Los nombres de los personajes de éste Fic no me pertenecen, son propiedad intelectual de Kioko Mizuki. Esta historia fue escrita sin fines de lucro, sólo por el gusto inmenso que me causa escribir y compartir con ustedes.

AVISO:

Este fic, no tiene como protagonista a Candy. A pesar de ser un Fandom de esta perso-nagita pecosa, me tomé el atrevimiento de escribir una historia alterna, haciendo énfasis en ese personaje rebelde, castaño y precioso (que finalmente también es muy importante), el amor platónico de muchas de nosotras. Aunque cada una lo imagine a su manera, aunque cada una esté enamorada de él a su manera. La historia trata de una mujer, que como muchas de nosotras se enamoró de Terry. Me encantó ponerme en sus zapatos y por lo mismo no le nombré de ninguna forma, tampoco describí en ella rasgos físicos, para que cada quien pueda imaginarse como la mucama, si así lo desea.

CONTIENE ESCENAS ERÓTICAS DESCRIPTIVAS.

Esperando que te guste, te dejo mis ocurrencias...

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La sugerencia para escuchar mientras leen:

Beautiful Piano Music 24/7: Relaxing Music, Study Music, Sleep Music, Meditation Music.

ó

Hermosa Música Relajante de Violín, Piano, Violonchelo y de la Guitarra | Música Romántica.

ó

la que ustedes prefieran.

Ya saben, en el canal de videos.

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LA MUCAMA

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CAPÍTULO I

Dicen que comenzamos a generar recuerdos a partir de los tres años, y desde que tengo memoria él siempre estuvo presente. Mucho tiempo antes de que yo fuera consciente de cualquier cosa, de si era alguien cercano o si era sólo un vecino. Para mí, él simplemente estaba ahí... siempre fue así. Aunque todo el tiempo lo observaba a la distancia. El enorme patio frente a mi casa se conectaba por alguna razón al patio trasero de la suya, era un inmenso bosque el que parecía rodear aquella enorme mansión.

Lo recuerdo más claramente hasta unos años después, él tenía quizás cinco o seis. Vestido con unos curiosos pantaloncillos de tirantes y su hermoso abrigo color azul, como sus ojos. Yo quería un abrigo así, igual al suyo, con unos holanes en las ropas como las que él usaba, con unos botines tan bonitos, brillantes y negros como los que él tenía. Yo en cambio, tenía que usar ropa gastada, aquella que dejaban mis hermanas mayores o la que mamá me compraba para la navidad en el mercado o la plaza, pero nunca tan bonita, tan fina y de vivos tonos como los que él usaba.

No era un niño presuntuoso a pesar de tenerlo todo, era más bien un pequeño muy amable... aunque vivía terriblemente solo. Yo sentía mucha tristeza al ser en ocasiones el mudo testigo de los desplantes que su madre le hacía, ella parecía ignorarlo todo el tiempo, siempre lo dejaba solo; jugando con sus caballitos de madera, con su elegante triciclo o con aquél cochecito de metal y sillones de cuero rojo que tanta curiosidad me causaba incluso desde lejos. Hacía piruetas en el aire con algún insecto que él mismo reclutaba para subir a sus carritos, el pequeño gato gris frecuentemente era obligado a permanecer como pasajero en el fino juguete con asientos rojos, pero más tardaba aquél travieso niño en obligarlo a quedarse quieto, que pronto y de un salto, la mascota ya había abandonado el viaje. El pequeño corría lleno de energía por la enorme terraza de cantera gris, haciendo gritillos de alegría o de combate con tiradores imaginarios, ¡touché! era la expresión que escuchaba gritar de repente. Usaba la rama de un árbol a manera de florete y corría atacando una y otra vez los pilastrones de su castillo.

