hola! nueva adaptacion!
espero que les guste!
la historia no me pertenece le pertenece a Cara Colter ni los personajes (nisiquiera Edward) le pertenece a Maye!
las quiero Nessa
SUMARY
El magnate playboy Edward Cullen no esperaba encontrarse a una desaliñada niñera y a un bebé llorón en su lujosa oficina, pero el bebé era su sobrino, así que decidió ayudar.
Bella Swan se había estado ocultando bajo el uniforme de niñera desde que le rompieron el corazón pero, después de pasar varios días con Edward, estaba empezando a conocer al hombre que había bajo los trajes de diseño. No pudo evitar enamorarse de él, así que comenzó a desear secretamente que él también llegara a conocer a la auténtica Bella.
Capítulo 1
Edward Cullen oyó el ruido y un estremecimiento le recorrió la espalda. Tan extraña le resultó esa sensación que le llevó un segundo identificarla: miedo.
Era un hombre que se enorgullecía de avanzar más que de retroceder en cualquier clase de situación. Había resultado una estrategia exitosa en el poderoso mundo en el que se movía.
Pulsó el botón del intercomunicador que lo conectaba con la mesa de su secretaria en la sala contigua. Su despacho, con sus ventanales que proporcionaban una vista espectacular de Vancouver y las majestuosas montañas cubiertas de nieve al fondo, subrayaba en quién se había convertido. Pero si lo que lo rodeaba reflejaba su confianza, su voz en ese momento, no.
—Dime que eso no era lo que he pensado que era.
Pero el sonido volvió a llegarle a través de las macizas puertas de nogal tallado. En esa ocasión, amplificado por el intercomunicador.
No había ninguna duda sobre lo que era: el llanto de un bebé.
—Dicen que los espera —dijo su recepcionista, Jessica, levantando la voz bien para imponerse al llanto o por el pánico, no estuvo seguro.
Por supuesto que los esperaba, pero no ese día. No allí.
Los niños, y en particular los bebés llorones, estaban fuera de lugar en las oficinas de su corporación.
Edward Cullen había hecho su fortuna y su empresa, Sun, alrededor de la ausencia de ese sonido en sus exclusivas instalaciones sólo para adultos.
Sus oficinas reproducían el ambiente que había en sus exitosas instalaciones: llenas de gusto, caras, lujosas, sin ahorrar en detalles. Las obras de arte eran originales, las antigüedades, auténticas, las alfombras, de los mejores bazares de Turquía.
El hábil uso de ricos colores con sutiles y exóticas texturas hacía de su despacho un reflejo del hombre: masculino, lleno de confianza, carismático. Su escritorio daba a una pared en la que se podían ver hermosamente enmarcadas las portadas de algunas revistas: Forbes, Business, Business Weekly.
Pero esa mañana, como siempre, su entorno había quedado ensombrecido por lo que esperaba sería su próximo exitoso proyecto. La mesa estaba cubierta con fotografías de unas destartaladas instalaciones turísticas en el salvaje interior de la Columbia Británica.
Había sentido eso en cuanto había visto las fotos. El Moose Lake Lodge podría convertirse en un destino de aventura para jóvenes profesionales que confiaban en su empresa para que les proporcionara exactamente lo que buscaban en sus vacaciones. Sus clientes demandaban aventura y comida de cinco estrellas, spas de lujo y todo con el telón de fondo de un ambiente de tienda de hotel.
El acercamiento inicial al Moose Lake Lodge no había ido especialmente bien. Los dueños habían sido reacios a hablar con él, mucho más a vendérselo. Había tenido la sensación de que recelaban por su reputación de playboy, preocupados por el efecto de unas instalaciones Sun en medio del campo. El Moose Lake Lodge había funcionado como un lugar de recreo para familias desde los años treinta, y los dueños le tenían mucho cariño.
Pero los sentimientos no pagaban las facturas, y Edward había hecho los deberes. Sabía que no había una fila de compradores y estaba diseñando ya su siguiente movimiento. Subiría su oferta de un modo tentador. Convencería a la familia Baker de que convertiría el Moose Lake Lodge en un lugar del que se sentirían orgullosos. Los visitaría personalmente y los convencería. Era muy bueno convenciendo a la gente.
