ADVERTENCIA PREVIA DEL AUTOR:

Esta obra contiene algunas licencias históricas para ambientar la trama, que no se corresponden necesariamente con el curso normal, de los acontecimientos de la época, ocurridos en los lugares donde está ambientada esta novela, si bien se basan libremente en hechos y acontecimientos reales, que si tuvieron lugar. En ningún caso se pretende crear polémica u ofender al lector. Cuanto está narrado aquí está redactado, desde el máximo respeto y consideración.

HASTA EL ULTIMO CONFIN DE LA TIERRA

UNA IMPREVISTA DESAPARICION

1

Richard Harris contemplaba el mar que se extendía más allá de su línea de visión. Sus pies calzados con botas de suave ante, empujaron involuntariamente algunas piedrecillas que estaban junto a su puntera hacia el agua al moverse imprevistamente hacia delante. Sostenía entre sus dedos crispados y sudorosos un sobre que desprendía un suave y leve aroma a canela y fragancias que le recordaron a una persona, cuyo rastro se había perdido en una tierra tan inaccesible como lejana, tan exótica como hermosa, tan gélida como peligrosa.

-Katia, querida mía –se dijo el joven mientras sus manos se removían inquietas, aprisionadas por los guantes de fino paño estrujando la carta que le anunciaba el retorno de la mujer de la que se había enamorado tan apasionada como profundamente, a su país de origen por un asunto que requería toda su atención y suscitaba los principales temores de la muchacha. Richard levantó nuevamente el papel, blanco de sus lágrimas e iras entreveradas con el temor más horrísono por la suerte de la persona amada, y lo releyó por enésima vez:

"Querido Richard.

Sé que cuando leas esto, te causaré un gran disgusto y un pesar inadmisible se adueñará de tu alma, casi tanto o más que la mía, pero no tengo más remedio que emprender el retorno a la tierra de mis padres, al hogar de mis antepasados. Mi padre ha dejado de enviarme noticias suyas y estoy muy preocupada por su suerte. Temo por su vida y los acontecimientos en mi país se han ido sucediendo vertiginosamente, de forma que he tomado una decisión: ir en su busca y tratar de sacarlo de allí, antes de que sea demasiado tarde. Perdóname querido mío, pero tengo que hacer esto. Debo de encontrar a mi padre y regresar con él a Estados Unidos. Solo entonces, nos casaremos y te prometo compensar con creces todo el dolor que tan injustamente te he inflingido con mi marcha. Por favor no me busques. La situación en mi patria no es proclive para que ciudadanos extranjeros viajen hasta ella. Se están produciendo muchas detenciones y solo el Hacedor sabe cuantos horrores más, nos puede deparar el impredecible curso de los acontecimientos. No temas por mí. Retornaré a tu lado. Pensaré en ti todos los días, y cada día rezaré por ti. También me apena tener que aplazar nuestro compromiso, pero te prometo que cuando regrese nada volverá a separarnos.

Tu amada que no dejará jamás de quererte, con afecto:

Katia".

Pero Richard Harris no era de los que se resignaban a quedarse llorando en un rincón su pesar ni a lamentarse mientras se lamía las profundas heridas que la decisión de Katia le había infringido en su alma. El joven se caló el sombrero con gesto de determinación y guardando la aciaga misiva de su novia en el interior de su gabán verde, negó con la cabeza mientras la silueta de un gran buque de línea se situaba delante de su línea de visión, entrando por la bocana del puerto.

-No Katia, no puedes pedirme algo semejante, sobre todo cuando nuestra boda iba a tener lugar dentro de dos semanas. No me resigno a quedarme aquí sin hacer nada, por lo que yo también he tomado una decisión.

Richard habló lentamente pero con voz queda sin importarle que la gente que pasaba a su alrededor cargados con maletas e imbuidos de una prisa que parecía conducir sus pasos casi sin ningún tipo de lógica aparente se le quedara mirando, porque el joven estaba exteriorizando sus más íntimos pensamientos prácticamente sin darse cuenta, aunque aquella circunstancia de ser observado no parecía afectarle en lo más mínimo.

Richard se giró sobre los talones de sus botas y comenzó a caminar sin prisa pero con decisión hacia las oficinas de la compañía naviera Blue Sky. La carta de Katia le pesaba como si una losa de granito se hubiera abatido sobre sus hombros amenazando con aplastarle bajo ella. Ante él se erguía un edificio encalado de dos plantas rematado por un tejado pintado en azul y con aparatosos aleros. Sobre la arcada que rodeaba al edificio, figuraban grandes rótulos con caracteres blancos sobre fondo azul que anunciaban que aquella construcción era la sede principal de las oficinas de la compañía naviera. Richard preguntó a un hombre con abrigo oscuro y entrado en carnes, por las taquillas y cuando obtuvo la información que precisaba orientado por el transeúnte, cuya amabilidad contrastaba con la hosquedad y el mutismo de la masa gris y silenciosa que abarrotaba los muelles con destino hacia el viejo Mundo o aguardando a alguien que arriaba al Nuevo, gestionó la adquisición de un pasaje de ida para cruzando los mares, viajar hasta el país de origen de su prometida. Cuando lo tuvo entre las manos, ante sus ojos, el joven leyó el escueto texto que enunciaba su próximo destino, a un mundo de distancia, casi en el último confín de la Tierra, o al menos al él se le antojaba que una tierra tan remota y que por no haber pisado nunca, le resultaba ignota forzosamente debía de encontrarse en el punto más equidistante y perdido del globo.

-Rusia –leyó esta vez en silencio, porque no deseaba ser el centro de atención de los apurados y poco comunicativos viajeros que en aquella fría mañana de Enero de 1920, caminaban embozados en sus largos abrigos o envueltos en sus largas bufandas para guarecerse del intenso frío reinante que azotaba el puerto de Nueva York.

Richard se pasó una mano por los cabellos castaños cortos y lustrosos tras retirar el sombrero de sus sienes y echó una ojeada a su reloj. Faltaban aun dos horas para que el Alexandría, el buque que realizaría la larguísima singladura prácticamente sin escalas hasta San Petersburgo, levase anclas con destino a aquel país tan desconocido como inmenso.

Se había devanado los sesos, intentando buscar una excusa que le permitiera permanecer tanto tiempo apartado de su trabajo, desde que Katia le hubiera dejado aquella triste y escueta nota poniéndole al corriente de su imprevista partida. Sin embargo, el destino, que tantas veces se afana en atormentarnos, como de tendernos puentes de plata e imprevistas ayudas cuando así lo considera conveniente, dispuso una para Richard que sin duda le facilitaría sus descabellados propósitos. Su jefe había pedido voluntarios para cubrir la marcha de los últimos acontecimientos que sacudían el enorme estado y Richard se presentó el primero, para asombro y admiración de sus compañeros y disgusto de su jefe, el cual no era muy proclive a que uno de sus mejores reporteros partiera hacia un destino tan alejado y correr el riesgo de quedarse sin un gran profesional y mejor amigo. El Wall Street Tribune no sería el mismo tras la partida de uno de sus periodistas más incisivos y afamados. Como nadie más parecía dispuesto a aventurarse en una empresa tan arriesgada como incierta, y el jefe no quiso presionar más a sus empleados, aceptó el ofrecimiento de Richard con cierto embarazo. Se preguntó si sería buena idea destacar a un periodista hasta una urbe tan alejada y desconocida para un norteamericano como el voluntarioso y en apariencia audaz joven. Por supuesto, John Tempert desconocía que bajo las intenciones de Richard se escondían otras que seguramente habrían desagradado a su jefe, de haberlas conocido pormenorizadamente y por anticipado.

Se daba el caso de que la misión de Richard como reportero en Rusia no tenía un plazo límite, o una duración concreta de tiempo. John Temper, el director del Wall Street Tribune solo le había exigido dos condiciones para desempeñar su trabajo.

La primera que enviara las noticias más impactantes y de rabiosa actualidad que fuera capaz de cubrir. La otra era que volviera de una pieza, entero y sano y salvo. El periódico cubriría una parte de sus gastos, pero cuando los fondos otorgados por John se terminaran, Richard debería depender exclusivamente de sus propias fuentes de financiación. Richard no era rico, pero procedía de una familia bien situada y contrariamente a lo que pudiera pensarse, su padre había apoyado con dedicación y entusiasmo el que su hijo se dedicara al periodismo, brindándole todo su apoyo, aunque su familia prefería que se abriera paso en la vida por su cuenta. No obstante, Richard había necesitado de la ayuda de sus padres. Su madre lloró al saber que el joven e intrépido reportero se dirigía a un destino tan distante, pero terminó por aceptarlo. Por mucho que le doliera, su hijo se había hecho mayor y debía de buscar sus propias metas, aunque a Richard le avergonzara tener que recurrir a la ayuda monetaria de su padre para poder sufragar un viaje tan largo como incierto. Su padre le entregó el dinero solicitado junto con un abrazo y la imperiosa petición, de que regresara lo antes posible. El Wall Street Tribune no era un tabloide excesivamente afamado que pudiera decirse, aunque intentaba abrirse un hueco en el cada vez más saturado y competitivo mercado editorial de la Gran Manzana. John Temper abrigaba esperanzas y grandes sueños de que las crónicas de Richard consiguiesen aumentar la tirada del modesto diario y por ende, las ventas de sus ejemplares, pero su exiguo presupuesto no permitía grandes dispendios, por lo que el joven se vio en la tesitura de pedir el apoyo paterno para poder realizar el viaje.

Al hilo de sus recuerdos y retornando de ellos, Richard asintió mientras el helado ambiente que se respiraba en la rada del puerto de la ciudad le arrancó algunas bocanadas de aliento, que se disolvieron con rapidez en el aire cortante como un cuchillo. Se fue fijando meticulosamente en todas las naves de pasajeros, que estaban atracadas junto al gran espigón de hormigón, recientemente construido e inaugurado a toda prisa, hasta que su búsqueda finalizó. Ante sus ojos grises que brillaban levemente bajo los cabellos castaños cortados a cepillo, se erguía orgulloso un buque de línea, cuyo casco de un negro brillante con una cenefa azul en la parte superior parecía darle la bienvenida. Asintió y deletreó las letras del nombre del buque para asegurarse de que era el suyo:

-Alexandría, al fin te he encontrado –dijo para sus adentros.

Y se puso a caminar en círculos para combatir el frío. Pese a que aun faltase poco más de hora y media para que el barco zarpara decidió quedarse allí, para ser el primero en subir a bordo tan pronto como la escala fuera aproximada a la mole del gran barco. Consultó su reloj de pulsera nuevamente, mientras la impaciencia le devoraba y para hacer tiempo se puso a pasear a arriba y abajo, mientras impetraba al tiempo para que avanzara más deprisa. Un niño acompañado por un perro de aguas se le quedó mirando fijamente aunque la perentoria llamada de sus padres, y los ladridos de su mascota hicieron que pronto le ignorasen, confundiéndose ambos en la incesante marea humana que llenaba el puerto con su frenético vaivén. Poco a poco otros pasajeros que aguardaban la partida del Alexandria se fueron aproximando a la nave con la misma intención de Richard de viajar hasta San Petersburgo.

2

La señora Pony releyó nuevamente la carta que le había enviado su sobrino poco antes de partir. Fuera del Hogar de Pony y de sus pequeños pupilos, la anciana y buena señora no tenía demasiados familiares que pudieran tenerse como tales. Volvió a calarse los anteojos redondos de gruesos cristales sobre sus ojos pequeños y vivaces y saltó ágilmente de una línea a otra, de párrafo en párrafo, de palabra en palabra hasta que nuevamente se volvió a topar con la emotiva despedida del joven y su firme como colofón a aquellas extensas líneas que explicaban la razón por la que el hombre había optado por atravesar el Atlántico para dirigirse hacia un país tan remoto y lejano. Martha, notó como sus ojos se humedecían cuando algo salado y cálido se desbordó por el borde de sus anteojos y empezó a gotear sobre su austero vestido gris. Dejó la carta sobre la mesa de madera que presidía el salón principal del hospicio, en cuya chimenea ardía un alegre y acogedor fuego que invitaba a concentrarse en torno a él, para guarecerse de los rigores del crudo invierno que estaba azotando aquella parte del país. La anciana depositó su mejilla sobre la palma rugosa de la mano izquierda y adoptando una actitud pensativa y entristecida se preguntó porqué había tenido que hacer algo así. Richard era como un hijo para ella, y a fin de cuentas, el joven suplía la carencia de uno que hubiera culminado y llenado de dicha su vida, aunque la valerosa y abnegada mujer había preferido seguir el camino que su corazón le dictaba, y movida por el altruismo dedicarse por entero al cuidado de los demás, especialmente los seres más desválidos y desprotegidos, los niños. Recordó como durante una mañana de invierno como aquella, la intuición y la perspicacia de entonces el pequeño Tom, les permitieron descubrir en el exterior del edificio y sometidos a los rigores del frío helador que soplaba fuera con toda su crudeza, a dos preciosas niñas de las que se hicieron cargo y que iluminarían sus vidas. Martha había llorado muy pocas veces en su vida, no porque fuera una persona insensible o incapaz de exteriorizar sus sentimientos, si no porque no deseaba transmitir su tristeza y apatía en momentos como aquel a los niños, intranquilizándoles innecesariamente. Desenvolverse durante todo el día y parte de la noche, entre veinte pequeños con cara de felicidad y esbozar una sempiterna sonrisa en los labios no era fácil precisamente, y Martha había derramado amargas lágrimas en el momento en que Candy fue adoptada por la familia Legan, aunque no en la calidad de lo que tanto sus bondadosas madres, como la propia e ilusionada muchacha rubia esperaba. Y ahora estaba allí, a solas en la quietud del salón del humilde hospicio, con la misiva del joven periodista entre los dedos y lamentando amargamente que el joven estuviera a esas horas rumbo a un país, donde los acontecimientos eran tan inciertos como los conocimientos que se tenían acerca de él.

-Rusia –musitó la anciana haciendo un esfuerzo por contener su llanto, no fuera que alguno de los niños la sorprendiera llorando –Richard, mi querido niño, ¿ por qué tú también has tenido que irte tan lejos ?

La hermana María que continuaba haciendo gala de una fina intuición y un extraordinario sentido de la clarividencia, entró en la estancia con dos tazas de humeante café en la mano y caminó al encuentro de su amiga, esgrimiéndolas una en cada mano. Depositó uno de los recipientes junto a la atribulada Martha que asintió agradeciendo con una leve inclinación de cabeza, el apoyo de la religiosa.

-Perdóneme hermana María, por esta escena –dijo Martha avergonzada de haber cedido a sus emociones y haberse desahogado de aquella manera.

La hermana María dejó su taza de té sobre la mesa, muy próxima a la de la señora Pony y pasó un brazo por la espalda encorvada de Martha. Sonrió a la anciana y dijo con voz dulce mientras intentaba levantar el decaido ánimo de la mujer:

-Martha, no hay ningún problema en reconocer nuestras limitaciones humanas y ceder a los sentimientos. De lo contrario no seríamos personas. Y es lo que nos sitúa más cerca de nuestro Señor.

Martha asintió introduciendo un dedo bajo la montura de sus gafas para enjugarse algunas lágrimas que se resistían a abandonar su faz. Sonrió más reconfortada. No sabía como podía conseguirlo, pero la hermana María tenía la virtud de aquietar los ánimos devolviéndoles la paz, y aliviar la tristeza que en algunas ocasiones asaltaba a alguno de sus niños. Richard la había visitado el mes pasado y aunque ya era un adulto plenamente consciente de sus decisiones y con la vida prácticamente resuelta, Martha no podía dejar de preocuparse por él, como le sucedía de vez en cuando con Candy.

-Ya estoy mejor hermana, a veces me asaltan pensamientos tristes.

Martha le tendió a su amiga la carta que había estado leyendo porque no tenía ganas de hablar demasiado. La monja la examinó en pocos minutos y cuando terminó de hacerlo, la dobló cuidadosamente introduciéndola en el sobre sepia en que estaba alojada. Frunció los finos y bien definidos labios y dijo:

-Martha, no debería preocuparse tanto. Richard es un joven responsable y sabrá salir adelante. Encontrará a Katia, a su padre y volverán sanos y salvos.

Martha se irguió lentamente. El paso de los años se hacía evidente sobre su cuerpo, pero aun se encontraba en plena forma para asumir con dedicación las duras pero reconfortantes tareas que debía de emprender para mantener el hospicio plenamente operativo y cubrir las necesidades de los niños. La anciana caminó hasta un espejo que se hallaba situado junto a la chimenea y contempló su reflejo. Las facciones amables y bondadosas, los cabellos grises recogidos en su sempiterno moño, sus gafas redondas que le conferían aspecto de búho sabio en opinión de algunos de los niños y que enmarcaban sus ojos vivaces y cálidos. Entonces dirigió la mirada hacia la repisa situada sobre la chimenea en la que crepitaban unas llamas de vivos colores rojizos y amarillos y observó la fotografía de Candy sonriendo deslumbrante y observando a la cámara con aquellos deslumbrantes zafiros sobre los cabellos rubios y revueltos. A la derecha de aquella entrañable foto, había otra en la que la muchacha posaba con su marido y sus dos hijos con expresión afable y enamorada. Y colgada de la pared de madera que se hallaba a su izquierda había otro retrato donde Candy, Mark, Haltoran, Carlos y un numeroso y nutrido grupo de personas entre las que Martha identificó a los padres adoptivos de Candy, así como a Eleonor Baker, ahora Eleonor Anderson, la madre biológica de Candy, a Stear o a Anthony entre otros se habían fotografiado haría no más de un mes, con la silueta del entrañable edificio del Hogar de Pony como telón de fondo. Y destacando por encima de sus cabezas, sonriendo a su modo y levantando su mano izquierda a modo de saludo, se podía adivinar a Mermadon que continuaba trabajando al servicio de los Legan.

-Estas fotos me traen tantos recuerdos –dijo Martha exhalando un largo y melancólico suspiro.

La señora Pony recordó como fue testigo junto con su inseparable y animosa amiga de la llegada de Mark a la vida de Candy, evocó como Eleonor Baker se pasaba por el hospicio siempre que podía para cuidar de su hija a escondidas del riguroso y ávaro jefe de la mísera compañía teatral para la que trabajaba intentando abrirse camino en la vida, pensó en el momento en que el padre de Mark, aquel hombre afable y de facciones idénticas a las de Mark, había ido a parar al hospicio donde le brindaron ayuda y apoyo. Y fue ella la que le comunicó las señas de Candy al enterarse del tremendo secreto que involuntariamente desvelara entre las pertenencias del hombre al que en un primer momento, ambas mujeres tomaron por un mendigo humilde y desvalido, de triste apariencia.

-Sí Martha –dijo la hermana María caminando hasta situarse a su lado y contemplar juntas las fotos cargadas de historia y detrás de cada una de las cuales había un relato, un recuerdo o un hecho que no ser porque había sucedido, nadie sería capaz siquiera de concebir.

-Estos retratos han capturado algunos de los momentos más desconcertantes de nuestras vidas, en especial la de nuestra pequeña niña –comentó la religiosa con aire distraído mientras sus ojos adoptaban una mirada evocadora.

-A veces me planteo que habría sucedido si Mark, y sus extraños amigos, incluido ese hombre metálico no hubieran aparecido y no me refiero a aquel día tan horroroso en la que esos hombres de negro pusieron a nuestros niños en peligro –declaró Martha horrorizándose de solo pensarlo.

-Candy habría sido muy desgraciada querida amiga –dijo la monja, tomando la taza de porcelana por la fina y delgada asa, y tomando un sorbo de la reconfortante bebida. Martha la imitó y aunque en un primer momento creyó que el te estaría frío, debido al largo tiempo que había transcurrido desde que la hermana María, lo trajera humeante de la cocina, se sorprendió gratamente, porque aun continuaba caliente, pero no tanto que hirviera.

-Sin Mark, nuestra pequeña se habría sentido muy desgraciada. Lo único que lamento es que esto nos acarreara a veces tantos problemas y sinsabores, -comentó estremeciéndose al rememorar alguno de esos aciagos contratiempos -pero me alegra infinitamente que Candy sea tan feliz, casada con él y madre de dos preciosos niños.

Martha se había sentado y reposó sus anchas y encallecidas manos por el efecto de tantos años de trabajo desinteresado sobre el deslucido mantel con motivos florales, que cubría la mesa camilla. Recordó otro triste y duro episodio protagonizado por un gansters sin escrúpulos que se había encaprichado de Candy y que Eliza había conocido durante un oscuro periodo de su vida, en la que la disipación y el vicio más absolutos camparon a sus anchas, hasta que el amor de Haltoran primero y luego el de Tom, con quien se había casado concibiendo dos hijos, la habían alejado de ese camino de perdición y probablemente sin retorno.

La religiosa extendió su mano sobre el mantel y enlazó la de su amiga sobre el mantel. Ambas se observaron en silencio y Martha sintió que su pesar se desvanecía gradualmente. Entonces un par de niños entraron en el comedor, seguidos de varios más y una alegre algarabía infantil llenó el hasta hacía unos momentos, silencioso y apagado ambiente que reinaba en la estancia. La hermana María se irguió y asintiendo dijo mostrando una gran sonrisa sobre el griterío y el pequeño bosque de manos infantiles alzadas, reclamando el almuerzo:

-Tened paciencia pequeños, en seguida os preparemos un rico desayuno –decía la señora Pony alzando las manos e imponiendo un respetuoso silencio. Los niños adoraban literalmente a aquellas dos abnegadas mujeres que humildemente habían dedicado su vida a una buena causa.

Martha se puso en pie de un salto y mirando a sus pequeños que para ella eran como sus hijos sonrió y exclamó con una inflexión entusiasta en su voz:

-Pongámonos manos a la obra hermana. Tenemos que hacer que nuestros niños crezcan sanos y fuertes.

La hermana María asintió y ambas se dirigieron a la cocina para preparar el desayuno. De vez en cuando, se turnaban en el cuidado de los niños y para vigilar que los más pequeños no hicieran alguna trastada que pudiera suponer un peligro para ellos y así mantenerlos controlados y vigilados. Mientras una de las mujeres se hacía cargo de los pequeños, la otra cocinaba a buen ritmo. Ambas se habían entretenido demasiado hablando, cosa que casi nunca ocurría ya que tanto la señora Pony, como la hermana María, mantenían una estricta puntualidad y exactitud a la hora de cumplir con los rigurosos horarios de cada trabajo específico, por lo que se les había echado encima la hora del desayuno de los niños. Llevar un hospicio y estar al cuidado de veinte niños, cada uno de ellos con sus peculiaridades y necesidades no era un camino de rosas, pero tanto Martha como la hermana María lo recorrían gustosas y felices, pese a que aquellas rosas a veces clavaran sus afiladas espinas en su carne. Cuando las cosas se aquietaban en el pequeño salón de madera y los niños permanecían tranquilos, normalmente asistidos por algunos de los más mayores y responsables, que desempeñaban admirablemente el cometido que se les asignaba de cuidar de los más pequeños, las dos se reunían en la cocina para aunar esfuerzos. Martha echaba de menos a Candy por su buena mano y disposición para con los niños, pero ahora debía ocuparse de sus propios hijos y de su marido, así como sacar adelante su propio hogar. Sin embargo, tan pronto como le era posible y sus obligaciones se lo permitían, Candy literalmente volaba hasta el entrañable edificio, donde pasara su infancia y parte de su adolescencia para visitar un lugar tan cargado de recuerdos y vivencias para ella. Allí transcurrió su niñez, allí aprendió las duras responsabilidades de la vida, allí conoció a su verdadera madre, allí fue adoptada por una familia que tras someterla a una durísima prueba, la acogió en su seno ganándose su afecto y su perdón…y allí se enamoró perdidamente de un muchacho cuya vida hasta ese instante, había sido según que aspectos, más dura y árida que la suya propia procedente de una realidad tan ajena y distante, como diametralmente opuesta y distinta a la de Candy.

4

Marianne intentaba coger entre sus pequeñas pero ágiles manos al escurridizo ruiseñor de vivos colores, que cada vez se alejaba más de ella, realizando pequeños saltos sobre la rama, que pendía sobre el lago, como si se estuviera burlando de ella. La niña esbozó un gesto de contrariedad, cuando el ruiseñor batió las alas y se puso a entonar un melódico canto que la extasió pero alejándose de ella, negándose a posarse en la mano que la alegre y vivaracha niña le ofrecía, confiada en que aceptara su amistad. En el suelo, al pie del árbol y mirándola con sus grandes y reflexivos ojos verdes, herencia de Candy, Maikel seguía los movimientos de su hermana con gesto de preocupación. e intentaba disuadir a su hermana de que continuara su precario avance sobre la quebradiza rama, aunque sabía que era tarea vana. Marianne había heredado el carácter decidido y la audacia de Candy, y pronto había aprendido a trepar a los árboles auspiciada por la joven y hermosa madre, que no obstante a veces veía con preocupación como Marianne iba más allá de todos los límites de la más elemental y mínima precaución.

-Mary, ten cuidado, estás arriesgándote demasiado –le dijo su hermano, haciendo aspavientos para que descendiera de una vez del árbol.

A veces su hermano empleaba aquel diminutivo que tanto le gustaba a la chica, porque su nombre le parecía demasiado formal y aristocrático y normalmente respondía con alegres muestras de afecto cuando su hermano se dirigía a ella de aquella manera, pero en esos momentos en que su único afán era hacerse con el pequeño pájaro se llevó el dedo índice a los sonrosados labios y le exigió que bajara la voz para no espantar al ruiseñor nuevamente:

-Psssss, no hables tan alto –susurró Marianne desde la delgada rama, que empezaba a cimbrearse peligrosamente sobre el lago central de Lakewood bajo su peso –vas a ahuyentarle.

Maikel cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza, enojado por la cabezonería de su hermana. Si volvía a empaparse el vestido y regresaba calada de agua hasta las cejas a la mansión, su madre volvería a regañarle a él, porque el niño se había irrogado la responsabilidad de cuidar de ella, cometido que cumplía orgullosamente y que Candy le había asignado. Maikel se mesó los cabellos negros cortados pulcramente a la altura de la nuca y comenzó a dar vueltas nervioso en torno, al añoso y arrugado tronco del árbol. Aunque había pocas cosas que realmente podían alterar el calmado y reflexivo carácter de Maikel, aquella era una de ellas. El contemplar como su hermana se afanaba en ponerse en peligro por una cabezonería le estaba sacando de sus casillas. El ruiseñor batió las alas y empezó a moverse nuevamente, y cuando creyó que el ave remontaría el vuelo dejando a su hermana con dos palmos de narices, para su asombro, el ruiseñor avanzó mansamente hasta la muñeca de Marianne y se posó en ella para alborozo de la niña que pretendió ver en aquel gesto del pájaro, una muestra de su atractivo y gracia personal. Marianne había desarrollado muy pronto un casi innato gusto por la coquetería y su aspecto personal, aun sin caer en la altanería o un desmedido afán de protagonismo. Para Maikel aquel en apariencia inocente hecho, encerraba una verdad más prosaica y oscura. El iridium que su padre llevaba en las venas se había transmitido en cierta forma a su descendencia, y aunque por el momento no parecía haber dado muestras de manifestar las ominosas y horrísonas síntomas de su acción, en el organismo de ambos hermanos, ello no quería decir que la sustancia por el momento latente, no fuera a hacerlo en un futuro. Marianne ignoraba completamente los detalles de la negra sangre emergiendo de su padre o las llamaradas que Mark podía desprender a voluntad a través de sus muñecas, pero Maikel si lo sabía. Nadie le había informado de ello, pero la excepcional inteligencia del niño había ido atando cabos y recabando pruebas que le permitieron sacar conclusiones acertadas y deducir por si mismo, la tremenda verdad que el cuerpo de su padre encerraba. Quizás la diminuta ave se sintiera atraída por algún tipo de emanación silenciosa y no letal del iridium, de la que Marianne no tenía la menor constancia, como cuando sus padres, poco después de llegar al siglo XXI, se detuvieron en un hermoso paraje a las afueras de la ciudad donde Candy sufriera una serie de experiencias no demasiado gratas para ella. Algunos conejos y cervatillos rodearon a Mark, con actitud amistosa que no podía dar crédito como aquellos animales se le acercaran tan mansamente sin experimentar el menor temor hacia el joven.

-Mary por favor, no hagas tonterías. Baja por favor –exclamó Maikel casi a punto de gritar cuando la niña empezó a removerse y agitarse sin poder contener su alegría al comprobar como el ruiseñor parecía haberse encariñado de ella –esto no le hará ninguna gracia a mamá como se entere –dijo intentando disuadirla, aunque sabía que sería tarea vana.

Debido a los enérgicos embates de la niña sobre la ya de por si debilitada rama, esta terminó por partirse con un crujido seco y Marianne terminó por precipitarse al vacío mientras una expresión de horror se pintaba en su rostro de muñeca.

-¡Mary, hermana nooo¡ -chilló Maikel corriendo hacia ella para tratar de recibirla al vuelo entre sus brazos que extendió precipitadamente a modo de improvisado colchón. Aparte de la privilegiada inteligencia que ambos hermanos habían recibido como improvisado don y regalo del iridium, el chico recibió una prodigiosa agilidad que le permitió situarse bajo las frondosas ramas del árbol en cuestión de pocos segundos, antes de que Marianne se zambullera en las calmadas y aquietadas aguas del lago, del que partía un caudaloso río que terminaba a su vez en una embravecida catarata, la misma de cuya enfurecida corriente rescatara su padre a su madre según los relatos que la hermosa muchacha les contaba poco antes de que se durmieran profundamente, a modo de cuentos de hadas. Marianne los tomaba literalmente como tal, aplaudiendo con grandes palmadas cada historia que Candy les relataba antes de despedirles con un amoroso beso y apagar la luz. Protegido por la oscuridad de la habitación, algunas lágrimas se deslizaban de los ojos verdes de Maikel que presentía que aquellos bellos relatos eran algo más que una elaborada fantasía que su hermosa y dulce madre les narraba para que sus sueños fueran conciliadores y felices. Todas aquellas reflexiones pasaron por la mente de Maikel a la velocidad del rayo, mientras su hermana se precipitaba gritando sobre sus brazos. En el peor de los casos, de no haber podido alcanzarla a tiempo, la niña habría ido a parar al agua que habría amortiguado su caída, pero su hermoso vestido de tafetán y muselina, encargado especialmente por su madre a imagen de los que ella solía llevar a un destacado sastre de Chicago, quedaría arruinado por la mojadura, y no era la primera vez, que debido a las travesuras de Marianne tal extremo sucedía. Maikel aguantó a pie firme y flexionó las rodillas para soportar mejor el impacto que el recibir el cuerpo de su hermana en caída libre, supondría para él, aunque afortunadamente logró frenar su caída, impidiendo de paso que fuera a parar al lago. Cuando la depositó sana y salva sobre la hierba, Marianne bajó la cabeza esperando recibir entre avergonzada y tímida, la regañina que sin duda su hermano, pese a ser dos años menor que ella, le echaría. Pero en esos momentos, la única preocupación de ella era la suerte que podía haber corrido el ruiseñor que en un instintivo y mal entendido ademán de protección, cerró sus dedos en torno al pajarito chafándole sin intención de hacerle daño, las delicadas articulaciones de una de sus cortas alas. El ave intentó emprender el vuelo animado por la niña, pero para su disgusto y horror, el ruiseñor se estrelló pesadamente contra el suelo, aunque afortunadamente la mullida y ubérrima hierba que crecía en los frondosos jardines de Lakewood amortiguó el impacto. Maikel se agachó y recogió al desmayado animal del suelo, entre las exhortaciones de su hermana de que tuviera cuidado con la frágil, ave. Marianne se movía agitadamente en torno suyo y estaba al borde de las lágrimas. Maikel masajeó suavemente el pecho del ave consiguiendo reanimarla, aunque examinó con detenimiento su ala, que adoptaba una postura extraña y forzada. Con un gesto de contrariedad, anunció a su hermana la infausta nueva que tenía que darle:

-Se ha roto el ala Mary, cuando caíste debiste sin querer apretar el puño y la presión de tus dedos ha debido cascarle los huesos de esta zona –dijo señalándole con su dedo índice el lugar donde el ala del pájaro se curvaba extrañamente- puede que se recupere, pero esta lesión es más seria de lo que parece.

