Por razones obvias, KHR no es mío, sólo las maldades que incurro sobre sus personajes son de mi propiedad.
Estoy estrenándome en estos parámetros de un pasivo agresivo (léase suke) de una manera que me gustó. Los resultados los juzgan ustedes ^w^ ¡A leer se ha dicho!
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Hay algo en particular, una faceta en específico o un fetiche algo desconceptuado que Hibari Kyouya aún desconoce con respecto a su tutor con derechos "afectuosos" (o alguna de esas irritantes interrelaciones estereotipadas que comparten entre sí los herbívoros). Si, una de esas consecuencias puntuales e inusuales que puede traer consigo involucrarse con la mafia.
Con un Capo. Con un Aliado. Con Dino.
Y esa faceta no es más que la de un adulto jovial (quizás demasiado) que gusta y disfruta de ver a su ex alumno en situaciones incómodas: como la rabieta de un niño al que se le ha quitado de pronto su juguete preferido. Precisamente, también incluye ese morbo de saber que se ha hecho llorar al niño; y es que, si bien ya es tarde para proyectar esa infancia frustrada del italiano, cuando se trata de Kyouya puede darse el lujo de jugar a desquitarse.
No importa que el precio a pagar sea una golpiza de esas rompe huesos. Todo vale para tener el privilegio de ver ese estoico rostro consternado por el fastidio.
Lo más divertido del caso es que Hibari no está acostumbrado a los retos infantiles, y Dino no sabe cómo jugar apaciblemente con otros, por el entorno en que crecieron. Así que gana quien tenga más paciencia.
Viernes por la tarde. Apenas se divisan pequeñas puntas de lo que promete ser un porvenir no tan catastrófico en Japón, pasados apenas cuatro años desde el término de aquel Conflicto de los Anillos que serían la clave para salvar el futuro de su mal uso.
Dino se encuentra en el pueblo natal del Décimo Vongola para pasar el rato. ¿Qué otra excusa tendría para tomar un vuelo de doce extenuantes horas, posponiendo su trabajo en Italia? Sencillo: Quiere ver a Kyouya.
Lo demás son agregados circunstanciales (como la obligación de informar a Tsuna del éxito de los servicios de inteligencia de CEDEF, al completar un lote de prototipos de caja arma) y además, ¿qué mejor manera de perder el tiempo que no sea con su querido y volátil ex estudiante?
Sabe dónde buscarle; aunque el chico se haya graduado en bachillerato hace un par de años, sigue guardando una copia de las llaves del Instituto Nami, por lo que accede a ciertas áreas cuando quiere. Entre sus favoritas siempre está la azotea.
Dino sube por las escaleras internas de la escuela y encuentra la puerta de la terraza abierta. La leyenda del Presidente del Comité Disciplinario es suficiente para dejar el área desértica y silenciosa, sin necesidad de avisar a nadie de no subir. Entra y lo encuentra recostado en el suelo. Sabe que no está dormido aunque mantenga los ojos cerrados, y justo por ello, por estar seguro que no hará mayor caso a su inesperada llegada, decide gastar una broma de esas que están cociéndose en su cerebro desde que saliera de Fiumicino y pisara Narita.
Desvía la vista unos centímetros, y al lado del Guardián Nube se topa con la imagen casi olvidada de ese par de palos metálicos tan característicos del menor: sus tonfas. Se acerca sutilmente, escondiendo su presencia lo mejor que puede y suprimiendo la risa juguetona que amenaza con delatarle; y, justo cuando está en el área de alcance de las armas (y de Kyouya), cambia de idea y retrae su mano para evitar levantar sospecha.
–Oh… ¡Kyouya! ¡Tiempo sin verte! ¿Qué haces aquí? – hacerse el tonto le es fácil, por lo que el otro no sospecha de las ganas de importunarle que carga el italiano. Con una pregunta por demás obvia empieza la cocción a fuego lento de la broma del día.
–Fastidias. Vete de una vez –Kyouya parece ignorar el hecho de la absurda obviedad del asunto, y aunque irritado por la interrupción de sus cavilaciones, se toma la licencia de no moverse ni un milímetro de su lugar. El Bronco sonríe con algo de maliciosa travesura y, al acercarse lo más que puede hacia el japonés, le arrebata de las manos las tonfas que éste por precaución se dispuso a sostener.
–¿Qué clase de excesiva y molesta confianza es ésta, Haneuma?–abre los ojos y se levanta de estrépito, frunciendo el ceño hasta notarse una línea de expresión en su semblante.
–Se llama jugarreta, venganza o simplemente desquite. El que más se adecúe a la situación –Dino se encoge de hombros al responder mientras le explica, sin quitarle la mirada de encima, apretando el metal contra sus palmas.
–No pregunté por eso. Y no me hagas repetirlo de nuevo: devuélveme mis tonfas –por increíble que parezca, es la segunda vez que ocurre una situación similar. La primera fue hace un año aproximadamente, cuando el Guardián Nube hubo terminado por partir a la mitad una de sus armas, justo por la fisura del mango, en plena batalla; y Dino, por disponerse a recoger el pedazo de hierro, casi se había unido al número de bajas ese día a manos de su "Aliado".