Y le apasionaba su juego, en todas sus fases: adquisición, renovación, apertura y funcionamiento.
Con ese fin Edward tenía un lugar de vacaciones en la jungla del Amazonas que ofrecía excursiones en canoa por la selva y otro en la sabana africana dedicado a los safaris fotográficos. Y, por supuesto, seguía teniendo su primer hotelito en Italia, en el corazón de la Toscana, donde todo había empezado, en el que había una estupenda bodega y excursiones gastronómicas.
Más recientemente Sun había abierto un destino flotante de cinco estrellas en la costa de Kona en Hawai. Amantes del agua y gente que aborrecía a los niños.
Bueno, no todos aborrecían a los niños. Algunos de sus mejores clientes eran padres que desesperadamente necesitaban un descanso de las exigencias de sus hijos.
—¡Buaaaaa!
Como si ese sonido no lo explicase todo. Incluso su propia hermana, Alice, convertida en ama de casa, había aceptado su oferta de irse con su marido a disfrutar de un merecido descanso al recientemente abierto Sun en Kona. Lo que no le sorprendía con un niño que lloraba por encima de los decibelios permitidos.
¿Cómo podían estar allí sus sobrinos? Su agenda decía que llegarían al día siguiente. El avión llegaba a las diez de la mañana. Había previsto ir a recibirlos al aeropuerto, darle unas palmadas en la cabeza a su sobrina, hacerle dos monerías a su nuevo sobrino sin siquiera tocarlo. Después, los dejaría con la niñera que viajaba con ellos, los metería en una limusina y les diría adiós con la mano mientras se iban a un lugar de vacaciones para niños en Whistler.
Vacaciones para mamá y papá en el exclusivo Kona Sun; vacaciones para los niños; el tío Ed, héroe de la jornada.
El bebé lloraba sin parar fuera del despacho y a Edward le empezó a palpitar la cabeza. Había regalado la estancia en el Amazonas a su hermana y su cuñado, Jasper, preocupado por el aspecto de agotamiento de su hermana, normalmente vital, en una teleconferencia. Por alguna razón no había previsto la situación a la que se enfrentaba en ese momento, aunque habría debido hacerlo cuando Alice había empezado a preocuparse por sus hijos al segundo de acceder a ir a Kona una semana. Naturalmente, su hermano, el héroe, se había ofrecido a cuidarlos.
Debería haber pensado que esas cosas nunca salían como se planeaban cuando su hermana estaba involucrada.
—¿Qué pasa? —preguntó por el intercomunicador.
—Aquí hay… una mujer. Con un bebé y… otra cosa pequeña.
—Sé quiénes son —dijo Edward—. ¿Por qué hace tanto ruido ese niño?
—¿Sabe quiénes son? —preguntó Jessica sintiéndose traicionada.
—Se supone que no deberían estar aquí. Se suponía que…
—¡Señora! ¡Disculpe! ¡No puede entrar ahí así…!
Pero antes de que pudiera terminar la frase, la puerta de su despacho se abrió.
A pesar del ruido que hacía el niño, Edward quedó impactado por una súbita sensación de tranquilidad al apagar el intercomunicador y estudiar a la mujer que estaba de pie en el umbral de la puerta.
A pesar del bebé que llevaba en brazos, y su sobrina de cuatro años agarrada al abrigo, la mujer se movía con una tranquila dignidad.
Su sobrina lo miraba con oscuro desagrado, lo que le sorprendió. Lo mismo que los gatos, los niños eran adictos a unirse a los que los tenían aversión y él había pasado su última visita a su hermana en Toronto tratando de escapar del afecto de su sobrina. En ese momento, el bebé aún era un enorme bulto bajo el suéter de su hermana y no había niñera.
A pesar de la distracción por el bebé y la mirada de su sobrina, se dio cuenta de que no había visto a una mujer así en mucho tiempo.
No, Edward se había acostumbrado a la perfección en el otro sexo. Su mundo estaba poblado de mujeres de cuerpos esculturales, perfectamente peinadas, maquilladas y que respiraban riqueza y seguridad.