-¿ Quieres, quieres, quieres decir que acaso no volverá a volar ? –preguntó con gesto aterrado la niña, que se llevó ambas manos a los labios mientras sus cabellos rubios se removían inquietos con el vaivén de su cuerpo.

Maikel desvió la cabeza, apenado. Odiaba tener que ser tan franco y dar noticias tristes, especialmente a su hermana. Sabía que la pequeña pillaría un berrinche que ni siquiera la buena disposición de Candy lograran tal vez calmar, a menos que realizara una acción que provocaría a buen seguro el desagrado de sus padres, en especial de Candy si llegaba a enterarse de aquello. Con un suspiro de resignación, Maikel entornó los ojos de un verde casi tan intenso como las pupilas esmeraldas de su madre, y cubrió al ruiseñor con su mano izquierda, mientras lo sostenía sobre la palma de la derecha. Se concentró y un leve brillo anaranjado surgió de sus dedos entrelazados mientras Marianne se recogía la vaporosa falda de su vestido verde, dudando de si moverse para interrumpir a su hermano o permanecer donde estaba, presenciando aquel raro prodigio. Al cabo de un minuto, Maikel separó las manos y el ruiseñor batió sus alas volando en cerrados círculos en torno a Marianne posándose sobre su hombro derecho. La niña sintió que una desbordante alegría en la que se entreveraba la más honda y vivida admiración por su hermano menor salía de su pecho. Emocionada abrazó a Maikel llorando y cubriéndole de lágrimas. El niño dejó que su hermana se desahogara y cuando estuvo más calmada, se apartó de ella lentamente. Ella le interrogó, mirándole con sus profundos y asombrados ojos negros, como había hecho aquello,

-Es un truco de magia –dijo el pequeño, molesto consigo mismo por tener que mentir a su hermana, pero no le quedaba más remedio- de una magia especial y muy poderosa.

Sabedor de que la inminente y siguiente reacción de la niña en cuanto llegasen a la mansión y se encontrasen con Candy, conmigo o cualquier otro habitante de la misma, sería contarlo con exacerbado entusiasmo y todo lujo de detalles, se apresuró a hablar antes que ella, mientras ponía ambas manos sobre los hombros de su hermana y le decía con voz muy seria y circunspecta:

-Mary, debes prometerme que no le contarás nada de esto a nadie. Mamá se pondría muy triste si llega a averiguarlo. No es conveniente que lo sepa. Y no me preguntes porqué, aunque puede que algún día te lo explique.

-Pero –dijo la pequeña haciendo pucheros y a punto de protestar vivamente, pero el gesto serio de su hermano no dejaba lugar a dudas -¿ ni siquiera a tío Maikel, o a tío Stear ?

-A nadie cariño, -recalcó Maikel enfáticamente- ni siquiera a papá. Esto es un secreto que debe quedar entre nosotros, ¿ te haces cargo, verdad ?

La niña dudó de nuevo. Era tan feliz hacía tan solo unos instantes que deseaba gritar a los cuatro vientos la dicha que le embargaba, pero no quería por otra parte desairar a su hermano, y menos después de que hubiera sanado la articulación rota del ave con la prodigiosa facultad que le proporcionaba el iridium. Marianne bajó la cabeza y aunque su carita esbozó una mueca de disgusto, asintió aceptando resignadamente el imperativo mandato de su hermano, que no admitía réplica alguna.

-Está bien Maikel, será como tú digas, no diré nada a nadie, te lo prometo.

El niño exhaló un imperceptible suspiro de alivio. Sabía que su hermana no le defraudaría y menos estando en deuda con él por conseguir curar al malogrado ruiseñor.

Entonces escucharon una voz en la lejanía, que procedente desde la mole señorial y altiva de mármol blanco, que era la mansión Legan, les reclamaba. Una figura grácil y esbelta avanzaba hacia ellos envuelta en un vestido de muselina con volantes, y de amplias y flotantes formas, que realzaba su escultural figura. Candy buscaba a sus hijos y les requería a su lado, para que tomaran el té y merendasen en su compañía, y en la de sus padres adoptivos.

-Es mamá, nos está buscando –palmoteó Marianne con alegría mientras el ruiseñor saltaba sobre su hombro, piando alegremente, como refrendando el entusiasmo de su nueva amiga, y en sintonía con Marianne.

-Vamos –le dijo Maikel dedicándola una cautivadora sonrisa, mientras la tomaba de la mano izquierda- pero ya sabes, de esto ni una palabra a nadie, y menos a mamá, ¿ de acuerdo ? –añadió guiñándola un ojo, para restar seriedad y dramatismo a su voz imbuida de cierto dramatismo.

Marianne realizó un ademán de cerrar sus labios con una imaginaria cremallera, lo cual suscitó la hilaridad de su hermano. Poco después, ambos niños corrieron al encuentro de Candy con la que se fundieron en un largo abrazo, para acto seguido, caminar cogidos de la mano, uno a cada lado, de la hermosa y elegante dama de cabellos rubios dispuestos en coletas adornadas con lazos y deslumbrantes ojos verdes, hacia la mansión donde el abuelo Ernest y la abuela Helen estarían aguardándoles con impaciencia. Tal vez, los abuelos Bryan y Eleonor fueran a visitarles también, reuniéndose con ellos más tarde.

5

Mientras Candy y sus hijos tomaban el te en el salón principal de la mansión en compañía de Eleonor y de Helen, Mark permanecía encerrado en su despacho tratando de ultimar los detalles de algunos acuerdos comerciales recientemente cerrados con varias importantes empresas y firmas comerciales, que reportarían notables dividendos a los Andrew, incrementando aun más, si cabía su enorme fortuna. Mark se había convertido en un exitoso hombre de negocios gracias al asesoramiento que entre yo, Haltoran y Mermadon le prestábamos para, en parte vencer su reticencia a adentrarse en los intrincados vericuetos de la burocracia, y en parte por el amor de su esposa que permanecía en el piso de abajo, hablando animadamente con Helen y su madre Eleonor mientras Maikel y Marianne leían en silencio algunos libros de aventuras y novelas, que Ernest les había traído al regreso de su último viaje de negocios. Candy se preguntó porqué Mark tardaba tanto en bajar y convino en que su marido trabajaba demasiado, intentando dirigir el enorme entramado comercial que había pasado de manos de Albert a las suyas, convirtiéndole en un hombre acaudalado e inmensamente rico. La joven dama se quedó pensativa unos instantes sosteniendo entre sus dedos enguantados la taza de porcelana que humeaba levemente, mientras Dorothy, ascendida recientemente a ama de llaves, controlaba atentamente la más mínima necesidad de sus señores, aunque para Candy aquella muchacha de cabellos castaños y que aun conservaba la ondulante y sinuosa trenza que caía sobre su espalda, siempre sería su amiga. Junto a la imponente chimenea que presidía el gran salón de la planta baja, Ernest y Bryan departían afablemente intercambiando experiencias de sus respectivas actividades laborales. Ernest continuaba al frente de la exitosa empresa de patentes que fundase con Haltoran, que en aquel lejano entonces salía con Eliza y Bryan había abierto una consulta de cierto renombre en la ciudad cercana, a la que cada vez más acudían clientes más influyentes y acaudalados sorprendidos por la habilidad de aquel joven y cortés galeno de modales impecables. Irónicamente, pese a que Bryan era médico tuvo que pasar nuevamente por la tesitura de obtener la titulación en medicina porque uno de los inconvenientes para un viajero del tiempo, que tanto padre como hijo habían tenido ocasión de experimentar era que nacías a una nueva época que no era la tuya, y que debías comenzar a labrarte una identidad totalmente distinta, por mucho que conservaras tu nombre y tu esencia y personalidad básicas. Contó con el apoyo de su esposa Eleonor y tras un tiempo relativamente breve, se convirtió en médico por segunda vez. En esos momentos, la voz de Eleonor sacó a la muchacha de su ensimismamiento. Candy parpadeó brevemente sorprendiéndose de que se hubiera abstraído de tal modo de la realidad y observó a su madre con una deslumbrante sonrisa. Lejos quedaron los días de la dura por inesperada confesión que la entonces exitosa actriz le hiciera en la semipenumbra de su camerino enmarcado en un teatro revolucionado por su imprevisto desmayo, al descubrir a su hija en compañía de un joven, admirando su actuación desde un palco. Candy no era capaz de guardar rencor en su corazón a nadie, especialmente si esa persona o personas, se arrepentían de veras de sus pasadas ofensas. Si había perdonado a Neal y a Eliza no podía por menos, que abrir su corazón y otorgar su cariño a su madre.

-Perdona madre, pero estaba pensando en Mark –dijo dirigiendo sus pupilas verdes hacia el techo, como si pudiera ver a través del mismo a su marido trabajando en el silencio de su despacho, ansiando con terminar con todo el papeleo para reunirse con su esposa y sus hijos, pese a que Mermadon estuviera arriba junto con él, ayudándole con la contabilidad y los balances.

Helen corrigió la leve inclinación de su elegante sombrero rematado por plumas de faisán y declaró:

-Candy, tu marido trabaja demasiado. Debería dejar de enterrarse durante tanto tiempo en su gabinete de trabajo y distraerse un poco más.

En presencia de Eleonor, y por respeto a la bella dama, Helen evitaba hacer uso de su prerrogativa como madre adoptiva de la muchacha, pese a que ansiaba llamar hija a Candy, aunque la antigua diva del teatro le había dejado claro por activa y por pasiva, que no se sentiría molesta si Helen reclamaba su posición como madre ante la encantadora muchacha. La amistad entre ambas mujeres había ido creciendo y afianzándose desde los ominosos y aciagos días de la Gran Guerra, en la que Candy y Annie, por amor a sus respectivos maridos marcharon al frente siguiendo a Mark y a Haltoran negándose en redondo a separarse de ellos.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Carlos entró anunciando mi llegada, mientras dos de sus hijos se aferraban a sus piernas y a su espalda para atraer la atención de su padre. Dorothy le contempló con orgullo, aunque permaneció rígidamente cuadrada y embutida en su austero traje oscuro, fiel a la importancia que su nuevo cargo de responsabilidad requería y evitando abalanzarse sobre su marido. Cuando su jornada de trabajo terminase, los abrazos y los besos ocuparían durante horas al bueno de Carlos.

-Señora Legan, señorita Anderson, el señor Maikel Parents está aquí.

Al escuchar aquellas palabras un revuelo hizo que los libros y las novelas que los niños estaban leyendo salieran despedidos por toda la estancia. Marianne se abalanzó corriendo contra mí saltando a mis brazos y propiciando que mi sombrero de fieltro cayera al suelo, aunque afortunadamente Dorothy me lo recogió enseguida. Maikel más calmado y mesurado avanzó hasta mí y me saludó formalmente estrechando mi mano. La callada formalidad del niño contrastaba vivamente con la enérgica vitalidad de su hermana, que no cesaba de agarrarse a mi cuello y gritar alegremente:

-Tío Maikel, tío Maikel.

Candy corrió a mi encuentro y me echó un cable , sosteniendo a su hija en brazos mientras me miraba con ojos encendidos. Se alegraba sobremanera de verme. Me preguntó por Clara, aunque mi prometida había ido a la ciudad en compañía de unos tíos suyos para tomarse medidas con vistas a la confección de su vestido de novia. Nos habíamos prometido hacía solo algunos días aunque todavía no habíamos hecho público nuestro compromiso. Mark la convirtió en miembro de pleno derecho de los Andrew para que las rígidas convenciones sociales de la época no se cebasen con la bella muchacha, dado que hasta hacía no demasiado, mi novia había sido sirvienta en casa de los Cattwray, aunque yo sabía que las clases altas nunca aceptarían entre sus filas a una persona que no hubiera nacido en el seno de la más rancia aristocracia. Aquello entristecía a Clara pero yo le quitaba importancia, diciéndola que solo eran convencionalismos que en nada podrían empañar nuestra futura felicidad, aunque en mi caso había algo que si conseguía hacerlo un poco. Seguía manteniendo un secreto sentimiento por Candy, aunque quería a Clara y estaba dispuesto a sentar la cabeza con ella, después algunas turbulentas y agitadas relaciones anteriores, que terminaron por hacer aguas.

Una vez que Marianne se acurrucó en el regazo de su madre, liberándome de sus abrazos, y con la ayuda de Carlos fue introduciendo desde el coche aparcado junto al umbral principal de la mansión varias cajas envueltas en papel de regalo y con grandes lazos de colores que hicieron la delicias de Marianne que batió palmas entusiasmadas. También noté como los ojos de su hermano se iluminaban al recibir los suyos. Parecía no obstante, que algo le preocupaba, algo que no se atrevía a confesar o que tal vez no podía sacar a la luz, pese a que tal vez deseara fervientemente hacerlo. Ambos cruzamos una mirada con aire de complicidad. En ese momento Candy se irguió y tomando una bandeja plateada que relumbraba bajo las recargadas y voluminosas arañas de cristal que iluminaban el salón depositó algunos alimentos en la misma con la intención de subírselos a Mark y con el firme propósito de sacarlo de la penumbra de su despacho aunque fuera a rastras. Helen y Eleonor se ofrecieron casi al mismo tiempo para ayudarla, lo cual provocó su hilaridad por la inesperada coincidencia en las intenciones de ambas damas, pero Candy declinó amablemente su ofrecimiento.

-No importa, yo me ocupo. A ver si este cabezota de marido mío se aviene a dejar hasta mañana todos esos libros contables y los documentos que maneja –bromeó Candy agitada por una risa queda.

Mientras el salón se llenaba con la algarabía de los gritos infantiles, admirando los regalos que había traído para los dos hermanos y estos se los enseñaban orgullosos a sus abuelos, Candy ascendió la escalinata principal de la mansión sosteniendo con sumo cuidado contra su regazo, la charola repleta de viandas y destinada a Mark. Tras atravesar el pavimento de baldosas de mármol azul, excusándose ante su familia, subió los peldaños notando el tacto de la suave alfombra roja que cubría la escalinata y se orientó por el dédalo de pasillos que coincidía hacia el despacho de Mark. El joven había optado por instalar sus dependencias de trabajo en la mansión de los padres adoptivos de Candy para estar más cerca de su esposa, ya que por otro lado la gran mansión de Lakewood se le antojaba demasiado ostentosa y grande, pese a que la tía abuela hubiera deseado que se instalaran allí de acuerdo a la nueva y predominante posición de Mark, al frente de la familia Andrew, aunque la anciana que pasaba buena parte del día en sus aposentos privados no estaba del todo solo. Anthony y Natasha vivían allí, pero apenas se acercaban por la mansión Legan. Aunque Anthony tenía una buena relación con Candy, aun no había superado del todo el recuerdo de su malogrado y desdichado amor por la joven rubia, aunque gracias a Natasha había recobrado buena parte de su antigua alegría y aprendido a aceptar que Candy estaba enamorada de otro hombre por mucho que le pesase. Enterrarse en vida como en un primer momento había pretendido, desentendiéndose de hasta de sus rosas, que se hubieran marchitado ineluctablemente de no ser por los cuidados del señor Wittman no era la solución. Llevar una solitaria vida de ermitaño en la que por abandonarse, dejó hasta de acicalarse y recortar sus cabellos desoyendo los desesperados ruegos de la tía abuela y de sus primos porque saliera y se relacionase con gente no era lo mejor, cosa que le costó reconocer, aunque era hasta cierto punto lógico, que el muchacho hubiera tomado tan drástica determinación.

Candy llegó finalmente hasta la puerta de caoba con grandes rectángulos ornamentales y picó levemente en la puerta con la mano derecha procurando mantener en precario equilibrio la bandeja con la otra. Se oyeron unos pasos amortiguados y la imponente mole de Mermadon abrió la puerta de doble batiente, saludándola cortésmente con su voz meliflua, apartándose lo suficiente, para que Candy pudiera pasar. Mark, enfundado en un albornoz morado, salió a su encuentro como impulsado por un resorte al descubrir la luminosa presencia de su esposa llenando el lúgubre y cargado ambiente del despacho y ambos se fundieron en un largo abrazo rematado por un apasionado beso. Mark se había cortado los cabellos y utilizaba gafas, pese a que no las necesitase en modo alguno, para evitar cansar la vista durante las largas y tediosas horas de revisión de cientos y cientos de documentos. Intuyendo que los esposos precisarian de intimidad y necesitado de reponer sus reservas de energía, habló con voz queda para no sobresaltarles:

-Señor Anderson, ¿ me da su permiso para retirarme ? Necesito recargar mis baterías.

Mark consultó el carrillón que se erguía junto a un estante de roble literalmente atestado de libros y gruesos volúmenes, con Candy aun aferrada a él. Asintió y tras quitarse las gafas que dejó sobre su escritorio, se masajeó los párpados. Había trabajado durante mucho tiempo y por ese día sería más que suficiente.

-De acuerdo Mermadon, ve. Supongo que todos necesitamos un descanso –dijo Mark para alegría de Candy, que por lo menos dejaría aquellos áridos y densos libros para el día siguiente.

Una vez que el robot se hubo marchado, Mark caminó con su esposa hasta el imponente sillón de cuero negro repujado que presidía el gran escritorio atestado de papeles y se sentó ante el disgusto de su esposa, que creyó que continuaría trabajando.

-Solo voy a hacer unas pocas anotaciones y bajaremos cariño –dijo besándola en los cabellos rubios, mientras ponía ante él la bandeja con comida, que Mark empezó a probar con deleite porque estaba verdaderamente hambriento. Candy se sentó en sus rodillas besándole en las mejillas y apremiándole para que concluyera su labor.

-Vamos querido, nuestros hijos y todos nos están esperando abajo. Por hoy ya has trabajado bastante.

-Si mi vida –dijo Mark completamente de acuerdo con su esposa. El desbarajuste y el caos contable creado por la repentina detención y encarcelamiento de Albert acusado de múltiples delitos a cual más grave y la ausencia de su secretario George, que también huía de un embarazoso y azaroso pasado y que marchó de Lakewood para no volver habían dejado todo manga por hombro. Afortunadamente, con la plena dedicación de Mark y nuestra ayuda consiguió tras un titánico esfuerzo poner todo al día, consiguiendo que la compleja maquinaria económica de los Andrew volviera a estar bien engrasada y preparada para funcionar a pleno rendimiento, nuevamente. De no ser por Mermadon y nuestro apoyo, tal vez Mark no habría podido organizar mínimamente aquel lío de papeles, porque la tía abuela Elroy, aun no recuperada del tremendo disgusto que le supuso ver a su sobrino en el banquillo sometido a las miradas de los principales periódicos del país, sometido al escarnio público no deseaba involucrarse más en la dirección de la familia. Anthony no deseaba en absoluto convertirse en su sucesor, Stear prefería trabajar en la empresa de patentes de Ernest lo cual absorbía todo su tiempo y el único miembro de los Andrew, con los conocimientos y el cuajo necesario para emprender tan titánica e importante misión se había ordenado sacerdote destacándose en una pequeña y alejada parroquia del mediodía francés, situada en una pedanía que luchaba al igual que buena parte del país por recuperarse de los desastrosos efectos y los estragos causados por la recientemente finalizada Gran Guerra. Tras ganar un duro combate contra las drogas y su desamor por Candy había optado por ingresar en el seminario y dedicar su vida al sacerdocio. En cuanto a Neil no quería involucrarse tampoco en llevar los asuntos de los Andrew, porque se encontraba más cómodo trabajando junto a su padre en la empresa de patentes. Mal que le pesara la anciana no tuvo más remedio que recurrir a Mark, porque la única persona que quedaba a efectos legales y de facto como sucesora y heredera del patrimonio familiar era Candy y Mark era su marido. Por lo tanto, tuvo que claudicar y depositar todo el peso de la dirección de la familia sobre Mark, que en un principio se mostró renuente a desempeñar tal función, aunque se dio cuenta de que Candy amaba a Lakewood, y por añadidura cuanto ella quisiese, él forzosamente tenía que albergar idénticos sentimientos. La adusta anciana lo sabía y movida también y no en pequeña medida precisamente, por el hecho de que Mark salvara la vida de dos de sus queridos sobrino-nietos, terminó por nombrar a Mark como su sucesor a todos los efectos, tantos legales como sociales y administrativos. La decisión de Archie de convertirse en sacerdote le había causado algo de desazón, pero en el fondo estaba orgullosa de que hubiera seguido su vocación. Afortunadamente, la anciana tía abuela no sabía que había estado sumido en la negra sima de las drogas. Conocerlo sumado conjuntamente a los efectos adversos, que el disgusto que le causara Albert, habría terminado con su vida casi con seguridad.

Mark tomó un voluminoso libro de tapas azules para redactar un último asiento contable, cuando al moverlo una carta se deslizó desde el interior de sus páginas repletas de anotaciones manuales con números y diversos apuntes realizados por Mark de su puño y letra. La carta iba acompañada de una fotografía y fue casualmente a parar justo ante las manos de Candy que la recogió, para depositarla sobre el escritorio de Mark, cuando algo despertó su curiosidad e hizo que la examinara detenidamente. A medida que iba leyendo, sus hermosos ojos de malaquita iban adoptando una expresión de incredulidad rayana con el horror. Mark, súbitamente asustado por la mirada de tristeza que teñía los ojos de Candy la tomó por los hombros y la acogió entre sus brazos. Candy agradeció de inmediato el apoyo que su marido le brindaba.

-¿ Qué te ocurre amor mío ? –preguntó Mark con súbita preocupación alzando su bello rostro, sujetándolo delicadamente por el mentón.

Candy se había puesto pálida de repente. En un instante toda su alegría se había esfumado. Hizo un esfuerzo por hablar, pero las palabras se quedaron congeladas en su garganta.

-Tranquila cariño –insistió Mark atrayéndola hacia sí- sea lo que sea, yo estoy a tu lado. Confía en mí, Candy.

Mark no tenía más que leer la aciaga carta que había demudado completamente el semblante de Candy pero prefirió que ella misma se lo contara más que nada para conseguir que la muchacha se desahogara.

-Mi padre…Mark…mi padre –balbuceó Candy incapaz casi de articular palabra ante el cada vez más creciente asombro de Mark.

No consiguió decir nada más, limitándose a señalar con el dedo índice derecho y de forma obsesiva la carta.

-¿ Qué ? –preguntó Mark tomando la misiva con manos nerviosas. Por un momento se le pasó por la cabeza hacer trizas el papel satinado por la rabia que había suscitado en él, la causa de la aflicción de su esposa cuyo sufrimiento iba en gradual aumento.

Con una mano abrazó a su esposa, que pareció calmarse un poco en contacto con la piel de Mark y con la otra examinó la carta. Al voltear el sobre que estaba sin cerrar, aparte de la misiva apareció la fotografía en blanco y negro de un caballero de porte ascético y finos rasgos cincelados, ataviado con el traje típico escocés en compañía de una hermosa dama en lo que parecía una ermita o iglesia situada entre altos peñascos. La mujer iba vestida con un deslumbrante y albo traje de novia y entre ellos, un clérigo anglicano tocado con un sombrero de ala ancha, posaba con una sonrisa, congratulándose sin duda por la felicidad de ambos cónyuges que había acabado de desposar. Mark reconoció inmediatamente en las facciones de la mujer, pese a que en aquel entonces era poco más que una muchacha de la misma edad que ahora tenía Candy, a Eleonor Baker, la madre de Candy. Cuando le dio la vuelta a la fotografía, descubrió una inscripción en el reverso que rezaba:

"Para mi querida esposa Eleonor O´connor Baker a la que siempre guardaré amor eterno".

Bajo la dedicatoria había una firma realizada con elegante trazo, por una mano de pulso firme y seguro que decía: James O´connor.

Eleonor jamás había ocultado a su hija la identidad de su verdadero padre y lo último que la mujer había sabido de su antiguo amor, del que se divorciara debido a las presiones que la familia de James ejerció sobre este, dado que jamás aceptarían que James se "rebajara" a unirse en matrimonio con una actriz de segunda fila, para obligarle a casarse con la rica heredera de una familia muy influyente por la que no sentía lo más mínimo, y de ascendencia rusa. James cumplió obediente, con los dictados de sus padres, pese a haber tirado por la borda y sin posibilidad de enmienda lo más hermoso que le hubiera sucedido en su desdichada vida, tras perder a su anterior esposa e hijo en un trágico accidente. Y por segunda vez había perdido al amor de su vida sin saber que había concebido con Eleonor una hija, a la que impondría el nombre de Candy. Mark se fijó extrañado en los sellos del sobre que mostraban edificios de cúpulas bulbosas y cruces ortodoxas, y las inscripciones en alfabeto cirílico que destacaban sobre el brillante papel satinado de los sellos, así como en el matasellos del sobre. El joven consiguió descifrar tras un corto examen una palabra: San Petersburgo. Cada vez entendía menos, y cada vez su estupor y perplejidad iban en constante aumento. Entonces leyó la carta dirigida a Eleonor y que por alguna extraña razón había ido a parar a los papeles de los Andrew, donde había permanecido olvidada durante todo ese tiempo.

"San Petersburgo 20 de Diciembre de 1919.

Querida Eleonor.

Ante todo perdona mi familiaridad y el que haya tenido el atrevimiento de dirigirme a ti por carta, pero me sentía obligado a ponerte al corriente de mi situación sobre todo después de todos estos años. No pretendo que me perdones ni justificar mi comportamiento. De hecho puedes dejar de leer aquí mismo si es tu deseo y arrojar esta carta al fuego o romperla en mil pedazos, como yo te rompí el corazón, por no ser lo bastante fuerte como para seguir a tu lado y desafiar a quienes pretendieron separarnos, consiguiéndolo finalmente, aunque todo se debió principalmente a mi cobardía y debilidad de espíritu. Mi matrimonio con Nadia terminó por fracasar y terminamos por divorciarnos hace un año, aunque si hemos aguantado juntos durante estos veinte años de una unión que no fue bendecida por el amor, fue sobre todo por nuestra hija Katia. Acabo de enterarme de que ella falleció hará cosa de una semana víctima de una epidemia de tifus que está asolando los alrededores de San Petersburgo. Todo fue muy repentino y no pudo hacerse nada para salvarla. Por desgracia no pude asistir a su funeral y dudo mucho que su familia hubiera tolerado mi presencia allí. Poco antes de que Nadia falleciera recibí una carta suya rogándome que fuera a recoger sus pertenencias para entregárselas a nuestra hija. Katia está estudiando en un colegio norteamericano y su madre la envió allí poniéndola bajo la tutela de algunos familiares lejanos debido a que en Rusia la situación está empeorando cada vez más. Hay huelgas y disturbios sociales por doquier. La agitación y la incertidumbre están a la orden del día y se respira un clima de miedo que va creciendo por momentos, mientras la economía se va estacando gradualmente y los precios suben sin cesar. Pero tengo que ir hasta allí, para cumplir con la última voluntad de Nadia y porque ninguno de sus familiares quieren saber nada de ella, ni todo lo que tenga que ver remotamente con mi mujer. A su funeral asistieron muy pocos según pude saber por terceros, y solo por compromiso. Sentí vergüenza ajena por el desprecio que estos mezquinos seres dispensaron en vida hacia Nadia y después de su fallecimiento, aunque yo no sea precisamente el más indicado para dar lecciones morales a nadie.

Te preguntarás porqué te escribo esta carta, ¿ tal vez por ironía ? ¿ quizás para mortificar tu ánimo ? No, en absoluto. Sé que has vuelto a casarte, los periódicos no hablaron de otra cosa durante mucho tiempo, incluso aquí. Si lo hago es porque he sentido la necesidad de sincerarme con la única mujer a la que he amado después de que mi pobre Roxana y nuestro hijo de corta edad perdieran la vida en aquel fatal accidente. Ahora no me queda nada, y quizás por eso, sin ningún propósito especial te he dirigido esta misiva, nada más.

Esperando que sigas bien cuando recibas la presente, recibe mis cordiales saludos y mis tardías felicitaciones por tu boda, esperando que seas feliz:

James O´connor.

PD: La foto de nuestra boda era el único recuerdo que me quedaba de ti. Pensé que estaría mejor en tu custodia que en la mía".

Tan pronto como Mark leyó la carta lo entendió todo. Candy no habido sabido hasta hacía relativamente poco, si su padre estaba vivo o muerto y no porque Eleonor se lo ocultara deliberadamente. De hecho, la actriz había hecho discretas averiguaciones y sus últimas nuevas era que continuaba vivo, establecido en una pequeña localidad del sur de Florida y llevando una vida discreta y sencilla en la que no se le conocía relación alguna, y además estaba viviendo solo en un bungalow amueblado espartanamente, viviendo de un trabajo como oficinista en un banco. Pese a tener sus señas, Candy no había tenido el valor suficiente para reunirse con él y ahora acababa de enterarse de que su padre estaba de camino a un país desconocido justo en el momento en que se había replanteado el entrevistarse con él, no con el propósito de reconciliar a sus padres, si no de conocerle en persona, pero ahora esa posibilidad parecía haberse esfumado definitivamente, porque James estaba de camino hacia un remoto lugar situado en la parte más oriental de Europa. Y si James desconocía que tenía una hija no era porque Eleonor no hubiera querido informarle de ello, si no porque la propia Candy le había rogado que no lo hiciera para evitar a su madre más sinsabores. Llegado el caso, prefería ser ella misma quien se presentara ante él y se identificara como hija suya. Después de su divorcio, Eleonor perdió todo contacto con James, hasta que al cabo de los años logró reunir los medios suficientes para dar con su dirección y averiguar que había sido de él. Incluso llegó a pensar que había fallecido, por el completo desconocimiento del actual estado de su ex marido, así como de su paradero.