–Sígueme el juego ¿quieres? ¿Y si me niego a devolvértelas? ¿Me perseguirás para quitármelas? Vamos, será cómo jugar al "las traes" –y no es por aquella vez que ahora quería Cavallone vengarse, no. Simplemente quiere molestarle un rato, sólo para cambiar la rutina de luchas de entrenamiento convirtiéndolas en "juegos de pelea".
Sólo quiere distraerse un momento, para ser Dino simplemente.
–No seré parte de ese absurdo juego de niños –como si se hubiera dicho una sandez, Hibari prensa los dientes bajo sus labios. No tiene paciencia y eso se sabe, y pese a disimularlo mejor de lo que espera Cavallone, éste aún no termina de limitar cuánto de su interior se refleja en esos azulados orbes que destellan en ganas de destrozarlo.
Le ha tocado la fibra sensible. Y se regocija de ello.
–Entonces no te las devolveré, Kyouya –tienta su suerte al ponerse a jugar con las armas entre sus extremidades, haciendo equilibrio con una de ellas en su cabeza y otra en un antebrazo. Kyouya le observa enarcando una ceja.
–No me interesa, me largo a dormir.
–¿Qué? ¿No vas a quitármelas? ¡Pero son tus tonfas! No puedes abandonar tus armas a manos del enemigo –el aludido se dispone a dar media vuelta para irse del lugar, o eso parece. Pero Dino no contaba con esa manera de voltear su teatro, por lo que se ve obligado a un reajuste de planes.
–No seas engreído, Haneuma. No te considero siquiera digno rival para mí; sólo eres un infantil herbívoro que se niega a asumir responsabilidades. Piérdete –ya dándole la espalda al mayor, Hibari hace uso de una gama de espinas y piques para acorralar al Capo en su propio y estúpido juego.
Sin que éste se dé cuenta, por supuesto.
Y cae redondito en la trampa.
–Pero, ¡Kyouya! –Dino se le acerca corriendo, visiblemente confundido, y se posiciona justo detrás de él (quien se detuvo deliberadamente), posando una mano en su hombro. Ocasión que utiliza el Guardián para tomarle de la muñeca y aplicarle una llave de judo inversa, tumbándole de espalda al piso y quitándole las tonfas en el acto.
Le da un golpe en la cabeza con sus armas, produciendo un sonido similar al de un cachazo.
–Te advertí que la próxima vez que tocaras mis tonfas te iba a morder hasta la muerte –sonríe, visiblemente molesto–. Pero en este momento no tengo la paciencia para darte una muerte lenta, así que te destrozaré ahora mismo.
–K-Kyouya, ¡espera! ¡Ah! –el zarpazo del japonés se lleva consigo varios mechones apenas largos de cabello dorado. Y, en síntesis, se dedica a putearle con toda sus ganas.
Dino, aturdido ya por tantos golpes directos en el rostro, apenas nota cuando el otro se sienta a horcajadas sobre su tórax, aplastándole las costillas y presionando con las rodillas los costados del mayor para evitar que use sus brazos o manos. Parece un simulacro de primeros auxiliosdonde el rescatista intencionadamente trata de asfixiar a su víctima.
–Ahora prepárate. Te desfiguraré esa molesta sonrisa tuya.
Con el ceño fruncido y sin contemplación, vuelca toda su furia en las mejillas del italiano dejándole la zona totalmente inflamada y dolorida, salpicada de pequeñas marcas que más tarde se convertirán en horribles hematomas. Cuando Hibari se detiene tras drenar su frenesí, el capo Cavallone lo mira sugerente (y aturdido, cabe acotar, con un ojo hinchado que le da un paradójico aspecto yanqui). "¿Has terminado?"; y ante la interrogativa en la mirada del japonés, Dino cambia drásticamente el gesto dolorido por uno bastante presuntuoso.
Rastros de una llama amarilla en la zona de los pómulos curan rápidamente los vasos capilares magullados. Contrariado, Hibari es empujado por la fuerza del desnivel que le propina el italiano, quedando éste sentado justo sobre sus piernas. Dino sonríe de forma más que irritante mientras deja de inyectar Llamas Sol a las células de su rostro, mirando a su alumno con divertida aversión.
–Y yo te dije que la próxima vez que te sentaras sobre mí te iba a besar, ¿recuerdas?
Por supuesto que Hibari no lo recuerda al momento, pero algo le dice que el Haneuma no le está tomando el pelo. Basta ubicar entre sus brumosos pensamientos ese preciso lapso para entrar en detalle.
Y al fin lo encuentra. En una de esas tantas peleas flameantes, y sólo por eventualidades irrepetibles, Kyouya calculó mal unos milímetros al pegar un salto en un territorio que no frecuentaba (véase en los riachuelos de la montaña de Namimori), por lo que no cayó justo delante de Dino sino sobre Dino, tumbándole al suelo fangoso y quedando mal sentado sobre su tórax.
