El hombre abrió los ojos lentamente, intentando acostumbrarse a la fuerte luz del día y que hacía horas que no veía. No recordaba nada, sino vagas escenas que le indicaban que había sido víctima del duro mango de un mandoble.
Apretó sus manos en las prendas que vestían sus piernas, dándose cuenta que una rasposa cuerda apresaba sus muñecas.
—¿Intentando adaptarte? —preguntó con cierto humor una voz masculina, proveniente de quien se encontraba frente a él—. Vi como metían tu inerte cuerpo en el carromato, en un principio pensé que estabas muerto... Y siendo sincero, no creía en lo contrario hasta que comenzaste a moverte y desperezarte.
En cuanto las imágenes se iban volviendo nítidas, dirigió la mirada hacia aquel que se había mostrado lo suficientemente benévolo como para ponerlo en situación. Este vestía unos ropajes que bien conocía, el característico uniforme de los Capa de la Tormenta; detalle suficiente como para hacer entender al joven que había caído en manos del Imperio.
La brisa meció los cabellos de todos cuantos eran escoltados en el vehículo de madera, un cariñoso abrazo de Kynareth, la divinidad que representaba la naturaleza.
—¿Qué hacemos aquí? —Se atrevió a preguntar el recién despertado, con una voz ronca debido a la deshidratación. Como respuesta, tuvo los gritos de uno de los imperiales, haciéndolo callar.
El resto del viaje siguió envuelto en un aura silenciosa, como si todos los presentes supieran que iba a ser el último día de sus vidas. Mas el muchacho, alzó la vista hacia el cielo y negó con su cabeza, suplicaba en silencio a los Divinos que la muerte no lo azotara.
—Mara, Akatosh, Dibella... —susurraba el ladrón de caballos, quien antes de ser golpeado por el puño de uno de los soldados del Imperio, había intentado defender sus actos y a su persona.
—¿Cuál es tu nombre? —inquirió uno de los Capas, quien a su vez le sonreía como si no temiera a la muerte.
—Valym, mi nombre es Valym —contestó el joven mientras le devolvía la sonrisa, sin embargo la suya era diferente. El miedo lo carcomía, y el temblor de su cuerpo lo delataba. Él no era como uno de esos nórdicos que añoraba el llegar a Sovngarde y llenarse la barriga de deliciosa aguamiel. No. Él ni siquiera era nórdico. O sí. No era capaz de recordar el rostro de sus padres, quienes lo habían abandonado en Puente del Dragón hacía quince años.
—Tú y yo no deberíamos estar aquí, es a esos Capas de la Tormenta a quienes desea ver muertos el Imperio... Yo, yo robé un corcel pues necesitaba el dinero para mantener a mi familia. Y tú, te recuerdo. Ibas andando cerca de la frontera de Skyrim con Cyrodiil, en las montañas Jerall —pronunció con voz temblorosa, mientras acariciaba su morena melena.
Valym lo miró, mientras luchaba por recordar el cómo había llegado a aquella situación. Sabía que se había separado de sus compañeros, Eiroth y Veenara, mas desconocía el acto que obligó a los soldados a apresarlo.
En cuanto el carro se detuvo, el muchacho se percató que los bosques habían sido reemplazados por murallas y casas, y los curiosos ciervos y conejos, ahora eran personas de todas las edades. Todos quienes los miraban bajar del vehículo, los señalaban y acusaban, además de despotricar en su contra.
—No parece que seamos bienvenidos en Helgen, ¿verdad? —rió el Capa de la Tormenta de antes, mas no obtuvo respuesta alguna por parte de Valym—. No eres muy hablador, yo a tu edad y estando en esta situación ya me habría abalanzado sobre algún guardia. Intentaría ganar mi libertad, y más si fuera inocente.
Los azulados ojos del más pequeño se cerraron durante unos instantes, agudizando el oído mientras uno de los imperiales pasaba lista. Su nombre no llegaba, y eso lo llenaba de una vaga esperanza. Pues si no estaba apuntado, podría ser salvado de tan ingrata muerte.
—El chaval ese de ahí, ¿quién eres? —En cuanto llegaron dichas palabras a su oído, relajó cada músculo. Intentó responder, pero la fuerte voz de una mujer acalló su voz.
—No hace falta que sepas su nombre, y si no está en la lista, habrá sido un fallo. No por nada los divinos lo han destinado a ser aprisionado junto a esa panda de sabandijas. —La mirada de la soldado atravesó la del muchacho, cuyo ceño se frunció con una pequeña furia.
—Soy inocente —suplicó airado, a la par que daba un paso hacia delante.
—Y yo estúpida —comentó sarcásticamente la mujer a la par que desenvainaba la espada, apuntando con esta al cuello del inocente—. Al tajo, carroña.