Sí, su castillo, porque para mí su casa lo era. De pronto lo observaba subir a los gruesos barandales de piedra que rodeaban toda esa zona y parecía hacer malabares en ellos. Sólo se veía su cabello castaño volar por aquí y por allá, brincaba por todos lados, sus gritos y monólogos los recuerdo bien pues muchas veces me reía a escondidas de todo lo que decía. Sus medias finas y blancas terminaban llenas de hollín y de barro, con la consabida reprimenda que se escucharía más tarde al regresar el niño de sus agotadores juegos. Su madre no se daba cuenta nunca de todo lo que él hacía, porque nunca estaba al pendiente. Se limitaba a regañarlo cuando algo no le parecía correcto, y la verdad es que nada de lo que él hacía le parecía correcto jamás. Mi madre era quien lo cuidaba con discreción y a distancia; por lo mismo, no podía acercarme a acompañarlo. No me lo permitían, pues "no estaba nada bien que yo pretendiese jugar con él".

Después de algún tiempo, una señora llegó a cuidar de él, todo el tiempo lo tenía vigilado, parecía un gendarme controlando sus movimientos. Dejé de verle saltar por todos lados, sus medias permanecían blancas pues ya no le permitían arrastrarse. Los insectos dejaron de ser parte de su arsenal de juguetes y el gato, ni hablar de él. Se mantenía alejado de la casona y permanecía más tiempo con nosotros porque a la "nana" como escuché que mi mamá le llamaba a la madura señora, era alérgica a ese animalito.

Pocas veces salía mi vecino a la terraza a jugar, extrañaba escuchar sus risas y sus ocurrencias. Hasta que meses después y con todo y la presencia de la famosa "nana" ocurrió algo que llamó mi atención.

Un azotón de puerta, un grito llamándole:

-¡Terruce! ¡vuelve aquí muchacho del demonio!

La nana caminó aprisa y alcanzó a detener al niño tomándolo del brazo, lo llevó de regreso hasta donde estaba su madre y ya estando frente a él esa mala señora jaló fuerte de su oreja, después lo abofeteó y vi como él se sostuvo la mejilla y en silencio lloró. La nana se llevó las manos al rostro como arrepintiéndose de haber impedido que el pequeño huyera.

No había hablado nunca con él, pero mi estómago dolía de impotencia, de deseo de ir y propinarle una fuerte patada a esa bruja. ¿Por qué le había pegado? Después pude ver cómo lo jaló del brazo para que entrara con ella de vuelta a la casa y él se soltó de su agarre para correr hasta esconderse en el enorme patio. La mujer ordenó a la nana del niño ir tras él y encontrarlo, mientras ella regresó vociferando enfadada a la mansión. La nana caminó unos pasos hacia el bosque y se detuvo en una banca, se sentó y lloró... tal vez de tristeza.

Mi madre no estaba cerca para reprenderme por acercarme al señorito, ya demasiadas veces me habían advertido que no intentara hablarle, pero en esa ocasión nadie me veía y seguí el sendero por el que vi que se había marchado. No podía ignorar lo que había visto, una fuerte necesidad de asegurarme que se encontraba bien me dio el valor para buscarlo.

No lo encontraba por ningún lado, trataba de poner atención a algún ruido, una señal y nada. Fue hasta que pensé en regresar que escuché su voz, por primera vez hablándome a mí.

-Aquí estoy... arriba.

Había trepado una rama de un alto roble. Estaba a unos tres metros de altura. Me miró con sus ojos bonitos desde las alturas, eran azules como el cielo cuando el sol se esta ocultando, como cuando empiezan a salir las primeras estrellas de la noche, todavía estaban llenos de lágrimas y con sus pestañas y mejillas mojadas. Aunque al principio se notaba molesto, terminó sonriendo y ante mi negativa a subir con él, bajó del árbol para acortar la distancia tan pronto me miró devolverle la sonrisa. Después de todo, era yo tan niña como él y su curiosidad al igual que la mía eliminó cualquier barrera entre nosotros.