Lo verdaderamente extraño y que constituía todo un enigma, era como una carta destinada a su madre había terminado olvidada en uno de los libros de contabilidad de los Andrew y por ende, en manos de Candy. El hecho se explicaba porque la responsabilidad del mismo, se repartía a medias entre el cartero que solía llevar las cartas a Lakewood, y Carlos. El cartero equivocó el destino de la misiva, creyendo que la mansión de Eleonor era la casa solariega de los Legan, confundiendo ambas viviendas entre sí, y Carlos, aquel día recogió la correspondencia porque Dorothy estaba ocupada en otros menesteres, olvidando la carta dentro de un libro de contabilidad, que Mark le había pedido que le trajera desde Lakewood, al deslizar sin darse cuenta la misma, entre las páginas de la publicación. De haberse podido ocupar su mujer, quizás se habría fijado mejor en las señas del sobre, evitando que Candy se informase tan inusualmente de aquella forma tan enrevesada, aunque tal vez podría haberse dado la misma circunstancia, surtiendo al final el mismo resultado. Por otra parte, Carlos no se fijó en las señas del sobre y que le hubieran indicado inmediatamente que la carta iba a destinada a Eleonor y no a Candy. Pero entre eso y que andaba atareado y agobiado por una serie de trabajos que no había resuelto aun, y que iba realizando a contrarreloj se olvidó por completo de la misiva, entregando a la carrera el libro que Mark le había solicitado, para continuar con su maratoniana jornada de trabajo, casi sin tiempo para desempeñar sus cometidos, acuciado por la prisa y el tiempo echándosele encima. El azar o tal vez la fatalidad, quiso que Mark manejara precisamente ese libro, y que la carta fuera a parar de pura casualidad hasta Candy, una vez que emergiera imprevistamente de entre sus páginas. Para colmo la goma que mantenía cerrada la solapa del sobre, se había ablandado despegándose esta, y dejando entrever su contenido ante la muchacha que no pudo por menos que examinarla. De ese modo, tal cúmulo de hechos en apariencia inocentes e inconexos entre sí, pero fatalmente concatenados y relacionados a fin de cuentas y en última instancia, darían pie a una nueva peripecia en la azarosa vida de Candy, que sin saberlo aun, estaba entrando de lleno en aquel turbulento pasaje de su existencia. El imprevisto descubrimiento, que había realizado por el capricho de la más impredecible y aleatoria de las casualidades, junto con una visita inesperada, la llevaría a tomar una dramática decisión.

6

Candy permaneció silenciosa y rígidamente encerrada en su mutismo, mientras acodada en la balaustrada del balcón, contemplaba los jardines de la casa de su madre, meditando una decisión que le estaba rondando por la cabeza. Al fondo del salón, a través de los batientes entornados, su madre la observaba con tristeza, preguntándose que pensamientos anidaban en la mente de su hija. Ambas habían llorado juntas, mientras Candy se desahogaba reclinando la cabeza en el regazo de Eleonor y la dama acariciaba sus sedosos cabellos rubios removiendo los bucles dorados heredados de ella.

-Mamá –dijo de improviso Candy atrayendo la atención de Eleonor que, se hallaba en un segundo y discreto plano, respetando las meditaciones de su hija y e interrumpiendo su silencio- ¿ no le odias después de lo que hizo ? ¿ no sentiste rencor porque…-se mordió los labios antes de seguir hablando- él te abandonase aunque lo hiciera presionado por su familia ?

Eleonor caminó atravesando lentamente los escasos metros que la separaban de Candy. Su bata de seda con adornos de encaje, remansó sobre la lujosa alfombra prensa que cubría el suelo de mármol. Candy admiró la gracia y elegancia de la que su madre hacia gala. Era como si sus pies no tocasen el suelo, como si se desplazara sobre un invisible rayo enviado por la blanca y plena luna que estaba alumbrando, en esos tristes momentos, el drama por la que ambas mujeres estaban atravesando, desde que Candy tras consultarlo con Mark, decidiera mostrar a Eleonor el contenido de la trágica misiva que James había mandado a su antiguo amor desde el otro lado del mundo. A fin de cuentas, pese a todo el tiempo transcurrido, pese a que le rompiera el corazón, Eleonor tenía derecho a saberlo. El como el hombre se había hecho con sus señas era lo de menos. Lo que importaba era aquel mismo momento, aquel ahora.

Eleonor se situó junto a su hija y sus hermosos ojos verdes se clavaron en los de Candy. Ambos pares de pupilas, idénticos como dos gotas de agua, permanecieron pendientes el uno del otro. La antigua actriz pasó uno de sus esbeltos brazos por la espalda de Candy y atrayéndola hacia si, dio respuesta a la pregunta de la muchacha, que había quedado suspendida en el aire, flotando como una solitaria pompa de jabón.

-Querida niña –dijo la mujer con voz dulce y cargada de tristeza- ha pasado demasiado tiempo como para continuar albergando odio o rencor en mi corazón. Amé a tu padre más que a nada en el mundo, sobre todo después de su tragedia personal, que a punto estuvo de llevarle a cometer suicidio, cuando le encontré desvalido y abatido en aquel parque de Coventry. Ahora solo experimento piedad por él, porque él también ha sufrido mucho, me consta.

En la mano derecha de Eleonor, la carta de su primer esposo temblaba ligeramente mientras Candy se esforzaba en entender como su madre había podido perdonar a James después de lo que sucedió. Pero ella misma encontró la respuesta tras un corto y detenido razonamiento. Si ella había sido capaz de perdonar a Eleonor después de aquella funesta a la vez que reveladora experiencia vivida en el camerino de la actriz, durante la que, la actriz le confesó el nexo de unión que ligaba a ambas, si Eleonor consiguió olvidar a Arthur, su segundo marido, después de que este decidiera buscar consuelo en los brazos de una joven aspirante a actriz, ¿ por qué no iba ahora a actuar de la misma forma y manera ?

En ese instante una joven doncella tocó suavemente en la puerta. Eleonor se giró y con voz clara dijo:

-Adelante.

La muchacha enfundada en un impoluto uniforme blanco de criada, con volantes en el delantal y almidonada cofia sobre sus cabellos, entró tímidamente en los aposentos de su señora y dijo casi en susurro:

-Señora, un caballero llamado Flint Stonkers, que se ha identificado como funcionario del Consulado Británico solicita que le reciba, si la señora lo considera conveniente.

Eleonor arqueó una ceja inadvertidamente. Madre e hija se miraron al unísono mientras Candy preguntaba sorprendida, dejando de lado momentáneamente el dolor que el conocimiento de la situación de su padre, le había supuesto:

-¿ Qué querrá ese caballero, madre ? y a estas horas.

Eleonor se encogió ligeramente de hombros y centrando su atención en su doncella dijo:

-Hazle pasar Amy. Le recibiré en cuanto me adecente un poco.

Eleonor eligió un vestido informal de ligera tela azul, pero muy recatado de entre su amplio y bien surtido ropero. Candy la ayudó a vestirse peinando sus largos cabellos rubios, y admirando la belleza natural de su madre, que ella había heredado. Continuaba siendo una mujer muy hermosa. No entendía como sus dos primeros amores podían haberla rechazado de plano, si bien en el caso de James, su juventud y las presiones de su familia influyeron negativamente en su ánimo. Candy contempló su propio reflejo en la pulimentada superficie del espejo, junto al de Eleonor y se preguntó estremecida que haría ella, si Mark se alejara de su lado definitivamente. Se preguntó si sería capaz de soportarlo. Convino que no, desechando esa perturbadora idea de su mente que la había asaltado repentinamente, con cierto temor.

En el vestíbulo del piso inferior, un distinguido caballero con chaqué y chistera aguardaba pacientemente a que la señora de la casa le recibiera, mientras consultaba su reloj sujeto con una gruesa cadena que fajaba su vientre, a la antigua usanza y haciendo denodados esfuerzos para evitar extraer un habano de su pitillera y encenderlo, y así saborear con fruición y deleite el grueso puro, a fin de amenizar la larga espera, por considerarlo de mala educación y sobre todo en presencia de una elegante dama como aquella. Aquel hombre maduro y de aire distinguido, seguía conservando los modos y maneras de la antigua era victoriana, como algo anacrónico en aquellos cambiantes y agitados tiempos, aunque tal circunstancia no parecía afectarle. Pese a arriesgarse a pasar por una especie de desfasada reliquia de una época ya pasada, él no se daba por aludido, muy al contrario, le hacía sentirse muy orgulloso de su condición y atildada apariencia que cuidaba con esmero y dedicado cuidado. Cuando Eleonor, acompañada de su hija hizo su aparición finalmente, bajando pausadamente las escalinatas con ademán lánguido, acompañada por Candy, el caballero se dirigió hacia ella, para saludarla galantemente. Eleonor agradeció deferentemente sus atenciones y tras las presentaciones de rigor, y que el hombre quedara visiblemente impresionado por la radiante belleza de Eleonor y de Candy, compuso un gesto afectado, mientras se atusaba levemente las puntas de su rizado bigote que se unía a unas descomunales patillas que le bajaban por los mofletudos carrillos, sin solución de continuidad. El funcionario, realmente compungido por tener que ser heraldo de tan malas y poco gratas noticias, se aclaró la garganta y dejando su sombrero de copa en las manos de Amy, que permanecía atenta de pie, con las manos cruzadas sobre el delantal blanco, a lo que su señora le indicase, alzó la voz impregnada de un ligero acento nasal y dijo inclinando ligeramente la cabeza:

-Señora, lamento molestarlas a horas tan intempestivas, pero tengo malas noticias que reportarle referentes al señor James O´connor. –el hombre evitó cualquier referencia al antiguo parentesco de James O´connor en relación con la dama, por considerarlo de mal gusto, y añadió:

- Mis superiores consideraron conveniente ponerle al corriente de la situación del señor O´connor, y me han encomendado el penoso deber de comunicárselo.

7

Flint Stonkers, esbozó un gesto de satisfacción, por el suave y dulzón sabor de la taza de te que estaba saboreando con deleite y que la misma muchacha que le había franqueado la entrada le servía por indicación de su señora. La doncella preparó también sendas tazas para madre e hija y se retiró discretamente tan pronto como Eleonor se lo autorizó, procurando no hacer ruido al salir. Eleonor buscó instintivamente el calor de la mano de su hija, temerosa de cuanto el funcionario fuera a comunicarle tan pronto como degustara el último sorbo de te, y engullera algunos pastelillos entreverados con las correspondientes pastas acerca de su exmarido. Candy estrechó con fuerza la mano que su madre le tendía, sabedora de que la bella mujer necesitaría todo el apoyo posible. En esos delicados instantes Eleonor añoró a su marido, al igual que Candy al suyo, pero padre e hijo se hallaban en Lakewood conversando acerca de la última y extrañísima aventura por llamarla de alguna manera que había vivido por culpa de un taumaturgo demente salido de la más atroz de las pesadillas. Candy podría haber enviado recado para que tanto Mark como Bryan retornaran al instante, porque los dos estaban tan enamorados de sus respectivas esposas, que literalmente habrían volado a su lado a la menor señal de alarma, pero Candy prefirió que Mark se relajase y descansara de toda la febril actividad que desplegaba cuando dirigía el imperio comercial de los Andrew, que ahora le pertenecía, porque la tía abuela, ya no ejercía su autoridad, ni siquiera a efectos puramente nominales y se había retirado totalmente de la escena. Además necesitaba compartir más tiempo con su padre, con el que apenas había compartido un día entero hasta ese momento. En esos momentos, la voz solemne y ligeramente nasal de Flint Stonkers comenzó a desgranar los hechos que le habían conducido hasta la mansión de Eleonor Anderson y que ahora estaba a punto de informar a la expectante dama que junto a su encantadora hija, aguardaba impaciente su relato.

-Señoras –dijo el hombre aclarándose la garganta, aunque su voz sonase de forma permanente, algo cascada- como sabrán supongo, el señor O´connor se dirigió hacia Rusia para efectuar algunas gestiones en relación a su esposa recientemente fallecida.

-Sí –dijo Eleonor asintiendo brevemente- era un asunto relacionado con sus últimas voluntades…consistentes en entregarle unos efectos personales de su madre, para su hija Katia.

Candy sintió como la sorpresa de escuchar semejante información amenazaba con echar abajo la apariencia de calma y presencia de ánimo, que mantenía a duras penas, más por su propia madre que por ella misma. Observó a su madre que, le dirigió una rápida mirada de disculpa, teñida de arrepentimiento. Olvidó contarle a su hija que tenía una hermanastra algo más joven que ella, con las múltiples emociones vividas últimamente. Desde su traumático divorcio de su antiguo representante teatral, apenas había logrado reunir la suficiente tranquilidad y fortaleza de espíritu como para abordar los fantasmas de su pasado que la acechaban en los recovecos tanto de su alma, como de su mente.

-En efecto señora Anderson –asintió Stonkers mientras su mano se deslizaba hacia el platito de dulces sin poder refrenar su glotonería- y como sabrán, o habrán leído en los periódicos, la situación de ese país no es precisamente halagueña –añadió mientras se llevaba lentamente la pasta a la boca, casi sin esperar a terminar de hablar para empezar a masticarla- por todas partes se suceden luchas, disturbios y situaciones que nos hacen suponer, pese a la escasa información disponible, de que se está viviendo una situación de guerra abierta.

Eleonor se llevó la mano izquierda a los labios reprimiendo un grito. Stonkers bajó ligeramente la cabeza, preguntándose si no habría sido demasiado directo, sin desplegar el debido tacto al hablar de algo tan delicado para Eleonor.

-El señor O´connor se encontraba en San Petersburgo cuando fue detenido por las autoridades, debido a su condición de extranjero sospechoso. Dicen que es un espía de los norteamericanos, absurdo –dijo poniéndose de pie de improviso y sobresaltando a Eleonor con su vehemencia. Cuando se dio cuenta de su brusquedad, se disculpó y se sentó nuevamente en el diván dispuesto justo en frente del que, Eleonor y Candy estaban utilizando.

-Discúlpenme señoras, pero la indignación de que un ciudadano británico está prisionero acusado falsamente de algo así, ha podido conmigo. Afortunadamente, si se puede considerar así, está siendo bien tratado y la Cruz Roja confirma y refrenda la veracidad de mis palabras.

Stonkers rebuscó entonces en el interior de un cartapacio de tapas duras y con el membrete del Ministerio de Asuntos Exteriores Británico y tras remover entre algunos papeles que guardaba en su interior, halló lo que buscaba. Extrajo algunas fotografías en blanco y negro de un hombre relativamente joven que hace no mucho que había sobrepasado la cuarentena en compañía de algunos compañeros de cautiverio, compartiendo lo que parecía un animado ágape, en torno a una mesa muy bien surtida. La realidad era muy distinta y más prosaica, además de triste. El padre de Candy se hallaba realmente tras una alambrada custodiada por guardias armados, asistidos por feroces perros guardianes. El hombre lucía un pequeño bigote negro y sus cabellos habían comenzado a encanecer pero seguía conservando la distinción de su aristocrático rango y el atractivo de su juventud. Eleonor no pudo evitar estremecerse. Pese a que amaba a Bryan, su mente voló hasta los dulces días de Coventry primero y posteriormente Escocia, donde vivió un apasionado romance, en aquel entonces, con el joven y desesperado caballero. Tomó las fotos que Stonkers le tendía, con gesto desmayado y lánguido y las estudió brevemente. Candy conocía el aspecto de su padre, por la detallada descripción física que un día en que Eleonor sintió que tenía que sincerarse y abrir su corazón a su hija, se lo contó pormenorizadamente, pero hasta el día anterior en que por un imprevisto equívoco, propiciado por la equivocación del cartero y las prisas de Carlos no había contemplado nunca antes una fotografía del verdadero rostro de su padre. Eleonor las destruyó todas, en un arranque de iracunda tristeza, y ahora solo conservaba la que su hija le entregara junto con la carta, cuando se la entregó. Ahora también disponía de las que Stonkers le había proporcionado y que le permitió quedárselas. El burócrata consultó su reloj de plata sujeto de una cadena del mismo material, que circundaba su prominente barriga y añadió contrariado con voz engolada:

-Oh, cielos, se me ha hecho tardísimo. Tengo que irme señoras. Ha sido un placer conocerlas –dijo besando la mano de Eleonor y de Candy con galantería. La actriz dio un respingo ante la anticuada y desfasada muestra de galantería de mister Stonkers, que como todo en él, estaba pasado de moda, pero no dijo nada y se limitó a sonreír levemente con cara de circunstancias. Cuando Stonkers recobró su sombrero de manos de la criada, que se lo trajo nuevamente, llamada por Eleonor al agitar una campanilla de plata cuyo tintineo resonó claramente audible por todo el pasillo, resopló levemente y dijo antes de marcharse:

-Tenga por seguro, que haremos todo cuanto esté en nuestras manos, y no ahorraremos en gestiones diplomáticas, para lograr que el señor O´connor sea liberado cuanto antes. Buenas noches señoras –concluyó levantando levemente el sombrero de copa de sus sienes a modo de saludo y retirándose hacia la salida de la finca guiado por la doncella. Mientras su figura oronda se iba confundiendo con la esplendente espesura de los jardines de la mansión, Eleonor notó como sus recuerdos se agolpaban en su mente. De no haber sido por el apoyo de su hija, que la abrazó para consolarla tan pronto como el funcionario se hubo retirado, la antigua diva del teatro se habría echado a llorar desconsoladamente.

8

Unos días después de la imprevista noticia que el funcionario inglés había comunicado a Eleonor, una idea descabellada y fuera de toda discusión rondaba por la cabeza de Candy y que ella misma había descartado inicialmente por antojársele absurda e irrealizable y que no había compartido con nadie, si acaso con ella misma. Por un instante se le había pasado por la cabeza, embarcarse y viajar hasta la lejana y hermosa urbe, antigua capital de los zares, buscar el campo de prisioneros donde estaba internado su padre y entrevistarse con él para intentar cerrar esa etapa de su pasado, que aun continuaba como una herida supurante inflingida en lo más hondo de su alma. Cuando su madre le comunicó que su padre vivía y que ignoraba la existencia de Candy, dado que ambos se separaron antes siquiera de que ella supiera que estaba encinta debido a las presiones de la familia de James, la muchacha sintió que nuevamente el destino infringía un nuevo revés en su vida. Si duro a la vez que esperanzador fue conocer que la famosa diva Eleonor Baker era su verdadera madre, sobre todo después de que hubiera aprendido a olvidar o por lo menos, no torturarse haciendo cábalas acerca de la verdadera identidad de sus padres o de si vivían incluso, ahora su madre le informaba de que su padre continuaba con vida.

-¿ Por qué no le dijiste que estabas embarazada madre ? –le había preguntado en una ocasión a Eleonor- tal vez eso le hubiera disuadido de abandonarte. Si tanto te amaba no concibo como pudo hacer algo tan horrible.

Eleonor acarició los cabellos de su hija y la atrajo hacia sí para enterrar su hermoso rostro en la cabellera de Candy. La joven no opuso resistencia ni intentó zafarse del abrazo de su madre. Estaba demasiado confusa y triste como para sentir siquiera ira por la tardía revelación de la actriz.

-Eramos muy joven hija mía, y él, me amaba con locura, pero la presión de su familia era muy fuerte, demasiado como para que él pudiera luchar en contra de algo así. No todas las personas pueden resistirse heroicamente Candy –dijo Eleonor mientras se atusaba los enredados bucles que coronaban su larga cabellera rubia, de la misma coloración que la de Candy – y James era bueno, tan bueno que creyó que su familia tenía razón. Le alejaron de mí con mentiras, ensuciaron mi nombre con calumnias, llegaron a afirmar que una actriz era una especie de meretriz que se acostaba con cuantos hombres fuera necesario para promocionar su carrera.

-Y mi padre les creyó a ellos en vez de a ti –continuó Candy por ella con voz apagada y la mirada perdida en los árboles que se recortaban sobre las primeras sombras del atardecer.

-Sí, y aun cuando le hubiera dicho que eras su hija, Candy, no me hubiera creído. James estaba ya tan imbuido por el veneno que su familia había inoculado en su mente y en su corazón, que terminó por romper nuestro matrimonio. Habría afirmado que eras hija de alguno de mis supuestos protectores y yo de todas maneras, no estaba segura al cien por cien de estar embarazada. Entre eso y la obcecación de él, terminamos por divorciarnos. El resto ya lo sabes, hija. Se desposó con la hija de un influyente noble ruso y Katia, fue el fruto de esa unión más que matrimonio.

Eleonor había dejado de hablar. Confesar aquel oscuro secreto hacía que su aspecto fuera más frágil y abatido. Candy sintió piedad por ella. Sabía que Eleonor había luchado lo indecible por salvar su matrimonio, pero no había nada que hacer. James estaba firmemente decidido a romper con Eleonor. La amargura de haber perdido a su anterior esposa y a su hijo de corta edad en un horrible accidente, junto con el descubrimiento de las supuestas infidelidades de su mujer, fue demasiado para él y la gota colmó el vaso derramando su contenido. Se casó con aquella otra mujer por despecho, con el ánimo de infligir el mayor daño posible a Eleonor, a sabiendas de que estaba cometiendo el mayor error de su vida y que ya no habría vuelta de hoja cuando la irreversible rueda del destino girase una vez más. Por un momento Candy pensó en Mark, pero como si le hubiera leído el pensamiento, Eleonor hizo un gesto imperativo y dijo mientras se enjugaba algunas incipientes lágrimas que brotaban de las comisuras de sus ojos verdes:

-No cariño –dijo a Candy de repente acariciando sus mejillas con ternura- no quiero que involucres a tu esposo en esto. Prefiero dejar las cosas como están. Soy feliz junto a Bryan. Ya no podría separarme de él, aunque solo fuera para corresponder a todo el bien y estabilidad que ha aportado a mi vida.

9

Candy reflexionó mejor acerca de su imprevista e insensata intención de viajar hasta Rusia para visitar a su padre en el hipotético y más bien hipotético supuesto de que lo lograse. Podía estar segura de la eficacia del Consulado Británico y del Ministerio de Asuntos Exteriores. Según las indagaciones realizadas por su padre adoptivo las negociaciones iban por buen camino y muy pronto James O´connor sería liberado. Entonces cuando regresara a Florida, la muchacha se desplazaría hasta allí y se entrevistaría con él, aunque puede que no quisiera recibirle, pero Candy no se desanimaría tan fácilmente, pero lo que ella ignoraba es que dos personas más se habían puesto en camino hacia el inmenso país por mor del mismo hombre que estaba suscitando semejantes inquietudes e irrealizables proyectos en ella. Sin embargo algo vino a torcer la sólida confianza que Candy mantenía en las instituciones británicas para traer de vuelta a su padre. Candy se había sincerado y aparte de a Mark, le había contado a Ernest cuanto estaba atormentando su mente durante los últimos días. El comprensivo y cariñoso hombre de negocios se afanó en realizar discretas gestiones para aplacar los miedos de su hija, pese a que en silencio odiara a aquel hombre por no haber querido hacerse cargo de Eleonor y, con mayor razón, por no ocuparse de Candy. Por eso, cuando llegó una notificación altamente secreta a su despacho fruto de sus excelentes contactos en las altas esferas, y la leyó con gesto preocupado no supo si debía comunicársela a Candy o guardar el secreto. Ernest que tenía un corazón que no le cabía en el pecho, optó por lo primero y con gesto dolido y muy serio informó a Candy de las últimas y dramáticas noticias:

-Lo siento Candy, pero…-le dolió inmensamente tener que utilizar ese término, pero aunque James O´connor fuera un canalla, Candy era su verdadera hija, y ella tenía derecho a saber aquello por duro que fuera- tu padre, ha sido encontrado culpable por un tribunal popular.

Ernest notó como se le hacía un nudo en la garganta, pero Candy le instó a seguir hablando. Sobando el puente de su nariz ligeramente ganchuda, sin llegar a los extremos de la de la tía Elroy, dijo con un hilo de voz mientras aferraba a Candy por los hombros:

-Le han condenado a ser fusilado acusado de espionaje Candy, aunque aun no hay fecha para el cumplimiento de la sentencia y podemos mantener alguna esperanza.

Candy crispó los puños y estuvo a punto de echarle en cara a Ernest las falsas esperanzas que había infundido en ella, pero se abstuvo de hacerlo. Sabía que el bondadoso hombre que sentía más cercano a ella como padre, que alguien que no conocía y que estaba prisionero en una olvidada y lóbrega prisión en la antípoda del mundo, se desvivía por ella y que había hecho cuanto estuvo en su mano para intentar ayudar a aquel hombre, pero que no podía arriesgarse más sin comprometer su propia posición. Candy abrazó a su padre adoptivo agradeciéndole sus denodados esfuerzos. Sabía que la diplomacia había fracasado y que los nuevos dirigentes del país, al objeto de efectuar un escarmiento ejemplar que disuadiese, de nuevas injerencias extranjeras en sus asuntos internos, iban a actuar implacablemente contra James, fuera culpable o no. Fue entonces, cuando el absurdo e ilógico plan, que le había rondado por la cabeza, tomó carta de naturaleza en su mente y se convirtió en una alternativa que Candy seguiría invariablemente como la única posible. Estaba decidida. Mientras Ernest la estrechaba entre sus brazos para confortarla, escogió su opción. Viajaría hasta Rusia, no solo para ver a su padre y decirle que era su hija, si no para intentar traerle de vuelta sano y salvo hasta Estados Unidos nuevamente, por imposibles e irracionales que tales intenciones pudieran antojarse, a ella la primera.

10

En un primer momento pensó en ir sola, pero sintió que ausentarse y dejar una escueta nota a Mark, a sus hijos y al resto de sus seres queridos no era una solución. Ella era fuerte, pero eso no bastaba para vencer y superar los imbatibles obstáculos a los que tenía que enfrentarse, y aun en el supuesto de que su desesperado plan de rescate esbozado con poco más que buenas intenciones y coraje llegara a buen puerto, algo podía torcerse durante el viaje de retorno. Odiaba molestar a Mark, sobre todo después de ser testigo de primera mano de las adversas consecuencias de la utilización del iridium pero sin él sus posibilidades de atravesar un país en el que no había estado jamás eran prácticamente nulas, y más si hablábamos de liberar a un recluso fuertemente vigilado en uno de los campos de prisioneros más rigurosos de aquella zona. Por otro lado, se preguntaba si merecía la pena arriesgarse por un hombre prácticamente desconocido para ella, que por ignorar, ni siquiera había sabido de que Eleonor estaba embarazada y que Candy se estaba gestando en su interior y del que su madre solo había recibido desprecios y sinsabores. Pensó incluso en escribir al señor Wilson, esperando que su antigua amistad y los servicios prestados por Mark y los demás al país sirvieran para que el prestigioso estadística utilizase su influencia a favor de James, pero sabía que eso era poco menos que imposible, porque tal vez sacase a relucir los secretos que debían permanecer ocultos a cualquier precio y que permitieron acortar la guerra, y naturalmente el señor Wilson no se arriesgaría a tanto. Si hubiera sabido que su supuesta hermanastra y un sobrino de la señora Pony habían pensado lo mismo que ella, llevándolo a la práctica tal vez se hubiese decidido a secundarles, pero era madre de dos hijos y no podía marcharse así como así dejándolos solos, ni tampoco a su marido. Permanecía sentada con aire aburrido, en la confortable butaca que presidía el escritorio de trabajo de su marido y las manos apoyadas en las sienes, mientras sus codos descansaban sobre el fino tablero de maderas nobles de la mesa, sopesaba los pros y los contras de esa decisión. En ese momento, mientras seguía enfrascada en sus meditaciones, se abrió la puerta y entró Mark con un legajo de documentos bajo el brazo. Mark se sorprendió gratamente de encontrarla allí y Candy saltando literalmente por encima de la mesa y removiendo algunos papeles a su paso que fueron a parar al suelo, se echó en sus brazos besándole brevemente en los labios.

-Perdóname cariño –se excusó él.- por no haber estado contigo durante estos dos días, pero te prometo que arreglaremos eso –comentó con una sonrisa.

Candy retiró las gafas de lectura que conferían a Mark una apariencia cuanto menos curiosa, de la nariz de su esposo y volvió a besarle. Esta vez, las carpetas de documentos que Mark llevaba bajo un brazo se precipitaron al suelo del despacho desparramando por doquier todo su contenido y que ni se ocupó de recoger. Candy intentaba aparentar alegría, pero Mark percibió correctamente que algo no iba bien, algo que estaba preocupando a su esposa, lo cual dedujo por las sombras de tristeza que se iban asentando gradualmente en su hermosa faz.

-Candy, se que algo te preocupa –le dijo él abrazándola con más firmeza pero procurando no hacerla daño -pero por lo que sea no me lo quieres contar, y sospecho que tiene que ver con tu verdadero padre. Algo te está rondando por la cabeza y sea lo que sea, puedes decírmelo sin tapujos, pero solo si tú quieres. Respetaré tu silencio si prefieres no contarme, que es lo que te preocupa tanto y no insistiré más.

-Lo sé amor mío. Siempre he sabido que eras un hombre bueno y dulce, desde el primer día en que me enamoré de ti, al contemplar esos ojos tan tristes y hermosos, en la Colina de Pony, pero no sé si pedirte eso. No sé si será abusar en demasía de tu bondad y dulzura, mi amor –declaró ella con voz melosa.

Mark acarició sus cabellos y la besó en un lado del cuello, provocando algunos involuntarios gemidos en su esposa, que le suplicó que parase, no porque no desease estar con él, si no porque temía que sus hijos, Marianne y Maikel que estaban muy cerca de allí, jugando en su habitación pudieran oírles.

-Sabes que por ti haría cualquier cosa, cariño –le dijo Mark refrenando la pasión que se estaba apoderando gradualmente de él, y preocupado por los continuos juegos de acertijos a los que le estaba sometiendo su esposa y torturándole con una incertidumbre que le estaba matando- pero tienes que decirme que te pasa Candy.

La muchacha tomó aire y mirándole con amor acarició la nuca y las mejillas de su marido y reuniendo fuerzas de flaqueza, le confesó lo que le estaba agobiando sobremanera.

-Necesito ir hasta Rusia, Mark, se trata de un asunto relacionado con mi verdadero padre, es algo muy grave, pero si a ti no te parece oportuno el querer acompañarme lo entenderé. Yo…

Un apasionado y largo beso interrumpió sus palabras. Esta vez era Mark, el que tomaba la iniciativa, sellando los sonrosados labios de su esposa con los suyos, a modo de asentimiento a su petición de que viajase con ella hasta allí, aun antes de que Candy hubiera terminado de referirle la historia al completo, y con detalle. Cuando lo hizo, mientras Mark escuchaba con gesto serio y asintiendo levemente, sonrió y dijo para sorpresa de Candy, que no sabía si alegrarse o reprocharse por su apenas meditada decisión tomada apresuradamente, al calor de los acontecimientos relacionados con su padre, y que se iban desarrollando vertiginosamente.

-Ve preparando el equipaje mientras yo me ocupo de todos los detalles. Aunque no sea para nada, el caso verlo de esta manera, podrían ser unas maravillosas vacaciones cuando todo esto concluya. Puede que ese hombre causase un terrible daño a tu madre en el pasado, pero también es tu padre y todos necesitamos el beneficio de la duda en alguna que otra ocasión.

