Érase una vez un hermoso reino gobernado por un rey sabio y justo. Era un lugar próspero y todo el mundo vivía razonablemente feliz hasta que comenzó esta historia, claro está. El rey tenía una hija pelirroja de ojos verdes, bonita y con relativamente buen carácter. Su padre la adoraba, y como suele suceder, por el mero hecho de ser hija de rey y no ser totalmente repulsiva a la vista, las buenas gentes se hacían lenguas de su belleza y su bondad. Su fama se extendió por todo el mundo de forma tal vez exagerada y príncipes y caballeros varios empezaron a pedir su mano creyendo en tal legendaria apostura, por superficial que esto pueda parecer.
La dama, un poco aturdida, no decía que sí ni que no a nadie. No tenía muy claro a qué carta quedarse, con tanto revoloteo de solteros a su alrededor que le escribían mala poesía, le robaban guantes, cantaban romanzas con poco tino y peor voz, y depositaban a sus pies sangrientas ofertas que la hacían desmayar. Aún no era, para su desgracia, la época de flores, bombones e invitaciones al cine.
Entre todas las ofertas, una de ellas fue la única que rechazó firmemente: la del rey vecino, antagonista de su padre de toda la vida, que proponía acabar con la más o menos encubierta rivalidad de ambos ligando los destinos de los herederos de ambos.
-¡Oh, no, padre! He oído lo que se dice del país vecino: ¡el rey Thomas tiene fama de brujo, tiene por mascota a un horrible basilisco y todo está infestado de serpientes! Y odio las serpientes –añadió con voz ahogada.
El rey Albus respiró secretamente aliviado ante esto. No le gustaba el tener que separarse de su niña querida, y hubiese empeorado este hecho el tener que entregarla al hijo del rey vecino. Aunque si eso hubiese hecho feliz a su pequeña… Lo cierto es que ella hacía de su padre lo que quería.
Un día, sin embargo, tuvieron todos que lamentar la renuencia de la princesa al matrimonio cuando el asunto, simplemente, se les fue de las manos.
La muchacha había estado paseando tranquilamente por su jardín privado, recogiendo flores, tarareando desafinadamente para sí y, en definitiva, haciendo lo que suelen hacer las princesas, o sea aburrirse, cuando surgido de la nada apareció un caballero de negra armadura que la arrebató con tal determinación y destreza que daban ganas de preguntarle si practicaba tales actividades a menudo.
El rey ante tal evento quedó desolado. La corte se vistió de luto riguroso. Los caballeros decidieron hacerse útiles y partieron al rescate de la dama, sin ninguna indicación o investigación previa pero con gran arrojo y coraje. Durante tres largos años se la buscó en vano: la muchacha había desaparecido de la faz de la tierra.
Una bonita tarde de finales de junio, llena del zumbar de insectos y canto de cigarras entre la hierba quemada por el sol, uno de los caballeros decidió, debido al calor que la armadura no hacía sino empeorar, tomar una ruta fresca en busca de un locus amoenus cualquiera, así que se alejó de los caminos más concurridos y se metió por una senda miserable y descuidada que se adentraba en el bosque. Paseando confortablemente a uña de caballo fue a darse de manos a boca con otro caballero, mire usted que casualidad. Como no, como en todos los relatos caballerescos, el otro llevaba armadura negra. Y es que hay que mantener los tópicos: Así, visualmente es más fácil que el pobre espectador sepa a quién debe animar.
Obviamente, se enzarzaron en una disputa cualquiera de esas que invariablemente acaban en un desafío de ésos que tanto les gustan los caballeros andantes, vaya usted a saber por qué. Durante la pelea, a nuestro caballero (el de blanco, ¿ven?) se le desajustó el visor debido a un golpe de su contrincante que no pudo esquivar. Se puso nervioso y, como no veía bien, se lanzó a la carga con tal mala pata que tropezó con una piedra y, al alargar las manos intentando recuperar el equilibrio, ensartó al pobre caballero negro cual vil aceituna. La justa, llamémosla así, quedó saldada de forma tan brusca como ridícula.
Tan indigno final tenía algo mosca al superviviente –obviamente a su contrincante le daba ya todo igual- cuando, para más INRI, apareció ante él la dama del difunto, histérica ante la muerte de su amado y con un embarazo más que aparente. Al caballero se le desorbitaron los ojos: se trataba de la hija del rey.
Que, por cierto, acababa de romper aguas a causa de la impresión.
Su presunto salvador tuvo que salir al galope en busca de una comadrona en el pueblo más cercano. La buena mujer no llegó a tiempo de salvar a la princesa, que entre el disgusto, las condiciones precarias en las que había vivido los últimos tres años y las labores del parto la espichó también, para gran disgusto del caballero que ya se imaginaba volviendo triunfante con la chica. El niño, afortunadamente, se salvó.
El rey recibió, a un tiempo, la triste noticia de la muerte de su amada aunque descarriada hija y al huérfano resultante. Posteriormente se pudo comprobar que el pequeño debía de haber salido al padre, porque el único parecido que guardaba con su desdichada madre eran sus verdes ojos, pero en aquel preciso momento, como cualquier recién nacido, lo único que parecía era un tomate cruzado con un sapito particularmente feo. Su abuelo, conmovido ante las glaucas pupilas tan similares a las de su niña, creyó que en todo sería idéntico a ella y tomó la decisión de criar al niño como lo habría hecho con otra hija… Pese a su gran sabiduría, la edad no perdona y empezaba a chochear, al parecer. Le bautizó Harriet, y desde su más tierna infancia se le inculcaron los refinados modales que toda dulce y recatada doncella debe poseer.