Siempre llevaba un pañuelo guardado en mi delantal o en los bolsillos de mis vestidos, sequé sus lágrimas con él. Lo miré de cerca y le dije que no se preocupara, que a veces los papás eran muy duros, pero que por las noches, cuando nos íbamos a dormir, siempre se sentaban a un lado de nosotros en la cama y acariciaban nuestro cabello pidiéndonos perdón por si nos habían dado alguna tunda. Eso sucedió en mi caso un par de veces, con esa certeza se lo dije.

Me miraba atento, sonrió y me contestó que su padre nunca estaba, pero que se fingiría dormido hasta esperar a que su madre hiciera eso de pedirle perdón y darle un beso en la noche.

Con frecuencia se escapaba de la nana y nos encontrábamos en el bosque, trepábamos diferentes árboles y un día encontramos uno con un enorme hueco en su interior. Ahí nos resguardamos en una ocasión en que por poco nos descubren.

Siendo niños empezamos una amistad que no sabía de diferencia entre clases, una amistad que no se interesaba en que uno fuese el amo y la otra el sirviente, platicábamos de monstruos y leyendas, de juegos, de autos, barcos, esgrima, caballos y de nuestras familias. Era una alegría cuando su padre salía de la ciudad y se quedaba a cargo de él únicamente su madre y su nana, porque después de todo, el padre tampoco parecía interesarse mucho y a la madre terminó dándole lo mismo con quien se juntara o donde estuviera. La nana se convirtió en la dama de compañía de la señora de la casa y sólo aparentaba estar al pendiente de mi amigo cuando el señor regresaba de sus constantes y prolongados viajes, negligentes las mujeres de la casona sabían que mi madre siempre estaba al pendiente de mi amigo y confiadas en ese hecho desatendían por completo su cuidado. Muchas veces comió con nosotras, reía con nosotras y se volvió de alguna manera parte de mi familia.

En alguna ocasión, nos arrastrábamos como gusanos jugando en la enorme terraza, reíamos a carcajadas y no escuchamos cuando ella se acercó, hasta que, al voltear al frente, casi rocé con mi boca sus hermosas zapatillas blancas; recuerdo cómo la mujer me miró molesta, como si en realidad fuese yo un viscoso gusano y dijo en voz baja...

-Indudablemente, tu destino será juntarte con los de tu clase, hijito.

Nunca olvidaré sus palabras, porque dicho esto entró a su castillo sin retar a mi amigo, sin quejarse con mi madre y sin enfadarse más por las ropas sucias de él después de haberse arrastrado; fue como si no nos hubiese visto. No entendí lo que ella dijo, hasta ahora que me había convertido en una mujer. Como hasta ahora comprendo su desamor y profundo rechazo por ese ser tan bello que nada le exigió a ella, que si hubiese tratado con más cariño, con más ternura, habría sabido retribuirle un amor sincero, le habría ayudado a tener un camino mucho menos complicado hasta convertirse en el hombre que ahora era. Él la habría querido tanto.

Un abultado vientre mantuvo descansando por varios meses a la señora de la casa y por lo tanto a la que se suponía era la nana de Terry. Sin asomarse ninguna de las dos bajo ninguna circunstancia para cerciorarse de que mi amigo se encontrara bien, dimos rienda suelta a nuestros juegos, a saltar en las charcas, a atrapar ranas, trepar árboles, correr hasta sentir que el corazón latía en nuestras mejillas, podíamos jugar con el barro que se reblandecía después de una fuerte lluvia, tomar caracoles o lombrices y contarlas al final para ver quién había recolectado más, el que ganara se comía la ración de galletas que le tocara al otro, galletas que desde luego horneaba mi mamá para nosotros, aunque al final, el que ganaba siempre compartía con el que había perdido.