La mujer que tenía delante era, en cierto sentido, el paradigma de la niñera: sin maquillaje, zapatos cómodos, falda negra lisa que asomaba por debajo del abrigo arrugado. Un calcetín negro se le había bajado hasta el tobillo. Sólo le faltaba el paraguas.
Era exactamente el tipo de mujer a la que no habría dedicado ni un segundo a mirarla, desastrada, una mujer que se había abandonado por su tedioso trabajo de cuidar niños. Era más joven de lo que había imaginado, aunque se movía con una cuidadosa dignidad que no conseguía ocultar la ropa.
Un guardapelo, de oro y frágil, completamente fuera de lugar con el resto de su atuendo, le colgaba del cuello resaltando la cremosidad de su piel.
Entonces Edward se fijó en su cabello. Ondulado y Castaños con tonos rojisos, sin tintes, recogido con una pinza de la que escapaban mechones que en lugar de reforzar su aspecto descuidado, sugerían algo que no veía. Algo salvaje, incluso exótico.
Sus ojos, cuando los miró, subrayaban esa sensación. Eran de un café chocolate y estaban rodeados de unas pestañas que no necesitaban maquillaje para destacar. Por desgracia, vio en ellos la misma mirada de desaprobación que en los de su sobrina.
Había algo en la frescura de su rostro que lo intrigaba.
Era como, si de algún modo, ella fuese real en el mundo de fantasía que él cuidadosamente había construido, un mundo que le había reportado pingües beneficios y que de pronto parecía carecer de algo y ese algo de pronto parecía esencial.
Dejó a un lado esos extraños pensamientos. Sólo tenía que mirar a su alrededor para saber que era un hombre que lo tenía todo, incluyendo la admiración y la atención de mujeres miles de veces más sofisticadas que la que tenía delante.
—Mi tío nos odia —dijo la sobrina, Susie, justo cuando Edward estaba pensando en dedicarle la más cálida de las sonrisas a su niñera.
Estaba más que seguro que eso ablandaría la dura mirada de sus ojos. Ensayar su encanto con alguien tan saludable sería una buena práctica para su reunión con los Baker.
—Susie, eso es terriblemente grosero —dijo la niñera.
Su voz fue áspera, grave, tan real como lo era ella. Y dejaba atisbar algo torturadoramente sensual que se ocultaba bajo el desastrado exterior.
—Por supuesto que no te odio —dijo él molesto por haberse puesto a la defensiva ante una niña que menos de un año antes le obsequiaba con notas de besitos y abrazos—. Me aterrorizas. Hay una diferencia —ensayó su sonrisa.
Los labios de la niñera se contrajeron y con la mano libre tocó el guardapelo. Si había pensado en sonreír, no había llegado a materializarlo. De hecho, no estaba seguro de si le había parecido divertido o la había molestado. No estaba acostumbrado a reacciones tan ambiguas en las mujeres.
—Nos odias —afirmó Susie—. ¿Por qué necesitan mamá y papá vacaciones de nosotros? —arrugó la nariz, cerró los ojos, enterró la cara en el voluminoso abrigo de la niñera y se puso a llorar.
El bebé decidió interpretar aquello como un reto e intentó superar a su hermana.
—¿No ves por qué? —llevaban treinta segundos en su despacho y ya necesitaba él esas vacaciones.
—Está cansada —dijo la niñera—. Calla, Susie.
Se sintió cautivado por la mano que apoyó en la cabeza de la niña, por su exquisita ternura, por el modo en que la tranquilizó con la voz hasta hacerla dejar de llorar.
—Creo que hay un poco de sensación de abandono —dijo la niñera—, que se ha visto incrementada por habernos dejado tiradas en el aeropuerto.
Se descubrió esperando que, cuando le explicara el malentendido, dejara de mirarlo de ese modo.
—Parece haber habido un malentendido con las fechas. Si hubiera llamado, habría enviado alguien a buscarlos.
—He llamado —frunció aún más el ceño—, pero parece que sólo la gente importante consigue la autorización para hablar con usted.
