Harry Potter es propiedad de J. K. Rowling.

Esta historia ha sido creada para los Desafíos del foro del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black.


Emoción: Resentimiento.

Resumen: Ella le falló a quién debió proteger, él estaba decepcionando a quiénes supuestamente no podía odiar. Y ambos solían encontrarse en un bar muggle.

Personajes: Ernie Macmillan, Thora Dinnet.


Dependiendo de cómo se vea

«Tú le coqueteas

Tú eres buscabulla»

Calma, Pedro Capó


24 de enero, 2003

11:45 PM

—Quiero otra copa.

Thora siempre había disfrutado que sus sentimientos fueran ahogados con lo primero que tuviera a la mano. Por lo que no se sorprendió cuando se dio cuenta de que se acostumbró a merodear el mismo bar de mala muerte —en el mundo muggle, ni más ni menos—. La sociedad era una mierda desde que la guerra terminó y fue una de las pocas afortunadas que no tuvo un familiar al que enterrar. No asistió a ningún funeral y no se compadeció por ninguna de las almas en penas que deambuló en el callejón Diagon por meses.

Honestamente no veía por qué tenía de mostrar algo de empatía hacia aquellos que no se esforzaban por recoger los pedazos por sí mismos. Aunque quiso espetarles que abandonaran el drama, no lo hizo. No se atrevió a que alguno de ellos abriera una herida que nunca se cerró.

Sabía que, cuando se la gente se sentía amenazada, se activaba una medida de defensa que podía sacar lo peor o mejor de una persona. Lo aprendió mientras estuvo en Hogwarts durante el año del terror. Aun no se había acostumbrado a la ausencia de uno de sus amigos más cercanos y, lo peor, era que ni tuvo un cuerpo que enterrar.

Jugueteó con la parte inferior de la copa y la inclinó ligeramente hacia cada lado. Vio que el brandy casi alcanzaba el límite pero sin rebasarlo. Conoció a Jason Hood en una de las fiestas aburridas a las que debió asistir. No recordaba qué edad cumplió o qué le llevó a conversar con Jason. No obstante, ese fue uno de los pocos momentos en que no le importó que pareciera una muñeca digna de un aparador. Hizo un amigo al que debió proteger.

Era irónico que hubiera despreciado a Formby durante años. Todavía le importaba una mierda que la familia Formby hubiera tenido una impresionante reputación en Irlanda y que estuviera excepcionalmente acomodada en la sociedad mágica desde hacía seis generaciones, aún no quería que la relacionaran con la mocosa ruidosa e impertinente.

Sin embargo, no era tan mala. La mocosa molesta e impertinente podía ser tolerable cuando se lo proponía. Eso lo descubrió en cuarto porque no tuvo una alternativa; era empezar a conversar a Formby, o volverse loca por el indeseable silencio que reinó en su recámara. Incluso se tomó la molestia de conocer un poco a McEwen. Y que no quedara de precedente: echó de menos el tono de condescendencia y de evidente superioridad de Annabel Entwhistle.

«Sangresucia con actitud», pensó con cariño.

Se había hecho la idea de que estaría sola desde que se enteró que Jason murió. Leonardo estaba tan… fuera de sí y Thora tenía la sensibilidad de una pared de ladrillos. Hasta el Weasley aquel —el que tenía un agujero negro por estómago— era más comprensivo que ella.

Hubo una Hufflepuff, del año de Leonardo, que perdió a su hermana gemela. No fue relevante que se presentaran la una a la otra, supo que no tenía nada de qué preocuparse cuando vio que parecían entenderse mutuamente. No había nada más idóneo para sanar un corazón roto que otro corazón otro. Algo cliché, pero funcionó para Leonardo. Lo vigiló a la lejanía. La habría maldecido si le hubiera hecho daño. Sin embargo, eso no fue necesario.

¡Ah, sí! Medea la Fey, ese era su nombre. La chica era una víbora disfrazada de tejona.

¿Una tejón, tejona?

Ese animal, el de su casa.

Escuchó un «Quiero una extra fuerte. Tengo mucha mierda que quiero perder aquí» que provino de Ernest, su habitual compañero de copas. Se conocían desde que era niños y tuvieron que congeniar un par de veces en esas fiestas elegantes que odiaba. No se pondría bonita solo para una estupidez como esa y mucho menos solo porque su madre decía que debía hacerlo.

De todos modos, Ernest y Thora habían hablado de vez en cuando. Se podía decir que se apoyarían en caso de que otro lo pidiera sin que pusiera demasiadas objeciones. Tanto porque se suponía que debían ser leales como por el hecho de que había una alianza entre sus familias.