Igual podíamos cortar plantas y remolerlas entre las piedras para simular exquisitos platillos que por supuesto no comíamos, por fin pude jugar con ese cochecito de asientos de cuero rojo y un día, Terry me miró muy serio preguntándome si tenía muñecos para subir al coche. Le dije que no... las que tenía eran viejas y muy grandes para el carrito, el gato ya era enorme y nos rasguñaba enojado cuando queríamos obligarlo entre los dos a subir y dar un paseo en coche. Entonces él me sonrió, recuerdo que se levantó presuroso del suelo y entró corriendo a su casa, perdiéndose entre las enormes puertas de madera. Salió un rato después con unos delicados muñequitos de porcelana y finas ropitas, los puso en mis manos y tranquilamente me dijo:

-Ahora ya tenemos viajeros.

Meternos a la fuente a mojarnos fue algo que me costó además de una fuerte reprimenda, unas buenas nalgadas. Mi madre era muy paciente y de cierta forma consentía nuestros juegos, pero mi padre al darse cuenta de lo que había pasado se encargó de dejarme claro que mi lugar era en mi casa y nada más. Un buen tiempo me prohibieron acercarme de nuevo al castillo, particularmente al señorito. Me sentía triste, jugaba con las muñecas viejas de mis hermanas y recordaba a los hermosos viajeros en el carrito de metal. Ni en sueños llegaría a tener juguetes como esos, pero ciertamente no era ninguno de ellos lo que añoraba, lo que en realidad venía haciéndome falta, era su risa, su voz, su compañía.

Una tarde salí de mi alcoba y bajé despacio las escaleras, la Navidad se acercaba y era habitual el aroma a pan de natillas, galletas y empanadas de piña que a mi madre le encantaba hornear. Lo que no era nada común era escuchar la risa alegre y un tantito ronca que resonaba por la estancia mientras me acercaba. Me asomé despacio para no ser descubierta y lo vi, ahí estaba, sentado a la mesa, con una servilleta blanca cubriendo su pecho y sus ropas para no ensuciarse. Era él, tomando un poco de leche y unas galletas en mi taza y plato favoritos. Tenía la cara llena de moronas y estaba sentado en mi lugar, nadie podía sentarse en mi lugar, mucho menos ocupar mis cosas... hacía un drama cada vez que alguna de mis hermanas lo hacía, nadie podía... excepto él.

Mi madre sonrió con ternura al mirarme en el umbral de la puerta y me dijo:

-Mira a quién tenemos aquí hija, el señorito Terry es nuestro invitado especial.

Me pareció de lo más extraño verlo ahí, en nuestra casa, que en realidad era de él. Permanecí en silencio, observándolo, no deseaba ser reprendida de nuevo por hablarle, me acerqué y me senté frente a él sin hacer ningún reproche por mis cosas o mi lugar. Mi madre lo notó y me dijo que podía charlar con él. El señorito me sonrió, le pregunté que hacía ahí y me dijo que tendría un hermano y se había quedado bajo el cuidado de mi mamá.

La preocupación que mi madre sentía al solapar nuestra amistad, desapareció esa tarde y los días siguientes, por lo menos hasta que llegó el señor Duque a conocer a su segundo hijo. Mamá nos contaba historias mientras preparaba las galletas para el té de la señora. Ellos tenían a su propia cocinera, pero las galletas y postres los hacía mamá. Cuidaba de mi amigo con un cariño especial, parecía más su madre que aquella que vivía en la gran casona y... debo confesar que a veces sentía una especie de celos por la atención que al señorito Terry ella procuraba. Pero después recordaba los malos tratos y ofensas de quien debería amarlo más y me alegraba que él pudiera encontrar con nosotros la atención y ¿por qué no?, el cariño que no tenía en su familia.

Así pasó el tiempo, de repente dejé de verlo con la misma frecuencia, seguía emocionándome cada que volvía a encontrarlo, esa señora que habían contratado para cuidarlo parecía haberse percatado de nuestra amistad y como ave de mal agüero, puso distancia y más prohibiciones entre nosotros. No jugábamos juntos como antes, sus juguetes ya no permanecían en la terraza, no lo dejaban salir ya casi nunca y claro está que cuando lo hacía por ningún motivo debía hablarle. Era muy difícil verlo, ahora tenía a la nana que siempre seguía sus pasos, pues la señora de la casa tenía una enfermera que le ayudaba con su bebé. La nana era amable después de todo, pero reglas eran reglas y ya nunca podría acercarme, aunque muriera de ganas de tomar su mano y correr por el bosque ahora que la nieve desaparecía del paisaje.

