Pokémon Ónice
Capítulo 1: Yo no soy entrenador
¿Qué significa ser entrenador pokémon?
¿Cuál es su propósito?
¿Combatir, luchar contra otros entrenadores?
¿Es un asunto de fuerza, de poder?
Los pokémon son seres competitivos por naturaleza. Fueron dotados en su creación de magníficos poderes y disfrutan probando esas habilidades los unos contra los otros. Pero… ¿dónde tienen cabida los humanos en todo esto?
Beruno no lo sabía. Nunca había querido ser un entrenador más. En Teselia era costumbre que los chicos de su edad recibieran su primer pokémon y emprendiesen un viaje por toda la región con el simple objetivo de conocerse a sí mismos. Era una experiencia que cambiaba a las personas, las empujaba a dar un gran paso, a madurar: abría sus mentes, comprendían mejor el mundo y al prójimo y, para los más valientes y fuertes, tal vez les brindara la oportunidad de llegar a las puertas de la Liga Pokémon. Pero para Beruno, esa nunca fue una opción.
Veía a los pokémon como criaturas peligrosas, impredecibles, capaces de reducirte a cenizas en un abrir y cerrar de ojos. No podía entender qué tenían de fascinantes los combates pokémon, que rara vez veía por la tele mientras zapeaba, o presenciaba asqueado cuando visitaba el pueblo. Los pokémon terminaban exhaustos, heridos y a veces inconscientes, mientras que los entrenadores se llevaban toda la gloria. Sólo veía brutalidad en todo aquello.
Cuando llegó el momento de recibir su primer pokémon e iniciar el viaje, Beruno se negó.
El único pokémon con el que Beruno tenía cierta relación era la vieja Miltank que acompañaba a su madre en sus tiempos de entrenadora. Estaba ya muy vieja, apenas hacía otra cosa que pastar y dormir, y la leche que producía sabía rancia. Incluso a ella, que había estado allí ya antes de que él naciese, le tenía cierto reparo. No temía tratar con ella, pero titubeaba al rozar sus cuernos –chatos, a decir verdad- y parecía siempre estar alerta cuando ella andaba cerca.
Este "respeto" que Beruno sentía hacia los pokémon no siempre había sido tal. Hubo una época en el pasado, cuando su padre lo llevaba de excursión por la montaña, en la que el pequeño se maravillaba avistando bandadas de unfezant en el cielo con sus prismáticos, o se quedaba embobado al contemplar cómo los sewaddle tejían sus capullos en los troncos de los árboles; contagiado, sin duda, por la pasión que su padre profesaba a los pokémon. Pero eso era antes… antes de los gimnasios, antes de la Liga…
Aquello lo cambió todo.
Beruno vivía junto a su madre en una pequeña casita situada a las afueras de Pueblo Chamota; Tras ellos se alzaba la Montaña Reversia, imponente y solitaria, al frente: el páramo. Pocas personas vivían por allí, pues sólo era un lugar de paso y nadie en su sano juicio apostaría porque aquella tierra árida y yerma pudiera producir algo más que polvo. Pero eso lo decían porque no conocían a la madre de Beruno. Betania era una mujer muy testaruda y resolutiva, y había conseguido crecer un pequeño huerto de bayas en la parte posterior de la casa, que más tarde vendían en el mercado del pueblo rompiendo con la tradición lugareña de elaborar cerámica a partir de materiales volcánicos.
Era Beruno quien se encargaba de llevar la mercancía hasta Pueblo Chamota, una tarea que –como siempre le recordaba su madre- hubiera sido mucho más sencilla con la ayuda de un Ponyta o un Sawsbuck, tal vez. Beruno, sin embargo, prefería cargarse un zurrón a la espalda y llevar los víveres él mismo. Fue así, camino del mercado, como su vida cambió para siempre.
En realidad, el camino desde su casa a Pueblo Chamota era un camino muy corto y en línea recta, pero no sólo había que cruzar un buen trecho de hierba alta, sino que además pasaba a escasos metros de la entrada a Villa Horroris. Huelga decir que nadie osaba aventurarse tan cerca de aquella vieja mansión, abandonada hacía ya muchos años. Por la noche se veían luces en sus altos ventanales y cuando la luna llena brillaba en el cielo, se oían lamentos y toda clase de murmullos desagradables. Así que Beruno daba un rodeo y atravesaba parte del páramo: el camino se hacía más largo, pero no se veía obligado a atravesar zonas atestadas de pokémon salvajes ni a acercarse a aquella endemoniada casa.