11

Candy no daba crédito a la anuencia de Mark. De buenas a primeras, el amable joven había aceptado sin ningún tipo de tapujo, o negativa que emprendiese un viaje tan largo como incierto a la vez que peligroso, aunque la condición fundamental para que ella pudiera partir hacia un destino tan lejano era sin lugar a dudas, permitirle que él la acompañase. Candy sabía perfectamente que si voluntad era desplazarse hasta el otro lado del globo, Mark no podría disuadirla, como ella tampoco lograría evitar que más pronto que tarde, acuciado por el temor a que su bella esposa le pudiera ocurrir algo o que la acechara algún temible peligro desde las sombras, que la más lúgubre incertidumbre se encargaría de alimentar en el interior del corazón de su marido, este se lanzase inevitablemente en pos de Candy para protegerla y velar por ella, aunque fuera desde la distancia como había hecho durante su larga travesía hasta Méjico por un delito que no había cometido. Por otro lado, se horrorizaba y sentía como su piel se erizaba de solo imaginar a Mark empleando la ominosa sustancia que latía en sus venas y que le gustase o no le mantenía con vida, para llegar hasta ella, porque conociéndole como le conocía, Mark no aguantaría ni dos días después de su partida, sin salir corriendo en su busca, por lo que Candy decidió actuar inteligentemente poniéndole al corriente de sus decisiones. Al igual que él le habría impuesto la condición de viajar junto a ella, de no haberse adelantado Candy a su propósito de expresarla su deseo de ir con ella, la joven le puso a él otra, que en un principio Mark pareció de acuerdo en aceptar.

-Nada de iridium –dijo la muchacha sintiendo como ya el mero hecho de mencionar el nombre de aquello, le causaba un hondo pavor y una aversión casi extrema.

Mark asintió levemente aunque intuía que finalmente tendría que recurrir a sus poderes porque el viaje que iban a emprender no tenía nada de placentero y no se dirigían hacia la pacífica Escocia, como cuando la madre natural de Candy les convocó allí para tratar de alcanzar una reconciliación con la muchacha, que afortunadamente se produjo de veras. La situación del gigantesco país distaba mucho de ser halagueña tras la reciente caída de la monarquía y el fusilamiento de la familia imperial, por lo que Mark jamás habría permitido a su esposa partir sola hacia tan turbulento escenario. Los años transcurridos a su lado, aparte de acrecentar el amor que ambos sentían el uno por el otro, había hecho que su mutuo conocimiento llegase casi hasta sus últimas consecuencias. Después de que Candy observara accidentalmente la fotografía de su padre, Mark tenía muy claro que trataría de contactar con él como fuese, para cerrar esa etapa de su vida, por lo que la petición de su esposa no le pilló de sorpresa. En cuanto a Candy, temía que la promesa que su marido le había hecho de no recurrir a sus poderes no podría mantenerse indefinidamente, sobre todo cuando normalmente no los utilizaba en provecho propio si no para ayudarla o defenderla cuando las circunstancias les rebasaban ampliamente.

Quedaba un escollo más por salvar, que por increíble que pareciera, era más imponente y difícil de soslayar que la realización del viaje en sí. Candy dedicó algunos días para hablar con todos sus amigos y seres queridos a fin de prepararles para la noticia que tenía que darles. Mientras Mark gestionaba todos los aspectos del viaje secundado por mí, dado que Haltoran y Annie se hallaban ausentes, por estar de viaje de placer por Europa, sumidos en una segunda luna de miel, Candy hablaba con su madre adoptiva la cual recibió la imprevista nueva con un gesto de dolor pero al contrario que la vez en la que, Candy partió hacia una Europa enfrascada en una atroz y cruel guerra, una callada resignación velaba sus hermosos rasgos. Hacía ya varios años que Candy había dejado atrás la niñez entrando en su etapa adulta tras cumplir la mayoría de edad, y era una mujer casada por lo que era libre de tomar sus propias decisiones, a las que como madre siquiera adoptiva, poco podía hacer para oponerse. Candy la tomó de los hombros e hizo que se sentara junto a ella en el canapé de tapiceria oscura situado en el centro del salón, desde en el que la entonces orgullosa señora Legan obligó a Candy a pedir perdón a sus hijos bajo amenaza de despedir a Dorothy por un ardid urdido por los intrigantes hermanos. Ahora era la propia Helen Legan, la que por ironías del destino, se sentía indefensa y culpable ante su hija adoptiva, por no haber sabido parar a tiempo aquellos desmanes y comprender mejor a sus hijos.

-Mamá, -dijo Candy- comprendo que no desees que emprenda un viaje tan largo, pero es mi padre y tengo que verle, aunque solo sea por una vez.

Helen se enjugó las lágrimas que resbalaban de sus ojos ambarinos. La muchacha le había puesto al corriente de los motivos que la impulsaban a actuar así. No compartía con Candy su decisión de ver a un hombre que había tratado tan deshonestamente a Eleonor, aunque la respetaba y no tenía nada más que argüir al respecto. Como era una persona práctica y hacía tiempo que sus hijos habían reconducido sus vidas y la propia Candy gozaba de una existencia dichosa y tranquila, convino que las lágrimas estaban de más, aunque deseara verterlas ardientemente. Sonrió levemente y asintió diciendo:

-No temas querida. Ya sabes que Ernest y yo cuidaremos de Maikel y Marianne.

Al mencionar a sus hijos, Candy se puso tensa. Aquel sería el trago más amargo y difícil de digerir. ¿ Cómo le explicaría a sus amados retoños que iba a ausentarse por un tiempo y como soportaría las veladas miradas de reproche de Maikel y las lágrimas de Marianne a su vuelta, así como antes de que se fueran ?

Candy ladeó la cabeza. Miró por los amplios ventanales que daban al jardín y observó con una sonrisa de cariño como los dos hermanos jugaban a perseguirse bajo la radiante luz del sol que iluminaba ese día.

12

Eleonor se sintió asaltada por un miedo cerval cuando el momento que tanto temía, había llegado. Candy le participó sus intenciones de viajar hasta la lejana Rusia para hablar con su padre, y si fuera posible, intentar traerle de vuelta. La madre de Candy optó por no pronunciar palabra alguna, por que cuanto dijera suplicando, reprochando o aconsejando a su hija no serviría para nada. Y a fin de cuentas Candy estaba en su derecho y necesitaba cerrar esa etapa de su vida. Quizás aquel encuentro de llegar a producirse, lo cual parecía muy improbable dada la difícil situación de James al que prácticamente la diplomacia había abandonado a su incierta suerte solo sirviera para traumatizar a Candy o hacerla vivir una amarga experiencia, puede que peor para ella que el hecho de atravesar inhóspitas tierras e ignotos parajes, sin saber si llegaría a tiempo antes de que le fusilaran si es que los previsibles obstáculos de cualquier índole, que sin duda se alzarían en su arduo camino hasta James, no frustraban sus intentos de llegar hasta él. Eleonor la envolvió entre sus brazos, reclinando sus cabellos dorados en el pecho de su hija que trató de consolarla, aunque sin resultados.

-Candy hija mía, es una distancia tan grande, tantos peligros, tantas dificultades –comentó con un hilo de imperceptible voz, apenas un susurro.

-No me pasará nada mamá –dijo Candy notando una leve opresión en el pecho al pensar en Helen –Mark estará a mi lado y junto a él, me siento capaz de acometer cualquier empresa por difícil que sea.

Eleonor clavó sus pupilas verdes en las de su hija e intentó sonreír aunque el notable esfuerzo para lograrlo se hizo patente para Candy.

-Lo entiendo, mi querida hija, tienes derecho a intentarlo. Además ya no sería capaz de guardarle rencor a tu padre. Hace años que dejé de odiarme a mí misma y al mundo entero porque me lastimaba aun más. Sólo siento lástima y una pena muy honda por él.

Eleonor se llevó las manos detrás de la nuca y desabrochó el cierre de una cruz de oro que llevaba pendida del cuello. La aproximó al de Candy que se giró de espaldas a su madre, y se la puso con cuidado como si temiera lastimar el preciado objeto.

-Me haría tan feliz que la llevases Candy, sé que no fui una buena madre, pero en todos estos años jamás dejé de pensar en ti y en añorarte cada día, cada minuto de mi vida que no estabas a mi lado.

-Mamá, jamás, jamás podría guardarte rencor, queriéndote como te quiero. Mi dulce y bondadosa madre –sollozó Candy mientras sus lágrimas empapaban la ligera tela de la fina bata con volantes en torno al cuello y las holgadas mangas, que ceñía la esplendida figura de su bella madre.

-Candy, mi niña –susurró contrita Eleonor entornando los ojos, mientras abría sus brazos para recibirla.

Nuevamente se fundieron en un abrazo. Casi al mismo tiempo, en una habitación contigua, una escena similar se desarrollaba entre Bryan Anderson y su hijo. Ambos hombres se limitaron a abrazarse fraternalmente, y Bryan depositó a continuación una de sus firmes manos en el hombro derecho de su hijo y le dijo:

-Buena suerte hijo mío. Lo que tengas que hacer, bien hecho estará.

Era un poco redundante, pero pese a ser un hombre culto e ilustrado el improvisar discursos sin prepararlos de antemano, sobre todo en aquellas penosas circunstancias no se le daba bien, al igual que las despedidas aunque tampoco fueran definitivas. Pero Mark había captado plenamente el sentido de cuanto pretendía decirle.

-Estoy orgulloso de ti Mark –dijo Bryan sinceramente.

-Y yo de ti, papá –coincidió Mark, visiblemente conmovido.

13

Maikel escuchó a su padre mientras sus reflexivos y grandes ojos verdes parpadeaban lentamente. No era más que un niño, pero razonaba como un adulto y en su carácter pausado y a veces un tanto melancólico, había una resignación y una calma tan pasmosa que su madre se exasperaba porque no era normal que un niño de tan corta edad, en determinados momentos mostrase una estoicidad y una callada tristeza que asustaban a Candy hasta el punto de haberlo comentado con Mark, el cual le restaba importancia, aunque de sobra sabía a que eran debidos aquellos ocasionales silencios y quedas meditaciones, que sacaban a Candy de sus casillas. No es que fuera un niño triste, tímido o apocado. De hecho su temperamento era alegre rayano en lo eufórico, llegando a veces a agotar a la propia Candy, cuya vitalidad era difícil de cuantificar, que ya era decir, pero en algunos momentos se encerraba en sí mismo, dando la viva impresión de ser mucho más viejo y sabio de lo que su apariencia infantil daba a entender. A veces le recordaba a Carlos, con su sorprendente y sobrecogedor aspecto de niño, cuando era un adulto, felizmente casado con la bella sirvienta amiga de Candy y padre de varios saludables y alegres niños que habían heredado lo mejor de cada uno de sus progenitores, pero Carlos no solía ensimismarse replegándose en sí mismo, a veces durante horas. Mark se agachó ante su hijo poniéndose en cuclillas y cuando terminó de relatar los motivos que le impelían a hacer algo así posó sus manos en los pequeños hombros infantiles y dijo contrito:

-No espero que lo entiendas hijo, pero no puedo dejar sola a mamá en un viaje tan peligroso y largo como ese. Ódiame si quieres por no disuadirla de hacerlo, pero es algo que entiendo que desee realizar, aunque le duela tanto tener que dejaros solos por unos días y tener que hacer esto, pero si cierra en falso esta parte de su vida, puede que se lo reproche para el resto de sus días. Y esto es algo que nos duele muchísimo, querido hijo, más a ella que a mí, aunque mamá sea fuerte y aparente una determinación que le cuesta mucho mantener, para no poneros tristes.

Maikel lanzó un hondo suspiro. En la habitación contigua, al modo en como ambos se habían despedido de sus respectivos padres, Candy conteniendo a duras penas sus lágrimas contaba a Marianne un hermoso cuento, que hacía referencia a un largo viaje al país de las nieves para ayudar a un bondadoso hombre, que la desbordaba imaginación de la pequeña tomó por un mago o un poderoso rey cautivo de alguna malvada bruja. La niña palmoteó entusiasmada y mientras como las dos caras de una misma moneda, Mark refería sin ambajes la cruda realidad a su hijo, Candy la disfrazaba con un emotivo relato infantil, a modo de piadosa mentira para no entristecer a su pequeña hija que aplaudiendo, casi obligaba a su madre a emprender el rescate de tan prominente personaje lo antes posible.

-Lo comprendo papá –dijo finalmente Maikel mientras escuchaba las alegres carcajadas de su hermana, provenientes del otro lado de la pared, en el salón contiguo –comprendo que tengas que hacerlo. Y como seguramente te habrá dicho el abuelo Bryan, yo también estoy orgulloso de ti, querido padre.

Mark dio un respingo. La voz solemne y grave de su hijo le llegó hasta el alma. Maikel le echó los brazos al cuello y le susurró al oído:

-Papá, gracias por todo, gracias por ser tan bueno y maravilloso. No temas, cuidaré de Mary en vuestra ausencia. Tú y mamá podéis estar tranquilo.

-Te quiero hijo mío –dijo Mark conmovido, que a diferencia de Candy no pudo contener sus incipientes lágrimas.

-Y yo a ti, papá, y yo a ti –convino Maikel mientras ambos se abrazaban en esa noche de despedidas tristes y efusivas muestras de afecto y de cariño.

14

-Maldita sea –masculló Haltoran mientras imprimía el enésimo giro a la manivela que teóricamente debía de poner en marcha a su Hispano Suiza. Pero el gran y potente coche se negaba tercamente a arrancar. Su motor había dejado de funcionar dejándoles a él y a Annie literalmente tirados, en mitad de ninguna parte, en una solitaria carretera franqueada de árboles a ambos lados de la misma y donde no se adivinaban trazas de que fuera a pasar alguien por allí en bastante tiempo. Annie envuelta en un chal de raso intentaba que el creciente viento no le arrancase la pamela que ceñía su cabeza, así como protegerse del frío reinante acrecentado por las rachas de viento, que empezaba a tornarse más incisivo y gélido. Le observaba desde el asiento del copiloto, con sus grandes ojos azules, mientras Haltoran no dejaba de resoplar intentando evitar que algún anatema que pudiera escandalizar a su esposa saliera de sus labios. Para colmo comenzaba a anochecer y aunque era un genio de la mecánica y su inventiva había creado sorprendentes artilugios, no tenía ninguna herramienta o pieza de recambio para reparar el recalcitrante motor del coche que con terquedad desafiaba los imperiosos esfuerzos de Haltoran para ponerlo en marcha.

-Nada, no hay manera –comentó el joven desanimado, a su atribulada esposa mientras comprobaba como la noche empezaba a echárseles encima y no se divisaba ninguna luz ni vivienda alguna por los alrededores. Pensó en consultar el mapa de carreteras, aunque ya lo había hecho por varias veces. Se hallaban en algún punto entre Palaggiano y Massafra al norte de Tarento, en la parte sur de Italia y volvían de una fiesta ofrecida por Alessandro Palinari, el heredero de una importante y aristocrática familia noble. Aquel hombre había pretendido cortejar a Annie ante las narices de Haltoran, el cual como era obvio no iba tolerarlo y la velada quedó empañada por una pelea en los jardines de villa Toscania, la mansión de sus anfitriones en la que Alessandro terminó con la nariz hinchada y algunos cardenales en los brazos. No eran lesiones de importancia ni revestían gravedad, porque Haltoran no había querido ensañarse con el atildado joven, pero su orgullo estaba herido y eso era algo que el vengativo y peligroso además de taimado aristócrata, no iba ni a olvidar, ni a perdonar fácilmente. Habían abandonado la fiesta precipitadamente, mientras Annie profundamente avergonzada no había desplegado los labios desde que salieran de la finca. Haltoran viendo que no habría posibilidad de llegar a población alguna porque se estaba haciendo de noche cerrada y su esposa estaba comenzando a bostezar y a dar cabezadas, convino en que se quedarían allí a hacer noche hasta que con la luz de un nuevo día y las ideas más claras, olvidado ya el penoso incidente consiguieran parar a algún coche que accediera a llevarles hasta Palaggiano o caminar hasta allí para recabar ayuda. Por otra parte, ni en broma dejaría sola a su esposa en mitad de la nada, en una noche tan cerrada, por lo que se dirigió al maletero de su coche y extrajo algunas mantas que llevaban detrás para cuando organizaban algún picnic ocasional. Ojala aquella tarde hubiera hecho caso a sus presentimientos y no hubieran asistido a aquella fiesta, pero Annie se sintió obligada cuando el insistente conde súbitamente atraído por la belleza de la joven, tras identificarse les invitó a un baile de gala que se celebraría esa misma noche. Haltoran había olvidado ya tales hechos, pero Annie no, que permanecía callada con la vista fija y perdida en el suelo del vehículo. Haltoran corrió la capota y tendió una manta para que su esposa se abrigara, intentando que su voz no sonara alterada o enojada por el irritante mutismo de su mujer.

-No fue culpa tuya Annie. Hay hombres que se creen con derecho a tomar cuantas mujeres se cruzan en su camino como si fueran de su propiedad, hasta que alguien les mete en cintura. Así que, cariño olvídalo –dijo acariciando el mentón de Annie y sonriendo. La joven esbozó a su vez una tenue sonrisa. Empezaba a pasar página y a desechar de su mente la desagradable experiencia, cuando varios haces de luz, provenientes de varias direcciones, les iluminaron convergiendo sobre el Hispano Suiza de Haltoran. La cara de Annie mostró una incipiente alegría, pero su marido se puso tenso y en guardia. Había algo en todo aquello que no le gustaba. Acompañando a los haces de luz que barrían la carretera confiriendo al paisaje arbolado en torno a la deteriorada cinta asfáltica una apariencia irreal, se escuchaba el rumor de varios motores que se superponían los unos a los otros y que se fueron deteniendo en torno al automóvil de los Hasdeneis. Haltoran se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, en un gesto mecánico, para extraer su arma, pero comprobó con estupor que no la tenía encima. Entonces lo recordó. Se había quitado la chaqueta para pelear con Palinari con mayor comodidad. Algún esbirro, o quizás alguien por accidente, había extraído sus pertenencias. El arma se había quedado en la mansión de aquel repulsivo sujeto. Y tampoco llevaba el jetpack porque el color del cinturón no combinaba bien con sus pantalones de fino paño inglés, en opinión de Annie y para no desairarla, accedió a quitárselo, dejándolo en el maletero del coche, pero no había tiempo para ponérselo, a parte de que el jetpack necesitaba del orden de veinte minutos para calentar sus toberas antes de ser plenamente operativo, después de un prolongado periodo de inactividad. Por una serie de peregrinos y frustrantes hechos que se fueron sumando a cual peor, se había quedado desarmado e inerme ante un hipotético enemigo, que no tardaría en dar señales de vida. Entonces varios hombres uniformados descendieron de los automóviles saltando sobre la grava de la carretera con un ominoso sonido. Annie empezó a sentir miedo y Haltoran le conminó en voz baja:

-Quédate en el coche cariño y por nada del mundo bajes hasta que esto haya terminado.

La muchacha se horrorizó. De entre las brumas formadas por la cegadora luz de los focos de los automóviles, cuyos alumbrados se sumaban los unos a los otros solapándose entre sí, destacó un hombre de aire distinguido y marcial, que llevaba algo en la mano. Haltoran se quedó helado. Era su arma.

Alessandro sospechaba que aquella especie de batuta representaba algo especial para su oponente, aunque afortunadamente no supo ni por asomo que se trataba de un arma camuflada. El hombre intuyó perfectamente que aquel era un objeto importante para el pelirrojo, pero no hasta que punto. Pensó que más bien sería algún tipo de recuerdo familiar o amuleto y se lo mostró para mortificarle, más que para recordarle su condición de hombre desarmado e indefenso. Alessandro opinaba que todos los americanos eran pretenciosos e incorregibles metomentodos por naturaleza, que acostumbraban a llevar una especie de talismán o amuleto, a cual más sorprendente. Creyó que aquella especie de batuta o varilla corta debía ser el suyo. Rió quedamente mofándose de aquella excéntrica y extravagante costumbre que solo existía en su imaginación. Aparte que Haltoran no era norteamericano, ni la batuta un amuleto.

-¿ Buscas esto ? –preguntó el hombre con voz glacial y teñida de sarcasmo.

Hizo un gesto y los hombres uniformados de negro, empuñaron sus armas. Era ametralladoras Thompson de cargador circular. Haltoran reconoció inmediatamente el arma por la característica forma del envoltorio de la munición.

Sin perder tiempo en charlas innecesarias ni posibilidades de recuperar su armamento de manos de Alessandro por el elevado número de guardaespaldas que le protegían, se lanzó contra el primer hombre pillándolo de sorpresa y logrando derribarlo por el suelo. Peleaba bien y se defendía con fiereza pero sus enemigos eran demasiados y estaban tan bien entrenados como él, por lo menos en el combate cuerpo a cuerpo. Viendo que las cosas no pintaban bien intentó gritarle a su esposa que saliera corriendo para buscar ayuda mientras él intentaba entretener todo lo posible a sus adversarios, pero antes de que pudieran alzar la voz o articular palabra, la pesada culata de un revólver de reglamento le alcanzó en la base del cráneo derribándole por tierra. Haltoran no era Mark y solo el poder de su amigo habría podido librarles de semejante amenaza, pero como no era así y le superaban en una proporción de plena superioridad numérica, de cincuenta a uno, el joven terminó por desplomarse tras el fuerte impacto sin sentido ante los gritos histéricos de Annie que en un principio se había quedado muda de la impresión. Haltoran tenía la cabeza cubierta de sangre y unos brazos recios y nada considerados le alzaron en vilo para cargarle en la caja de una camioneta descubierta, que había acompañado a la procesión de vehículos, lanzándole desabridamente como si fuera un saco de patatas al fondo del espacio de carga. Algunos soldados rieron al ver como Haltoran rodaba golpeándose contra las paredes del espacio de carga de la camioneta. Entonces un hombre de recia musculatura y cara picada de viruela empuñó su revolver y lo apuntó a la sien de Haltoran amartillándolo, dispuesto a volarle la cabeza, pero la mano enguantada de su jefe le detuvo, colocando su fusta en el hombro de su subordinado y rozándole ligeramente con ella:

-No Piero. Le he reservado algo mucho mejor.

-Lleváoslo y metedlo en el expreso de Oriente. Me gustaría ver su cara cuando despierte –dijo esbozando una mueca cruel.

Le obedecieron al punto. Aquel hombre irradiaba autoridad y carisma, y nadie parecía dispuesto a arriesgarse a sufrir los perniciosos efectos del castigo administrado, para aquellos que no seguían sus órdenes o las cuestionaban.

Lentamente, el hombre se aproximó al automóvil de Haltoran. El hombre rodeó el coche descapotable donde una temerosa y trémula Annie se encogía en su asiento haciéndose un ovillo, como si eso fuera a protegerla de aquel siniestro personaje. Lentamente abrió la puerta y asió a Annie por los cabellos negros, obligándola a salir del coche. Annie chilló de dolor pero no opuso resistencia. Temía que su rebeldía causase el asesinato de su marido, y se dejó hacer en vez de pensar en si misma. Alzó los horrorizados ojos azules y cuando la luz de una linterna enfocó mejor los rasgos del hombre, Annie abrió los ojos desmesuradamente dibujando un rictus de horror en su cara.

-Tú.

Ante ella el rostro varonil y cruel de Alessandro Palinari le dio la bienvenida. Llevaba un uniforme negro con una franja blanca que recorría la pernera de sus pantalones y las mangas de su guerrera. Calzaba unas lustrosas botas de idéntico color y unos guantes de suave cuero oscuro cubrían sus manos. Un correaje negro del que pendía la funda de una abultada y amenazadora pistola, completaban su imponente atuendo y sus hombres iban uniformados como él. Solo los galones de Alessandro cosidos en la bocamanga derecha, identificativos de su rango de condottiero militare, le distinguían del resto de sus soldados.

Hizo chasquear los dedos y la camioneta arrancó llevándose el cuerpo inerte de su marido lejos de allí. El vehículo traqueteó por la accidentada carretera salpicada de baches, camino de Tarento. Annie sintió que las fuerzas le abandonaban y cayó desmayada en brazos de su secuestrador. Alessandro no pudo por menos que admirar la serena y dulce belleza de la muchacha. No era por casualidad que la había invitado, dado que estaba al corriente e informado de que pertenecía a una influyente familia de Norteamérica, aunque se encontraba lo bastante lejos como para que las iras de los Brighten le rozasen tan siquiera, y esa falsa impresión de seguridad, reforzada por su posición de prestigio dentro del partido, sumada a su despreocupada y desdeñosa arrogancia bien podían pasarle factura tarde o temprano, aunque el joven noble se sentía poco menos que intocable. Además, no había valorado bien la enorme importancia e influencia que los Andrew tenían, debido a que desconocía del todo la relación de amistad rayana con la devoción filial porque Candy y Annie eran como hermanas prácticamente, que ligaba a la bella muchacha, con la elegante y no menos hermosa, esposa del nuevo jefe del clan familiar, ascendido recientemente a tan prominente y crucial cargo en el seno de la jerarquía familiar. Ni siquiera había hecho aquello por un enfermizo y obsesivo amor, que le había asaltado repentinamente, ni porque se hubiera encaprichado de ella para tenerla para sí, como hiciera Buzzy Jonson con Candy. La única utilidad, porque para él Annie no era más que un trozo de carne, algo más que alguien con lo que pasar el rato y desechar alegremente, que deparaba a Annie era algo de una simplicidad atroz y vil, algo tan evidente que asustaba de solo imaginarlo. Se divertiría con ella y luego la haría desaparecer sin dejar el menor rastro, para que no pudiera comprometerle. Y no era la primera vez que lo hacía. Si Annie hubiera sido más accesible, de seguro que tras haberla repudiado una vez la hubiera hecho suya, la habría dejado vivir, solo sería una mujer despechada más que no se atrevería a reclamarle nada, porque contaba con poderosos medios disuasorios para todas aquellas que no se avinieran a razones y pretendieran tener con Alessandro, algo más que fugaces y esporádicos encuentros carnales. Pero su desprecio y la humillación que le había inferido Haltoran no podían quedar impunes. Hizo sabotear el Hispano Suiza, registrar la chaqueta de Haltoran para descartar que no ocultara armas, y solo tuvo que seguirles a distancia protegido por su cohorte de pretorianos montados en varios vehículos, hasta un desolado paraje donde no hubiera testigos para culminar sus ansias de venganza.

En cuanto a Haltoran, había hecho que le embarcaran en un vagón de ganado, en la estación de Tarento junto con otros desgraciados. El tren al que el infortunado y desmayado joven estaba a punto de ser obligado a subir tenía como destino una colonia penal situada fuera de Italia. El tren recibía el irónico y mordaz nombre de Expreso de Oriente porque su destino se hallaba enclavado en el interior de Rusia, en plena Siberia. Un año antes, el Gobierno de Benito Mussolini había firmado un acuerdo altamente secreto con el de las nuevas autoridades rusas para que un determinado número de peligrosos disidentes y presos políticos incómodos para el régimen fueran alojados en Tomayek Kosinski, una lúgubre y durísima prisión de alta seguridad en plena Siberia y de la que prácticamente nadie había conseguido escapar con vida. Si no lo hacían los numerosos guardias armados o el intensísimo frío, las fieras como osos, o grandes lobos albinos que cazaban en manadas y que poblaban aquellas gélidas latitudes batidas por un ululante y sobrecogedor viento helado que bramaba incesantemente, terminarían matando a los desdichados que emprendieran cualquier tentativa de fuga por aquellos yermos y eriales desolados. Pero todo era preferible a la rígida e inhumana disciplina carcelaria, y siempre había alguien tan infortunado y desesperado o insensato, como para intentarlo. Si los evadidos eran cazados solo podían esperar un pelotón de ejecución una vez que eran sometidos a atroces torturas. Y si con todo, conseguían con una inexplicable y rotunda suerte sobrevivir a todos esos peligros, el hambre terminaría dando cuenta de buena parte de ellos. A cambio de acoger algunos presos sin hacer demasiadas preguntas, el nuevo gobierno ruso obtenía ventajosos envíos de materiales estratégicos provenientes de Libia, entonces colonia italiana como petróleo o wolframio, aparte de otras prebendas. No sería nada difícil colar a Haltoran bajo una falsa acusación entre las listas de desgraciados enviados al matadero. Nadie examinaba las listas de prisioneros, nadie corroboraba datos o identificaciones, nadie miraba nada ni hacía excesivas preguntas. Y no era probable que regresase de allí.

15

Contrariamente a su costumbre, Alessandro no maltrató a Annie ni de palabra, ni de obra ni inició inmediatamente su asalto amoroso por llamarlo de alguna manera, contra la infortunada muchacha. La trató con una deferencia y un respeto impropios de él y la instaló en un palacete donde el temido y poderoso joven, solía tener sus citas secretas, ya fuera de grado por o la fuerza. Annie estaba siendo custodiada por algunas sirvientas fornidas y que eran totalmente fieles a Alessandro respondiendo solo ante él de sus actos. Más que criadas parecían miembros de alguna especie de cuerpo paramilitar o especial, como los hombres que les habían asaltado de camino a Palaggiano, a tenor de su siniestra apariencia y modos parcos y hoscos, aunque en todo momento trataron a Annie con el debido respeto y consideración. La proporcionaron ropas de seda finas y caras, la permitieron asearse y la trajeron suculentos platos sin responder a sus desesperadas preguntas ni apiadarse de sus patéticas súplicas. Annie decidió colaborar porque suponía que tendrían a Haltoran en una habitación contigua al objeto de presionarla por algún motivo que no alcanzaba a comprender. Conocía de primera mano, la aterradora historia de su amiga, cuando fue secuestrada por un gangster demente que se había encaprichado de ella y razonó que tal vez, estuviera ante una variante de la misma historia. Por el momento y a la espera de que el elegante y sarcástico militar que se había apoderado de ella, se dignara a recibirla optó por mostrarse sumisa y obediente, algo que casaba con su carácter y había impregnado su personalidad durante buena parte de su corta vida. Convino que era mejor dejar de formular preguntas a sus brutales guardianas que la observaban con mal disimulado desprecio, sin desplegar los labios ni articular palabra en ningún momento. Aquella mañana la habían encerrado en una especie de salón de baile, que a veces se destinaba a la celebración de otros eventos. Una gran mesa presidía la enorme estancia cubierta por un impoluto mantel de lino. En mitad del largo y voluminoso mueble, se había dispuesto un centro de mesa cuajado de lilas, rosas y caléndulas y en frente suyo, una chimenea de proporciones descomunales, construida en mármol de carrara parecía mostrarle su hogar como las fauces colgantes y amenazantes de una ominosa bestia. Sobre la chimenea Annie se fijó en el retrato al óleo de un hombre calvo de mandíbula prominente y cuadrada, que mostraba en su mirada altiva un ademán fuerte y autoritario, mientras parecía contemplar el horizonte. El hombre iba de uniforme y era como si sus penetrantes ojos la escrutasen, pese a la dirección de su mirada, con el mismo desdén y desprecio, que Alessandro le había expresado con la suya, poco antes de separarla de su marido. En un extremo del salón, y suspendido de un caballete había un gran mapa de Europa Occidental con flechas y símbolos militares, que Annie no alcanzó a descifrar, aunque las largas y ahusadas flechas remarcadas de negro, se dirigían a prácticamente todos los rincones del Mediterráneo y de Europa como si se tratase de una gigantesca y densa tela de araña. Algunas sillas provistas de pala estaban dispuestas en ordenadas hileras delante del gran mapa, como si aquella escena fuera el remedo de algún tipo de aula que, sin comprender porqué, produjo en Annie violentos escalofríos, junto con la contemplación conjunta del hombre calvo del cuadro. El salón tenía múltiples puertas y ventanas, pero todas estaban cerradas con llave y las ventanas tapiadas. Aun en el supuesto que Annie, venciendo su proverbial temor a las alturas y conteniendo su vértigo hubiera conseguido acceder al exterior, no habría conseguido llegar muy lejos, porque habría tenido que salvar una considerable altura desde allí hasta el suelo y la estrecha y angosta cornisa no permitía albergar a un ser humano de pie, aun de la talla de Annie. Para colmo patrullas armadas recorrían el perímetro del edificio y torretas con guardias custodiaban cualquier posible fuga. Se hallaba sin duda dentro de algún tipo de edificación militar y la ignorancia de cual iba a ser su porvenir hacía que la castañeteasen los dientes violentamente, aparte de tener que vivir con la incertidumbre de no saber, que le había ocurrido a Haltoran. En ese momento la puerta principal se abrió haciendo tintinear levemente las espléndidas arañas de cristal suspendidas de la techumbre ornamentada con brillantes frescos, y sus batientes se apartaron a cada lado, haciendo su teatral e imprevista entrada un hombre enfundado en un uniforme negro con correajes. Alessandro Palinari sonrió, visiblemente agradado por la visión de la asustada Annie, luciendo el hermoso vestido de satén rojo que había ordenado traer expresamente de París para ella, mirándole aterrada con sus expresivos y grandes ojos azules engarzados en su rostro ovalado, bajo los sedosos cabellos oscuros que le caían en cascada sobre los hombros y la espalda.