Notó que todas las medidas de seguridad que tenía para proteger su privacidad y su tiempo ella las interpretaba como un ego desmedido. Tendría que aceptar que ese gesto de desaprobación sería permanente.
—Lo siento muchísimo —dijo, pero la mirada siguió ahí.
—¿Están desnudas esas mujeres? —preguntó Susie aún hipando.
Siguió con la vista la mirada de su sobrina y suspiró. Miraba el cuenco de Lalique que adornaba la mesita de café. Una exquisita pieza de cristal azul y que valía unos cuarenta mil dólares. Uno de los muchos objetos de su despacho a los que no quería que su sobrina se acercase.
Se dio cuenta de que el bol, con la luz que entraba por la ventana, tenía el mismo azul que los ojos de la niñera.
—Susie, ya está bien —dijo la niñera con firmeza.
—Bueno, están desnudas, señorita Swan —murmuró la niña impertinente.
Señorita Swan. Un apellido aburrido, sólido y de bibliotecaria solterona que debería haberle quedado perfecto, pero no.
—En el ambiente de tu tío, estoy segura de que ese cuenco se considera una decoración apropiada.
—¿Y qué ambiente es ése? —preguntó Edward alzando una ceja.
—He tenido el placer de leer mucho sobre usted en el avión, señor Cullen. Es toda una celebridad.
Su tono lo decía todo: superficial, playboy, hedonista.
Incluso antes de que se hubiese olvidado de ella en el aeropuerto, ya había sido juzgado y condenado.
Edward Cullen había sido, desafortunadamente, descubierto por un mundo hambriento de famosos, y la fascinación por su estilo de vida había crecido alarmantemente. Eso suponía que siempre era prejuzgado, pero hasta entonces había confiado en su capacidad para superarlo.
Aunque habría dicho que la señorita Swan, de entre todo el mundo, parecía la persona más inmune a su considerable carisma. De nuevo se puso a la defensiva.
—Soy un hombre de negocios —dijo escueto—, no una celebridad.
De hecho, todo lo que rodeaba a su nuevo estatus le disgustaba profundamente, pero cuanto más rechazaba a los medios, más atención le prestaban. Ese artículo en People to Watch había sido desautorizado y muy embarazoso.
«El Soltero más Sexy del Mundo» era un título ridículo. Le perturbaba que la revista hubiera conseguido tantas fotografías de él cuando pensaba que su privacidad estaba bastante protegida.
¿De dónde había salido esa fotografía sin camisa? ¿O relajado? Ambos eran sucesos raros.
Mirando esas fotos cualquiera pensaría que era más joven de los treinta años que tenía y que pasaba los días desnudo en la arena tomando el sol, con el viento, las olas y el sol aclarando su pelo cobrizo. El entusiasmo poético había llegado a hablar de su «bruñida» constitución y sus ojos verdes como el mar. Suficiente para hacerle sentir náuseas.
Edward había aprendido que estar en el candelero tenía su lado bueno: publicidad gratis de Sun. Por otro lado la etiqueta de playboy que se le adjudicaba con frecuencia significaba que raras veces lo molestaran las mujeres que soñaban con tartas de manzana y cercas de tablas. No, sus compañeras solían estar encantadas con su estilo de vida de rico y famoso y sus caros regalos.
El lado malo era que gentes como los dueños del Moose Lake Lodge no estaban cómodos con que su notoriedad llegara al corazón de los bosques.
Y algunas veces, normalmente cuando menos lo esperaba, lo asaltaba una sensación de soledad, como si realmente nadie lo conociera, aunque normalmente una llamada a su hermana lo resolvía.
Quizá porque la niñera representaba el hogar de su hermana le disgustaba que lo prejuzgara y se sentía inclinado a causarle una buena impresión.
Por debajo de ese extraño deseo había otro aún más extraño de saber si lo estaba considerando el soltero más sexy del mundo. Si era así, ella aprobaba el título aún menos que él.
¿Sería posible que no lo encontrase atractivo? ¿Que no estuviera de acuerdo con las afirmaciones de las revistas? Por un momento llegó a preocuparle. De nuevo se descubrió a la defensiva, y diciéndose: «la señorita Swan no sabría lo que es alguien sexy aunque se chocara con él». O « levántate y bésala».