Aquél día, a pesar de tomar todas las precauciones como de costumbre -tales como rociarse con Repelente y no salirse del camino-, Beruno no llegó a Pueblo Chamota. Había sido un mes de lluvias torrenciales como nunca antes se había visto en la Montaña Reversia, y no sólo la cosecha había sido un desastre, sino que los caminos estaban empantanados e intransitables. Betania había intentado, en vano, convencerlo de que esperase a que los caminos fuesen algo más seguros y los barros se asentasen, pero Beruno insistía en que no había peligro si miraba por dónde iba.
Se equivocó.
Si Beruno hubiera sabido más sobre los Pokémon, si tal vez se hubiese interesado un poco más en las distintas especies que vivían por aquella zona y hubiera ido acompañado de uno, habría –tal vez- conseguido evitar el peligro… pero no fue así. Las tormentas habían anegado las cuevas de la Montaña Reversia y toda clase de pokémon salvajes había emergido a la superficie, muchos de ellos muy peligrosos y, aparte, enfadados por la reciente destrucción de sus hábitats. Como resultado, los pokémon que vivían en los alrededores de la montaña se habían visto invadidos por estos otros y estaban nerviosos e irascibles: ningún repelente podría haber protegido a Beruno de la avalancha de pokémon que lo esperaba al cruzar el páramo. Incluso un entrenador experimentado tendría que haber usado toda una remesa de pociones para salir airoso de aquella situación.
Cargado con el zurrón lleno de las pocas bayas que su madre había podido recolectar, Beruno dejó atrás su casa, el huerto y los pastos donde Miltank yacía a esas horas de la tarde. Corría una brisa fresca y el aroma característico de los días siguientes a una lluvia intensa inundaba el ambiente. Al caminar, el barro se le pegaba a las botas, que cada dos por tres se le hundían en los charcos del camino y se hacían más y más pesadas, pero no le importaba; aquel tiempo le ponía de buen humor.
Llevaba apenas media hora de viaje cuando empezó a notar una extraña sensación, como si algo o alguien lo observara. Desde que emprendió el camino había estado escuchando todo tipo de murmullos a su alrededor, gritos de pokémon que no reconocía y que le ponían los pelos de punta; había notado setos que se agitaban a su paso, hierba alta que bullía y que evitaba a toda costa, y en las copas de los árboles ojos luminosos que le seguían de cerca. Se empezó a inquietar.
Poco a poco, fue aligerando el paso. Avanzaba al trote, esquivando zanjas y saltando pedruscos, consciente de que la sensación de que lo estaban observando no se había desvanecido. Arriba, en el cielo, apareció una silueta recortada contra el sol. Primero minúscula, pero cada vez más grande. Y luego un alarido metálico, como el chirrido de unos engranajes oxidados, arañó el silencio del páramo.
Beruno entró en pánico al instante y echó a correr, dejando caer parte del contenido del zurrón al suelo. La figura del cielo cayó en picado, directa hacia él. Lanzando aterrados vistazos por encima del hombro, pudo distinguir unas afiladas garras de metal. Otro vistazo y vislumbró unas alas puntiagudas como cuchillas de acero. Otro y apreció una larga cresta plateada.
Era un Skarmory.
Visiones fugaces de semejantes garras y pico afilados arañando y clavándose en su carne asaltaron su mente, que perdió todo control. Al norte, a su derecha, podía distinguir en la distancia un pinar lo suficiente espeso como para intentar perder al pájaro entre las copas de sus árboles, así que no lo pensó dos veces y saltó del camino, se deshizo del zurrón y arrancó a correr campo a través como nunca antes lo había hecho en su vida. A sus espaldas, un segundo alarido se unió al primero. Y un tercero. Beruno dejó de mirar atrás, seguro de que toda una bandada de skarmory lo seguía de cerca: sus sombras amenazantes se proyectaban en el suelo frente a él. Beruno tropezó dos veces, desollándose manos y rodillas contra el terreno escarpado, y el dolor se sumó al terror que lo empujaba a escapar.
Tan sólo quedaban diez metros para llegar al lindero del bosque y tras él, el metálico batir de alas indicaba que ya tenía la bandada de pokémon encima. Sólo necesitaba un último esfuerzo… Sólo un poco más y podría librarse de ellos… Sólo unos pasos… Entonces las garras se cerraron sobre sus hombros, puntiagudas como alfileres, y le rasgaron la ropa y se clavaron en su piel.