Los señores Macmillan y los señores Dinnet creyeron que, por el simple hecho de que no se atacaban entre sí, no había problema. Eso fue parcialmente verdad. Lo que ellos no sabían no les hacía daño. Hubo una época en donde lo encontró especialmente pedante. Eso sucedió durante el régimen del sapo rosado con fascinación por los gatos. Había varios aspectos de su época escolar que no le importaba un carajo recordar, por diferentes razones.

Aunque sabía que Ernest tenía una tendencia a presumir por ahí, nunca creyó que usaría su puesto para tratar de conseguir respeto allá por donde fuera ante la mínima señal de insubordinación. No estaba muy segura de por qué discutieron. En algún momento abogó a que era un prefecto y le advirtió que le quitaría puntos si continuaba usando ese tono conmigo. Casi se echó a reír. «Le hablo a quién yo quiero como me viene la puta gana». Ernest se dejó caer y comenzó a hacer círculo en el suelo con su dedo índice. «Nadie me respeta. ¡Respetan más a Parkinson, que suele distraerse cada que Malfoy le habla!».

Decidió que Parkinson y su pésimo gusto no estarían en sus pensamientos.

Aunque coincidían en el mismo bar, normalmente no hacían algo más que perderse en sus respectivos recuerdos e irse cuando ya no les quedaba libras esterlinas para gastar. Vio por el rabillo de ojo la cicatriz de Ernest: le atravesaba el ojo izquierdo y terminaba casi cerca de la comisura de sus labios. A veces se preguntaba si no le importaba que lo viera, pero dedujo que había pocas cosas que valían la pena actualmente. Ernest luchó, ella se escondió en la sala común hasta que todo terminó; hasta la mera idea de buscar un sitio seguro la aterrorizó.

—¿Día de mierda? —preguntó Thora.

—Una semana de mierda —dijo Ernest después de unos minutos. El muchacho carraspeó una serie de obscenidades y Thora sacudió su cabeza de un lado a otro. ¿Qué más se podrían decir? «Oye, te ves bien. ¿Algo más para contar?» no era suficiente en esta ocasión. Nunca parecía que había lo que sea lo suficientemente bueno para ellos—. De todos modos, ¿nunca consideraste regresar a Hogwarts? No lo hice a pesar de la insistencia de mis padres.

—¿En dónde quedó lo que «Haré algo después de Hogwarts»?

—En el olvido. Lo único que quiero hacer es encerrarme en un pozo profundo hasta que la muerte llegue a mí.

—Qué duro. —Thora rio—. Al principio pensé que podía hacer mis TIMO y ÉXTASIS en el Ministerio de Magia. Al demonio con todo y con todos.

—¡¿Te escapaste?!

—Maldición, no. Nunca llegaría ni al patio si mis padres sospecharan que quiero escaparme… otra vez —respondió Thora—. Fue una rabieta infantil. No me dejaron ir al concierto de Lorcan D'Eath y pensé: «Al carajo con ellos. Yo quiero ir e iré». Al único lugar al que fui fue a mi habitación. Ellos saben que estoy… aquí. —Thora miró con desdén a su alrededor—. No exactamente aquí, pero mi punto se mantiene. Los visitaré en algún momento del mes. Siempre lo hago.

—¿Nunca pensaste en alejarte? —dijo Ernest con algo de duda.

—Sí. El mundo enloquece varias veces para mi gusto. Si todo se va al infierno, prefiero no participar. Solo pido que tenga un asiento en primera fila cuando eso suceda. Será un gran espectáculo.

—Nunca creí que me atrevería a hacerlo —susurró—. Hay demasiadas personas a las que decepcionaría. No puedo hacerlo aunque quiera. Estoy… Supongo que estoy cómodo en dónde estoy. Mis amigos siguen a mi lado y continuamos esforzándonos para que este desastre sea tolerable.

—Cinco meses, cinco años. ¿Qué diferencia hay?

—¿Y te sorprendió esto?

Le tomó un par de copas darse cuenta a lo que se refería.

—En cierta manera, mis padres ya lo habían esperado. Por lo que, cuando la noticia se extendió, lo único que me dijeron fue que tuviera cuidado con lo que dijera y me pidieron que les enviara una carta cada cierto tiempo informándoles que seguía con vida.

—No nos convenía que hiciéramos un enemigo. —Ernest sonrió—. Y aun así lo hicimos.