Lo que le hizo mirarle los labios. Estaban apretados hasta formar una línea que habría encontrado infranqueable. ¡Nada de retos! Pero la tensión que había alrededor de ellos sólo acentuaba que eran realmente besables.
De nuevo ella se llevó la mano al guardapelo como si fuera un amuleto y él, el hombre lobo, como si estuviera completamente al tanto de su inapropiada aseveración sobre la besabilidad de sus labios y necesitara protegerse.
—Soy Isabella Swan. Puede llamarme Bella —dijo la niñera en tono formal.
No pudo dejar de notar que su voz era áspera, tan sensual como una caricia. En otras circunstancias estaba seguro de que la habría encontrado atractiva.
—Me habían dicho que nos vendría a recoger.
—Parece haber habido una confusión —dijo por segunda vez—. Algo nada raro cuando está involucrada mi hermana.
—¡No es fácil preparar a dos niños para un viaje! —defendió de un modo infantil a su patrona, lo que en otro momento él habría encontrado admirable.
—Para eso está ahí, para ayudar, ¿no?
—No sé por qué no me sorprende que usted piense que es sólo hacer una maleta y subirse a un avión.
—¿No es eso?
—Atender a un niño es algo más que cubrir sus necesidades físicas —dijo cortante—. Y su hermana lo sabe.
—Santa Alice —dijo seco.
—¿Perdón?
—Recibo constantes discursos de mi querida hermana sobre el estado de mi bancarrota emocional —dijo en tono agradable—. Pero a pesar de mi notoria actitud caballerosa, realmente pensaba que llagaban mañana. Lo siento. Sobre todo no querría haber herido a Susie.
La niña lo miró desconfiada, se metió el pulgar en la boca y lo chupó. Con fuerza.
Bella se cambió el bebé de brazo y le quitó el dedo de la boca a Susie con suavidad. Se dio cuenta de que, a pesar de la compostura de la niñera, el bebé pesaba y ella estaba cansada.
¿Había un atisbo de gesto de perdón en sus ojos? La miró más detenidamente y decidió que estaba siendo demasiado optimista.
Se dio cuenta de lo que iba a suceder antes de que ocurriera y se puso de pie detrás de la mesa con la esperanza de que Bella captara el mensaje y cambiara de idea. Pero en lugar de eso ella llegó hasta su espacio tras la mesa y le tendió el bebé.
—¿Podría? Sólo un momento. Creo que hay que cambiarlo. A ver si encuentro las cosas en la bolsa.
Por un momento Edward Cullen, millonario hecho a sí mismo, se quedó paralizado. Antes de que pudiera decir algo, tenía en sus brazos un pedacito de humanidad.
Un recuerdo del que pensaba que se había separado hacía mucho tiempo le llegó con tanta fuerza que se le hizo un nudo en la garganta: desolación.
—No se preocupe, no es lo que piensa —dijo Bella y Edward abrió los ojos y la descubrió mirándolo con cinismo—. Sólo está mojado. No… bueno, ya sabe.
Edward fue consciente de una mancha de humedad que se extendía por su corbata de seda y su impoluta camisa de diseño. Se alegró de que ella pensara equivocadamente que su reacción por tener al niño en brazos se debía por una incorrecta presunción sobre el origen de la mancha de la camisa.
El bebé, tan desconcertado por estar en los brazos de su tío como su mismo tío, de pronto se quedó en un bendito silencio y lo miró con unos enormes ojos achocolatados.
Su expresión de Buda duró un instante. Después frunció el ceño, se puso rojo y sus tripas sonaron de un modo terrorífico.
—¿Qué le pasa? —preguntó Edward, horrorizado.
—Me temo que ahora sí ha… bueno, ya sabe.
Y si no lo sabía, la súbita explosión de olor acabó con el secreto.
—¡Jessica! —gritó, una mujer que manejaba el estrés con aplomo—. Jessica, llama al 112.
Los deliciosos labios de Bella se torcieron. Un destello brilló en sus impresionantes ojos. Hizo un gran esfuerzo, pero no fue suficiente para contener una carcajada. Y si antes no había necesitado al 112, en ese momento, sí.