La criatura tenía una fuerza brutal, capaz de levantarlo por los aires sin el menor esfuerzo mientras Beruno pataleaba, impotente, viendo cómo sus pies se alejaban del suelo. A su alrededor se amontonaron los demás pokémon, atacándolo a su vez, mientras que el skarmory que lo sostenía luchaba contra ellos para proteger su presa. El intercambio de golpes sonaba como una lucha de espadas: alas, picos y garras de acero chocaban entre ellas en un intento por hacerse con el indefenso muchacho.
De pronto un golpe certero hizo que skarmory abriese sus garras y Beruno cayó al suelo desde una altura más que considerable, aterrizando sobre su brazo derecho, crujiendo este dolorosamente. Ninguno de los pokémon pareció percatarse de que su presa había escapado, enzarzados como estaban en una batalla campal los unos contra los otros, así que Beruno reemprendió su huida hacia los árboles. Cuando los pokémon se dieron cuenta de lo sucedido, el chico ya había penetrado en la espesura y se había agazapado entre unos arbustos, temblando de dolor y miedo.
En los instantes que siguieron, Beruno se quedó muy quieto, callado, casi sin respirar; aterrorizado como nunca antes en su vida. Se apretaba fuerte el brazo dolorido contra el cuerpo mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Al otro lado de su escondrijo podía escuchar a los skarmory buscándole, emitiendo enojados chirridos y sacudiendo sus metálicas alas con desesperación.
Pasaron varios minutos, largos como horas, y Beruno recobró el aliento. Se palpó el brazo, que le dolía a rabiar, y pensó que si no estaba roto, al menos se lo había dislocado. Tenía las manos ensangrentadas y las rodillas en carne viva. La camiseta estaba destrozada y a través de los agujeros podía ver las heridas que el skarmory le había dejado en los hombros. Aparte de eso, estaba bien, nada que no curasen los cuidados necesarios. Ahora sólo quedaba esperar a que los pokémon se fueran para volver a casa lo más rápido posible.
Tan ensimismado estaba, sumergido en estos pensamientos, que no advirtió la presencia del ser que llevaba allí un rato, tras él. Apenas se movía, como tallado en piedra: alerta, evaluando si aquel chico menudo y magullado podía suponer una amenaza o no. El pokémon había presenciado toda la escena a través de los arbustos: la persecución, el ataque y por último la huida. El chico se había acurrucado a escasos metros de su escondite, lo que había hecho que la criatura saliese para investigar. Viendo que el intruso no reparaba en él, gruñó suavemente.
Beruno se giró de súbito, cayó sobre el brazo herido y quedó tumbado en el suelo, completamente blanco e inmóvil al ver al pokémon que tenía frente a él. Si Beruno había pensado que no podía estar más asustado, claramente se equivocó. La sangre se le heló en las venas y el gemido de dolor se le atascó en la garganta: Unos ojos grises lo observaban fijamente, con una mueca entre curiosa y cauta. Con el hocico olisqueaba en su dirección, examinándolo. Las zarpas arañaban suavemente el terreno, y el lomo, anaranjado y surcado de rayas negras, lo tenía erizado, dispuesto a saltar si fuera necesario.
Era un Growlithe.
Ninguno de los dos hizo ningún movimiento. Uno por miedo, el otro por prudencia. Beruno no sabía apenas nada acerca de aquella especie de pokémon, y aunque su aspecto fuera mucho menos temible que el de los skarmory allá fuera, era bastante intimidante y parecía igual de peligroso a juzgar por los afilados colmillos y garras de los que alardeaba. Una llamarada de aquel pokémon bastaría para calcinarlo en el acto. Beruno no sabía cómo reaccionar.
Estuvo un largo minuto mirando a los ojos de su oponente, tratando de averiguar qué hacer. Dentro de aquellos iris grises pudo leer muchas emociones: Podía verse a sí mismo, atemorizado y herido, reflejado en sus pupilas negras; podía ver que aquel growlithe tenía cierta curiosidad; también parecía algo molesto por la intrusión en lo que debería ser su territorio, pero lo más importante era que estaba tan asustado como él.
Así que Beruno pensó con sensatez. Alzó una mano despacio en señal de rendición y comenzó a retroceder lentamente, arrastrándose por el suelo de espaldas. Cada vez que apoyaba el brazo derecho, una aguda punzada de dolor le atravesaba de lado a lado. Growlithe siguió cada uno de sus movimientos, aún alerta.