16

Annie se había quedado ligeramente petrificada por la irrupción de aquel hombre uniformado de encantadora sonrisa y maneras impecables, que encerraba un tremendo peligro latente, detrás de sus rasgos afables y atractivos. El hombre avanzó hacia Annie que no sabía como abordar aquella inquietante situación. Miró en derredor tratando de buscar alguna posibilidad factible de fuga pero sabía que no era más que una ilusión. Había forcejeado con los pomos de todas las puertas de la gran sala sin resultado alguno hasta quedarse prácticamente sin aliento. Los pomos dorados giraron, pero por más insistencia que puso, no consiguió mover ni un ápice las pesadas puertas de roble sólidamente cerradas con llave por fuera. En cuanto a las ventanas, todas ellas estaban tapiadas y la brillante luz que se irradiaba a lo largo y ancho de la estancia provenía de las grandes arañas de cristal que iluminaban aquel salón como si fuera de día. Alessandro observó a Annie con interés y aire divertido, tomando las desesperadas y furtivas miradas de la chica en derredor suyo, como fruto de un interés general por el mapa de Europa o el retrato colgado de la pared sobre la gran chimenea.

-Ese es nuestro gran lider –dijo realizando un ademán con el rostro hacia el cuadro que Annie mirase hacía tan solo unos instantes- el Duce, el nuevo César que deberá restaurar la pasada gloria de Roma, y por ende de Italia.

Annie le miró sin comprender. Temía haber caído en las garras de un demente megalómano, y no estaba muy desencaminada de la verdad. Retrocedió asustada hasta toparse con una pared que le cortaba la retirada. Alessandro caminó lentamente. No tenía prisa alguna por gozar de los favores de la joven e interpretó su temor como un fingido ardid de Annie para atraerle y mostrarle veladamente su aquiescencia. Alessandro notó una extraña sensación en presencia de aquella mujer de apariencia tímida, pero con una contenida determinación que hizo que se removiera incómodo. Siempre había despreciado el amor y otros sentimientos por banales y por parecerle cosa de débiles y pusilánimes. Tendría gracia que él se viera afectado por sus efectos. Alessandro se detuvo junto al mapa de Europa y trazó con su fusta un imaginario círculo que abarcó todo el Mar Mediterráneo.

-Y este es el Mare Nostrum, el foco, el epicentro, el culmen de la civilización romana, y por ende de su Imperio, y todas estas flechas querida niña –explicó Alessandro con delectación- son o más bien serán, los avances de sus nuevas legiones, porque otra vez, levantaremos un segundo Imperium Romanum, tan brillante y poderoso como el que nuestros césares crearon y esta vez se fundirá con la eternidad.

Annie se protegió con las manos intentando mantenerle alejado de ella, pero Alessandro continuó caminando hasta que su cuerpo estuvo a pocos centímetros del suyo. Horrorizada notó como el hombre la envolvía entre sus brazos con una fuerza impresionante, que se vio incapaz de rechazar. Alessandro continuó acercando sus labios a los de la muchacha que ladeó la cabeza intentando esquivarle. Aquel hombre estaba como trastornado, completamente loco, mezclando la añoranza de imperios desaparecidos y sus ansias de satisfacer su lujuria.

-No, no déjeme –acertó a musitar Annie cada vez más debilitada por la fiera resistencia que estaba oponiendo contra Alessandro pero en vano, dado que no podía pararle o tan siquiera frenarle. El hombre rió quedamente. La cada vez más exangüe defensa de Annie le estaba excitando sobremanera.

-No voy a hacerte daño querida niña –dijo empleando un falso tono paternal que infundía más terror a Annie que la posibilidad real de que el joven militar, noble o lo que fuera terminara forzándola allí mismo –solo quiero que seas un poco más complaciente conmigo.

Alessandro la sujetó con más fuerza y sus dedos de hierro se clavaron en la piel de Annie haciéndola chillar. Puso todo su empeño en doblegarla pero no era tarea fácil. La chica, pese a estar prácticamente vencida estaba sacando fuerzas de flaqueza y se oponía con renovados bríos a sus tentativas de obtener sus favores. Alessandro se estaba enfadando. Un brillo peligroso titiló en sus ojos grises y forcejeó con ella. Ambos rodaron por el suelo empujando algunas sillas que cayeron al suelo de mármol con estrépito en su lucha. Annie se defendía como podía del hombre, que a horcajadas sobre ella le besaba en el cuello, sobándola groseramente a través de la ligera y tenue tela de su vestido que constituía una barrera muy tenue y endeble, ante el avance de la lujuria de Alessandro, que le decía con voz aguardentosa y enardecida por el deseo de tenerla:

-Si eres buena conmigo tendrás lo que quieras a tus pies, lo que quieras.

-No, no quiero –balbució la muchacha a punto de desmayarse, lo cual le producía un miedo cerval que amenazaba con paralizarla. Si perdía la consciencia aquel hombre sería capaz de forzarla aprovechándose de su indefensión, pero si continuaba sorteando sus intentos de poseerla como fuera, tal vez se enfureciera y cometiera algo tan terrible que por un momento los cabellos se le erizaron como escarpias de tan solo imaginarlo, aunque no sabía cual de aquellas tristes opciones se le antojaba más horrible y humillante. No tenía muchas alternativas por no decir ninguna. Entonces recordó horrorizada a su marido y dijo con una voz sorprendentemente clara, pese a que sus labios apenas si habían articulado palabra desde la llegada de Alessandro , debido al terror que se había apoderado de ella paralizando sus miembros y casi extinguiendo su voluntad de resistencia:

-Mi marido, mi marido –acertó a decir desconcertando momentáneamente a Alessandro que detuvo por un momento sus torpes y brutales caricias sobre la piel de la joven- ¿ qué has hecho con él, ? ¿ qué has hecho ? –preguntó Annie vertiendo sus lágrimas que nacían desde la comisura de sus bellos ojos azules.

Alessandro se apartó de ella concediéndola un respiro. Notó nuevamente esa desagradable sensación pulsando cada vez con más insistencia en su interior y que le había estado molestando durante todos sus infructuosos intentos de conseguir que la muchacha aceptara sus caricias, pero se sentía furioso, no con Annie si no consigo mismo. Normalmente cuando una mujer le rechazaba, alzaba la mano y desahogaba su ira con la inocente desafortunada que por una u otra razón había ido a parar a sus garras pero cuando retrajo la mano para descargarla con furia sobre la mejilla de Annie que cansada de debatirse, o tal vez, a modo de desafío le presentó la mejilla izquierda para que desahogase toda su frustración con ella. Bajó la imponente mano lentamente, casi con solemnidad, y resopló ligeramente. Alzó una ceja mientras Annie se levantaba con tiento y muy despacio, rechazando la mano que le tendía para ayudarla a erguirse. Cuando miró directamente a aquellas pupilas tan hermosas como implorantes se giró dándole la espalda y extrajo un paquete de tabaco de su bolsillo izquierdo y un encendedor del otro. Prendió un cigarrillo y aspiró con fuerza el humo del tabaco en una interminable calada. El tabaco tenía un efecto sedante en él, porque notaba con una mezcla de intriga y de creciente ira, como algo indefinible que le producía escalofríos cada vez que miraba a aquella muchacha se iba apoderando de él. Saboreó prolongadamente el cigarrillo y expulsó el humo que formó una voluta que subió hasta los artesonados del techo disolviéndose gradualmente en su ascensión. Miró a Annie y preguntó:

-¿ Hasta donde estarías dispuesta a llegar para recuperar a tu marido ?

Annie se sobresaltó porque presentía cual sería el precio a pagar porque aquel hombre intercediera por liberar a su esposo de donde quiera que estuviese encerrado o cautivo, tal vez alguna lóbrega prisión en la que languidecía sin noticias de ella, ni posibilidad alguna de comunicarse con alguien o de obtener ayuda exterior. Retrocedió algunos pasos dejando en suspenso el imprevisto y turbador interrogante que aquel militar había formulado y quedó flotando en el aire. Por toda respuesta, Annie desató los cierres del vestido y del corsé y la prenda de satén se deslizó a lo largo de sus piernas hasta quedar en torno suyo. Annie permanecía en ropa interior delante del hombre que la tomó entre sus brazos temblando como una hoja. Alessandro masculló una imprecación. Parecía un adolescente enamoradizo el día de su primera cita, si tales situaciones podían resultar comparables entre si. Quizás para una mente normal y racional no, pero en esos momentos, Alessandro no estaba reaccionando acorde a la lógica. Su mente no podía apartar de si aquellas pupilas turquesas que la observaban con resignación.

-Por favor, devuélveme a mi marido –dijo ella con un hilo de voz, dejando de ocultar sus pechos, retirando las últimas piezas de ropa interior y exhibiendo su perfecta desnudez ante él.

Alessandro la levantó en vilo tras asentir levemente, y cargando con ella en brazos se dirigió hasta un diván que permanecía cubierto por una sábana olvidado entre telarañas y polvo, al fondo. Se fue desprendiendo de la ropa lentamente con gestos pausados, mientras Annie cerró los ojos con fuerza y se hizo un ovillo sobre el diván. Alessandro sonrió mientras iba a su encuentro volviendo a recobrar su habitual cinismo y falta de escrúpulos. En ese instante se escucharon voces airadas al otro lado de la puerta que se abrió violentamente. Un hombre con levita negra, de cabello engominado y peinado hacia atrás, con unas gafas negras, de montura metálica y un cierto parecido con el hombre del retrato irrumpió en el salón suscitando la ira de Alessandro que se giró de improviso descuidando a Annie:

-Tío –preguntó enfurecido y tapándose como pudo- ¿ se puede saber que estás haciendo aquí ? no tienes ningún derecho a interrumpirme y además se suponía que tenías que estar a estar horas en Roma, asistiendo a la audiencia de su Majestad.

El hombre no se amilanó y recogiendo el uniforme desparramado por el suelo de mármol se lo tendió a su sobrino, lanzándoselo iracundo mientras le instaba a vestirse inmediatamente. Cuando Alessandro llegó a la altura de su tío para hacerse con su indumentaria, este alzó la mano y le abofeteó. Alessandro ni se inmutó y contempló a su tío con desprecio:

-Eres una vergüenza para Italia y para tu familia. Estoy al corriente de todos tus desmanes, y ha sido precisamente su Majestad y el propio Duce los que me han ordenado localizarte lo antes posible. Ponte la ropa y quítate de mi vista –exclamó airado mientras la sorprendida e intrigada Annie, contenía el aliento sin atreverse a respirar aliviada aun, pese a que aquel hombre relativamente joven ,pero que estaba entrando aceleradamente en una incipiente madurez, le había liberado por el momento de un penosísimo cometido, que estaba dispuesta a realizar como sacrificio, para conseguir la libertad de su esposo sin garantías de éxito en un principio, porque Alessandro se podía echar atrás o negarse a cumplir su parte del acuerdo. Estaba convencida de aquella no sería la última vez, que se las vería con el hombre temible que era el sobrino de aquel caballero de anteojos y cabellos negros que dimanaba confianza y autoridad.

Alessandro rezongó mientras se iba poniendo su uniforme, pero no se atrevió a desobedecer o a desafiar la autoridad de su importante tío. Se podía afirmar sin temor a equivocarse, que aquel hombre, después del Duce era el hombre más influyente y poderoso de toda Italia. Cuando Alessandro terminó de arreglarse, su tío le mostró la puerta entornada con un gesto que no admitía réplica y le dijo cuando pasó delante de él a su lado:

-Preséntate a mi secretario, que está aguardando junto a mi coche. Tú y yo tenemos que hablar muy seriamente de este asunto en mi despacho –dijo mirando de soslayo a Annie que había conseguido envolverse en una toalla que alguien había dejado olvidada para taparse lo más decorosamente que pudo, mientras intentaba recuperar sus ropas.

Alessandro le dirigió una mirada gélida que hizo que la muchacha notara una desazón aun mayor que la que le había asaltado cuando el joven había intentando abusar de ella a la fuerza, pero su tío no vaciló ni retrocedió y sostuvo su mirada. Antes de que se fuera y se encaminara escaleras abajo para ir al encuentro del secretario de su tío, este le dio el alto de nuevo y añadió:

-Dame tu arma Alessandro. A partir de este momento, tu rango de condottiero queda en suspenso y serás sometido a vigilancia hasta que consiga solucionar este penoso, asunto en que nos has metido por culpa de tu inconsciencia –comentó enojado el hombre mientras sus ojos examinaron brevemente a Annie que no entendía nada de lo que estaba pasando, si acaso que aquel hombre pese a ser más bajo y menos fornido que su sobrino, parecía tener un notable ascendiente e influencia sobre él.

Al escuchar aquello, el joven pareció mortificarse. La privación de su autoridad parecía haber hecho mella esta vez, en su amor propio, sin contar la turbación que Annie había inducido en su ánimo hasta ese momento seguro y confiado de si mismo. Su altanería y confianza sin fisuras se había resquebrajado y a Annie le dio la impresión de que se estaba cayendo a pedazos. Era evidente que el degradado militar, estaba sosteniendo una dura lucha interior entre su rabia y su miedo a desafiar a su tío. Con un gesto de hosquedad desenfundó su revólver y se lo entregó a su tío. Cuando se dispuso a salir por la puerta se topó con una escolta militar que hasta entonces había permanecido en un discreto segundo plano y que no había visto hasta ese instante. Aquello hizo que sus dientes rechinaran. Estaba habituado a mandar y a ser obedecido, no a que tuviera que ser él el que recibiera las órdenes y acatarlas humillado, pero era indudable que las tornas se habían cambiado. Annie sintió un malévolo pero justificado placer al constatar el abatimiento que se había enseñoreado del hombre. Se situó entre los dos policías militares que le cachearon para comprobar que no guardase ninguna otra arma oculta, que se les hubiera podido pasar desapercibida y lentamente, los tres hombres bajaron las escaleras haciendo que los peldaños de madera rechinaran bajo el peso de sus botas. Cuando se marcharon, y como si se hubiera librado de una horrible pesadilla, lo cual por otra parte era cierto, Annie suspiró y comenzó a vestirse mientras su inesperado protector se daba la vuelta para respetar la intimidad de la muchacha y declaraba:

-Nos enteramos in extremis de cuanto este desgraciado –dijo en referencia a su sobrino- había hecho con usted, señorita, y su marido. De veras –dijo cuando Annie terminó de ponerse el arrugado vestido regalo de su sobrino. Hubiera preferido deshacerse de todo cuanto le recordara a Alessandro, pero por el momento no disponía de otro vestuario porque su equipaje había quedado abandonado en el maletero, del averiado Hispano Suiza de Haltoran –lo lamento, lo lamento de corazón, -comentó verdaderamente apenado mientras se giraba cuando intuyó que Annie había terminado de vestirse. Realizó una genuflexión y aunque Annie agradeció la caballerosa conducta del hombre, solo ansiaba tener noticias de su marido y la certeza de que se encontraba bien, sano y salvo.

Como si estuviera leyendo su mente, el hombre chasqueó los dedos y recordó cual era el otro asunto que le había llevado hasta allí, jadeante y casi sin aliento tan pronto como logró averiguar que pretendía hacer su sobrino y donde:

-Ah sí, su esposo. No se preocupe. Está bien e ileso, y ya he dado las órdenes pertinentes de que le pongan en libertad y le traigan aquí lo antes posible para que se reúna con usted. En cuanto a mi sobrino, yo me encargaré personalmente de meterle en cintura –dijo el hombre que ostentaba el cargo de primer ministro, -pero todo debe quedar en casa –dijo dirigiendo una significativa mirada a la altisonante e imponente efigie del hombre plasmada en el retrato, que gobernaba con mano de hierro los destinos de Italia y que a la sazón, era su hermano.

Se quedó mirando el rostro del Duce con verdadera devoción abstrayéndose unos instantes y actuando como si no hubiera nadie más con él en aquel vasto salón de enormes dimensiones. Luego se volvió lentamente hacia Annie que aguardaba expectante la próxima reacción de su improvisado benefactor y que le miraba, a pesar de todo, con expresión de agradecimiento, aunque tenía la convicción de que trataría los delitos de su sobrino como si fueran una especie de trastada juvenil sin mayores consecuencias, en vez de aplicar todo el rigor legal que se supone, debían conllevar y producir, el intento de asesinato de un hombre inocente y la violación de su esposa, pero Annie solo deseaba abrazar a Haltoran y retornar cuanto antes a su hogar, dejando atrás aquella atroz pesadilla por lo que se guardó sus impresiones para sí, temiendo incomodar u ofender al poderoso mandatario si se decidía a exponérselas.

-¿ Me comprende usted, verdad señorita ? –le preguntó con voz suave Arnaldo, buscando su comprensión pero con una inflexión tajante en la misma, que no admitía lugar a dudas, y que sugirió a Annie que el primer ministro no toleraría la búsqueda de una especie de pacto o negociación por parte de la muchacha, en relación con el castigo a imponer a su sobrino, con vistas a endurecerlo o averiguar que tipo de pena, condena o sanción se le aplicaría. Eso era algo de su exclusiva y absoluta competencia y quedaba sometido al más estricto secreto, que solo el avezado político conocía.

Annie asintió vehementemente haciéndose una idea de lo que el hombre pretendía sugerirle. Previamente a su llegada hasta el edificio de la Prefectura Militar de la ciudad, de camino a la misma había realizado varias llamadas apresuradas, sacudiendo la parsimonia y la plácida estancia en sus confortables despachos de varios burócratas y funcionarios estatales, entre los que se encontraba algún que otro ministro y poniéndoles firmes. Había conseguido in extremis contactar con el Expreso de Oriente mediante una emisora de radio especial y secreta de la que solo él podía disponer, paralizando la deportación de Haltoran a un país tan lejano e ignoto cuando el tren estaba a punto de adentrarse en Austria tras traspasar las fronteras italianas por el Alto Adigio, región limítrofe con el montañoso y abrupto país alpino.

Tomó entonces la mano de la chica y besó con delicadeza sus nudillos. La caballerosidad de aquel hombre de exquisitos modales, contrastaba poderosamente con la brutalidad y la rudeza de su sobrino.

-Gracias, gracias señor –dijo Annie procurando disimular la tremenda impaciencia y nerviosismo que la estaban invadiendo al contar expectante, el tiempo que le separaba de su encuentro con Haltoran. El muchacho estaba siendo transportado en un veloz automóvil con escolta militar por si los partidarios del despechado Alessandro intentaban interceptar el vehículo cosa que era muy improbable y prácticamente anecdótica, pero del taimado joven podía esperarse cualquier jugarreta, y Haltoran aun tardaría algunas horas en llegar a Tarento. Atravesar el montañoso país de Norte a Sur por la deteriorada red de carreteras, pese a los ingentes esfuerzos del Gobierno por mejorarla y ampliarla mediante la construcción de nuevos tramos de autopista no era precisamente tarea fácil, aparte de que Italia se estaba aun recobrándose de los devastadores efectos, de su participación en la recién finalizada Gran Guerra que quedaría plasmada para siempre en el imaginario colectivo como sinónimo de horror y destrucción sin precedentes.

El primer ministro sonrió levemente y se pasó una mano por el corto y lustroso pelo negro echado hacia atrás. Compartía la misma y característica mandíbula cuadrada de su hermano y comentó:

-Mi nombre es Arnaldo, señorita.

17

Tan pronto como quedó patente el nuevo y enésimo error de Alessandro, las cosas tomaron un sesgo, cuando no inquietante verdaderamente incómodo para el Duce. Annie no era una campesina más o una desconocida muchacha italiana de extracción acomodada a la que se pudiera mantener callada mediante sobornos y amenazas, o una mezcla de ambas cosas, cuando no otros procedimientos expeditivos, llegado el caso. Aquella muchacha era norteamericana y para terminar de complicar el tema hasta extremos insospechados, la primogénita y heredera de una influyente familia con conexiones con otras aun más poderosas, entre las que cabía destacar el clan Andrew de ascendencia escocesa y un notable poder económico e influencia sobre la opinión pública estadounidense, aparte de su prestigio y peso en el seno de la sociedad del momento. De boca en boca, corrían muchas leyendas en torno al patriarca de esa familia, cuya esposa era amiga personal e íntima de la muchacha, que tenía delante. Annie más calmada y serena aguardaba en compañía del propio Arnaldo la inminente llegada de Haltoran que tras despertarse recobrando el conocimiento se vio sorprendido y magullado, en el interior de un apestoso vagón de ganado de cargado y mareante ambiente, camino de Rusia, y rodeado de otros desdichados que como él, viajaban en el traqueteante y sucio vagón, hacia un incierto destino del que se rumoreaban todo tipo de cosas, lo mismo que acerca del propio Mark, a cual más estrafalaria y extraña, en voz baja. En las pocas y escasas entrevistas que Mark, poco dado a prodigarse en tales medios concedía, las había desmentido una y otra vez, de forma fehaciente y rotunda.

Se comentaba que el casi inaccesible jefe de los Andrew había sido un héroe de guerra condecorado personalmente por Woodrow Wilson, el anterior presidente norteamericano fallecido recientemente, extremo que no había podido ser confirmado o desmentido oficialmente y sobre el que había caído una pesada cortina de secretismo y velado silencio. También se rumoreaba que su esposa era una mujer extremadamente hermosa, hecho que si pudo verificar contrastando sus fuentes de información y que tenía dos hijos en común, un niño y una niña. Si su sobrino hubiera causado un daño irreparable a la amiga de aquella hermosa y acaudalada mujer, hubiera terminado sabiéndose y creado un conflicto diplomático a Italia de resonancias mundiales y de imprevisibles consecuencias. Afortunadamente llegó a tiempo para detener el desaguisado, una vez que consiguió averiguar el paradero de su sobrino reconstruyendo sus movimientos durante los últimos días y encajando las piezas del rompecabezas con minuciosa precisión y trabajando a contrarreloj, en colaboración y con la ayuda del Servicio de Información. Tuvo que desplazarse por prácticamente todo el sur de la península italiana pero finalmente consiguió dar con su escurridizo sobrino y sus secuaces, antes de que cometiesen una locura. El comportamiento sospechoso que demostró durante la fiesta en Villa Toscania con aquella joven dama norteamericana, le puso sobre aviso, y había acertado de pleno. Además, prefería quedarse allí aunque tuviera que desatender su agenda y descuidar asuntos más importantes y cruciales que ese, para pedir disculpas personalmente al esposo de la señorita Brighten, porque en esos momentos no había nada más vital que mantener intacto e íntegro, el prestigio y el buen nombre del Gobierno Italiano y por ende de todo el país y confiaba en que su calidad de primer ministro aplacase con sus vehementes y ya ensayadas excusas, y diversas compensaciones al iracundo joven, que sin duda y con toda la razón pediría cuanto menos explicaciones. Arnaldo intuía que ambos cónyuges debían amarse profundamente, por lo que la presencia de Annie allí a su lado, serviría como freno y contrapeso a los deseos de venganza y desquite de Haltoran, porque la muchacha lo único que deseaba era olvidarse lo antes posible aquel luctuoso y penoso incidente ocurrido entre ella y el sobrino del primer ministro. Arnaldo se asomó a una ventana enrejada en la que Annie no había reparado y que no estaba tapiada y contempló como una aguerrida compañía de Bersaglieris que le habían servido como escolta, montaban guardia junto a sus motocicletas estacionadas en el gran patio del claustro del edificio, esgrimiendo sus armas, dando vueltas y patrullando el perímetro para impedir sorpresas desagradables y disuadir posibles tentativas de algaradas. Se fijó mejor en los característicos cascos semicirculares de las tropas, rematados por un penacho de plumas negras de urogallo, que emergían de un lateral y se preguntó hasta que punto podría continuar resolviendo los desmanes y contratiempos que se presentaban por doquier ocupándose de ellos, personalmente. Últimamente su salud se había resentido, y andaba algo deteriorada. Los médicos le habían recomendado, prácticamente urgido a que se retirase a algún balneario sometiéndose a una cura de reposo, para recuperarse del ajetreo al que se exponía directamente como hombre fuerte del Gobierno, pero no le era posible por lo menos de momento, delegar sus responsabilidades en otros hombres igual de capaces que él, de momento. Debía continuar velando por sus conciudadanos y no veía la hora de retirarse, sobre todo teniendo en cuenta que era relativamente joven pese a su fluctuante salud cuyos altibajos le daban algún que otro serio susto. Varias veces había estado a punto de tomarse unas merecidas vacaciones en un pequeño pueblo fronterizo con Suiza, Como en el que había un balneario dotado de excelentes instalaciones. Por ironías de la vida, la de su hermano terminaría allí, trágicamente hacia las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.

Annie entendía el italiano porque en sus días de estancia en el Real Colegio San Pablo de Londres lo había escogido como idioma opcional y había conseguido dominarlo lo suficiente, como para comprenderlo y hablarlo con un mínimo de fluidez.

18

Haltoran recobró la consciencia sintiendo que un dolor penetrante y agudo le taladraba las sienes. Se llevó las manos a la frente y meneó la cabeza para tratar de reponerse. Al principio todo estaba borroso, confuso y desdibujado pero a medida que sus recuerdos retornaban a su mente, dio un salto sobresaltado. Lo primero que hizo fue llamar desesperadamente a Annie, arrancando las risas desprovistas de alegría alguna, de varios hombres que similares a espectros, le contemplaban desde la penumbra. Fue entonces cuando empezó a vislumbrar la terrible situación en la que se hallaba. Cuando su cabeza se fue aclarando y el dolor de sus sienes cedió gradualmente, advirtió que no se encontraba en mitad de la noche al aire libra, en una carretera de montaña del sur de Italia, si no en las entrañas de un vagón sucio, mohoso e inhóspito rumbo a ninguna parte. Haltoran se movió lentamente tratando de hacer memoria mientras se fijaba en las paredes de madera deslucidas y llenas de manchas, a medio pintar, tachonadas de rendijas por las que la luz de un radiante día que no tenía nada que ver con aquel infierno se colaba a raudales, sin conseguir desplazar las tinieblas que envolvían aquella triste prisión sobre ruedas.

-Vaya, vaya parece que el nuevo añora a una mujer y…-comentó una voz cascada a modo de chanza ante el imprevisto y desgarrador gemido de Haltoran que recordó como aquel canalla uniformado había secuestrado a su esposa, mientras uno de sus gorilas le golpeaba a traición con la culata de un revólver. Debieron subirlo a aquel maldito vagón mientras permanecía inconsciente. Al escuchar aquellas palabras por parte de una vaga e imprecisa forma, que semejaba un hombre maduro con el aspecto de un decrépito anciano, su mano se movió casi por acto reflejo y asió la garganta del hombre levantándolo del suelo cubierto de paja e inmundicias. El hombre pataleó y gorjeó intentando soltarse de los dedos de hierro de Haltoran, pero le era imposible. El joven pelirrojo aflojó levemente la presión de su mano y preguntó con voz que no tenía nada de amigable:

-Contéstame o te parto el cuello. ¿ dónde estoy ? ¿ qué estoy haciendo aquí ?

Aunque le rodeaban varios hombres, algunos casi tan musculosos como él, puede que más, ninguno se atrevió a avanzar hacia él por miedo a que lastimara a su compañero de infortunio. Le vigilaban estrechamente buscando un punto débil en su defensa, pero Haltoran no iba a dejarse sorprender esta vez tan fácilmente. En ese instante se escuchó como unas llaves hurgaban con un tintineo metálico en alguna cerradura y entrevió el resplandor de una luz artificial que se colaba a través del hueco de una puerta que no había advertido antes.

-Suéltale –dijo una voz a su espalda acompañada por el furioso y frenético ladrido de un perro. Haltoran se giró lentamente sin perder de vista a los reos de lo que parecía una especie de transporte de presos y le lanzó contra sus compañeros como si fuera una brizna de paja. Cuando enfocó la vista acostumbrándose a la repentina y cegadora claridad, hacia el hueco de la puerta, vio a dos hombres que le apuntaban con ametralladoras. Llevaban uniformes verde oliva con un casco semicircular del que sobresalía un penacho de plumas negras. Junto a ellos un pastor alemán ladraba incesantemente a Haltoran sujetado pese a la fuerza del animal que se removía incesantemente ante la presencia de Haltoran, de la correa con mano firme, por uno de ellos.

-Bersaglieris –dijo Haltoran con voz cansada, mientras levantaba las manos y hacía grandes esfuerzos por no saltar sobre todos ellos. Aunque eran dos, llevaban armas automáticas y no había donde esconderse en el reducido espacio del vagón si decidían abrir fuego. Iba a explicarles que él no debía estar allí y que un mal nacido se había llevado a su esposa recluyéndolo en aquel hediondo tren cuando un desesperado plan fue alumbrado en su mente. Aquellos hombres pretendían separarle del resto de los presos, tal vez para ejecutarle. Si conseguía pillarles desprevenidos podría desarmarles y arrebatarles algún arma y un uniforme para pasar desapercibido. Posteriormente saltaría del tren y ya se le iría ocurriendo algo. No deseaba mancharse las manos con la sangre de aquellos hombres que a fin de cuentas solo cumplían con su deber, pero no dudaría en hacerlo si no le quedaba alternativa.

-Sí, somos bersaglieris, ¿ y qué ? –le espetó el más bajo apuntándole con su arma, tomando aquella como una provocación de Haltoran, el cual tensó sus músculos y se dispuso a acometer contra él. Si tenía que morir allí mismo, no sería sin luchar. Esta vez no se lo pondría fácil. Se llevaría a alguno de ellos por delante consigo.

-Tranquilo Marco –le dijo su compañero conciliador obligándole a bajar el arma, tras posar su mano izquierda en el cañón del fusil ametrallador –ya conoces las órdenes. Su excelencia ha ordenado que lo llevemos a Tarento de vuelta, sin hacer preguntas, pero antes debe de ver al general.