Por un momento, escuchando esa risa y viendo esos ojos, fue como si su despacho, el último santuario del varón soltero, no hubiera sido invadido por el enemigo que significaba la dicha doméstica. Se habría echado él mismo a reír si no hubiera estado tan cerca de la mordaza.
—Jessica —dijo tratando de recuperar su legendario autocontrol—, olvida lo del 112.
—¿Qué quiere que haga? —dijo Jessica ya desde la puerta.
—Los niños no han comido —dijo la señorita Swan como si mandase ella—. ¿Cree que podría encontrarnos algo de comer?
¿Cómo podía alguien pensar en comer en un momento como ése? ¿O encomendárselo a Jessica? Ed tenía claro que la comida no era algo que pudiese encargarle a una secretaria que vivía de barritas de apio. ¿Comerían barritas de apio los bebés?
Por un momento quedó impresionado por lo rápidamente que podía cambiar el mundo de un hombre. Si alguien le hubiese dicho cuando había llegado a la oficina que se estaría haciendo preguntas sobre bebés y barritas de apio antes de que terminase la mañana, no lo habría creído.
Pero él más que nadie debería saber que unos segundos podían cambiarlo todo, para siempre. Un bebé, envuelto en una manta azul de hospital, su diminuto rostro, sus cejas arrugadas, sus manitas…
«¡Para!», se ordenó a sí mismo.
De pronto fue consciente de que se sentía sorprendido por la vida por primera vez en muchísimo tiempo. Recorrió a su visitante con la mirada y fue dolorosamente consciente de sus exuberantes curvas, como si comiera algo más que barritas de apio. De hecho, se la pudo imaginar comiendo espaguetis con buen apetito. La imagen era perturbadoramente sensual.
—Cambiaré al niño mientras esperamos la comida.
—¿Aquí? —escupió él.
—A menos que tenga una zona para ese fin en el edificio…
Edward se dio cuenta de que era la clase de mujer a la que no desearía entregarle el control. En un segundo habría apartado el cuenco de Lalique y puesto el cambiador en su lugar.
Había llegado el momento de recuperar el control, de no sentirse debilitado por sus recuerdos sino fortalecido por ellos. La niñera y los niños se habían adelantado. Pensar en lo encantada que habría estado su hermana de verlo en aquella situación, incrementó su decisión de ser firme.
—El lavabo está al final del pasillo —dijo Edward como pudo mientras el bebé trataba de meterle los dedos en la nariz—. Si no le importa llevarse al bebé allí, señorita Suan…
—Swan —lo corrigió—. Quizá mientras yo me ocupo de esto usted podría hacer algo sobre… eso —hico un gesto hacia el Lalique.
¡Lo sabía! ¡Estaba mirando la mesa como potencial lugar para el cambio de pañal!
—Es una obra de arte —dijo testarudo.
—Bueno, no es arte para niños.
Precisamente una de sus muchas reservas contra los niños. Todo tenía que ser recolocado por ellos. Aquel espacio era su oficina, su negocio, su vida. Nadie le decía cómo llevarlo. Los niños y ella se marcharían en cuanto pudiera arreglar lo de la limusina y mover un día sus reservas.
Pero cuando ella le quitó de los brazos al aromático niño después de haber sacado un pañal de una enorme bolsa, se sintió tan agradecido que decidió no recordarle quién era el jefe. Después de que cambiara al bebé tendría mucho tiempo.
Bella salió del despacho y Susie tras ella. En un gesto que no iba a considerar de rendición, Edward quitó su chaqueta del respaldo de la silla y cubrió con ella el bol.
—Gracias —dijo la niñera notándolo en cuanto entró en la oficina con un niño con olor a limpio en los brazos.
—El desnudo no está bien —le informó Susie.
—Bueno, eso depende de… —una mirada de la niñera le hizo respirar hondo y cambiar de tema—. En cuanto resolvamos lo de la comida, me pondré con el cambio de las reservas que había hecho para vosotros. Os encantará Whistler.
—¿Whistler? —dijo la señorita Swan—. Alice no ha dicho nada de Whistler. Dijo que nos quedaríamos con usted.