Al otro lado del seto todo estaba tranquilo, los skarmory habían desistido en su empeño por cazarlo, o eso parecía. Reinaba el silencio, no se oía nada que no fuese su cuerpo reptando sobre la hojarasca; ni un Pidove, ni un Unfezant… ni siquiera la brisa en las copas de los árboles… nada. Todo estaba en calma.
Una vez fuera de los arbustos, Growlithe dejó de prestarle atención. Parecía haberse olvidado absolutamente de su presencia y olisqueaba con insistencia el aire, con las orejas levantadas y la cola erizada. Tenía el ceño fruncido y un profundo gruñido alojado en la garganta. No, no se había olvidado de él, había captado algo que lo había puesto alerta, algo que consideraba mucho más peligroso que un simple muchacho herido.
Las copas de los árboles impedían verlo, pero allá en el cielo se movía algo. Era difícil distinguirlo a través del espeso ramaje de los pinos, pero su sombra se proyectaba en el suelo a pesar de la penumbra existente. Growlithe se irguió y lanzó un poderoso rugido hacia lo alto que retumbó entre los árboles e hizo que Beruno se estremeciera. Lo que quiera que hubiese allá arriba desapareció sin hacer el menor ruido. Growlithe se volvió hacia Beruno, bufando, ahora visiblemente enojado. Siguió avanzando hacia él, como antes, pero esta vez parecía dispuesto a atacar. Volvió a rugir, ahora en su dirección, y algo que no pudo evitar su interior lo empujó a levantarse y salir corriendo.
Tan pronto como se hubo incorporado, un Skarmory surgió de la nada y se lanzó sobre él. Beruno cayó de espaldas con el pokémon encima y se cubrió la cara con el brazo bueno a la espera del ataque que vendría a continuación. Sin embargo, el ataque nunca llegó. Beruno sí vio el destello plateado del pico que se cernía sobre él, pero una luz cegadora se impuso y un calor abrasador le hizo cerrar los ojos. Junto a él cayó el peso muerto de lo que debía ser el Skarmory debilitado por… ¿Growlithe?
Beruno abrió los ojos justo a tiempo de apartarse rodando ante una nueva oleada de llamas que el perro lanzó en su dirección. Para su sorpresa, el fuego no iba buscándolo a él, sino a otro skarmory que acababa de aparecer justo donde había caído el primero. En sólo un segundo, de todas direcciones comenzaron a salir skarmory furiosos, lanzando alaridos de rabia contra Growlithe y atacándole con todas sus armas. El perro ladraba encolerizado, expulsando bocanadas de fuego por la boca que derribaban a todos los skarmory que conseguía alcanzar.
Pero los skarmory eran demasiados y mientras se defendía por el frente, varios le atacaban por detrás y por los flancos. Growlithe resistía los golpes, recuperándose rápidamente y lanzando llamas a diestro y siniestro. En un arrebato de furia, los skarmory atacaron todos al mismo tiempo, cubriendo al perro con sus alas de acero. Las llamas cesaron y pareció que aquello era el final, pero de pronto una columna de fuego rompió la formación y se alzó hasta las copas de los árboles, chamuscándolas y abriendo una brecha en la bóveda frondosa que los cubría. Beruno se protegió del calor con el brazo mientras se encogía contra el tronco de un árbol. Del centro de la inmensa columna de fuego se oyó un poderoso rugido que se superpuso al estruendo de las llamas, y tan súbitamente como había aparecido, el fuego se extinguió.
Cuando el humo se hubo disipado, los skarmory yacían en el suelo, debilitados, y Growlithe era el único que seguía en pie, resoplando, exhausto y herido. Tras tambalearse varias veces hacia el muchacho, tratando de mantener el equilibrio, se desplomó.
Se hizo la calma.
Beruno se quedó echado en el suelo, junto al cuerpo del Skarmory chamuscado, observando el agujero que el ataque de fuego había abierto en las copas de los árboles. Las púas de los pinos calcinados caían como una lluvia de ceniza y chispas, y a su alrededor los setos ardían, víctimas colaterales de la llamarada. El chico temblaba de los pies a la cabeza, en estado de shock. Era incapaz de pensar con claridad o de moverse.
Pero debía hacerlo.
Si quería huir, ahora era el momento perfecto. Los pokémon estaban demasiado débiles como para continuar peleando o tratar de perseguirlo: era su oportunidad.