Haltoran cada vez entendía menos. Pero si lo iban a fusilar por orden expresa de aquel matón uniformado tanto le daba en un sitio como en otro. Por otro lado, ya no podía permanecer junto a los demás presos después de la agresión a su compañero que realizó movido por la confusión y un miedo cerval cuando tomó conciencia del injusto atolladero donde él y Annie se habían metido sin pretenderlo. En cuanto se descuidara intentarían desollarlo vivo al haber perdido el poco respeto que hubiera podido suscitar en ellos, identificándose con su situación, y no estaba dispuesto a perder la vida en un lóbrego vagón de carga reconvertido en triste celda, si podía impedirlo.

-Tú –dijo el que había actuado a favor de Haltoran- ven con nosotros. No va a pasarte nada. Tienes nuestra palabra.

-Sí seguro –masculló Haltoran entre dientes mientras se fijaba en que su interlocutor tenía la cara picada de viruela y una gruesa nariz bulbosa que contrastaba con su cara extrañamente delgada y, por lo demás a excepción de su gran apéndice nasal, de rasgos finos, casi aristocráticos.

Haltoran se situó entre los dos hombres, mientras el perro no dejaba de gruñir y lanzar dentelladas al aire, manteniendo a raya a los presos. Nadie se atrevería a tocarle, pese a que algunos de ellos ansiaban ponerle las manos encima, para vengar al desdichado anciano que pagó sin querer por toda la rabia que el inconsciente joven había acumulado durante horas. Por otro lado Haltoran no habría hecho daño a aquel hombre ni a nadie, pero era tal su impotencia y extrema indefensión que un simple comentario jocoso, lanzado al aire tal vez sin ánimo de ofender, desató su lado más salvaje e irracional. Cuando finalmente el infortunado Haltoran que no cesaba de torturarse mentalmente, por la suerte de Annie, atravesó varios vagones tras cruzar las pasarelas que los unían, alternándose las zonas de luz diurna con la más absoluta oscuridad unas veces, o una mortecina penumbra según salían de un vagón para internarse en otro, hasta llegar a lo que parecía el vestíbulo de otro vagón, elegantemente amueblado, custodiado por los dos bersaglieris que no le quitaban ojo de encima. Los dos soldados se encontraron con un retén de cuatro alpinis, que montaban guardia ante una puerta de maderas nobles con la solidez y el espesor de una gruesa plancha de hierro.

-El general le está esperando –comentó uno de los soldados a sus compañeros, mientras abría la decorada y lujosa puerta, franqueando el paso a Haltoran y a los dos bersaglieris,

-Y ya llegáis tarde –les espetó un alpini regordete y con largas patillas que le bajaban hasta el mentón, mirándole con aire de suficiencia. Uno de los dos bersaglieri le observó retador recogiendo el guante, cerrando los puños en una clara incitación a la pelea pero su compañero tiró de él levemente, mientras hacía verdaderos esfuerzos por refrenar la furia del perro que parecía compartir el mismo afán de enzarzarse en una pelea, que su amo.

-Ya basta Marco, déjalos, no tenemos tiempo para rencillas. El general se está impacientando por el retraso.

Haltoran arqueó las cejas. Conocía de sobra la ancestral rivalidad que se había establecido entre los dos cuerpos militares italianos desde su fundación, si bien el de los Alpini era ligeramente más antiguo que el de sus presuntos compañeros de armas, los Bersaglieris. Había leído que a veces por las menores trivialidades se llegaba a las manos, enzarzándose en trifulcas tumultuarias que hacían época, pero cuando se trataba de la defensa de la madre patria, las tropas de ambos cuerpos, luchaban codo con codo, como un solo hombre.

-Aparta ese bicho o lo haremos servir de cena para esta noche –apuntó otro alpini de gruesos labios y la cara surcada por cicatrices esgrimiendo una afilada bayoneta que separó de su carabina. Haltoran sabía que estaba de broma, porque conocía sobradamente las formas, el lenguaje gestual y el comportamiento de los hombres en la cruda realidad de la guerra. No en vano había sido soldado y combatido en cerca de cinco guerras, siendo la primera la triste confrontación civil que asoló su patria, pero para un observador profano no le sería difícil creer e imaginar, que el soldado cumpliría su amenaza y sacrificaría al perro para comérselo.

Finalmente y debido a la creciente algarabía que se iba enseñoreando del pulcro y cuidado ambiente de aquel vagón, que más bien parecía un hotel de lujo rodante, fue el propio general en persona, el que salió al pasillo preguntando airado:

-¿ Qué sucede aquí ? arman ustedes tanto ruido como un pelotón de austriacos –exclamó rememorando su participación en la batalla de Caporetto.

Todos los hombres, excepto Haltoran se cuadraron rígidamente realizando un envarado saludo militar. Ante el joven pelirrojo se hallaba un hombre de aristocrático porte, en torno a cincuenta años, con uniforme azul oscuro, de cabellos grises que empezaban a mostrar unas acusadas y marcadas entradas y con el rostro surcado de arrugas. Sus facciones eran enérgicas, pero invitaban a la confianza. Haltoran quiso creer que aquel hombre tenía un arraigado y marcado sentido del honor y de la honradez. No se equivocaría en sus apreciaciones. El general que era alto y enjuto se plantó ante el pelirrojo y sonrió afablemente mientras dijo:

-De modo que tú eres el que le pateó el trasero, a esos camisas negras.

Unas estridentes y sonoras carcajadas llenaron la cargada atmósfera contribuyendo a distenderla. Si había algo en común y que hermanaba a alpinis y a bersaglieris, aparte de su pareja entrega a Italia, era la aversión que profesaban a los camisas negras.

-Me temo que sí –dijo Haltoran mientras sus ojos verdes relampagueaban de ira al evocarlo- pero si van a fusilarme por ello, será mejor que no perdamos más tiempo. Yo…

El general hizo un seco ademán que impuso silencio al joven. Pocas personas tenían la suficiente presencia de ánimo y aplomo para hacer algo así con el joven pelirrojo sin lamentarlo, cuando Haltoran no estaba de humor para que le impusieran ninguna condición, como en ese momento, y el general era una de ellas.

-Estoy al corriente de todo joven, así que si pasa a mi despacho…cumplimentaremos los trámites para zanjar este desagradable asunto. Y no por la vía del fusilamiento sumario precisamente.

Dio una breve orden y algunos soldados se quedaron de guardia mientras los otros recibieron permiso para retirarse. Una vez que Haltoran siguió al general al interior de sus dependencias fue como si hubiera atravesado otro túnel del tiempo. De la sordidez medieval del oscuro y fétido vagón de ganado al desbordante lujo de un palacio en el que una valiosa escribanía oriental, presidía el mismo. Detrás del general instalado en un sillón de cuero repujado, se alzaba una biblioteca de madera lacada, con incrustaciones de oro y elaboradas filigranas cuyos estantes estaban repletos de valiosos libros, algunos únicos en su género. Haltoran creyó divisar entre otros muchos de sin par valor, un par de tratados de alquimia únicos en su género, que se daban por desaparecidos en su época, y que multitud de estudiosos y eruditos habían buscado afanosamente sin éxito durante siglos. Las paredes y el techo estaban decorados con emotivos y vivos frescos y al fondo se hallaba una cama de dosel donde el general descansaba en los pocos ratos libres, que su actividad le dejaba, y una mesa con un servicio de té, de plata y otro de cristal de Bohemia para el aperitivo y en la que leía la prensa diaria e internacional que todos los días le traía con precisión cronométrica su ayudante, mientras tomaba un frugal desayuno. Manzini era el encargado de supervisar que las entregas de prisioneros se efectuaran puntualmente y que el tren llegara a sus varios destinos dentro de las horas señaladas, por lo que había hecho acondicionar uno de los vagones como su gabinete de trabajo personal. Cuando no se encontraba realizando tal misión, hacía giras de inspección por todo el país o diversas misiones, en las que sacudía la indolencia y la abulia de los oficiales o jefes militares demasiado blandos o poco dispuestos a comulgar con la mística guerrera del régimen. Tales actividades, daban buena cuenta de su incansable e inagotable capacidad de trabajo y organización.

El general estuvo redactando algunas líneas por espacio de varios minutos hasta que finalmente miró a Haltoran que aun no sabía si iban a encarcelarle, fusilarle o a dejarle libre y si las palabras del militar habían sido una suerte de fina ironía cuyo significado no alcanzaba a entender. Aun así, presentía que su suerte había mejorado ostensiblemente en relación con su nada favorable situación de hacía un momento.

El general Manzini guardó finalmente su estilográfica de oro en el bolsillo derecho de su guerrera y tendió una especie de documento impreso al extrañado joven que lo cogió entre sus manos. Era un salvoconducto rubricado con las firmas de los dos hombres más poderosos de Italia. La del propio Duce, y la de su hermano, el primer ministro. Haltoran que había permanecido en silencio sin interrumpir al general, mientras escribía porque intuía que sus más desesperadas incógnitas serían despejadas una vez que la pluma estilográfica de Manzini dejara de garabatear sobre el papel timbrado con el membrete del Gobierno, oyó unas escuetas pero maravillosas palabras que nunca agradecería lo bastante haber tenido la suerte y el privilegio de escuchar:

-Es usted libre. Su esposa, la señorita Brighten –dijo tras consultar brevemente un portafolios para ponerse al corriente de quienes eran los protagonistas de aquella extraña y peculiar historia que le sonó muy familiar y ya repetida otras veces, cuando salió a relucir el nombre Alessandro Pagliari experto en tales desmanes - le está esperando en la Prefectura de Tarento.

El general Manzini abandonó el sillón y se puso a caminar por su despacho trazando cortos círculos con paso mesurado pero firme. Haltoran no sabía si abrazarle, estrecharle la mano mediante un caluroso apretón, o exigirle de inmediato la cabeza de aquel bastardo que le había alejado de su esposa. Pero el general, que ya tenía muchas tablas en su trato con diversos tipos de personas, y clases de hombres, enseguida clasificó a Haltoran en su peculiar nomenclatura y le dijo posando una de sus nervudas manos en su hombro izquierdo, realizándole una severa advertencia a modo de consejo:

-Nada de venganzas personales joven. Nosotros nos encargaremos de Alessandro. Le aconsejaría abandonar Italia junto con su encantadora esposa lo antes posible. Si intenta hacer la guerra por su cuenta, probablemente termine costándole muy caro –dijo lanzándole una gélida y rotunda mirada, recalcada por la profundidad de sus pupilas azules que parecían quemar a todo aquel que las miraba directamente.

Haltoran asintió. Por el momento lo único que le importaba era reunirse con su amada Annie lo antes posible y abandonar el país lo más rápido de que ambos fueran capaces. La revancha había quedado aplazada pero no de forma definitiva ni mucho menos. Fingiría claudicar pero no olvidaría ni por asomo la humillación que aquel demente había inferido a su esposa. Prefirió no pensar si había llegado a consumar otras vejaciones peores, aunque su evocación le serviría para mantener viva la llama de su rencor. Finalmente la voz ligeramente engolada de Manzini le sacó de sus cavilaciones:

-Un coche le está esperando. Dentro de veinte minutos nos detendremos en la estación de San Fabricio. Espero no volver a verle más por aquí –le espetó el general con un seco gruñido y saludándole, llevándose el canto de la mano al quepis de su gorra militar tan rápidamente que el joven pelirrojo ni percibió el fugaz movimiento de su mano.

Haltoran le respondió de idéntica manera dando un ligerísimo respingo. Aquel hombre había adivinado en él a un igual. Si Haltoran reconocía a un militar aunque fuera de paisano con solo observar su aspecto, el general Manzini parecía olerlos a kilómetros de distancia.

Poco después Haltoran, custodiado por los dos bersagleris que le escoltaran hasta el despacho del general pero sin perro, le hicieron pasar a una pequeña sala hasta que llegase el momento de trasbordar al automóvil que el general Manzini le había prometido. Por un momento temió que el soldado de alpinos hubiera cumplido con su amenaza, pero para su tranquilidad Carlo, el bersaglieri con la cara sembrada de las secuelas de una viruela que había padecido en su infancia, y tal vez adivinando sus pensamientos por la expresión de su cara, sonrió y dijo:

-Petri está ahora con otra patrulla. Esos alpini ladran más que él pero no muerden tanto –dijo riendo estentoreamente por su ocurrencia. No es que la supuesta broma, tuviera mucha gracia, pero la feliz perspectiva de reunirse con Annie hacía que hasta el vuelo de un moscardón zumbando insistentemente en su oreja, le hiciera sentirse alegre y eufórico. Rió de buena gana, mientras Marco sacaba una baraja de naipes y una botella de buen vino del Po junto con tres vasos. La historia de que aquel pelirrojo había zurrado a los odiados milicianos de Alessandro Palinari corroborada por uno de ellos, un muchacho de Génova que no quería servir en semejante cuerpo y que había desertado en cuando le fue posible y tuvo ocasión, pasándose a los alpini contó con pelos y señales lo ocurrido. El general Manzini hizo la vista gorda negando saber nada de un supuesto desertor al envarado jefe de la milicia local cuando fue a pedirle explicaciones, y sus nuevos camaradas se encargaron de protegerle, a cambio de que contara la historia, confirmada por el propio Haltoran no de muy buen grado, porque deseaba olvidar aquello cuanto antes. Jugó varias manos con sus nuevos amigos, regando la alegre reunión de camaradas con varios tragos del dulzón y añejo licor, hasta que el tren fue aminorando su marcha, entre nubes de vapor y resoplidos que iban decreciendo gradualmente, mientras su sirena lanzaba un agudo y penetrante pitido cuando fue adentrándose en la pequeña estación de San Fabricio para detenerse junto al andén donde varios soldados y civiles aguardaban impacientes su llegada, aunque nadie podría subir a aquel tren debido al terrible secreto que guardaba en su interior. Si habían parado allí era para que Haltoran pudiera descender de él, por orden expresa del primer ministro para continuar su largo viaje hacia las heladas e ignotas planicies siberianas con su cargamento de desgraciados ya condenados de antemano, en su interior.

19

Mark dormitaba con la cabeza reclinada sobre el suave tapete del asiento. El paisaje iba transcurriendo como una sucesión de manchas fugaces, mientras el tren se desplazaba a través de las llanuras y praderas que se extendían hasta más allá del horizonte. Habían realizado ya un sin fin de trasbordos y Mark encontraba, acostumbrado a los rápidos medios de locomoción del siglo XXI, que por paradójico que sonase, había dejado atrás, los de aquella época lentos, tediosos y terriblemente ruidosos, pero Candy se lo había dejado muy claro por activa y por pasiva. Nada de iridium, nada de sangre negra, nada de facultades que transcendieran las limitaciones humanas. El joven incapaz de discutir con Candy, y menos de soliviantarla porque conocía de sobra el carácter retador y obstinado de su esposa cuando se la provocaba optó por no atizar el fuego y accedió. De todos modos, como ya se temía y se había resignado a que así fuera, las circunstancias que encontrarían terminarían haciendo que recurriese a sus poderes por enésima vez. Candy permanecía a su lado observándole complacida. Parecía tan inofensivo y vulnerable mientras roncaba ligeramente, sumido en un sueño que se fue tornando cada vez más profundo, que se preguntó como habría sido su vida si ambos no se hubieran conocido aquella mañana de Mayo, en la colina adyacente al hogar de Pony. La muchacha observó los campos verdes que el ferrocarril estaba dejando atrás. Fuera, caía una ligera llovizna que empañaba los ventanales del vagón de primera clase en que viajaban y una leve bruma empujada por un suave viento se levantaba de los campos regados por el rocío de la mañana. Estaba amaneciendo y los pocos viajeros que ocupaban el mismo vagón que el matrimonio permanecían sumidos en sus propias cavilaciones, leían el periódico o se limitaban a contemplar el monótono y gris paisaje que el tren iba recorriendo a su paso. El traqueteo del convoy no parecía afectar a Mark, que a pesar del tremendo secreto que sus venas atesoraban no dejaba de ser por lo demás, un ser humano corriente, aunque él se cerrara en banda negándolo y exasperando a Candy con su victimismo. Candy sonrió y le cubrió con una frazada de viaje, muy ligera y suave que había comprado para momentos como ese, poco antes de que ambos cogieran el primero de una larga serie de trenes, en Chicago. Entonces le vino a la mente el enigmático sueño que su marido le refirió, en el que Mark debía de conquistar el amor de su otro yo en una realidad alternativa para despertarla a ella en el presente, debido a que había sido víctima de un poderoso mago que la condenó a un letargo eterno. Naturalmente, pese al empeño de Mark de aseverar que era cierto, Candy le siguió la corriente creyendo que el joven había tenido un vivido sueño donde confundió la realidad con la ficción. Sin embargo, ella sabía que toda aquella historia encerraba una parte de verdad, a fin de cuentas, Candy había presenciado en sus recreaciones oníricas como habría sido su vida, de no haber entrado Mark de pleno en ella. Se sintió muy incómoda elucubrando acerca de esa cuestión y prefirió soslayarla centrándose en otras meditaciones para pasar el tiempo, que dentro del vagón parecía marchar más despacio.

20

Estaba revisando la contabilidad de los Andrew, secundado por Mermadon que manejaba los delicados y frágiles libros de cuenta, sobre todo para sus masivos dedos metálicos con sumo cuidado. En ausencia de Mark, tanto yo como mi amigo robótico, nos ocuparíamos de llevar el mayor emporio comercial de todo el país, por lo menos en la época que nos había tocado vivir, no por el natural discurrir del tiempo o nuestra pertenencia a la misma, si no por razones que nos sobrepasaban y que nos hicieron huir de un mortal peligro, quizás sin reflexionar adecuadamente que estábamos haciendo y a donde iríamos a parar. Mientras Mermadon pasaba las páginas con sumo cuidado y sus sensores ópticos enviaban con la rapidez de un pensamiento, la información a su cerebro, yo trataba de cuadrar un complicado balance con la ayuda de una calculadora solar. Como Mark trabajaba en penumbra para concentrarse mejor, descorrí las cortinas y al instante, la brillante luz solar me deslumbró haciendo que tuviera que protegerme con los antebrazos. Entorné un poco las cortinas y seguí trabajando intentando que no se repitiera el desaguisado provocado por la detención de Albert y su posterior proceso y encarcelamiento, para que no se acumulara el trabajo por la prolongada ausencia de Mark.

La noticia de que Mark y Candy iban a emprender un largo viaje, larguísimo diría yo, hasta Rusia para averiguar que le había sucedido al padre de Candy por un inextricable asunto, cuyo hilo argumental me costó bastante desentrañar me causó algo de pena y desazón, pero ya estaba curado de espanto en cuanto a singladuras imposibles, se refería con mi visita a los campos de batalla de la Gran Guerra, o mi paso por un extraño mundo tardo medieval, donde para colmo acabé como esclavo en unas minas donde los accidentes, cuando no los terremotos estaban a la orden del día. En ese instante sonaron unos suaves golpes en la puerta, lujosamente decorada. La examiné brevemente y tras un rápido cálculo mental, convine en que ya solamente la plancha de madera noble debía haber costado un millón de euros a tanto alzado, eso sin contar toda la riqueza y el lujo atesorado solamente en aquel gabinete de trabajo que había pertenecido a Albert.

-Adelante –dije sin apartar la vista del mar de papeles que tenía delante de mí y que amenazaba con tragarme en sus profundidades, si me dejaba llevar por el desánimo ante la marea blanca que se cernía ante mí.

Los batientes se entornaron y Helen Legan hizo su aparición con una bandeja de comida. Me quedé un poco parado. Antes, la distinguida señora Legan no se habría rebajado a recoger ni una galleta de la alacena de la cocina, aunque estuviera literalmente consumida por el hambre y su vida hubiera dependido de ello. Aparte de la positiva influencia que habíamos ejercido en sus vidas, pasaba mucho tiempo con la servidumbre interesándose por sus necesidades, lo cual había la permitido intercambiar puntos de vista y conocer mejor su modo de vida, y por mor de una saludable empatía que hubiera sido impensable, hasta hacía unos pocos años, había aprendido a tratar a sus criados como a seres humanos y no como a siervos, ante los cuales experimentar un profundo desagrado, ya de tan solo mirarlos.

Helen se sorprendió al verme trabajando hasta tan altas horas de la noche y había decidido subirme un tentempié, lo cual le agradecí con una leve inclinación de cabeza.

Mermadon fiel a su inveterada costumbre de saludar cortésmente tanto si hacía acto de presencia en algún lugar que desconocía, a los presentes que se encontraran allí, o a los que el robot recibía con el debido respeto y una educación exquisitas se irguió cuan largo era y realizó una exagerada genuflexión que hizo sonreír a la señora Legan. Aun recordaba el susto que le produjo cuando lo vio por vez primera y como Mark y Candy se rieron de Eliza, sin mala intención a costa de ella debido al exacto y minucioso diagnóstico que hiciera de la muchacha de cabellos cobrizos rematados en bucles.

"Demasiado preciso" –puntualizó ella para sí, riendo encantadoramente al evocar la cara de estupor primero y luego de enfado de su hija, cuando el robot le anunció que comía demasiados dulces, lo cual era bien cierto. Helen lanzó un breve suspiro. Aun continuaba siendo muy hermosa. No era de extrañar que Ernest se hubiera enamorado perdidamente de ella en su juventud, cuando la conoció veinte años atrás y ella quedara prendada a su vez, de la apostura y la gallardía de su futuro marido.

Tras saludar a la dama, el robot retornó a su trabajo, quedando casi oculto tras una pared de legajos, libros contables y facturas a modo de parapeto, que clasificaba y examinaba a velocidades increíbles.

Depositó la charola con algunas viandas en frente de mí y se sentó en una butaca que estaba encarada hacia mi mesa de caoba. Me sonrió levemente. De una lógica hostilidad inicial, había ido pasando a apreciarme hasta el punto de llegar a sentir una sincera simpatía por mí. La dama que llevaba un vestido azul con un corpiño de color rojo me observó con súbito interés desde su asiento. Al verme teclear rápidamente en la calculadora realizando complicados cálculos, que tenía que supervisarme Mermadon cada dos por tres, entornó los ojos ambarinos y preguntó:

-¿ Otro de sus curiosos inventos Maikel ? –preguntó Helen levantándose y dirigiéndose hacia la cabecera de mi mesa para apreciarlo mejor, -la verdad es que este no lo conocía –apostilló intrigada, fijándose en el visor fosforescente en el que iban apareciendo diversas cifras a medida que apretaba las teclas, realizando sumas o multiplicaciones.

-Se trata de una máquina para calcular Helen –comenté yo con una gran sonrisa, deseoso de ilustrar a mi amiga, acerca de su sencillo manejo, aunque de una enorme utilidad –con esta máquina se hacen sumas, restas, y otras operaciones matemáticas y cálculos.

Helen tomó la calculadora de un negro brillante entre las manos, de la que solo destacaba el visor fluorescente y las teclas con sus correspondientes símbolos iluminados. Asintió y me la devolvió otra vez diciendo:

-En realidad he venido por otra razón Maikel –me comentó Helen cruzando sus brazos sobre el corpiño, mientras las cortas mangas adosadas al mismo temblaban levemente- se trata de Candy y de Mark. Estoy plenamente al corriente de su viaje y de la razón que les ha llevado a realizarlo, pero no alcanzo a entender porqué no podían haber esperado el retorno de ese hombre a Estados Unidos.

Resoplé ligeramente. Al parecer, Candy no le había contado todo lo que yo si sabía a su madre adoptiva. Dejé la calculadora junto a los rimeros de papeles, que se iban amontonando hasta desplomarse por el borde de mi escritorio y caer algunas de las hojas al suelo de mármol y comenté a la atribulada madre tomando sus manos entre las mías:

-Helen, querida amiga, el padre de Candy podría ser ejecutado en cualquier momento.

-¿ Qué ? –preguntó asustada, cubriendo sus labios rosados con la mano derecha, en cuyo dedo índice brillaba un valioso anillo con una amatista engarzada, regalo de Ernest por su reciente aniversario de boda. Bajé la cabeza un poco contrariado. Candy no le había relatado todo, probablemente para no apenarla más de lo necesario. Expuse a la señora Legan lo mejor que supe, la caótica situación que estaba atravesando el país y sintió que funestos presagios nublaban sus sentidos al cumplirse sus más negros augurios. Para tranquilizarla le dije:

-No debería preocuparse tanto Helen. Candy no está sola, si no con Mark. Nadie en este mundo podría acercarse a ella con malas intenciones sin tener que vérselas con su marido.

Helen asintió levemente. Aunque había aceptado resignada y calladamente, que Candy partiera hacia tan distante país, era evidente que continuaba estando triste y que la echaba de menos. En su mente se entremezclaban por un lado, los remordimientos fruto de las vejaciones y maldades inflingidas a Candy en el pasado y en cuya puesta en práctica había utilizado a sus hijos como peones a su antojo sin ningún escrúpulo, y por otro, el hecho de tener que compartir el cariño de Candy, con Eleonor, su verdadera madre. Eleonor era tan bondadosa y comprensiva que le dejó bien patente, que jamás desplazaría el afecto de su amiga, del corazón de Candy para hacer sitio solo al suyo, pero el hecho de que Candy y Eleonor se hubieran reconciliado acrecentaba en Helen el temor a perderla definitivamente, y no solo como hija. Aunque a efectos legales debido al reconocimiento de Candy por parte de Eleonor, como hija legítima suya, lo cual produjo una verdadera conmoción mediática en medio mundo que hizo correr ríos de tinta sobre mares de papel maché. Aunque Helen había dejado de ser su madre adoptiva, la muchacha continuaba llamándola de la misma manera, y profesándola idéntico cariño que de costumbre. Consciente del soterrado y silencioso duelo entre las dos mujeres, Eleonor de un lado, y Helen del otro aunque las buenas formas y el respeto mutuo imperante entre ambas fueran la tónica dominante, por optar al derecho de ser llamadas madre por parte de la muchacha, Candy llegó a una solución de compromiso que se revelaría muy eficaz. Se reunió por separado con cada una de las damas, y acordaron que continuaría dispensando el mismo trato, a las dos mujeres como hasta ahora, evitando llamar madre a una en presencia de la otra, para no herir los sentimientos a flor de piel, de cualquiera de ellas. Fue la propia Helen quien dejó bien claro a Candy que tal dignidad solo la merecía, quien podía irrogarse únicamente esa atribución por derecho propio: Eleonor Anderson, por haberla traído a este mundo, como cuando se lo anunció de forma tan trágica en su camerino, pero finalmente ni la propia señora Legan fue capaz de disuadir a Candy de continuar considerándola su otra madre, al modo en que, Eliza hacía lo mismo conmigo, en mi caso, llamándome tío. Mermadon dirigió por un instante sus ojos rojos como dos ascuas de luz hacia la dama y comentó con su voz meliflua:

-No tiene de que preocuparse señora Legan. Mis análisis que el señor Anderson tiene un porcentaje de un ochenta por ciento de proteger a la señorita Candy satisfactoriamente si tenemos en cuenta las variables…

-Ya basta Mermadon y céntrate en tu labor. Todavía tenemos mucho trabajo por delante –comenté al robot, sin apartar la vista de un cuaderno de apuntes con anotaciones de puño y letra de George, acerca de un negocio cerrado por Albert en Atlanta haría cosa de dos años. Sin embargo, al examinar mejor el libreto me cercioré de que realmente era un diario donde el discreto y elegante secretario de Albert, narraba sus impresiones sobre el lento pero gradual cambio que la personalidad de Albert había ido experimentando a peor, sobre todo a raíz de la llegada de Mark. Helen bostezó levemente sintiendo que el cansancio empezaba a hacer mella en ella. Decidió acostarse, tras despedirse de nosotros, se me aproximó y me dijo mirándome fijamente:

-Siento todo lo que le dije en el pasado Maikel. Me he dado cuenta quizás un poco tarde, de que es usted una buena persona.

-Lo mismo que usted querida amiga –comenté guardando el diario en el bolsillo de mi gabardina para leerlo más tarde, en la tranquilidad de mi habitación.

Finalmente, la dama nos dejó solos cerrando cuidadosamente la puerta del despacho y encaminándose hacia su alcoba. Como su marido había vuelto a ausentarse por razones de trabajo, aunque Ernest procuraba estar el menor tiempo posible alejado de su esposa, había aceptado nuestra invitación de pasar aquella semana en Lakewood para no permanecer sola en su casa

. La enorme mansión se había quedado vacía una vez que Stear y Patty se mudaran a la antigua villa del lago, aceptando la oferta de Mark, una vez que la vieja casa fue restaurada completamente y Anthony y Natasha habían seguido su ejemplo hacía ya tiempo. Solo quedaba en la enorme casa solariega de los Andrew, la anciana tía abuela que apenas abandonaba sus habitaciones y la servidumbre, aparte de nosotros, pero cuando pusiéramos al día la contabilidad de la familia Andrew retornaríamos a la casa de los Legan, que se había convertido en el hogar definitivo de mí y de Mermadón.

21

El encuentro entre Haltoran y Annie fue algo digno de verse y tan emotivo, que hasta el normalmente comedido y rígidamente circunspecto primer ministro, no pudo evitar que alguna lágrima furtiva se deslizara bajo el borde de la montura de sus gafas redondas. Cuando el automóvil se detuvo ante el imponente edificio de la Prefectura de Tarento, una figura grácil ataviada con un vestido de noche de satén rojo, e impelida por el amor que sentía hacia el hombre que viajaba en el interior del automóvil, cuyas ventanillas estaban ocultas por cortinas opacas salió a su encuentro. Haltoran descendió del vehículo casi antes de que este se hubiera detenido del todo con un seco frenazo, y avanzó a trompicones hacia su esposa. Cuando se encontraron frente a frente, las pupilas azules de Annie quedaron cautivas de los ojos verdes de Haltoran que expresaban la emoción y el amor más absoluto. Se fundieron en un largo abrazo que fue rubricado con un apasionado beso, que duró casi un minuto.

-Amor mío, amor mío –suspiraba Haltoran apartándose de ella brevemente para admirarla -¿ te han hecho daño esos canallas ?

-Me han tratado bien cariño –dijo ella sonrojándose levemente al evocar el penoso incidente vivido entre ella y Alessandro, por el que estuvo a punto de entregarse al cínico noble, de no haber intervenido oportunamente su tío, amonestándole seriamente. La forma de actuar de Annie se debió a la promesa de Alessandro de devolverle a su marido sano y salvo, cosa que no estaba en disposición de cumplir. La tímida muchacha morena decidió ocultarle a su marido la vergonzante situación por consejo del primer ministro y para impedir que de buenas a primeras y enardecido por la ira y el dolor buscase a Alessandro para vengarse, aunque Manzini ya le hubiera advertido por activa y por pasiva, muy seriamente de que no empezara una guerra por su cuenta, cosa que a buen seguro, le costaría la vida, a menos que desistiera de ello y abandonara todo ansia de desquite.

-Si no quiere dejar viuda a su encantadora esposa antes de tiempo –le aconsejó el general Manzini- quítese desde ya, esas ideas de la cabeza, aunque la razón le asista y no es para menos –admitió el general sintiendo una instintiva repugnancia al pensar en Alessandro.

