa, las miradas de todos los jóvenes se dirigieron a la misma persona. Algo apartado del resto había un adolescente de cabello castaño, posiblemente menor que Greg. Sin embargo aparentaba algunos años más debido a su estatura y su complexión fuerte. Parecía algo reservado y quizá hosco, pero Greg no juzgaba a nadie por las apariencias. El chico se levantó de su asiento improvisado sobre unos sacos al sentir a todos los demás observándole, mientras tomaba a su vez otra espada de madera.

—Vaya, veo que no han querido ponértelo nada fácil —comentó el capitán. Greg casi quiso darle las gracias y decirle que dejara de intentar darle ánimos, porque estaba fracasando rotundamente en el intento—. Arthur es uno de los mejores. Seguramente será el primero en pasar a formar parte del ejército de manera oficial.

Ambos jóvenes se observaron un par de segundos con algo de recelo, como si estuvieran juzgando la capacidad que el otro tenía para vencer al contrario. Rápidamente se había formado un corro con varias personas a su alrededor, curiosas por ver el duelo. Greg casi se había sentido ofendido al principio, al descubrir que no se les permitía emplear las espadas normales durante los entrenamientos, como a los caballeros y a los soldados, pero viendo lo desprotegidos que se encontraban, sin armaduras ni nada que pudiera cubrir sus cuerpos, casi se sentía aliviado.

No tardaron en ponerse en guardia, desplazándose lentamente en círculos mientras estudiaban sus movimientos para evitar recibir golpes de más. Greg se sentía extraño con una espada en mano, pero por alguna razón se sentía como si hubiera nacido para llevarla.

Al final fue su rival quien se animó a descargar el primer golpe. Greg vio el movimiento de la espada contra él y se lanzó a un lado lo más rápido que pudo, esquivando apenas el golpe que estuvo a punto de descargarse en su hombro. Sus piernas se desplazaron ágiles, y enseguida empuñaba la espada de madera con ambas manos, a pesar de que suponía que lo conveniente era utilizar una. En la otra debía ir un escudo con el que protegerse. Tenía la desventaja de no saber luchar, pero no tardó en darse cuenta que a pesar de su fuerza, su rival era más lento de lo que parecía y sus insistentes ataques dejaban su defensa desprotegida. Greg decidió jugar con aquellos dos factores, y en los primeros minutos se dedicó a esquivar los golpes que Arthur le lanzaba, procurando cansarlo. La técnica funcionó bastante bien al principio, pero cuando se vio obligado a detener uno de los golpes colocando su espada en medio de la otra y su cuerpo, tembló de arriba a abajo con la fuerza del impacto. Su mandíbula se tensó fuertemente, y los músculos que hasta entonces habían estado relajados imitaron el gesto de inmediato, preparados para el inminente enfrentamiento. Greg detuvo los golpes uno tras otro, apenas siendo consciente de que cada impacto le obligaba a retroceder un paso. Pronto se encontró acorralado contra la barrera que los jóvenes y los soldados habían formado alrededor suyo y su propio enemigo.

Se echó a un lado, de nuevo esquivando un golpe a penas por milímetros. Si no comenzaba a tratar de atacar, al final terminaría por tierra con unas cuantas magulladuras y tal vez alguna lesión. Siempre había estado acostumbrado a hacer ejercicio, pero tener que emplear toda su fuerza y a la vez correr era más agotador de lo que había esperado. Esperó a que su rival atacara de nuevo, y cuando éste le lanzó un tajo que cortó el aire de forma horizontal, se agachó para esquivarlo y se levantó lo más rápido que pudo, empuñando la espada de madera con ambas manos. Notó cómo su cuerpo se impulsaba hacia arriba de inmediato y aprovechó la fuerza del momento para asestar un fuerte golpe que sin embargo, fue detenido. Pero Greg no se dejó acobardar por eso, y de inmediato se abalanzó sobre él para golpear de nuevo. Jamás había sentido su sangre arder de semejante manera, pero a menudo había escuchado que la adrenalina tenía efectos similares. Todos a su alrededor se habían callado, como si en verdad estuvieran contemplando alguna clase de maravilla. Greg atacó como un rayo, y en un descuido asestó un fuerte golpe en el hombro a Arthur, que no gritó, pero su gesto de dolor fue bastante elocuente. Greg no perdió tiempo y estampó con violencia la empuñadura de su espada sobre la muñeca que sujetaba el arma enemiga. Se escuchó un golpe seco y en el siguiente instante, la espada de madera yacía en el suelo, igual que Arthur.