Pasaron los meses y volvimos a encontrarnos alguna vez, cuando por suerte su nana se ocupaba o distraía en algo y corríamos a nuestro refugio entre las ramas de los árboles que volvían a reverdecer con su follaje, volvimos a mojarnos entre la lluvia en el verano, perseguimos ardillas y atrapé una llevándome una tremenda mordida. Nunca podré olvidar la carita de preocupación de mi amigo al ver las gotitas de sangre cubrir mi dedo.

-Debo hacer algo, ven conmigo, voy a curarte.

-No Terry, no pueden vernos juntos ¿recuerdas?, estaremos en problemas.

Sacó su pañuelito azul claro y envolvió mi dedo en él con mucho cuidado. Mantuvo presionando un poco con sus manos y besó mi frente.

-Nunca pensé que te mordería esa tonta ardilla, discúlpame.

-Terry no fue tu culpa.

-Lo fue, debí cuidarte más, vamos con tu mamá, ella sabrá que hacer.

Un día dejé de verlo. El cielo estaba despejado, corría el mes de septiembre y cuando abrí las ventanas un viento fresco entró a la pequeña habitación que compartía con mis hermanas. Mi madre me dijo que debía apresurarme, que ya iba tarde a mi primer día de clases. Pronto pensé en esos ojos azules, mirándome atentos mientras le platicaba todo lo importante que tendría que contarle, no me importaba cómo lo haría, pero si podía distraer un par de minutos a su nana, a mis padres o hermanas... le contaría todo a Terry. En mi ignorancia, le pregunté a mamá si asistiríamos juntos a la misma escuela y una de mis hermanas se burló de mí llamándome tonta. Mi madre la reprendió y me explicó que Terry ya se había ido a su propia escuela, que era una distinta a la mía y que en lo futuro dejara ya de llamarle por su nombre y me dirigiese a él de forma apropiada. Renegué mentalmente por eso, si él no se quejaba ¿por qué insistían tanto en que le llamara de una forma o de otra? Traté de consolarme pensando que no importaba nada de lo que ellos opinaran, él siempre me llamaba por mi nombre y cuando yo le llamaba a él por el suyo, no le molestaba pues me sonreía, así de fácil y simples eran las cosas entre nosotros.

Cuando estaba en la escuela, me imaginaba cómo sería si él estuviese en mi grupo. Pero la algarabía de las nuevas amiguitas y la novedad de una etapa escolar pronto me hicieron olvidar mis tristezas.

Fue hasta que volví a casa cuando repasé con atención la respuesta que mi madre me había dado en el desayuno: Terry ya se había ido a su propia escuela... ¿dónde estaba esa escuela, por qué no había entrado a la misma que yo? ¿hasta cuando iba a verlo de nuevo? Me di cuenta de la gravedad del asunto, no lo vería pronto. Quería mostrarle mis dibujos, mis letras... preguntarle cómo era su escuela. Sin importar cuanto tardara en volver, yo estaría ahí, esperando. Pero todavía después de comer mi madre interrumpió mis pensamientos pidiéndome ayuda con la cocina mientras ella y mis hermanas iban a hacer lo mismo en la gran casona.

Cuando estaban a punto de salir de casa, mi madre se volvió para decirme en voz baja:

-Deja esa idea del señorito en paz hija, él pertenece a otro mundo, está en un colegio diferente, con amistades diferentes.

-Soy su amiga, ¿por qué no puedo serlo más?.

-El tardará mucho en volver, ustedes son amigos ahora que son niños... pero mi amor, un día esas diferencias serán mucho más marcadas y tal vez... tal vez él haya cambiado cuando regrese.