Annie reclinó su frente sudorosa y ligeramente caliente en la de su marido y dijo acariciando sus cabellos pelirrojos mientras deslizando las yemas de sus dedos por los mismos:

-Quiero volver a casa cariño, tengo ganas de ver a Alan y a mis padres, y olvidarme de esta pesadilla. Estar a tu lado es el mejor remedio a mis pesares.

-No temas pequeña dama –dijo sonriendo mientras contenía sus lágrimas- nos marcharemos ya mismo, siempre que su excelencia –dijo dirigiéndose al primer ministro observándole por encima del derecho hombro de su mujer, y que observaba complacido la escena- no tenga inconveniente.

El aludido alzó las manos separando ligeramente los brazos de su cuerpo y sonrió, dando a entender su anuencia a la petición de Haltoran. Es más, prácticamente lo estaba deseando fervientemente para cerrar aquel penoso capítulo, lo antes posible.

-Por mi parte ninguno, señor Hasdeneis. Lamento de corazón cuanto han sufrido y que en nuestro bello y hospitalario país haya seres de la catadura de mi sobrino, y que por cuya culpa hayamos llegado a esta penosa situación. Lo lamento de veras.

Haltoran ahogó un gruñido pero era plenamente consciente de que el mandatario, solo intentaba reparar el daño, en la medida de sus posibilidades. Annie se asustó temerosa de que su esposo dijera o hiciera algo inoportuno que agravase su ya de por si penoso drama, pese a que Arnaldo estaba siendo completamente sincero y lamentaba de veras los desmanes provocados por su cruel y arrogante sobrino, pero Haltoran controló perfectamente sus emociones y estrechó la mano del primer ministro con fuerza, una vez que Annie subió al mismo vehículo ayudada por el chofer uniformado, que había llevado a Haltoran desde el Alto Adigio, hasta el sur del país cruzando de punta a punta, toda la península italiana en un tiempo verdaderamente record. Finalmente Haltoran subió también al automóvil, tras aceptar las disculpas del primer ministro y rechazando algunos presentes que le ofrecía, como dinero, para intentar reparar en la medida de sus posibilidades, el triste suceso que a punto había estado de costarle al Gobierno un serio disgusto. Se acomodó junto a su mujer y el vehículo que fue ganando velocidad progresivamente, se dirigió esta vez hacia el puerto de la ciudad donde tomarían un pequeño barco de línea que les dejaría en Southampton y de allí trasbordarían a otro buque mayor que cruzaría el Atlántico, rumbo a Estados Unidos definitivamente. El primer ministro observó la partida del automóvil mientras algunas hojas secas, eran removidas debido a una ráfaga de aire que el vehículo produjo a su paso, al circular sobre ellas elevándolas del suelo, hasta que el coche se perdió de vista en la lejanía. Haltoran que había recobrado la chaqueta que le arrebataran los hombres de Alessandro y que el propio primer ministro en persona, avergonzado le había devuelto con la vista fija en el suelo, por efecto del oprobio que le embargaba, registró con disimulo la prenda mientras Annie observaba el bullicio en las pintorescas calles de la ciudad, notando aliviado como sus dedos rozaban el familiar y rugoso tacto de su arma, completamente plegada y oculta en su estuche. Antes de que el primer ministro con el imponente edificio gubernamental como telón de fondo, quedaran atrás, Haltoran se giró y observó de soslayo sobre su hombro, la gran efigie de un águila construida en hormigón y de una fea tonalidad gris, de alas desplegadas y porte altivo, que remataba la fachada neoclásica del palacio donde Annie había estado cautiva, y que parecía querer aprisionar la bella estructura entre sus garras, desde su ubicación en el techo del edificio, como una sobrecogedora metáfora de los tiempos que estaban por llegar.

22

El viaje de Candy y de Mark a través de Estados Unidos, hasta el puerto de Nueva York transcurrió sin mayor novedad. Aparte de la monotonía del viaje y del constante trasiego de un tren a otro, nada digno de reseñar sucedió durante todo el trayecto. Candy temía que no llegase a tiempo de ver a su padre, en el supuesto de que le permitieran hacerlo, o si es que no era juzgado y condenado antes de que tal hecho sucediese. Por el momento, según las últimas indagaciones de su padre adoptivo que movió con mucha delicadeza sus contactos para averiguar con gran tacto, cual era la actual suerte del recluso, el juicio no se celebraría en tres meses debido a dificultades y razones que no habían transcendido, aunque le mantendrían razonablemente bien atendido y cuidado para que llegase en buenas condiciones a ese día. Les interesaba que cuando se celebrara, se le diese a aquel juicio, un gran respaldo mediático, para que el mayor número de personas posibles, conociera la suerte que se deparaba a los traidores, los saboteadores o a quien metía sus narices donde no debía. Candy notó una punzada de indignación. ¿ Cómo era posible que le juzgaran sin pruebas ? ¿ acusarle de espionaje ?, aunque pensándolo mejor notó estremecida que bien podría ser cierto. No conocía a aquel hombre de nada, más que por las referencias y la información que su madre le había ido dando a cuentagotas en un principio, y finalmente al completo, sin ocultarle nada. Solo tenía un par de fotos ajadas y borrosas de su aspecto. Se preguntó si realmente querría hablar con ella aunque pudiera acceder hasta él, que le diría, que haría cuando estuviera en su presencia. Como sería su encuentro si llegaba a tener lugar. Todo eran hipótesis y cábalas teñidas de temor. Sólo el tiempo podía decirlo.

23

Richard Harris no logró subir al Alexandria porque su pasaporte no iba acompañado de un visado especial que solo le expedirían en la embajada rusa. Cuando había intentado ascender por la pasarela al buque, un par de policías que se habían posicionado poco antes de que la hora de subir a bordo llegase, con discreción a ambos lados de la misma le cerraron el paso al igual que toda la larga y serpenteante fila de gente que esperaba impaciente subir al buque y que pateaba el suelo debido al intenso frío. Otros viajeros se soplaban las manos o se las frotaban enérgicamente intentando entrar en calor y había quien optaba por embutirlas en el fondo de sus bolsillos para conseguir resguardar aunque no resultara fácil, sus manos de la gélida corriente que se deslizaba entre las cansadas e impacientes personas que pugnaban por subir al navío como un insidioso visitante no deseado. Cuando Richard ostentó su pasaporte ante los dos ceñudos y serios policías que se protegían del frío con gabanes oscuros, ataviados con bufandas de cuadros, orejeras y sendos bombines negaron casi al unísono, como si uno fuera el reflejo del otro, Richard creyó que le daría un pasmo. Sonrió nerviosamente e intentó hacer ver a esos caballeros que debían estar en un error y que tenía que subir urgentemente a ese barco.

-Lo siento señor –dijo el más alto- pero la situación en el país es muy delicada. Usted es periodista por lo que veo –comentó examinando el pasaporte del joven, al fijarse en las credenciales que había aportado junto con el documento para no tener que sacar las manos de los bolsillos más de lo imprescindible.

-Sí –comentó Richard temiéndose lo peor- pero no se que tiene eso que ver con que pueda subir al Alexandria.

Los dos hombres se miraron con aire de resignación. No era la primera vez a lo largo de esa semana que habían tenido que dejar a alguien en tierra a la hora de tomar pasaje en cualquiera de los barcos que partían hacia San Petersburgo provocando algún drama personal, o acrecentándolo, pero Richard no podía culparlo. Los funcionarios solo estaban cumpliendo con su deber.

-Los periodistas no son precisamente bienvenidos –declaró uno de los policías con cansancio. Había repetido lo mismo muchas veces a lo largo de las últimas horas -aunque eso para nosotros no reviste mayor importancia. Pero su pasaporte por si solo no es válido. Tiene que dirigirse a la embajada rusa o en su defecto al consulado para que le otorguen un visado especial. Si no…no podemos hacer nada.

El rostro del joven periodista fue abandonando gradualmente la cordialidad que intentaba mantener para allanar aquella dificultad añadida. Pensaba que su encanto personal bastaría para conmover a los dos policías, pero había intentado alcanzar una meta demasiado incierta. Desesperado, elevó la voz levemente intentando buscar la comprensión de ambos hombres:

- La suerte de una persona muy querida para mí depende de este viaje. ¡ Por el amor de Dios ¡ -estalló finalmente- ¿ es qué no lo comprenden ?

Algunas voces airadas empezaron a escucharse a su espalda. Una mujer regordeta de unos cuarenta años y de pelo rubio y ralo, con demasiado colorete en sus mejillas protestó por la excesiva tardanza del periodista para entender que no podía hacer nada y reclamándole que se apartase para dejar el paso expedito. Al momento, como un eco otras voces de enojados viajeros exhortaron a Richard que dejara de obstaculizar el paso de la gente con su terquedad.

-Lo lamento señor Harris y nos hacemos cargo, créame –dijo uno de los policías desviando la mirada hacia su compañero para no encontrarse con la incómoda expresión del desesperado joven- pero hágase cargo. Solo cumplimos órdenes. Diríjase al Consulado o a la embajada, aquí no podemos hacer nada más por usted, y sin ese visado no podemos dejarle pasar. Lo siento.

Richard lanzó un bufido pero se contuvo, haciéndose a un lado para que la creciente cola de viajeros pudiera continuar su marcha. Algunos le miraron reprobadoramente al llegar a su altura, pero el joven con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, al igual que su ánimo solo podía experimentar que el mundo se hundía bajo sus pies, dejando un insondable y negro abismo en su lugar. Resignado dio media vuelta y se encaminó lo más rápido que pudo a las estribaciones del puerto. Enfrentarse a los policías solo conllevaría que estos sacaran sus armas reglamentarias si se ponía excesivamente violento, y lo esposaran para llevárselo detenido encañonado a comisaría. Aun en el hipotético caso de que consiguiera colarse, los dos adustos policías pedirían refuerzos y tras registrar el barco palmo a palmo, terminarían por localizarle y devolverle a tierra quisiera que no. Por otro lado no deseaba provocar un escándalo. Con un poco de suerte, tal vez consiguiera embarcar en otro barco de forma clandestina. Pero aunque indagó discretamente por todo el muelle no halló nada ni por asomo. Solo un tal capitán Jaskine cuyo aspecto y el de su tripulación, era tan astroso como el de su destartalado barco, una vieja embarcación que dejaba mucho que desear, y a punto de irse a pique se ofreció a llevarle hasta Southampton, por una suma astronómica. Decidió negarse y tras recobrar el dinero por la devolución de su pasaje, en las oficinas de la naviera, un entristecido y enamorado Richard se dirigió hacia la sede de la embajada, tal y como le sugirieran los agentes de la ley.

24

Pero en la embajada continuaron los problemas. Primero un portero con gorra de plato, librea roja y galones dorados le miró con gesto sospechoso, aunque le dejó pasar finalmente tras interrogarle brevemente acerca del motivo de su visita. Superado este obstáculo, Richard accedió a un enorme vestíbulo de mármol donde una serie de personas deambulaban de un lado a otro, realizando gestiones o simplemente dejando pasar el tiempo a la espera de que las largas colas que se formaban frente a cada ventanilla fueran menguando. Richard preguntó por la ventanilla de expedición de visados a una anciana señora, que combatía el frío con un abrigo de visón y que tocaba su cabeza con una recargada pamela, y se situó detrás de una cola que avanzaba lentamente siguiendo las indicaciones de la señora. Aguardó pacientemente pese a la tremenda prisa que tenía a que las personas que se encontraban por delante suyo fueran aproximándose a un mostrador de mármol jaspeado de manchas e incrustaciones blancas y que el funcionario de turno las despachara lo más rápidamente posible, para cubrir el maldito trámite de una vez por todas. Richard debió figurarse como sus plegarias eran escuchadas, porque el hombre que atendía la dependencia, con cara de aburrimiento y unos bigotes que casi le ocultaban los labios y la nariz debido a su descomunal tamaño, Iba despachando con rapidez a cada persona que se le acercaba, con una más que evidente huella de temor en sus rostros, a que su gestión fuera rechazada. Cuando le tocó el turno a Richard se fijó en los ojos grises tras unas minúsculas lentes, del empleado que llevaba una visera negra, sobre su enorme frente despejada, y alcanzó a vislumbrar parte de su calva brillante. Confió en que el hombre entendiera su situación una vez expuestos los motivos y contestado a cada una de las preguntas que el hombre le iba haciendo con voz monótona y monocorde. Tras una tensa espera y un largo silencio cargado de presagios, el hombre se ajustó la visera que amenazaba con desprenderse de su cabeza y puso las gafas en su sitio. Estudió la solicitud de Richard y dijo finalmente:

-Lo siento, pero para poder expedir un visado, debería haber pedido audiencia al señor embajador, el cual debe estudiar cada caso por separado y concederlo o no. La situación de Rusia ahora mismo es muy complicada y por eso, las peticiones de entrada son revisadas minuciosamente.

-¿ Puedo ver al señor embajador ? –preguntó Richard incrédulo de que pudiera tener tan mala suerte.

-En estos momentos no se encuentra aquí señor, está realizando diversas gestiones en el extranjero, y no regresará en un par de semanas –dijo el hombre con su mismo tono monocorde que empezaba a sacar a Richard de sus casillas.

-Alguien habrá en su lugar, alguien quien me pueda recibir –protestó Richard intentando mantener la poca compostura que le quedaba.

El funcionario negó con la cabeza realizando un gesto de hastío por la insistencia de aquel hombre, que estaba demorándole más de lo necesario.

-El vicesecretario pero no tiene autoridad para sellar un visado. Lo lamento señor. Vuelva dentro de dos semanas.

Richard perdió finalmente los papeles y la poca paciencia que conservaba. Comenzó a aporrear violentamente el cristal translúcido de la ventanilla, aunque las rejas que lo protegían evitó que saltara hecho añicos y que Richard se cortara los nudillos. El funcionario retrocedió espantado, al igual que el resto de las personas de la larga fila, que no esperaban ni por asomo, una reacción tan violenta por parte de aquel hombre joven de aspecto tranquilo y mesurado.

-Maldito canalla, cerdo –vociferó Richard indignado sin dejar de asestar golpes cada vez más potentes pero sin resultado contra la reja- dame ese visado, lo necesito como sea, no puedes hacerme esto, no puedes.

Estaba tan ofuscado y empeñado en echar abajo el separador, que le mantenía apartado del temeroso empleado que se había refugiado al fondo de su cubículo, que no vio venir al corpulento ordenanza de la librea roja, que alertado por el escándalo que se producía en el interior de la embajada entró y asió a Richard por ambos brazos llevándoselo de allí como si fuera un muñeco ante las imprecaciones de las personas que abarrotaban el vestíbulo de mármol de la embajada. A los gritos de "fuera", "fuera" o "que lo echen a patadas", el ordenanza no necesitó que se lo dijeran dos veces para llevarlo acabo. Arrojó a Richard violentamente a la calle tras atravesar la puerta giratoria de modo que el periodista terminó tendido en mitad del pavimento, cubierto de barro y magullado. De nada sirvieron sus valerosas y decididas tentativas de obligar a aquel gorila a que se detuviera y le dejase libre. Al contrario, el hombre parecía divertirse con los patéticos aspavientos de Richard y sus acometidas que no lograban rozar tan siquiera el rostro del fornido portero que terminó por echarle a la calle con cajas destempladas. Tras unos instantes en que no era capaz de mover sus extremidades, debido al dolor que aquejó sus miembros, consiguió ponerse en pie a duras penas. La gente pasaba de largo a su paso, haciendo como si no existiera, ignorándole olímpicamente. Nadie se ofreció a ayudarle, ni tan siquiera a preguntarle que tal se encontraba. Se levantó penosamente y sacudió sus ropas lo mejor que pudo de barro y suciedad. Volver a entrar sería empresa vana y perder el tiempo porque el ordenanza volvería nuevamente a sacarle a puntapiés de allí. Sin saber que hacer, y con su provisión de optimismo agotada y su voluntad bajo mínimos, deambuló por las calles aledañas al puerto sin rumbo fijo, con la mirada perdida y apretando el dinero que le quedaba así como la carta de Katia dentro de su bolsillo con el puño crispado. Se detuvo frente a una taberna con pinta de tugurio, donde algunos borrachos cantaban desafinadamente a voz en cuello y un marinero tuerto y desdentado tocaba el acordeón. El ambiente del sórdido local estaba envuelto en humo de tabaco barato y algunas prostitutas merodeaban por allí a la caza de algún cliente. El barman servía con displicencia y parsimonia, bostezando ruidosamente pese a que el bar estaba a rebosar de gente y las botellas de licor pasaban directamente de los estantes a los gaznates de la clientela, como si de agua se tratara. Richard se fundió con la masa de hombres sucios y pendencieros y se acodó en la mugrienta barra cuajada de desconchones y de un desvaído color crema. Por increíble que pareciera el tabernero acudió rápidamente a su encuentro, quizás porque la presencia allí de un hombre de aspecto pulcro y decente solía ser sinónimo de buenas ganancias, aunque no necesariamente, porque normalmente su clientela de marineros, obreros y rufianes fulleros y pendencieros, casi siempre borrachos, se gastaban su escasa paga en alcohol de garrafón o aguardiente que consumían en altos dosis, aunque si les hubiera servido acido o el agua de fregar los suelos y la barra que iría a parar a la calle o vaciaría por el retrete, tampoco habrían notado demasiada diferencia. Y eso cuando le pagaban, porque siempre que podían, quien más o quien menos trataba de escasearse sin abonar las consumiciones, siempre que la suerte les acompañaba y la caprichosa fortuna les sonreía, no viniéndoles de cara. Aunque aquellos a los que sorprendía el hirsuto y cejijunto tabernero intentando irse sin pasar por caja, la siguiente vez optaban prudentemente por pagar hasta el último centavo o emigrar a otros establecimientos donde no estuvieran tan vistos, o fueran más "tolerantes" y "comprensivos" con ellos, en cuestiones crematísticas. Con Richard no tuvo ese problema. Sorprendentemente y pese a su estado de embriaguez más que lamentable, que casi le impedía tenerse en pie, cuando varias horas después emergió por la destartalada puerta de la taberna, nadie había intentado pegarle o robarle el dinero que guardaba en el bolsillo izquierdo del pantalón, quizás porque su suerte si se podía decir así, no era tan adversa como en un primer momento había imaginado. Empezó a llover, primero unas pocas gotas que apenas llegaban a ser lo suficientemente abundantes para mojar a Richard y a los que se aventuraban por las peligrosas calles de aquel sórdido barrio, y más sobre todo de noche, pero fueron aumentando de tamaño gradualmente hasta alcanzar la consistencia y el grado de un fuerte aguacero que pronto dejó sentir su presencia en aquel olvidado rincón de la populosa urbe anegándolo todo de agua por completo. Richard, apoyado en una farola se desvaneció finalmente, pese a la inclemente lluvia y el frío que la acompañaba y perdió el conocimiento. Momentos después le encontró una patrulla de policía que hacía una de las escasas y aburridas rondas nocturnas que alguna vez, muy de cuando en cuando, acertaban a pasar por allí aventurándose en las traicioneras y duras calles de aquel barrio sin ley. El pasaporte y el dinero que le restaba, esta vez si que habían volado, pero uno de los policías encontró guardada en varios dobleces, una carta de su tía Martha en el bolsillo derecho de la camisa. El policía que ya se hacía cábalas en torno a la identidad del que solo parecía ser en un principio, un borracho mas abandonado a su suerte, suspiró aliviado al encontrar la carta con las señas del edificio en el reverso.

"Hogar de Pony, camino de la Colina, sin número, Michigan" –leyó con voz entrecortada debido a la furiosa lluvia que repiqueteaba en torno suyo y que le hacía estremecerse de frío. -¿ que podrá ser ese sitio ? –preguntó a su compañero.

-Ni idea –respondió el otro encogiéndose de hombros y cuyo capote oscuro brillaba bajo la mortecina luz de las farolas de gas, empapado de agua y calado hasta los huesos pese a la pesada prenda que teóricamente debería resguardarle de los rigores de días como aquel - pero lo mejor es que lo llevemos a comisaría y avisemos a la gente que viva en ese sitio.

-Deben ser familiares de él –comentó el otro con voz nasal- que leyendo la carta al trasluz de una farola, cuyos cristales se habían hecho añicos, debido a las pedradas que alguien que no tenía nada mejor que hacer le había lanzado para probar su puntería, se enteró de que aquel hombre, si es que se trataba de Richard Harris, tenía una tía y que aquel sitio era una especie de hospicio donde se acogían y tutelaban niños huérfanos. Entre ambos le transportaron como pudieron hasta un coche de punto que pararon precipitadamente y se encaminaron a la comisaría donde cumplimentarían todas las pertinentes gestiones tras preparar un informe para el comisario, y entregárselo en mano.

-Está borracho perdido –opinó uno de los agentes, ladeando la cabeza y cubriéndose la nariz con un pañuelo, por el hedor a alcohol que desprendía -pero ya se le pasará en la comisaría.

-No creo que el señor comisario ordene enchironarlo, para mí que este desgraciado tiene mal de amores o algo así –comentó su compañero de patrulla con ojo experto, a modo de respuesta, mientras el veloz landó se dirigía hacia la comisaría, arrastrado por el tiro de dos caballos de color oscuro. Como el habitáculo del carruaje era muy estrecho, los tres hombres iban muy apretujados y deseando llegar cuanto antes a su destino, sobre todo los dos policías.

26

Martha recibió la noticia de que su sobrino había sido encontrado calado de agua hasta los huesos y con una borrachera del quince en uno de los peores barrios del extrarradio de Nueva York con una mezcla de pena y por extraño que pudiera sonar, de alivio. Tan pronto como se enteró por una llamada, ya que gracias a las donaciones de Mark y de Candy, el hospicio había aumentado notablemente su capacidad y disponía de nuevas instalaciones además de teléfono preparó un sencillo equipaje y se dispuso a trasladarse hasta la gran ciudad para recogerle, pero no fue necesario. El comisario en un arranque de humanidad y conmovido por la fotografía de la anciana señora Pony, cuya descripción epistolar, le permitió identificarla rápidamente, dispuso que el joven fuera trasladado hasta el hospicio en un coche patrulla, aunque los costes de largo viaje serían financiados por los parientes del joven, que no tuvieron inconveniente en asumirlo. Cuando descendió del vehículo, dos días después su estado era lamentable y estaba incubando una fuerte gripe, cuyos efectos más álgidos estallaron precisamente cuando ya se divisaban las tejas rojas de la techumbre del pequeño y entrañable edificio que se alzaba a orillas de un plácido y hermoso lago, junto a una colina con un árbol gigantesco. Uno de los policías sonrió conmovido al divisar a la anciana regordeta de la fotografía rodeada de niños que demandaban con alegres gritos sus atenciones, y comentó impresionado por la belleza del bucólico lugar:

-Es como volver a la infancia.

Martha ayudada por la hermana María fueron a buscar al muchacho cuya adversa suerte le había sumido en aquel estado y lo primero que hicieron fue acostarle en una de las habitaciones de invitados para iniciar inmediatamente el cuidado que el enfermo requería. Entre el cansancio que traía acumulado y los efectos residuales de la borrachera, el joven periodista no tardó en sumirse en un profundo sueño plagado de inhóspitas pesadillas. Cuando estuvo acostado y arropado, a continuación ambas mujeres salieron al exterior, para ir al encuentro de los policías, y agradecerle los desvelos y a las molestias que se habían tomado con Martha, para devolverle a su sobrino, sano y salvo.

27

Richard despertó tras algunas horas más de convalecencia. Aunque la gripe que le atenazaba no había sido tan virulenta como en un primer momento la hermana María se había temido y la intensidad de la fiebre había bajado, la mojadura que el joven llevaba encima cuando los policías de patrulla por el peligroso barrio le encontraron, le obligaría a guardar cama por espacio de una semana. El joven con un termómetro en la boca y arropado por dos gruesas mantas que entre la hermana María y su tía, le habían traído echándoselas por encima tras acostarle e iniciar un tratamiento de choque para disminuir los efectos adversos de la gripe, se lamentaba de su falta de suerte, pensando en como Katia se estaría en esos momentos adentrando, en las para él, inhóspitas y agrestes tierras de Rusia. Su novia le llevaba una más que considerable ventaja y el solo hecho de pensar que estaba sola y sin su protección, le ponía más enfermo de lo que estaba. Intentó levantarse de la cama, para coger su ropa y vestirse, al objeto de marcharse lo antes posible pero cuando quiso extraer las piernas fuera de la cama, comprobó contrariado que no le obedecían. Estaba tan cansado y le aquejaba un dolor punzante en todas sus articulaciones y extremidades que no le fue posible siquiera reclinarse en la cama, para asir la manta por el dobladillo de lino y echarla hacia atrás o apartarla a un lado. Dejó de forcejear con su cuerpo adolorido y se dijo que de poco le serviría a Katia si no reponía fuerzas y se curaba del malestar general que recorría todo su ser en oleadas crecientes que iban y venían continuamente, aunque se sentía un poco mejor. El joven maldijo su suerte cuando la puerta de madera se entreabrió, permitiendo el paso de una religiosa de hábito azul y toca blanca, con las manos entrelazadas sobre el regazo, precedida por una preocupada anciana de cabellos grises recogidos en un moño que corrió hacia el mareado y atribulado Richard. Martha abrazó a su sobrino y el muchacho conmovido, dejó por un momento de lado sus preocupaciones y correspondió al afecto de su tía. La habitación en la que le habían alojado era espartana y austera, pero muy confortable y cálida. Las paredes eran de ladrillo, con una base de piedra sobre la que reposaban las ordenadas hileras de listones de madera que recubrían los tabiques. Adosado en una esquina, junto a la cabecera de la cama había un pequeño quinqué de petróleo y un cuadro que representaba una escena de caza decimonónica estaba colgado justo sobre Richard. Sobre una mesilla de madera reposaba la fotografía de una muchacha rubia, muy hermosa de grandes y expresivos ojos verdes junto a un hombre moreno de cabello largo, y ojos tan oscuros como la desesperación que le inundaba el alma en esas infaustas horas. Aquella era la habitación reservada a Candy cuando pasaba alguna temporada en el Hogar de Pony y cuando Richard tomó la fotografía entre sus manos súbitamente interesado al reparar en ella la contempló por espacios de algunos instantes. Conocía a Candy de algunas visitas que había efectuado al hospicio cuando su trabajo se lo permitía y había coincidido con ella. Tal y como se había figurado en su primera impresión al conocerla la primera vez que sus destinos se cruzaron, supuso que se trataba de una persona encantadora en el pleno sentido de la palabra, y su intuición no le había fallado como de costumbre. Sin embargo, el joven que estaba a su lado centró su atención e hizo memoria para recordar donde había visto esa cara.

-Es el marido de Candy. Llevan muchos años casados –puntualizó la señora Pony al cerciorarse del vivo interés de su sobrino por la pareja del retrato.

Sin embargo, por increíble que pudiera parecer, ni Richard ni Mark se habían encontrado en todo aquel tiempo, quizás porque los escasos momentos que Richard había podido procurarse como para visitar a su tía Martha, él no estaba allí. Entonces chasqueó los dedos tras hacer memoria. Su amigo Joseph Hayes, sobrino del recientemente fallecido Woodrow Wilson se había dejado un dossier en su apartamento de Broadway cuando fue a visitarle con ocasión de celebrar en compañía de Richard, su reciente promoción dentro del Wall Street Tribune a un cargo de más responsabilidad y con aumento de sueldo incluido, debido a una serie de reportajes muy exitosos acerca de las obras de un joven actor inglés muy prometedor, cuya carrera había iniciado un despegue tan exitoso como meteórico. Tras una comida en la que el buen vino y los deliciosos platos cocinados por Richard que era un más que aceptable cheff, junto con una animada y fluida conversación entre los dos amigos fueron la tónica dominante, Joseph se despidió de él, augurándole nuevos éxitos, pero sin la carpeta de tapas oscuras que había traído bajo el brazo y a la que en un primer momento, Richard no concedió la menor importancia. Sin embargo cuando iba a cambiarla de sitio porque necesitaba el escritorio donde su amigo la había depositado tan distraída como negligentemente, para redactar su próxima crónica algunas fotografías se deslizaron de su interior. Una de ellas era de Candy. Richard sufrió una vivida impresión. ¿ Qué hacía una fotografía de su buena amiga en la carpeta de un picapleitos cercano a las altas esferas ?

Richard no era un chafardero, y de hecho deploraba las pocas éticas y nada honorables prácticas de algunos de sus colegas de profesión para hacerse con una exclusiva o unas fotografías comprometedoras, como aquel reportero que intentó colarse sin éxito por la ventana de la habitación de hotel de Susan Marlowe, cuando tuvo lugar aquel extraño incidente no aclarado, durante el que un hombre muy alto evitó que su pierna quedase aplastada bajo unos focos, que se desprendieron de las tramoyas del teatro donde estaba ensayando Romeo y Julieta. El hombre había intentado descolgarse con una cuerda para acceder a la suite de la actriz y encontrar detalles comprometedores de la joven para poder publicar un reportaje sensacionalista, pero la oportuna intervención de unos empleados del hotel que escucharon ruidos sospechosos dentro de la suite, le ahuyentaron poniéndole en fuga. Sin embargo, no pudo evitar que la curiosidad le picase y que revisara someramente el contenido de la carpeta, aunque sabía que no debía hacerlo. Lo que encontró allí le pareció la historia más inverosímil de cuantas había descubierto o conocido durante su larga trayectoria como reportero gráfico y periodista. Se le pasó por la cabeza publicarlo, pero si lo hacía aparte de estar traicionando la confianza de un buen amigo, probablemente su jefe le echaría a patadas de su despacho por hacerle perder el tiempo con historias de brujas y cuentos infantiles, algo así como estuvo a punto de sucederle a Joseph con su tío, aunque afortunadamente el entonces presidente de Estados Unidos reconsideró su decisión, y cambió a tiempo de idea yendo a comprobar en persona, que había de verdad en todo cuando su sobrino le había detallado en el minucioso y altamente secreto informe.

Richard tuvo el tiempo justo de guardar apresuradamente todos los folios, fotografías y pruebas comprometedoras dentro del cartapacio de Joseph cuando el timbre de la puerta sonó sobresaltándole con largos y frenéticos tonos, que denotaban desde el otro lado de la puerta de entrada, el nerviosismo de Joseph por la pérdida de tan importantísimo material. Cuando abrió la puerta, el abogado entró como una exhalación casi sin saludar a Richard tranquilizándose cuando descubrió su dossier tal y como lo había dejado olvidado en la mesa de Richard.

-Menos mal –dijo el joven, jadeante aun y resoplando, por la agotadora carrera que había emprendido volviendo sobre sus pasos para recuperar la comprometedora información –creí que lo había perdido. Mi jefe me mataría si llego a extraviarlo. Gracias por guardármelo amigo. Te debo una.

Antes de que el sorprendido periodista pudiera siquiera articular palabra, Joseph volaba literalmente, escaleras abajo porque de demorarse nuevamente, no llegaría a tiempo de encontrar a su prácticamente inaccesible y siempre ocupado tío en el Despacho Oval para exponerle las formidables conclusiones a las que había llegado.