—No soy tan idiota como tú.

—Lo sé.

—Lo hacían ver tan fácil —continuó Thora—. Y se suponía que debía actuar como si fuera tan sencillo para mí porque, en sus palabras, soy una experta en pretender que soy la persona más importante del mundo. Y lo soy.

—Pero…

—… Me encontré con Leonardo en la sala común. —Thora suspiró—. Jasón estaba muerto. Nuestro Jason estaba muerto. Y yo estoy viva.

—Realmente lo querías —dijo Ernest. Thora se encogió de hombros—. También quise muchísimo a Megan. Fue una gran amiga; pero murió. Varios murieron. ¿Vale la pena seguir con vida? Hannah dice que sí. Susan dice que sí. Zacharias maldecirá mis entrañas y me dirá que no me atreva a enviarle cartas solo por esta estupidez, pero Padma responderá por él y dirá que sí. ¡Apuesto que hasta Justin dirá que sí! —Ernest se llevó ambas manos a la cara, como si quisiera esconderse—. ¿Yo? No lo sé. A veces sé que sí, a veces creo que no. Estoy jodido.

—Ernest, eres más imbécil de lo que pensé. Eres tan lindo que no te das que tu basura también les concierne a ellos.

Ernest se le quedó mirando con una expresión que parecía dividida entre la estupefacción y curiosidad. Trató de articular una respuesta coherente; sin embargo, se trabó a mitad del camino y se refugió en el brandy. No detectó el menor rastro de disgusto o molestia. Quizá no le había importado, o no había terminado de procesar lo que le había confesado. Fue extraño simplemente revelárselo como quien hablara del clima. Bueno, estaban debatiendo las consecuencias de una guerra como si fuera un asunto de todos los días en un bar muggle. ¿Cuándo dejó de preocuparse por el Estatuto del Secreto?

Podía ver la cara del adorable imbécil por unos minutos más hasta que se aburriera.

—¿Me acabas de decir lindo?

—Ajá.

—¿No pudiste hacerlo cuando no estábamos borrachos? No nos encontramos únicamente aquí, ya sabes.

—¿Quieres que sea romántica o que sea yo?

—Digo que pudiste esperar hasta que supiera qué decir.

25 de enero

06:35 AM

«Uh, ¿quién encendió el sol?»

Ernie había aprendido algunas cosas útiles cuando estaba en la escuela. La más importante era que tuviera cuidado donde caía medio muerto después de emborracharse, o despertaría con la cara pintarrajeada por un inusualmente proactivo Wayne.

Hubo una vez en que anduvo un sombrero acéfalo durante media mañana y nadie se dignó a decirle absolutamente nada. «¿Cómo pudiste no notarlo?», preguntó Zacharias. Su habitual tono de desdén destiló cierto tinte a diversión. «¡No despierto antes de desayunar!». «No reaccionas hasta la cuarta hora. Es por eso que Justin te arrastra por todas parte», corrigió Wayne. «¡Y ustedes lo hicieron!». Ninguno de sus supuestos amigos o Zacharias lo negó. Por el contrario, Zacharias respondió con un simple «Obviamente».

Aun se le hacía raro referirse a él por «Zacharias». Desde que le conoció, siempre fue «Oye, Macmillan. ¡Apaga la vela!» o un «No jodas, Smith. Si vas a copiarle a Wayne, ten la decencia de compartir». Sus diferencias aumentaron a lo largo de los años y se intensificaron durante el séptimo año. Ernie lo encontró excepcionalmente egoísta por elegir el camino de la auto-preservación, y Zacharias le despreció por decirle que debería pensar más en los demás.

En palabras de su no amigo —eso no lo volvía un enemigo, qué conste—, fue un suicida: osó contradecir a los Carrow a viva voz y fue descubierto mientras hacía varias pintadas. «Diría que fueras sensato como un Ravenclaw, pero hasta Corner se te unió. Me rindo. Estoy rodeado de idiotas», dijo Zacharias.

¿Por qué el cambio?

La respuesta tenía nombre y un humor de los mil infiernos: Susan Bones.

La pequeña bellaca les dio el ultimátum de «O son civilizados o haré que sean civilizados. Su elección». No era un gran cambio pero sirvió para aplacar a Susan. ¿Con qué intención lo hizo? Se aburrió que no intentaran encontrar qué podrían tener en común. «Llevan más de nueve años juntos, con un demonio. ¿No podrían ser menos infantiles?», les preguntó. «No somos infantiles, somos realistas. Y a diferencia de cierto rubio prepotente y cierto pelinegro con complejo de héroe, no nos atacamos a la mínima oportunidad», se defendió Ernie. «Pero podríamos empezar». «¿De qué lado estás?». «Del lado que me permita terminar mi ensalada en tranquilidad, Macmillan».