-No regresará cambiado mamá, él es muy bueno.

-No quiero que te vayas a sentir mal por eso hija, mira, es mejor que hagas amigas de tu escuela, podrás invitarlas a casa y hornearé galletas para ustedes ¿qué te parece?... tengo que darme prisa, tus hermanas están solas y debo acompañarlas. En cuanto termines aquí empieza con tus deberes escolares, ¿de acuerdo?

Sentí una gran molestia y un gran vacío en mi corazón de niña. ¿Así tan fácil podían decirle a una pequeña quien podía ser su amigo y quien no? Pues ahora menos tendría amigas. Ya en mi habitación, miré hacia su ventana y pensé; ¿por qué no me había dicho que se iba? ¿por qué no se había despedido? ¿es que ya estaba cambiando desde ahora? Tal vez tardaría un par de meses, medio año... o un año completo. Me habría gustado desearle suerte, hacerle algún dibujo. Sí, tal vez cuando volviera... podría hablarle de nuevo.

Pero el tiempo otra vez pasó y yo me quedé esperando. Le hice varios dibujos... en realidad fueron muchos. Estaba convencida de que él no regresaría distinto, deseaba con todas mis fuerzas que así fuera... miraba siempre hacia su ventana, cada que me marchaba temprano a la escuela, cada que llegaba de vuelta a casa.

Pasaron días, semanas y meses enteros antes de que pudiera verlo otra vez, aunque era una niña y mi mundo de juegos y deberes ocupaba mi mente, extrañaba encontrarlo comiendo galletas en mi plato, sonriendo porque pronto escaparíamos juntos al bosque. Echaba de menos su risa, sus travesuras, extrañaba verlo bajar corriendo la escalinata de piedra para llegar a mi puerta, sus ocurrencias como aquella vez que presuroso me jaló hacia él para escondernos tras los arbustos, diciendo que su mamá era mala y que más que una madre, parecía un cerdo; fue cuando comenzó a llamarle en secreto "Madame cara de cerdo". Cubrí mi boca con fuerza porque las carcajadas escaparían escandalosas al escucharlo decir eso. Tenía desde niño una capacidad increíble para hacerme reír a carcajadas, mientras él me miraba sonriendo, contento por esa complicidad que era sólo de nosotros, lo que volvía increíble la amistad que teníamos... por eso sabía que él sería siempre el mismo conmigo. Estaba convencida de ello.

Sabía que él pasaba la mayor parte del tiempo en Londres y por tal razón no volvería a casa tan frecuentemente. Sabía también que algunas vacaciones las pasaba en Escocia, en una Villa enorme que también tenían los Granchester, allá trabajaba mi tía que era viuda para solventar los gastos y la manutención de mi primo, sólo que cuando comenzaba el ciclo escolar, ella viajaba de regreso al colegio San Pablo dejando a mi primo al cuidado de mi abuela, según escuché platicar a mis padres, ahí mismo, en ese colegio estudiaba Terry.

Llegaron las vacaciones y sólo lo vi un par de veces a lo lejos, ambos teníamos diez años, regresó para un invierno, lo recuerdo perfecto porque deseaba hacer muñecos de nieve con él, pero la nana que siempre rondaba cerca hacía imposibles mis intentos de hablarle y alguna vez se atrevió a decirme ella también, que mi lugar no era de amiga del niño Terry, que mejor regresara por donde había venido o le informaría a mi padre de mi obstinado comportamiento. Hasta ese día pensé que aquella señora era amable, de pronto se había vuelto tan bruja como la Duquesa. Y es que, desde aquel refrescante y prohibido chapuzón en la fuente, me tenían bien vigilada.