Se incorporó y comenzó a correr hacia el páramo lo más rápido que pudo, dejando atrás la arboleda y los cuerpos de los pokémon debilitados. Cruzó el trecho que lo separaba del camino y siguió corriendo hasta que se quedó sin aliento y las piernas le fallaron. Cada zancada que daba era una puñalada de dolor en el brazo herido que lo sacaba poco a poco del estado de shock en el que estaba sumido. Con las rodillas clavadas en el suelo, se miró las manos temblorosas y respiró hondo.
La falta de fuerzas no era lo único que le había obligado a detenerse. Su conciencia lo había parado en seco, acusándole. Si habían sido los pokémon los que le habían atacado y provocado aquella situación, también había sido un pokémon el que lo había librado de ella. Y él había huido, dejándolo maltrecho en el suelo, junto a sus enemigos. Growlithe había sido el claro vencedor del combate, pero había resultado gravemente herido. El ataque desesperado que había lanzado en el último momento lo había dejado sin fuerzas para recuperarse. Los skarmory probablemente volverían en sí en un par de horas… Pero Growlithe no tendría tanta suerte.
Aquel pokémon le acababa de salvar la vida y él le había dado la espalda y había salido huyendo. ¿No lo convertía aquello en un ser más despreciable que los entrenadores a los que tanto odiaba?
Inconscientemente, sus pies habían comenzado el camino de vuelta hacia la arboleda y su mente a bosquejar diferentes maneras de ayudar a Growlithe, aunque sabía que sus opciones eran escasas.
En primer lugar, nadie cruzaba aquellas tierras. El único sendero por el que circulaban los viajeros era el que partía de Pueblo Chamota y atravesaba la Montaña Reversia, el mismo que él trataba de evitar a toda costa, y quedaba bastante más al norte. Nadie pasaría por allí a quien pedirle ayuda. Él era el único que daba ese rodeo por aquellos parajes para ir al pueblo.
En segundo lugar, no podría cargar con Growlithe hasta el centro Pokémon de Pueblo Chamota en su estado; ni siquiera llevarlo hasta su casa. El pokémon podría pesar cerca de 20 kg y él tenía el brazo herido, –e incluso con el brazo sano le habría costado horrores-. Y por último, no tenía forma alguna de avisar a su madre. Los videomisores eran muy caros, y el Pokégear sólo estaba disponible para entrenadores. Con toda seguridad su madre saldría a buscarlo, pero aún faltaban horas para que Betania advirtiese que algo no andaba bien. Y a juzgar por el estado de Growlithe, no tenían tanto tiempo.
Beruno se internó con cautela en la penumbra de los árboles, donde todo estaba tal y como él lo había dejado; pareciese que el tiempo se hubiese detenido, y casi creyó verse a sí mismo acorralado contra un árbol aún aterrorizado observando la escena. Esquivando los cuerpos inconscientes de los skarmory, llegó hasta Growlithe y se arrodilló a su lado. El pokémon yacía sobre un costado y respiraba con dificultad. Tenía los ojos cerrados, pero seguía consciente. Su cuerpo estaba surcado de arañazos y profundas heridas que le teñían de rojo el pelaje enmarañado. Temblaba débilmente.
El chico alargó una mano para acariciarlo y el pokémon gruñó, casi sin fuerzas.
-Tranquilo, chico –se escuchó decir a sí mismo-. No voy a hacerte daño, sólo quiero devolverte el favor.
El pokémon gruñó una vez más y luego se quedó en silencio. Beruno le inspeccionó las heridas y le acarició suavemente el lomo. Para ser un pokémon de tipo fuego, su piel estaba templada. Tenía numerosos arañazos por las patas y el lomo, pero lo más grave parecían dos cortes más profundos a la altura del cuello y una incisión en la oreja izquierda.
"Va a hacer falta un milagro para curarte", pensó Beruno.
El chico se rasgó la camiseta tres veces donde los skarmory habían destrozado la tela y usó los jirones para vendar a Growlithe lo mejor que pudo. La tarea le costó trabajo al disponer sólo de un brazo, pero al menos así detendría la hemorragia.
El pokémon se dejó hacer, protestando débilmente cada vez que le rozaba las heridas. El chico pensó que era un animal noble e increíblemente valiente, y no podía evitar sentirse culpable por lo que le había ocurrido. A pesar de que resultaría inútil, Beruno trató de mover a Growlithe, sacarlo de entre los árboles, acortar la espera y ponerlo a la vista.
Beruno sabía que sólo un milagro salvaría al pokémon, pero no podía quedarse de brazos cruzados viéndolo morir.