La voz de Martha reclamándole, preocupada por su inesperado silencio, le trajo nuevamente de vuelta a la realidad. Richard agitó la cabeza brevemente y cuando fue a desahogarse con la anciana, la señora Pony le interrumpió comentándole de improviso:

-Sé lo que me vas a decir querido Richard –dijo la anciana afectuosamente- pero en tu estado no puedes moverte de aquí. Tienes que descansar querido niño –repuso Martha mientras la hermana María asentía reforzando los argumentos de su buena amiga.

-Pero tía –acertó finalmente a decir Richard. Estaba tan exhausto que hasta cada palabra que pronunciaba parecía hecha de hierro y que tenía que empujarlas afanosamente para que se deslizaran de sus labios, a través de su garganta –Katia ha ido sola a ese país, buscando a su padre y puede que me necesite y..-dijo atropelladamente y lloroso el joven, enfadado consigo mismo por no haber hecho una cosa a derechas desde que intentara subir a bordo del Alexandría para viajar hasta San Petersburgo sin éxito.

-Tienes que tranquilizarte muchacho –intervino la hermana María en apoyo de su fatigada compañera- en primer lugar, Katia conoce su propio país de origen mejor que nadie y es una chica fuerte y decidida.

La religiosa hizo una pausa para tomar aire y continuó enumerando las razones por las que intentaba hacerle entender que debía permanecer convaleciente en el Hogar de Pony, hasta que se restableciera por completo.

-En segundo lugar tu jefe, el señor Temper acaba de enterarse de tus dificultades y contratiempos para embarcar hacia San Petersburgo. Yo misma envié un telegrama contándole someramente lo que te había sucedido y los policías que amablemente te trajeron hasta aquí, confirmaron que todo era cierto. Ha telefoneado esta mañana preguntando por ti, pero como estabas durmiendo ha preferido no molestarte. Me ha rogado encarecidamente que te comunique que te tomes todo el tiempo necesario para reponerte. Conservará tu empleo hasta que puedas incorporarte a tu trabajo.

-Pero, pero, pero –murmuró el joven confundido y a punto de echarse a llorar –tenía que cubrir una serie de reportajes y ahora…

-Ahora se ocupará otro compañero tuyo –le dijo Martha comprobando la temperatura reflejada en el termómetro. Para su alivio, los valores del mercurio arrojaron cifras completamente normales. La fiebre había remitido.

Richard dio gracias a tener un jefe tan comprensivo y equitativo como John Tempest. Otro en su lugar ya le habría echado a patadas a la calle, despidiéndole en el acto. El joven periodista, convino en que para que el señor Temp, pasara por alto lo de la borrachera que tenía encima, cuando los dos agentes de policía le encontraron o una de dos, o era bondadoso en extremo o simplemente no se había enterado porque los compadecidos policías optaron por no acrecentar las dificultades del joven periodista poniéndole en evidencia delante de su superior. Richard sabía que raras veces las personas acostumbradas a la violencia y al rigor de las calles, como los duros veteranos de la policía que entraban todos los días en contacto con un submundo que parecía burlarse cruelmente de ellos, categoría a la que pertenecían los dos agentes que le rescataron bajo una furiosa lluvia, mostraban sus sentimientos o se conmovían ante el primer desconocido que se encontraban a su paso, en sus rondas después de detener o identificar a toda clase de maleantes y lidiar con lo peor de toda la miseria, que podía encerrar dentro de sí el alma humana, capaz igualmente de los más elevados sacrificios y abnegadas empresas.

-Y en tercer lugar –dijo Martha haciendo un gran esfuerzo por contener sus lágrimas- ya hay otras dos personas dispuestas a recabar noticias de James O´connor.

-¿ Qué ? –preguntó Richard súbitamente. El esfuerzo por inclinar el cuerpo hacia delante le provocó un acceso de tos que hizo que la bolsa de hielo picado que tenía en la frente saliera despedida de su cabeza.

-Candy…-Martha luchó contra su desánimo para continuar hablando pero no pudo. La hermana María la asió por los hombros obligándola a sentarse mientras la consolaba con palabras de afecto.

La hermana María tomó el testigo y completó la inconclusa frase de su amiga.

-Candy…ha ido a Rusia junto con su marido, Mark para conocer la suerte del señor O´connor. Es de suponer que se encontrarán con Katia y que volverán juntos a Estados Unidos. Tu prometida no podría estar en mejor compañía que la de Candy y Mark. De hecho, he enviado un telegrama a la estación radiotelegráfica del puerto. Tan pronto como Candy y su marido aborden el barco, les harán entrega del telegrama poniéndoles al corriente de la situación.

Richard se quedó con la mandíbula colgando y una expresión de perplejidad tal que algunos niños que pese a estar al cuidado de los cuidadores contratados con las donaciones de Mark y de Candy, para hacerse cargo suyo y descargar de parte del abrumador trabajo a la hermana María y a la señora Pony para que pudieran dedicarse a otras tareas, se rieron mientras una chica de ojos oscuros con una bata blanca que denotaba su condición de cuidadora fue tras ellos temerosa de que los niños recién llegados al hospicio se hubieran perdido.

-Un momento, un momento hermana, ¿ qué tiene que ver Candy con el padre de mi prometida ? No veo la relación –comentó Richard mientras la joven cuidadora, tras disculparse se llevaba a los dos pequeños fugados de su lado en un descuido de ella y que se habían colado en la habitación sin que ninguno de los presentes se enterara, hasta que sus risas infantiles sonaron repentinamente.

Richard se puso a la defensiva. Intuía una explosiva e impactante revelación, hacia la que sentía un cierto pánico por los secretos que pudiera encerrar.

Martha, algo más recobrada porque el evocar como Candy se había dirigido de nuevo, hacia el otro extremo del mundo la había sumido en una tristeza melancólica, y apesadumbrada, habló finalmente de nuevo:

- El padre de tu prometida también lo es de Candy. Candy y Katia son de hecho, hermanastras, Richard.

Richard no dijo nada. Un tenso silencio como un pesado telón se abatió sobre los participantes de aquella dramática y triste escena.

28

-No, no, no puedes hablarme así.

La voz de Susan Marlow golpeó los oídos de su esposo, mientras Neal intentaba dominar los crecientes celos que le atormentaban. La discusión entre ambos esposos había ido subiendo de tono mientras la nurse se alegraba de que el hijo de ambos no percibiera el tenso conflicto que estaba amargando la hasta hacía unos breves días, la concordia y la armonía de lo que había constituido un hogar feliz, donde en un permanente remanso de paz, Neal y Susan se habían amado por espacio de varios años. Pero como suele suceder en toda familia feliz y bien avenida, aun en las mejores, las nubes de la desconfianza mutua, se asientan sobre el amor que debería regir su senda y terminan emponzoñando una relación que debería mantenerse contra viento y marea. Y como un antiguo sufrimiento que va creciendo lenta pero inexorablemente todo terminó por estallar aquella aciaga tarde invernal en la que los crecientes rumores que, de los mentideros de los teatros habían terminado por saltar a las páginas de los diarios sensacionalistas, y a su vez, de estos a la calle, llegando a oídos de Neal que en un primer momento se negó a dar crédito a los infundios sin sentido que manchaban la reputación de su hermosa y dulce esposa. Susan había decidido retomar su antigua profesión como actriz, sintiendo una creciente nostalgia de las tablas teatrales y planteándose que debería hacer algo más con su vida, y no ser solo una esposa complaciente y solícita que contentase a su marido, además de amante madre. No es que Susan hubiera dejado de amar a Neal, todo lo contrario, se sentía unida con más fuerza que nunca a su esposo y su hijo, pero necesitaba dar algún sentido a su vida, que el de hacer un papel que se le hacía ya difícil de seguir interpretando entre las cuatro paredes de su lujoso hogar. Extrañamente, cuando se lo planteó con las necesarias y lógicas prevenciones a Neal, el joven no solo no se opuso, si no que apoyó con decisión las intenciones de su mujer. Susan se le había quedado mirando con sus grandes y expresivos ojos de muñeca. ¿ Cómo había secundado Neal de buenas a primeras su decisión ? Había previsto una larga lucha de voluntades, y que Neal se opondría con viveza a que Susan retomara su antigua vocación teatral, pero aunque no había conocido a Neal hasta aquella tarde en que sola y desesperada, aun añorando a Mark coincidió con él bajo la lluvia e intimaron, contándole él someramente la historia de su vida. Había sido un muchacho mimado y egocéntrico hasta que la irrupción de un extraño y enigmático joven había causado un impacto tan profundo en su ánimo que el joven empezó a cambiar haciendo balance de su triste y mezquina vida, cambiando por completo a mejor. Por otra parte, el joven de cabellos castaños y expresión inteligente amaba tanto a Susan que por miedo a perderla por intransigente, cedió ante los propósitos de la joven de retomar su carrera teatral. Y como consecuencia de ello tras varias exitosas representaciones en la que el público se rindió completamente a su arte escénico, intimó con varios caballeros debido a los compromisos públicos que había ido adquiriendo por mor de su actividad. Neal no pudo más y sin pararse a pensar si sus sospechas eran o no fundadas ni en las consecuencias de su irreflexivo acto, discutió violentamente con Susan, que en un arranque de aflicción, entreverado con la indignación de que su esposo hubiera llegado a tildarla de "mujer ligera de cascos", en otro imprevisto y no meditado arranque de celos por su parte, abandonó la casa familiar, sin escuchar los desesperados gritos de su marido que pronto se transformaron en sollozos de impotencia, arrepentido de haber hablado de esa manera a la hermosa actriz.

"No tienes derecho a hablarme así" –habían sido sus últimas palabras que sonaron como un fúnebre presagio en la quietud del gran salón. Y tras recogerse la falda de satén de su vestido azul pálido, salió corriendo por la puerta dejando a su paso largos regueros de lágrimas que flotaron brevemente en el cargado ambiente de la estancia, sin que el enamorado joven se atreviera a detenerla atormentado por la forma en la que había tratado a su mujer. Jamás antes la había tratado de esa forma. Nunca antes el amor le había hecho pronunciar semejantes improperios. Ni con Candy se había atrevido a tanto, ni en los peores y más negros momentos de su permanente maltrato a la muchacha de ojos verdes y cabellos dorados. Tildar a su mujer de cualquiera.

Susan había vagado sin rumbo por las calles de la ciudad en la que ambos habían establecido su hogar, con la mirada perdida y ajena a su dolor. Neal desconfiaba de ella y eso era algo que no podía perdonarle. Pensó en su hijo que estudiaba en un lujoso internado a varias horas de camino de allí por decisión propia. El muchacho había descubierto su vocación por las ciencias y había tras largo tiempo de insistencia, conseguido que sus padres le permitieran matricularse en un estricto pero selecto internado donde se formaban algunas de las mentes más prominentes y revelantes, a nivel científico, de aquel tiempo. Existía un rumor no confirmado de que el propio Thomas Alva Edison se había preparado allí en su lejana juventud, aunque nadie había podido confirmar si el Mago de Melow Park había pasado o no por la antigua institución a la que algunos llamaban con acierto, "la fábrica de genios".

Compartiendo la misma emoción que la anciana nurse que les escuchaba discutir, al otro lado de las grandes puertas de roble del salón, Susan agradeció que su hijo no hubiera sido testigo de la cruenta pelea entre ambos. Quería a Neal, quizás habría llegado a perdonar su desconfianza fruto de sus exacerbados celos, pero no podría perdonarle fácilmente la afrenta de la que le había hecho objeto al dudar de su fidelidad y de su amor, acusándola de engañarle con otros hombres y tildándola de meretriz.

Por eso, su orgullo impidió que cuando subió a aquel tren diera media vuelta para retornar al lado de su esposo pese a estar deseando hacerlo fervientemente, pese a añorar a Neal más que nunca, con todas las fibras de su ser. Entonces un nombre que parecía ya olvidado volvió desde lo más profundo de sus recuerdos, acudiendo a sus labios casi sin que se diera cuenta.

"Mark" –suspiró estremecida al darse cuenta de que sus sentimientos por el joven de cabellos oscuros y ojos como la noche continuaban intactos, o al menos eso creía ella.

29

Estaban llegando a Nueva York. El tren traqueteaba rítimicamente sobre las traviesas de la vía y Mark agradeció secretamente que el largo trasiego de trenes, como un interminable peregrinar hubiera culminado. Había contado lo menos siete trenes, a cual más incómodo e imbuido de extraños ambientes que iban desde las más sutiles fragancias a los hedores más repulsivos que casi le hicieran vomitar, aunque mantuvo el tipo para no desairar a su esposa que le observaba con una mezcla de gratitud y de amor, por haber accedido a acompañarla en el largo, insólito y peligroso viaje. Mark se había arrellanado en el asiento de madera del oscuro y pequeño departamento, tirando con evidentes muestras de desagrado del cuello almidonado de su camisa, que le producía insoportables picores con motivo del constante roce de la prenda con la piel de su cuello. Por otra parte, la lazada le oprimía demasiado y Candy tuvo que chistarle un par de veces para que mantuviera la compostura. Mark suspiraba con evidente fastidio cuando unos ojos como esmeraldas bajo unas finas y perfiladas cejas, afeaban su conducta, que hacía que el resto de los pasajeros mostraran un inusitado interés por él. Estaba llamando la atención y Candy tuvo que llamarle al orden varias veces. Pese a los años transcurridos, Mark no se acostumbraba a las rígidas normas de etiqueta social de aquella época.

-Tienes que ser un poco más discreto cariño –le susurró Candy al oído cuando los demás pasajeros dejaron de interesarse por él- todo el mundo te mira.

-Esta ropa –dijo Mark haciendo una mueca de desagrado –pica demasiado. No termino de habituarme Candy –comentó el joven lanzando un hondo suspiro.

-Lo sé Mark, pero tienes que hacer un esfuerzo por tu parte para mantener el secreto. ¿ Sabes lo que ocurriría si alguien llegase siquiera a intuir quien eres realmente ? –preguntó Candy mientras intentaba reconstruir el maltrecho nudo de la lazada que se había deshecho debido a los frenéticos intentos del joven de aflojar el rígido cuello de almidón que le presionaba el cuello.

-Eso ya ha ocurrido querida –comentó Mark mientras esquivaba a duras penas a una anciana que se trasladaba constantemente de una parte a otra del vagón, con sus abultadas maletas a cuestas, intentando encontrar una ubicación adecuada que terminara por ser de su agrado. La anciana musitó una enésima y sentida disculpa, y siguió su peregrinar a lo largo del vagón arrancando murmullos de desaprobación entre algunos de los viajeros cuando se abría paso entre ellos, al no dar tampoco en esa ocasión con una plaza lo suficientemente confortable.

Junto a Candy, unos ancianos jugaban una partida en torno a un ajado y desgastado tablero de ajedrez, mientras meditaban cada jugada con estudiado y concentrado interés, mientras el bullicio de la gente que ocupaba el ya de por si atestado y angosto departamento, les envolvía por doquier.

Candy supo al momento a lo que se estaba refiriendo. Rememoró la emotiva ceremonia en la que un agradecido y conmovido Wilson les impuso la Medalla del Congreso por su contribución al esfuerzo de guerra en los jardines de Lakewood, ceremonia que por supuesto jamás había tenido lugar oficialmente. Rió quedamente al recrear las dificultades que el estadista había tenido para prender la condecoración especialmente diseñada y construida para Mermadon, en el bruñido pecho metálico del robot.

-Sí –dijo ella cruzando los brazos sobre su abrigo que mezclaba dos tonalidades diferentes. La zona de los botones era de color verde claro, y a ambos lados de la franja central del mismo, semejando los cortinajes de una ventana o recargado escenario teatral el resto de la prenda era de un vivo e intenso color rojo. Candy sintió el suave roce del grueso cuello de piel blanco que remataba el abrigo y disfrutó por unos instantes de la reconfortante sensación, de los flecos de piel acariciando la suya antes de continuar hablando:

-Desde luego cariño, pero el presidente siempre juró guardar el secreto, y lo ha cumplido hasta el último momento –comentó Candy entristecida al evocar el momento en que el estadista era enterrado con todos los honores en el cementerio de Arlington, reservado a los grandes prohombres y héroes del país, pero no es lo mismo.

Mark asintió mirando intensamente a su esposa. Se estremeció al sentir las grandes y deslumbrantes pupilas verdes de Candy posadas en las suyas. Ambos habrían querido abrazarse estrechamente pero coincidieron en contener y refrenar sus ansias por correr el uno a los brazos del otro, porque estaban en un espacio público rodeados de más gente. Mark cogió la mano derecha de Candy entre las suyas y la apretó con fuerza. Ella notó como un escalofrío recorría su espina dorsal. Seguía amándole con la misma intensidad que desde aquel lejano día de Mayo. Si Mark no podía dejar de mirar aquellos ojos tan arrebatadores, con Candy pasaba otro tanto de lo mismo. La sobria belleza de las pupilas de su marido, tan oscuras y tristes, la habían sobrecogido desde el primer momento. Los ojos de ambos eran completamente opuestos. Si había una emoción que pudiese asociarse a los de Candy era la alegría y el desbordante optimismo, correspondiendo a los de Mark la tristeza y reflexión más profundas y comedidas. Quizás por eso se atraían tanto, tal vez por esa razón, ambos jóvenes estaban literalmente predestinados, o como había observado una vez acertadamente Haltoran, condenados a amarse. Candy y Mark reprimieron difícilmente sus deseos de abrazarse y besarse. Candy se aproximó a Mark, intentando que la boina roja que remataba sus cabellos dorados no se desprendiera de sus sienes y le susurró al oído:

-Pero yo conozco otro secreto que se oculta en ti amor mío, y es la bondad que hay en tu corazón. Y por eso, porque no quiero que nada ni nadie vuelva a alejarte de mí, por nada del mundo, debes de ser discreto.

Mark sonrió y afirmó con la cabeza vivamente mientras besaba la mejilla de su esposa en un inocente gesto que no pareció escandalizar a las ceñudos y cansados rostros de aquellas personas, que de tantas horas encerrados en aquel compartimiento, casi se habían olvidado de expresar con sus facciones las más diversas y variadas emociones humanas. Era como si sus facciones se hubiesen acartonado aquejados por una inusitada rigidez, debido a la interminable duración de sus respectivos periplos, que parecían no tener fin en aquellos lentos y traqueteantes trenes de vapor. Si a Mark le hubieran contado cuando tenía diez años y aun vivía seguro y confiado, en el seno de un hogar feliz, antes de que su padre partiera a las antípodas del mundo, antes de que su madre saliera de este, debido a un absurdo y atroz atropello, y admiraba extasiado en compañía de sus padres las viejas reliquias ferroviarias, de un pasado más mesurado y tranquilo, que un día viajaría en una de aquellas piezas de museo, en compañía de, según su opinión, la mujer más maravillosa y dulce que pisara la Tierra, sin duda lo habría tomado por una hermosa fantasía, fruto de alguna fértil imaginación. Pero había ocurrido, aunque el iridium 270 no entendiera a primera vista, de cuentos de hadas o existencias glamurosas y memorables. Mezclar el futuro y el pasado, crear un imposible amor con dos mundos aparentemente irreconciliables, un mito, debido a una serie de coincidencias imposibles que se combinaron hábilmente para convertir a un muchacho huérfano, un simple dependiente de ferretería, en un pueblo perdido en el medio oeste, en un ser de leyenda que había unido sus destinos con los de una criatura tan hermosa como humana, tan fuerte como frágil, tan independiente como necesitada de cariño y afecto, a un tiempo.

De hecho, Terry Grandschester habría ocupado su lugar de no haber llegado él previamente hasta ella, impulsado por las alas de fuego que el iridium le había entregado, en mitad de un terror absoluto, de un miedo cerval a morir abrasado, sin entender como una refriega que ni le iba ni le venía le había transformado en lo que vulgarmente se conocía como un viajero del tiempo, solo que dotado de un inmenso poder. Pero no sería hasta más adelante cuando comprendió sobrecogido la magnitud de aquella realidad en la que se había visto inmerso repentinamente.

Mark había reflexionado mucho acerca de la dualidad del iridium en su vida. Si hubiese arribado al pasado por otros medios más convencionales, si cabe calificarlos como tal, como la consabida y manida máquina del tiempo, lo habría hecho desprovisto de todo poder, porque pese a que la máquina del tiempo era ya de por si algo verdaderamente excepcional, sin sus facultades, Mark, no habría pasado de ser una incómoda molestia para el poderoso Albert Andrew que se lo habría sacudido de encima, como quien se desprende de una molesta mosca que no deja de importunar, con su insistente zumbido y que en caso, de importunar y molestar demasiado siempre se podía eliminar de un certero golpe por mucho que el insecto evitara los embates de su perseguidor. Mientras observaba a través del sucio y traslúcido cristal del departamento, como los copos de una incipiente nevada, empezaban a desprenderse de las nubes plomizas que les habían acompañado durante todo el largo viaje meditó de si el enfurecido y enamorado Albert habría reaccionado igual si Candy hubiera elegido a Terry en vez de a su padre adoptivo, en caso de que no hubiera llegado a saltar en el tiempo y a tiempo, como solía recalcar Mark mentalmente. Tal vez esa pregunta no fuera fácil de responder pero basándose en sus penosas experiencias vividas en un universo alternativo, debido a los caprichos de aquel taumaturgo demente y que Candy había tomado por un vivido sueño de su marido, y quizás no le faltara razón, convino en que sí. Albert estaba siempre más dispuesto a aceptar, que Candy fuera la esposa de un prometedor actor inglés, que pese a su estilo de vida un tanto bohemio, siempre sería el heredero de una de las más grandes y aristocráticas familias de Inglaterra además de amigo suyo, que de un desarrapado que solo se tenía así mismo por todo y entero patrimonio, venido de quien sabe donde, con una mano delante y otra detrás, que se cobijaba bajo la techumbre del cielo y hollaba la tierra con su extraño calzado mientras atraía todas las miradas con su estrafalaria vestimenta. Conocer la verdad de su origen solo contribuyó a ahondar aun más si cabía, el irreconciliable abismo que separó desde el principio a ambos hombres. Albert y Mark jamás podrían entenderse ni ser amigos, en tanto y en cuando la razón de tal hecho, la propia Candy no eligiera a uno de los dos, sellando así definitivamente su acendrada y acérrima enemistad. Sin el fuego danzante del iridium que nacía de sus muñecas en violentos y flamígeros haces, sin los viajes en el tiempo emprendidos en medio de un ensordecedor espectáculo pirotécnico, de fuego y de luz, sin los felinos e imprevisibles reflejos que le proporcionaba la volátil sustancia, Albert habría impuesto finalmente su despiadada voluntad, terminando por alejar a Candy de él definitivamente, aunque hubiera tenido que interponer un mundo de distancia entre ambos, como de hecho había intentado hacer, enviando a Candy a estudiar a aquel rígido y severo internado religioso inglés, al otro lado del Atlántico. Sin sus facultades ni el apoyo de sus incondicionales amigos, sobre todo de Haltoran, Mark nunca hubiera podido desafiar con una mínima garantía de éxito ni perecer en el intento, el omnímodo poder financiero y social de los Andrew, en su arriesgada y ardua empresa de consolidar su relación con Candy, aunque ambos se hubieran amado intensamente, como así sucedía realmente, con todo el fervor de sus corazones. Y de haberle importunado se habría deshecho suyo, sin mayores contemplaciones ni ulteriores remordimientos. Paradójicamente y pese a no desearle ningún mal, más que vivir en paz junto a su esposa, Albert había cavado su propia fosa pasando toda su fortuna a manos de su más enconado rival. Como Candy era su heredera legal, pero la señora Elroy no estaba segura de que la muchacha por muy voluntariosa que fuera, quisiera o supiera administrar el gran patrimonio familiar ni permitiría que una mujer como ella dirigiera los destinos de los Andrew aunque fuera su heredera legal y universal, la astuta tía abuela intuyó claramente que por mucho que le desagradara Mark y el execrable hecho, de tener que entregar a ambos el control de las finanzas familiares, nadie mejor que el enigmático joven, para administrar la gran fortuna de los Andrew, porque Mark velaría por ella, con el mismo celo que lo haría por su hermosa esposa. Mark no dejaría de proteger todo aquello que a su vez amaba Candy, con la misma y plena dedicación que a la chica. Aunque a la anciana y estirada dama, le repeliera grandemente tener que decidir y acometer algo así, no tuvo otra alternativa que nombrar a Mark como su sucesor de pleno derecho, dado que no contaba con ningún otro candidato idóneo al que entregar el testigo, de la complicada a la par que delicada, jefatura del gran clan familiar. Con Anthony y Stear desentendidos del asunto, solo deseosos de vivir sus propias vidas junto a sus respectivas esposas, Archie camino del seminario, opción que por otra parte tampoco desagradaba a la astuta matriarca, y su sobrino en la cárcel, lo cual si la desagradaba y entristecía profundamente, solo tenía a Mark como único recambio posible, dado que los Legan al no pertenecer al linaje de los Andrew, pese a existir lazos de sangre y parentesco entre ambas familias, quedaban descartados, aparte de que Neal prefería continuar trabajando con su padre, en su empresa de inventos y de patentes.

30

Candy estaba ojeando una revista, que la anciana de las maletas le había obsequiado tras encontrar un lugar idóneo donde recalar finalmente, en agradecimiento a que la hubiese ayudado a ubicar sus maletas en los estantes superiores situados sobre las cabezas de los viajeros. Mientras Mark, había aprovechado para estirar las piernas incapaz de permanecer más tiempo sentado en los incómodos asientos de madera. Pese a viajar en primera clase, los mullidos butacones habían sido retirados para ser sometidos a un exhaustivo proceso de mantenimiento y restauración, pero como no habían sido entregados a tiempo, y a fin de no tener que devolver el dinero de los pasajes, a aquello viajeros que por tal medida hubieran quedado en tierra, como solución provisional instalaron unos bancos de madera que serían retirados tan pronto como los asientos originales fueran restituidos a sus respectivas ubicaciones.

Mark deambuló por el pasillo, tras advertírselo a su esposa que le miró brevemente, asintiendo con rapidez, debido a que se había enfrascado la lectura de algunos artículos de la publicación que la amable aunque un tanto latosa anciana, le entregara. En uno de aquellos textos se hablaba de la posibilidad de que el sueño de Julio Verne, de enviar a un hombre a la luna por medio de un gigantesco cañón pudiera hacerse realidad en un plazo de tiempo no demasiado lejano, de en torno, a quince, veinte años de promedio. La muchacha sonrió encantadoramente. Si más de uno de aquellos soñadores conocieran el futuro tan bien como ella lo conocía, si supieran las maravillas que la ciencia tenía deparada a la Humanidad o los horrores que la acecharían en las sombras en un porvenir, tan prometedor como sombrío, tal vez se habrían replanteado muchas cosas o no hubieran creído ni una palabra del que se hubiera arriesgado conscientemente a revelárselo. Se imaginó como Casandra, la mujer imbuida por el don de la profecía del que Apolo le hiciera entrega, y como pese a que la muchacha acertaba en sus pronósticos nadie la creía, porque el despechado dios, cuyas pretensiones amorosas, la muchacha había rechazado desdeñosamente, la había castigado de esa manera, condenándola a que nadie se fiara de sus predicciones. Ella, intentando convencer a la masa, vociferando en medio de la multitud que el hombre hollaría la polvorienta superficie del satélite, en Julio de 1969. Soltó una risita nerviosa y realizó un mohín para sumergirse nuevamente en la lectura, mientras su marido emprendía un paseo por el pasillo del tren para estirar las piernas.

31

En el exterior del tren, en medio de una oscuridad cada vez más evidente y densa, que iba desplazando gradualmente a la claridad del día, se había desatado una furiosa ventisca que hacía que los copos de nieve danzaran en vertiginosas espirales, mientras continuaban cubriendo con un manto blanco el montañoso paisaje de inusitada belleza a través del que se desplazaba el solitario convoy, que continuaba rodando impasible por el interminable camino de hierro, cuyos rieles se perdían en la negrura de la noche. Mark se había deshecho finalmente del molesto cuello almidonado y de la corbata de lazada que le oprimían y se sorprendió de ver como la gente fumaba tranquilamente arrellanada en contraste con las rígidas leyes de su tiempo, que penaban severamente el consumo de tabaco en espacios públicos. Un hombre ataviado con una gastada zamarra de tela basta, y tocado con una gorra de visera, y una más que evidente panza tomaba un vaso de vino que degustaba parsimoniosamente y a juzgar por el color de su nariz y rubicundas mejillas, había consumido unos cuantos. Algo más allá, un joven matrimonio trataba de calmar a su hijo que había empezado a llorar estrepitosamente con una minúscula caja de música en forma de cofre adornado como si fuera un tablero de ajedrez, cuyos acordes parecieron calmar al pequeño, haciendo que se serenara, hasta que el niño se quedó completamente dormido. Pasó por delante un hombre grueso de gabán oscuro, que dormitaba en uno de los bancos de hierro dispuestos en el pasillo, con un sombrero de fieltro blanco calado hasta los ojos procurando no despertarle. Mark se fijó en una especie de plano enmarcado sobre la cabeza del durmiente, indicador del trayecto del tren, a lo largo de varios estados con las distintas paradas en las que recalaba. El joven siguió andando, y se detuvo ante una puerta roja con un cristal opaco, de esquinas redondeadas en la parte superior del batiente. Entonces le pareció escuchar un gemido ahogado detrás de la puerta de hierro y sin pensárselo dos veces, posó la mano sobre la gastada manija metálica, de forma alargada tirando de ella hacia arriba. Accedió a una suerte de vestíbulo y se encontró con otra puerta idéntica en frente suyo, tras la que seguía percibiéndose el débil lamento, expresado con un hilo de voz. Las palabras que el joven podía oír claramente aunque amortiguadas por la furia del viento y el espesor de la puerta, gracias a sus facultades, expresaban una especie de pesar infinito, pronunciadas por lo que parecía ser la voz quejumbrosa de una mujer. Abrió la segunda puerta y una furiosa y gélida ráfaga de viento, que le cortó la respiración y el aliento, entreverada con grandes copos de nieve que impactaron, contra su cuerpo, le recibieron de improviso. En una pequeña plataforma con suelo de madera, una muchacha de cabellos rubios dispuestos en coletas, sollozaba sin parecer que le importara demasiado los rigores de la desatada ventisca que aullaba en torno suyo y se cebaba sobre su indefensa y menuda figura. Mark dio un respingo. Un sudor frío recorrió su cuerpo. Por un momento temió que se tratase de Candy, aunque al fijarse mejor comprobó que aquella chica no era su esposa. Sin embargo, la forma de las coletas de aquella muchacha y su fisonomía le recordaron a alguien muy familiar, tremenda y sorprendentemente familiar. Con un temible presagio acechando en su mente recogió con delicadeza a la chica levantándola en vilo de la tarima de madera, y al darle la vuelta, sus sospechas se vieron plenamente confirmadas. Unos ojos verdes se abrieron desmesuradamente aunque sin dar muestras de reconocerle. Susan Marlow gemía débilmente entre sus brazos, aterida de frío, sumida en un profundo delirio y presa de una fiebre que amenazaba con consumirla.

FIN DE LA PRIMERA PARTE