Recuerdo que ya era yo más alta y mi cuerpo estaba creciendo. El en cambio se había vuelto huraño, apático y con sus constantes rabietas parecía ser un niño más pequeño que yo. Alguna vez salí por suerte al pórtico y lo encontré asomado en su ventana, me miró muy serio, ya no me sonreía, ni bajaba a encontrarse conmigo. Algo había cambiado... para ese entonces ya no me permitían acercarme por ningún motivo si el regresaba. El padre de Terry se había enterado que manteníamos una amistad gracias a los informes de la bruja de la nana y había solicitado a mis padres que me mantuvieran a distancia. Él por su parte, comenzó a llevar a Terry a los clubes de equitación y clases de esgrima. Las artes de la alta sociedad que como buen caballero de clase noble debía dominar.

Mi madre y mis hermanas cuidaban cada uno de mis movimientos y me sermoneaban cada vez que con algún pretexto salía insistente al patio de enfrente con tal de mirarlo aunque fuera de lejos.

-¡Necia!

-¡Testaruda!

-¡Cabezona!

-¡Entiende que nos echarán de aquí si insistes en ser amiga del señorito! -Era la frase que todo el tiempo repetían.

Y yo queriendo saber que era de él, cómo estaba, cómo le iba en su escuela, si extrañaba a su padre o a su hermano; ahora venía en camino otro bebé a su familia y a Terry lo mantenían tan lejos. Quería también saber si me extrañaba a mí tanto como yo lo extrañaba a él, porque quería creer que él no deseaba poner distancia entre él y yo, todo eso era lío de los complicados adultos, no de nosotros. Mi amigo estaba perdiéndose de ver crecer a su hermanito, era un pequeño muy inquieto, aunque casi no se parecía a Terry. Terry tenía los ojos más bonitos y su cabello, su boca, sus manos, su sonrisa... todo era tan distinto en él; y sí, mucho más hermoso era también.

Pasaban pronto los días y no me enteraba que ya se había ido de vuelta al colegio hasta que me permitían salir de nuevo con toda la libertad a los patios. Como si yo fuese un animalito enjaulado, como si soltarme mientras él estaba representara peligro alguno para él o mordiera y le pudiera contagiar la rabia. Me llenaba de tristeza y de indignación con mis padres, pero también trataba de entenderlos. La bocota indiscreta de la nana había arruinado nuestra oportunidad de seguir siendo amigos.

Cuando mi caligrafía había mejorado y mis trazos eran definidos y bien hechos, se me ocurrió que podría enviarle una carta, mi padre habló en esa ocasión muy claro conmigo. Me explicó las diferencias entre el señorito y yo, me dolió entender al fin que habíamos llevado una amistad clandestina, que no sería bien visto que me acercara a él y que de hacerlo, no era broma cuando decía que nuestra permanencia como empleados de los Granchester terminaría en cuanto el señor Duque se enterara. Hasta ese día entendí y de una buena vez, que la casa que habitaba ni siquiera podía llamarla mía. Que era una casa que se nos prestaba mientras estuviésemos al servicio de tan distinguida familia. Mi padre era el mayordomo del señor Duque y mi madre la ama de llaves de la Duquesa, hasta entonces me quedó claro que mis hermanas eran mucamas de esa casa y no las cuidadoras del pequeño Richard, comprendí que pronto sería mi turno de conocer tan elegante mansión cuando ya estuviese en edad para fregar y pulir los pisos, lavar la loza y convertirme en servidumbre... del señorito. Finalmente entendí el por qué de tantas prohibiciones y tantas diferencias.

Y así siguió pasando el tiempo. Cuando fui lo suficientemente mayor para empezar a trabajar en la casona, lejos de molestarme, me sentí emocionada. Por primera vez conocería ese lugar donde mi amigo había vivido algún tiempo. Aunque los rastros de él sólo estaban presentes en su dormitorio que se mantenía listo para cuando él volviera y en ese retrato al óleo que conservaba el señor en su oficina personal.