Cavallone había soltado un gemido (de dolor, de placer, ¿qué más da?) que se le antojó bastante insinuante. No supo por qué y lo atribuye al instinto de guerra, pero eso le había agradado hasta cierto punto.
Una áspera mueca aparece en los labios de Kyouya, memorando cómo la inexistente advertencia del otro se había convertido en una consiguiente batalla en la cama, esa misma noche, luego de ser tratadas sus heridas.
No es más que una excusa barata.
Es interrumpido en sus meditaciones por un rápido agarre en sus muñecas, en el cual el Bronco emplea toda su fuerza para mantener inmóviles los brazos que sostienen las tonfas, impidiendo al japonés el usarlas.
Y lo besa con algo parecido al furor y al desquite que tanto lo ha carcomido ese día, mordiendo sus labios, sorbiendo su aire. Para su agradable sorpresa, Kyouya corresponde salvajemente el drenaje de saliva que inicialmente fue un beso, retando con su lengua a un duelo de dominio en la boca de Dino.
Se separan, por falta de oxígeno y porque al italiano se le han entumecido las piernas, y Hibari finalmente habla, pertinente:
–No vuelvas a tocar mis tonfas.
–No vuelvas a sentarte sobre mí –contrapone Dino.
El aludido no lo piensa demasiado, sólo sonríe con ese mohín característico de un depredador como él.
–¿Desde cuándo me das órdenes, Haneuma?
Un brillo fugaz cruza la perspectiva del nombrado y al fin se percata que la actitud altiva que ha tomado Hibari en su contra, no ha sido con otra intención más que incitarle. De picarle, de darle empujoncitos para desviar poco a poco sus propias estadísticas. Como cuando le arrebató las tonfas, y cuando le desafió para no seguir su mandato.
Lo entretenido de la situación es que Hibari también puede jugar contra él. Un pequeño y tácito juego de las escondidas, donde quien sepa leer y distinguir las falsas pistas del escondite del otro, gana.
Su alumno sigue perfeccionándose en las artimañas que él mismo se tomó la molestia de enseñar.
Y como una leona que mordisquea un poco más fuerte a sus cachorros para reprenderlos, el Décimo Cavallone truquea con el orgullo de su aprendiz. El juego es de dos, después de todo.
–¿Desde cuándo eres tan descarado?, Señor Disciplinario.
Antes de darse cuenta, ambos están bastante acalorados y ansiosos, el asunto de las tonfas yace relegado en importancia y ahora lo primordial es sacarle al contrario uno que otro improperio o gemido. Lo que suelten primero.
Dino pasea sus manos por toda la espalda del otro, sintiendo como la tela se les va pegando a la piel por el sudor. Lógicamente, al estar manoseándose en un espacio abierto, el sol directo les incomoda; pero pocas ganas hay de interrumpir la labor de comerse a mordiscos así que optan por adaptarse. Se recuestan en el único muro del sitio, justo el que contiene arriba el tanque de agua de la institución y la entrada a la terraza, para poder refrescarse en la sombra del techo.
Con lo que el mayor no cuenta es con que las intenciones de Hibari sean iguales a las suyas y, aprovechando que aún yace sentado sobre sus piernas, le presiona contra ese muro. Conoce perfectamente su situación sin que el japonés se lo recalque: de espalda a la pared, estrujado por el peso y la fuerza de Kyouya, acorralado por éste.
Le parece interesante, porque si un juego es fácil de ganar, se torna aburrido y monótono. Y Kyouya es excelente competidor. Por ello cede al menor unos pequeños e intensos instantes de "control", frotándose contra su entrepierna, lamiéndole y mordisqueándole el rostro y los labios, besando compulsivamente aquellos casi invisibles hematomas. Sin apenas notarlo, el cuello de su camisa ya ha sido abierto y, muy a su pesar, Hibari le muerde el hueso del hombro, sacándole un gemido de sorpresa. Siente la retorcida sonrisa del Vongola contra la piel de sus pezones, y le azota un ataque de risa.
La respuesta a la pregunta que le había formulado el italiano, antes de comenzar con el intercambio de dominio sodomita, fue respondida de manera tácita. "¿Desde cuándo eres tan descarado?" Simple: "Desde que me di cuenta que tenía resultado para vencerte". Y de allí deriva su reciente hilaridad… de pensar qué hubiera pasado si Kyouya hubiese descubierto ese punto débil en su mentor hace un par de años.
–¿Sabes, Kyouya?
–…
–Como sigas así de intenso, algún día me pondrás debajo.
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Narrado en 3era persona, presente, para variar un poco el tiempo descriptivo. Espero haya sido de su gusto, a mi me encantó ese "dime qué te diré" que me sirvió de inspiración.
¡Nos vemos al otro capítulo! por ahora no les diré el número total ñ_ñ