Quien sea que estuviera tocando el vidrio de la ventana debía detenerse inmediatamente. Estaba incrementando su malestar y no le importaría lanzar una que otra maldición para ahuyentar al responsable. Por supuesto que eso significaba que tendría que compensar al dueño del edificio por destrucción «accidental», o podría hacer que lo olvidara y repararlo con magia. Al final decidió que no haría nada. Susan le regañaría por causar problemas por asuntos sin importancia —sus palabras, no las de él— y los señores Macmillan comenzarían a sospechar que estaba peleándose con medio mundo… de nuevo. No necesitaba que ninguno de los dos le diera una cátedra acerca de cómo no podía perder los estribos. Eso le dio muchos dolores de cabeza en la adolescente; sin embargo, ahora era un adulto. Era responsable de sus propias acciones y…

Y una mierda.

Según ellos, todavía no era lo suficientemente responsable para estar a cargo de nadie. Ni de sí mismo. Era por eso que se había refugiado en el mundo muggle, con la esperanza de que ellos entendieran que Ernie no necesitaba su puta ayuda. Se consideraba como una persona seria y responsable cuando la situación lo ameritaba; en caso contrario, el mundo podía irse al carajo, con lo poco que le importaba.

De hecho, él les ofrecería su asesoría.

Pelear contra los Carrow le enseñó cómo se debía romper las reglas para que no hubiera una consecuencia —dolorosa en la mayoría de las ocasiones. Esos hermanos no tenían mucha imaginación, y lo agradeció—. Los únicos que sabían exactamente dónde se escondía —mapas del demonio. ¿Quién los entendía?— eran Justin y Susan. Hannah había descubierto que se quedaba en alguna parte de Wiltshire.

Y si Hannah sabía algo, se lo decía a Zacharias. Su amiga siempre se esforzó en que lo incluyeran, aunque éste nunca se esforzó en ser menos imbécil.

«Creo que está enamorada o algo así. Se lo preguntaré la próxima vez que la vea.»

El hambre era una perra. Si el sol no lo obligaba a irse de la cama —lo que era un crimen a esta hora—, eso lo haría. Contempló las cortinas por varios minutos, ¿qué haría con ellas? Su desempeño fue deplorable… pero no quería comprar nuevas. Estas le habían servido estupendamente desde que las adquirió —a los quince años—. Ignoraría esta ofensa, solo por esta vez. Además que una vez intentó controlar el fuego mientras tenía una resaca. Sobraba decir que eso no resultó bien.

Bostezó y se desperezó. Se tropezó cuando intentó atravesar la pared —¿quién cambió la puerta de lugar?— y se preguntó qué podía recalentar esta vez. Algunas personas tenían un maravilloso talento para preparar las delicias más exquisitas del mundo, y otros eran unos bastardos afortunados si conseguían no quemar el agua. Ernie estaba en la segunda categoría. En su defensa, asistió a clases de cocina y desertó a las pocas semanas. «Es un caso perdido», dijo. «¿Y desde cuándo es un requisito saber cocinar para independizarse? Tengo amigos… y ellos tienen una nevera».

Ernie era la razón por la que no tenían comida.

Recordó por qué se emborrachó esta vez. No quería depender del dinero de los señores Macmillan, por lo que consiguió un empleo. Eso fue complicado ya que no tenía experiencia y se estaba quedando sin los galeones que robó de la bóveda familiar cuando se escapó, a los diecinueve años. Los señores Macmillan le aseguraron que no duraría dos meses sin que estuvieran para indicarle qué camino debía seguir, y Ernie no quería darles la maldita satisfacción.

Su primero trabajo fue como mesero en el Caldero Chorreante. Renunció a los cuatro meses, no tenía la paciencia suficiente para eso. O el carisma. Nunca comprendió la diferencia entre esas dos. Tuvo otros nueve empleos más a lo largo de dos, y se encontró con Dean Thomas: ex Gryffindor, obsesionado con el fútbol, nunca se le vio sin Seamus Finnigan en Hogwarts y un maníaco del orden.