—Yo no me quedo con él —protestó Susie—. Nos odia. Puedo decirlo.
Pensó en sacar de su cajón todas esas notas de besos y abrazos que guardaba. No, la niñera lo interpretaría como vulnerabilidad. Y de algún modo, por intrigante y exasperante que la encontrase, no tenía intención de mostrarse vulnerable delante de ella.
—No te preocupes —dijo Edward a la niña—. Nadie se va a quedar conmigo, porque no quiero…
—No se atreva a terminar esa frase —dijo la señorita Swan en tono tenso—. No se atreva.
Bueno, ¡como si su vida no hubiera sido lo bastante sorprendente ese día! Trató de recordar cuándo había sido la última vez que alguien le había dicho lo que tenía que hacer. No pudo.
Y ese tono… Nadie se atrevía a hablarle en ese tono. Seguramente nadie desde el Cullengio.
—Jessica —llamó.
—La comida está de camino —dijo la secretaria desde la puerta.
—Por favor, llévese a los niños un momento, la señorita Swan y yo tenemos que hablar en privado.
—¿Que me los lleve adónde?
—A su oficina.
Moviendo los labios en silencio como un pez, tomó al bebé de los brazos de la niñera.
—Tú vete también —dijo la señorita Swan a Susie con cariño.
Una muestra de su influencia sobre esos niños fue que Susie, tras dedicarle a Edward una mirada de advertencia, saliera del despacho tras Jessica y cerrara la puerta.
—No iba a decir que no los quería ver delante de usted, ¿verdad? —preguntó la señorita Swan apenas se cerró la puerta.
Le molestó que supiera exactamente cómo iba a haber terminado la frase. Le molestó cómo lo miraba, su mirada solemne y cada vez de menor respeto. Por mucho que le molestase su estatus de celebridad, tenía que admitir que se había acostumbrado a que lo miraran con respeto y admiración. Les gustaba a las mujeres y tenían miles de deliciosos modos de hacérselo saber.
Pero no, la señorita Swan parecía… bueno, desaprobarlo otra vez, pero entonces sacudió el pelo. No era el clásico gesto del flirteo a que estaba acostumbrado, pero aun así le resultó cautivador. Se descubrió pensando que ella era una bailarina cíngara de espíritu salvaje, desgraciadamente, disfrazada de niñera mojigata.
—Mira —dijo obstinado—. He hecho una reserva para que os quedéis en un sitio precioso en Whistler. Organizan actividades para niños todo el día. Esculturas de plastilina, películas, paseos por la naturaleza. Sólo tengo que mover un día la reserva. Saldréis de aquí en menos de una hora.
—No —dijo ella sacudiendo de nuevo el cabello.
—¿No? —repitió asombrado.
—Eso no es lo que Alice me ha dicho y ella es, después de todo, quien me contrata, no usted.
El sentimiento de haber sido traicionado por su hermana se incrementó en ese momento. Su hermana mayor había empezado con él en los estimulantes primeros momentos del negocio, pero después había quebrantado la norma capital. Se podía salir con los clientes; ¡no podía una enamorarse de ellos!
Más tarde había decidido, después de tantos años de defender con entusiasmo los principios y la misión de Sun, que quería niños.
Estaba bien. Sentía como si le hubiese perdonado todo aunque los últimos años se había sentido sitiado por ella, tratando de hacer las cosas a su modo. Su hermana había asumido la misión de demostrarle lo maravillosa que podía ser una relación, el milagro que eran los hijos, lo vacía que estaba una vida sin compromisos, ni relaciones ni familia.
Le mandaba correos electrónicos y vídeos de móvil de Susie, cantando, abrazada a su gatito, haciendo piruetas en su clase de ballet. Últimamente Jake había empezado a aparecer en las producciones. En la última, especialmente desagradable, había aparecido intentando desesperadamente llenarse la boca con un trozo de bizcocho de chocolate que sujetaba con manos pringosas.
El marido de Ali, Jasper, un ocupado y exitoso contratista de obras, un hombre entre los hombres, sin temor y macho, estaba siempre al fondo de la escena con ojos lacrimosos contemplando con orgullo el regalo de su progenie.
