Lacey intentaba fingir pasiones ardientes cuando él la tomaba tan dulcemente, como si ella fuera frágil, con una calidez tan plena que ella juraba sólo podría lograrse con amor de por medio. Cuando terminó, la besó en la frente con la devoción de un creyente. Las lágrimas en el rostro de Lacey rodaron sin control, apenas sintió sus labios alejarse de su frente. Mientras Lacey intentaba luchar contra sí misma y el súbito mar de lágrimas que la ahogaba, él la miraba asustado como si hubiera causado algún mal. De repente, como en una iluminación, él pareció comprender de inmediato las razones, y a base de persistencia logró que ella se dejara envolver en la calidez de sus brazos, hasta que las costillas adoloridas expulsaron el último sollozo.

Él no le preguntó nada y ella no le agradeció el gesto.

Cuando se despidieron, él la dejó de nuevo en la esquina donde la había encontrado y le pidió la siguiente noche, como siempre. Inventando un pretexto, Lacey le dijo que no podía, que tenía ya otra cita y él intentó disuadirla como siempre, con dinero. Al final dinero es dinero. Lacey le medio prometió que no saldría a buscar suerte en otras partes, que su lugar a las siete de la noche estaría seguro mañana y que sus preocupaciones estaban saldadas por esta noche. Él le sonrió como un niño y arrancando el Cadilllac se alejó por la calle. Cuando lo perdió de vista en la oscuridad y sin ganas de continuar con su labor, Lacey, la prostituta de la esquina 14, caminó a casa, con pasos lentos, por un camino peligroso lleno de vagos y algún borracho de mano ruda pero embiste fácil.

No estaba pensando en mucho cuando vio al final de la calle el viejo edificio, oscurecido por las sombras de la suciedad, la miseria y las ventanas rotas.

Lacey entró tras saludar en la puerta a Granny, dueña del lugar, acompañada su nuevo "hijo" y su vestido de fiesta. Grannie era una antigua prostituta retirada de la calle por el natural paso del tiempo y un cuerpo raído por la miseria. Sus ingresos tras abandonar las esquinas, venían de ser la traficante de drogas de la manzana. Un negocio que le permitía vivir sin lujos pero de buena manera, a diferencia de su cobro de rentas a los inquilinos que conservaba más bien por caridad y en recuerdo a sí misma cuando hacía muchos años atrás, el cuento de hadas se le había cumplido. A los 11 años de eda el dueño original del edificio la había acogido de las calles, a cambio de una mamada; con el tiempo ambos se hicieron amigos y luego, casi matrimonio. Al morir él de un ataque al corazón fulminante, sin más familia que Granny, ella reclamó la propiedad como suya.

Lacey subió las escaleras pensando de nuevo en el cálido abrazo de su cliente; el viejo adinerado de ojos cafés y nariz puntiaguda. Se le cruzó la idea de que quizás la vida podría sonreírle de repente, y también tener su cuento de hadas así como Granny había tenido el suyo.

Revisando con la vista el pasillo, por si algún tipejo se las daba de listo creyendo su cartera llena al verla volver tan temprano a casa, tomó su bolso entre sus manos. Cuando cerró la puerta tras de sí, miró el desorden de las camas. Belle French había regresado a casa para dejar tras la puerta a "Lacey".

Belle no vivía sola, rentaba con una compañera, Ashley, una adolescente que había escapado de sus padres cuando su novio de la secundaria la había embarazado. Ella también había corrido con suerte y su cuento de hadas se le había cumplido, cuando un viejo rico le había ofrecido dinero a cambio de venderle a su bebé; aunque igual y no se le cumplía ahora que le había encontrado el gusto de malgastarse los adelantos en las noches de juerga en el bar de la esquina, el Rabbit Hole.

Sola y sin a quien platicarle la vergüenza de su noche, Belle se desnudó mientras revisaba el refrigerador vació, de donde tomó un trozo de pizza que apenas mordió y lo volvió a dejar donde estaba. Le hubiera pedido al viejo, "Rumplestiltskin", como le había pedido que lo llamara, llevarla a cenar, pero le ardía un poco el orgullo tras la escenita que le había plantado. Cuando se miró el rostro de ojos hinchados y con el rímel corrido en el espejo del baño, pensó en él con una pizca de cariño. Pensó, que le debería gustar mucho su hueco, bastante, porque de ser otro cliente frente a tanta lágrima, no le hubiera pedido otra vuelta. Belle se acostó a dormir mientras pensaba en si cumpliría la promesa que le había hecho.

Belle nunca había tenido su cuento de hadas. Las esperanzas se le habían acabado pronto, cuando al morir su madre, su padre la había convertido en su sustituta. De cuerpo y de alma. Fue hasta la adolescencia cuando tonta y creyendo de nuevo en la posibilidad de castillos y príncipes, se había escapado con Gastón, un muchacho mucho más grande que ella y quien había logrado convencerla de venderse en la calle para poder comer. Naturalmente, al poco tiempo las palizas se incrementaron con los celos y fue por milagro que una noche la había encontrado a mitad de la calle con la cara astillándose por el puño de Gastón. Así había conocido al viejo, "Rumplestiltskin", el mismo día que Gastón desapareció con un tris de sus dedos.

Belle apenas y conciliaba el sueño, cuando se levantó rápidamente hasta encontrar su bolso que había olvidado en la cocina. Era necesario esconder muy bien el dinero bajo el librero, antes de Ashley se lo bebiera. Cuando sacó el fajo de dinero, con temor a que se desvaneciera de repente; lo encontró cubriendo una pequeña rosa roja, con los pétalos un poco marchitos por el viaje en el bolso a casa y el golpe al borracho mano larga del camino. ¿Cuándo la había metido dentro ese viejo zorro? Ella no lo supo, pero no dudo de a quién pertenecía el halago. Tras guardar el dinero, la colocó en la mesita de noche junto a su cama para admirarla.

Belle se durmió pensando que tal vez y no estaba tan mal soñar por esta noche, que igual y ella podía algún día ser la protagonista de su cuento de hadas. Que algún día quizás, si lo deseaba fuerte, despertaría en la cama de un castillo lleno de riquezas, sin hambre, sin dolor y quizás, si ya esto era un sueño, amada y en los brazos de un hombre gentil, alguien quizás, como el dulce viejo que por las noches, entre sus piernas, se hacía llamar "Rumplestiltskin".