Dean hacía historietas para El Profeta. Comenzó a trabajar ahí a los veinte años y se hizo popular en cuestión de meses. Vale, lo hizo sonar fácil; bueno, Dean lo hacía ver fácil. «Es algo que siempre me gustó. ¿Por qué no?», le comentó a Ernie. Se juntaron un par de veces en el lapso de un año; y le contó sus problemas. Cada uno de ellos. Dean solamente le sonrió y le preguntó qué sabía acerca de redacción y ortografía. «¿No tienes un equipo para eso?». «No confío en nadie más que en Demelza. Y ella no siempre tiene tiempo para mí. Es un pasatiempo para ella, en realidad. Así que no me quejo», respondió. «No sé ni mierda». «Da igual. Te enseñaré. ¿Quién sabe? Quizá funcione para los dos».

Maldita sea, sí funcionó.

Las historietas más conocidas de Dean eran las tiras de prensa de El Profeta. Hacía un año comenzó a publicar un álbum de historietas de manera independiente, ¿por qué le pareció una idea sensata? «El Profeta tiene sus directrices. Me aburre. Es algo que empecé mientras estábamos en séptimo; y lo terminé hace un tiempo, pero hasta ahora tengo el dinero suficiente». A Ernie le preocupó que Dean pudiera perder su trabajo por eso. «Mientras no aparezca nada controversial, es decir, político o revolucionario, a mi jefa no le importa lo que haga en mi tiempo libre. Al menos, no mientras entregue mis asignaciones y esas cosas. Este es mi pasatiempo».

No le generaba muchas ganancias el dichoso álbum, pero lo continuaba. Era un proyecto relativamente nuevo, tomaría tiempo para que fuera popular. El caso era que Dean le pagaba un poco más por corregir ese álbum, así que se esmeraba más para que estuviera perfecto en todos los sentidos imaginables. No se debía al dinero, sino al hecho de que Dean confió en él para hacerlo. Pudo contactar a Demelza —sea quién sea esa— pero lo eligió a él.

Y no lo decepcionaría.

Se desveló por diez días. Editar esas cosas era más complicado de lo que pensaba y no se hacía más sencillo aunque ya tuviera algo de experiencia. Se estresó y maldijo varias veces, pero lo terminó. Se sintió malditamente realizado. Se lo envió a Dean y se relajó por, alrededor de, día y medio hasta que Justin le entregó la nueva carta de los señores Macmillan. Entornó los ojos y se debatió en si debía leerla o solamente fingir que nunca la recibió y dejarla tirada por ahí; sin embargo, la expresión de Justin le dio a entender que ya estaba cansado por el hecho de estar en medio de una pelea familiar. Suspiró, la leyó y una migraña le jodió la semana.

«Ernie,

¿Cuánto tiempo vas a continuar con este comportamiento infantil?

Independiente de las razones que hayas tenido para irte de casa sin el consentimiento de Aria o el mío, tienes que volver. Eres el heredero de la familia Macmillan y no puedes huir de tus responsabilidades solo porque no estás de acuerdo con algo, o alguien, o lo sea que te motivase esta vez.

Sabes que no nos ha importado que te involucrases con esos amigos ingobernables que tienes, o que te defendieses en contra del régimen de los hermanos Carrow. Entiendo por qué lo has hecho, pero esto tiene que detenerse inmediatamente. Ya no eres un adolescente, eres un adulto y es momento que empieces a actuar como tal.

Aprecio, apreciamos en realidad, que demuestres que estás en contra del sistema cuando la situación lo amerita; sin embargo, este no es el caso. La guerra ha finalizado hace cinco años. Has disfrutado de tu libertad. Has hecho todo lo que el ascenso del Innombrable te ha arrebatado. Has hecho estupideces que yo no hubiese cometido. Te pareces a tu madre en ese aspecto.

Esto tiene que detenerse.

Vuelve a la mansión, y olvidaré esto. No habrá consecuencias, y continuarás con tu aprendizaje. Sé que intentas demostrar que posees el grado de madurez requerido para encargarte de ti; no obstante, lo haces del modo equivocado.

Un cordial saludo,

Kenneth Macmillan»

No recordaba qué hizo con la maldita carta. En realidad solo se fue de su apartamento abruptamente y maldijo a todos los grandes magos de la historia inglesa, como si estos fueran los culpables de todas sus penurias. De ahí en adelante había un gran vacío en su memoria. Quería fingir que nunca había recibido la carta, pero las palabras de Kenneth Macmillan seguían atoradas en su cabeza como si fuera un estúpido mantra del que no podía deshacerse. Era increíble que hubiera malgastado una buena noche, que pudo pasar con sus amigos, borracho por ahí. Vale, no se arrepentía; pero, aun así, ¿no pudo ser por otra razón?