La mayor parte del tiempo Edward había conseguido resistirse a los esfuerzos de su hermana para imbuirle su idea de la vida perfecta. ¿Sería la llegada de sus hijos una nueva vuelta de tuerca en su interminable trama para convencerlo de que su vida era triste y solitaria en comparación con la que ella había elegido?
—¿Por qué invita a los niños para mandarlos lejos? —preguntó Bella.
—Las esculturas de plastilina no son algo de lo que burlarse —insistió.
—Podríamos haberlas hecho en casa.
—¿Entonces por qué habéis venido?
—Alice tenía la idea de que pasaría algo de tiempo con ellos.
Edward resopló.
—Estaba encantada de que lo fueran a conocer mejor.
—No veo por qué.
—Francamente, ¡yo tampoco! —se sentó en el sofá y de pronto él se dio cuenta de lo cansada que estaba—. Menudo lío. Alice me dijo que podía confiarle la vida de sus hijos. ¡Pero ni siquiera puede venir a buscarnos al aeropuerto!
—¡Me dijo mal el día!
—Nada es más importante para su hermana que el bienestar de Susie y Jake. ¿Seguro que ha cometido un error? —lo último lo dijo lentamente, como pensando en voz alta.
Edward notó la duda en su voz y no sabía si alegrarse o sentirse insultado.
—¿Un error? —dijo con suavidad—. Por supuesto que no. He dicho que arreglaría todo inmediatamente.
—Señor Cullen —dijo terminante—. Me temo que no va a ser posible.
—¿No? —él era quien decía esas frases.
—No —dijo con firmeza—. No va a poder ser que empaquete a los niños y los mande a un hotel en Whistler. Esas no son vacaciones para una niña y un bebé.
—Bueno, y ¿qué son vacaciones para ellos? —preguntó diciéndose en su interior que nada.
Si querían entradas para Disneylandia, las tendrían. Si querían conocer a una estrella del pop, lo arreglaría. Si querían nadar con delfines, encontraría la forma. Ningún precio sería demasiado alto ni ningún esfuerzo demasiado grande.
—Sólo quieren estar rodeados de gente que los quiera —dijo ella con suavidad—. En un lugar donde se sientan seguros y cuidados. Eso es lo que Alice pensaba que encontrarían aquí, o no los habría mandado.
«Ni se habría ido ella», pensó y de pronto recordó la cara de cansancio de su hermana. ¿Ningún precio era demasiado alto? ¿Y qué pasaba con el precio de que él se tuviera que desvivir?
¿Había dejado creer a Alice que iba a pasar algo de tiempo con sus hijos? No lo creía. Ella no le había preguntado por los detalles y él no se los había dado. No era responsable de sus suposiciones. Pero de pronto pensó que podía estar buscando inconscientemente la aprobación de su hermana mayor. O merecer su confianza.
—Supongo que pueden quedarse conmigo —se oyó decir.
Isabella pareció, comprensiblemente, bastante escéptica con su compromiso.
Demasiado tarde se había dado cuenta de las ramificaciones de su invitación. La señorita Swan, la niñera formidable de labios sensuales y misteriosos ojos también se quedaría con él.
Y si eso no era ya bastante malo, además iba a abrirle un mundo que podría haber sido el suyo. El de su propio hijo.
¿Quería ser mejor hombre, merecedor de la confianza de su hermana? ¿A quién quería engañar? Había perdido la fe en sí mismo, en su capacidad para hacer lo correcto hacía mucho tiempo. Su hermana ni siquiera sabía del embarazo de su novia en la universidad.
Se descubrió aguantando la respiración con la esperanza de que Bella Swan no fuera tan tonta como para aceptar su impulsiva invitación.
—Evidentemente, de momento tenemos que quedarnos en algún sitio —dijo con tanto entusiasmo como él había puesto en su invitación—. No voy a someter a los niños a otro viaje hoy.
Pero con esas palabras sembró la duda en Edward. Y a Edward Cullen no le gustaba cuando se alteraba el buen orden de las cosas y su mundo escapaba a su control.