La primera vez que entré al castillo como solía llamarle, me encontré con una construcción antigua y sobria. Era definitivamente más oscura que mi casa, quizá por el color de la piedra en los muros, quizá por que esa casa tuvo de todo menos un verdadero calor de hogar. Todas las puertas eran de fina madera de caoba, desde las impresionantes que permitían el acceso, hasta las interiores que tenía cada habitación. Los muebles eran grandes, finos, elegantes y macizos. Había preciosas pinturas en casi todos los salones y estancias de la mansión. Una en especial llamaba mi atención; la de la gran biblioteca del Duque; en ella posaban un hombre bastante mayor sentado en un enorme sillón, el señor Duque de pie a su derecha y mi pequeño amigo sentado en el regazo del que a mi parecer, era el abuelo. Todos ellos tan distintos y tan iguales al mismo tiempo. Vistiendo elegantes ropas con botones dorados y capas, los mayores con espadas a sus costados, barbas y bigote recortados y mi amigo... con sus ojitos tristes, con ese semblante de soledad y tristeza que impedía que una sonrisa brillara por completo en su bello rostro.

La primera vez que entré a su habitación, observé más que con detenimiento con adoración sus pertenencias, el armario lleno con sus ropas que había dejado. El abriguito azul cuyas mangas para entonces me llegaban a los codos. La colección enorme de ropa, zapatitos y botines que bien podrían ser donados a la caridad habiendo tanta necesidad en Londres, pero que por alguna razón prefería continuar en el olvido, formando parte de la habitación olvidada del hijo olvidado.

Me atreví a sentarme un momento en su cama, un mueble enorme con dosel de sobria madera. Después fui más osada y me recosté en ella, sintiendo la suavidad que otrora lo arroparía en sus sueños de niño, estiré mis brazos y me incorporé casi de un salto cuando escuché unos pasos acercarse por el pasillo. Descubrí que no había sido nadie y seguí curioseando en el armario, a pesar del ligero miedo que me había invadido al recordar de pronto nuestras charlas sobre fantasmas, porque según Terry su casa estaba llena de ellos.

Sin prestar más atención a los incómodos pensamientos, me encontré con sus caballitos de madera, con sus cochecitos miniatura y con el carro de metal y asientos de cuero rojo, los acaricié con mis dedos extrañando más que nunca ese pasado de algunos pocos años atrás. Donde Terry era parte importante de mi mundo, porque era él todos mis amigos, mis días alegres, mis tardes lluviosas, mis noches de cansancio y mi esperanza de verlo al día siguiente. Porque mi corazón latía complacido al saberme útil para apaciguar su soledad, para demostrarle que había alguien que amaba verlo sonreír... alguien que le amaba desde entonces.

Crecí acostumbrándome a sus prolongadas ausencias, a hacer mi vida ya sin extrañarle tanto. Entraba a su habitación y sacudía un poco sus muebles, sus pertenencias. Poco a poco aprendí a hacer mis labores ya sin mirar con aquella interminable añoranza todo aquello que me hablaba de él, que parecía decirme su nombre y pedirme en silencio que no le olvidara. Porque algo me decía muy en el fondo, que él seguía solo, que ese colegio a donde había ido, que sus vacaciones en Escocia, que cada año lejos de casa, eran parte de un plan para no molestar a la señora, para no estorbarle y dejarla tranquila con sus otros hijos que ahora ya eran tres, y no, ninguno se parecía a Terry. Atrás había quedado aquella infancia y los gratos recuerdos que compartí con ese señorito de hermosas facciones y alma preciosa.

A veces, por las noches, solía sentarme en el pórtico de "nuestra casa", y miraba hacia las estrellas, hacia la luna... le pedía a Dios, a mis ángeles, que también a él lo cuidaran, que también por el velaran, porque yo si tenía una madre y un padre que oraban siempre por mí y por mis hermanas, pero me preguntaba si él tenía a alguien. Miraba a la oscuridad de su ventana y después de suspirar incontables noches rogaba al cielo, porque estuviera bien... porque fuera feliz.

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CONTINUARÁ...

Gracias por leer.