—No lo haces nada mal para no haber sujetado una espada en tu vida —comentó Arthur mientras se masajeaba la mano herida. La movió un par de veces, todavía dolía y no sería hasta después de un rato que sabría si tenía alguna lesión.

—Lo lamento mucho —Greg sintió la necesidad de disculparse al ver la cara de dolor del otro. Además, parecía ligeramente ofendido, seguramente porque le acababa de vencer alguien que ni siquiera sabía luchar. Se agachó a su altura y le tendió una mano para ayudarle a levantarse, algo que el otro apreció de buena gana, relajando un poco su expresión malhumorada.

Greg estiró de su compañero hasta levantarlo. Escuchaba algunos murmullos a sus espaldas y caras de sorpresa delante de él, lo que acababa de hacer no debía de ser muy común. No dijo nada y se abstuvo de dejarse llevar por la arrogancia, pero en su interior se sintió sumamente orgulloso. Hubiera deseado que su hermana estuviera allí para verle, pero se contentó con la idea de que se lo contaría en la primera carta que le escribiera.

—Creo que te has ganado un lugar aquí, novato —comentó el capitán, visiblemente impresionado. Sus ojos saltones le analizaban con tanto interés que Greg se sintió un tanto cohibido— el entrenamiento serio empezará mañana.

Durante los siguientes meses Greg aprendió a manejar la espada, y la pericia que había mostrado su primer día no disminuyó, sino todo lo contrario. En cuestión de semanas había alcanzado una perfección mucho mayor que la de cualquiera de los novatos con los que compartía las lecciones. Despertaba admiración y envidia a partes iguales, pero nadie osaba siquiera molestarle, porque también había demostrado desenvolverse maravillosamente bien en el combate cuerpo a cuerpo. El verdadero problema llegó cuando hubo de utilizar una armadura por primera vez. El metal era demasiado pesado para él, y las primeras veces no tardó en darse de bruces con el suelo cuando le golpeaban demasiado fuerte. Pero aquello no minó su moral, sino que su tesón le instó a continuar luchando, y sus hombros se endurecieron aprendiendo a cargar con el peso infernal de la armadura. En los años consecutivos aprendió a montar a caballo, cuando sus superiores consideraron que su talento podría servir para los soldados de caballería. Pronto aprendió a llevar las lanzas y se entrenó en el tiro con arco, haciendo llegar las jabalinas y las flechas más lejos que nadie, con una puntería infalible. Greg se sentía orgulloso de sí mismo, y así lo relataba en las cartas que enviaba una vez al mes. Lo único que echaba en falta era tener algo más de tiempo libre, porque su vida se desarrollaba casi por completo luchando en aquel campo.

Cinco años después de su llegada, cuando apenas acababa de cumplir los veintitrés, fue nombrado capitán de la guardia real. La noticia le tomó por sorpresa, pero aceptó el cargo gustoso. Posiblemente era el soldado más joven en alcanzar semejante rango y nadie discutía sus capacidades para hacerlo. Aparte de escoltar al rey en durante las cacerías y acompañarle a donde quiera que éste deseara, parte de su trabajo también consistía en entrenar a los mismos jóvenes que seguían acudiendo. Todos le tenían un cariño especial, pues era un mentor excepcional y cargado de paciencia incluso con los más ineptos.

Pero pocos meses después recibieron a un joven de quince años, huérfano y que no deseaba estar allí por muchas razones. Greg descubrió rápidamente un potencial excepcional en aquel adolescente, pero decidió aventurarse a conocerle un poco más antes de ponerlo a entrenar con todos los demás. El joven tenía apenas quince años, y su cabello era de un rubio poco común en aquella zona. Sin embargo, sus ojos azules eran incluso más llamativos, ligeramente más oscuros que la media, pero iluminaban como si fueran joyas.

El joven se llamaba John Watson, y lo que Greg no alcanzaba siquiera a imaginar era que su llegada iba a marcar un antes y un después en su vida.