Al menos no le había obligado a asistir al próximo evento organizado por Aria Macmillan. A pesar que los señores Macmillan y Ernie no concordaban en varios aspectos, como la elección de vida que había hecho —aunque pudo ser peor, y eso lo sabía—, no los odiaba. Eso sería la solución más simple. Su malhumor se borraría si lo hiciera, y el arrepentimiento vendría después. No odiaba a los señores Macmillan, simplemente no podía hacerlo. Quizá era demasiado bueno para hacerlo, quizá los amaba más de lo que debería en este instante.

—Qué complicado —dijo Ernie y bufó. Llegó a la sala de estar y se dejó caer en el sofá—. Al menos aun no han irrumpido en mi apartamento. Es lo único que les falta hacer.

—Odio la sardina. ¿Por qué no compraste algo menos desagradable?

—Ni siquiera preguntaré cómo entraste —gruñó Ernie a Thora. La muchacha le sonrió burlonamente y se apoderó del sillón que estaba a su costado derecho. Se recargó en el asiento y puso los pies encima de la mesa—. ¿En serio? ¡Que lo vas a arruinar! Tú y Wayne son iguales.

—Como si la magia no lo pudiera arreglar, Ernest.

Thora era la única a la que le permitía llamarle por su nombre completo. Lo hacía desde que la conoció.

Además que le gustaba cómo lo decía.

»¿Estás libre? —preguntó Thora.

—¿Honestamente? No lo sé. Dean no tiene un horario fijo para llamar —dijo Ernie—. Las asignaciones de Rita son impredecibles. Si no lo son, no me explico por qué no lo pone en un puto calendario.

—¿Rita Skeeter? —dijo Thora. Él asintió—. Inesperado.

—Prefiero no pensar en cómo cambia la vida. —Ernie sonrió—. Todavía estás aquí. ¿Se te olvidó algo?

—Ven y bésame. —Thora se encogió de hombros—. Querías esperar. Estás lúcido ahora.

¿Qué carajo…?

»Oh, ya veo. No eres de los que toman la iniciativa. —Thora se puso de pie. Ernie tragó en seco—. Ven aquí, galante. No te preocupes. Iré suave… al principio.

Ernie se le quedó viendo mientras que la muchacha avanzaba hacia él con un brillo inquietante en sus ojos, como un depredador evaluando a su presa. Inspeccionó a su alrededor, evaluando qué método de escape le salvaría de Thora. ¿En qué mierda estaba pensando? Retrocedió hasta que se tropezó con uno de los muchísimos libros que dejó tirado por ahí —al cual insultó por arruinar sus planes— y casi se cayó pero logró enderezarse.

Lo bueno, o malo dependiendo de cómo se viera, era que Thora sabía lo que quería. Todo lo que deseaba era inmediatamente de su propiedad. No importaba lo que hiciera o a quien tuviera que pisotear en el camino. Si ella decía «Ven y bésame», debía obedecer. ¡Un momento! ¿Esto significaba que lo quería a él? Se sintió algo avergonzado y confundido por igual. Admitía que Thora era simpática si se lo proponía; sin embargo, no se imaginaba en una relación con ella. Al menos, no de esa manera.

La quería, por supuesto que sí, era su amiga pero…

Cualquier pensamiento racional se destruyó cuando Thora puso sus manos en cada uno de los hombros de Ernie, acercándolo a ella, anulando cualquier acción que pudo hacer antes que haberla hecho. El aire se volvió pesado cuando intercambiaron una mirada. Thora tenía un lindo color de ojos que contrastaba con su larga cabellera: negra hasta la mitad, de un tono azul hasta las puntas. ¿Por qué se tiñó? Ni idea. Pero le quedaba bien.

«Huele a vainilla. Irónico.»

Ella acortó la distancia poco a poco, y quedó a un par de milímetros de su boca. Se preparó mentalmente. Sin embargo, Thora relamió sus libros y le sonrió. Murmuró un breve «je» y lo liberó. Se alejó y regresó al sillón.

Le tomó un par de minutos procesar lo que realmente había sucedido.

—Me estafaste —la acusó. Thora alzó una ceja mientras puso dos dedos encima de sus labios; deshizo la acción y movió la mano hacia él haciendo un medio círculo en el proceso—. Eres una burla, ¿sabes?

—Volveré.

Maldita sea, ella sí volvería.

Por una vez, eso lo emocionó.