CRUCE DE CAMINOS

CAPITULO 1: OPONIÉNDOSE AL DESTINO

Sentado al volante de su vehículo, Albert recorría las principales calles de Chicago mientras sus pensamientos se centraban a medias en la circulación y en la próxima cita que iba a mantener con su abogado. Desde que se había visto obligado a ocuparse del legado de los Andrew, hacía cuatro años, su vida se había convertido en un infierno. Llegar a la mayoría de edad prefijada en el testamento de su padre, William Albert Andrew, había dado un giro completo a su vida al cumplir veintitrés años.

Albert arrugó el entrecejo mientras evocaba la figura de su progenitor, un padre que no había llegado a conocer pero cuya presencia se le hacía tan real como la de los edificios que le rodeaban. Sus ojos se entretuvieron un instante en la contemplación del maravilloso verdor que empezaba a inundar las ramas de los árboles tras superar la breve muerte invernal. El intenso color le recordó unos radiantes ojos esmeralda que lo habían contemplado con infinito amor y ternura.

Pauna, hermana mía. ¡Qué duro tuvo que ser para tí perder a papá cuando sólo eras una adolescente! ¡Cuánto tuviste que odiarme por haber sido el causante de la muerte de mamá cuando nací! Pero siempre fuiste tan buena conmigo. Eras como una flor, bella y efímera como la primavera. Y Anthony te hacía tan feliz...

Ni siquiera la frescura ni la luminosidad de esa mañana de principios de primavera era capaz de alegrar los funestos pensamientos de Albert. La monotonía de sus días al frente de los negocios de la familia; la constreñida sociedad de Chicago, tan hipócrita y preocupada por los bienes materiales y los cotilleos; el peso de la responsabilidad, el tener que estar a la altura de las expectativas..., convertían su vida en una prisión de la que no sabía cómo escapar.

Si tan sólo tuviera la valentía de seguir los dictados de mi conciencia y de mi corazón, pensaba mientras descendía de su automóvil frente al edificio de la prestigiosa firma de abogados Weston & Associates.

Al contrario de lo que se esperaba de uno de los más importantes magnates de la industria norteamericana, William Albert Andrew Jr continuaba manteniendo un estilo de vida sencillo, casi austero. Su indumentaria, aunque elegante e impecable, demostraba despreocupación por la moda y un mayor interés por la funcionalidad y la simplicidad de líneas. Sus cabellos, que había vuelto a dejar crecer, caían despreocupadamente sobre sus hombros, contribuyendo a darle un aire de informalidad alejado de los cánones preestablecidos por la tradicionalista sociedad de Chicago.

Aunque Albert prestara poca atención a los chismes que irremediablemente circulaban sobre él, dada su notoriedad pública, lo cierto es que se había ganado una reputación de inconformista que acentuaba el aire de misterio que rodeaba su persona. Su poco activa participación social, su reticencia a acudir a las numerosas veladas organizadas por sus pares, las escasas ocasiones en las que se permitía organizar reuniones en su villa –situada en una de las zonas residenciales más prestigiosas de la ciudad-... contribuían a granjearle numerosas miradas de curiosidad, no exentas de respeto por la meticulosidad con la que gestionaba su fortuna. El que no se prodigara en los círculos de moda añadía mayor interés a sus visitas, bienvenidas tanto por los caballeros, que respetaban su criterio y opiniones, como por las damas, enamoradas de su atractiva apariencia y chispeante sentido del humor. Anfitrión cortés e invitado perfecto, despertaba la admiración de toda la alta sociedad de Chicago, deseosa de disfrutar más regularmente de su compañía, e incluso la aprobación de aquellos escépticos que habían vaticinado su fracaso como hombre de negocios debido a su juventud y falta de experiencia.

Weston & Associates había representado legalmente a los Andrew desde hacía tres generaciones. Montgomery Weston, el presidente de la firma, había sido además amigo íntimo del padre de Albert y había asumido la custodia legal del pequeño a la muerte de sus progenitores. Aunque Pauna se había hecho cargo de los cuidados de su hermano, acogiéndolo bajo su techo cuando contrajo matrimonio, Montgomery había sido su tutor hasta los veintiún años, momento en que asumió la totalidad de los derechos y obligaciones que le correspondían como cabeza de familia, tal y como dispuso su padre en testamento.

Montgomery y Albert habían mantenido una estrecha amistad a lo largo de los años pese a no haberse visto con excesiva asiduidad, y, de alguna manera, el primero había ocupado en la vida del joven la figura del padre que no llegó a conocer. Cuando Pauna falleció, dejando a su hermano en la más completa desolación a la edad de trece años, su tutor le había aconsejado inscribirse como estudiante en el Colegio St. Paul de Londres. Rodeado de muchachos de su misma edad, en un ambiente radicalmente distinto al de su hogar, pudo Albert empezar a olvidar su tragedia y reencontrar el sentido de su vida.

El joven entró en el inmueble y saludó con cortesía a la recepcionista.

¿Qué tal se encuentra hoy, señora Stewart? ¿Cómo es posible que cada vez que vengo por aquí la encuentre más hermosa?

Ella, una matrona pasada la cincuentena, le sonrió con cariño; en sus ojos chispeaba la diversión que le provocaba el inocente galanteo.

Creo que las próximas Navidades te regalaré unas gafas, Albert. Aunque si fueras capaz de verme tal y como soy, tus visitas perderían todo interés.

Es usted demasiado humilde–contestó él con una media sonrisa-. Seguro que ha roto al menos varias decenas de corazones en la última semana, por no hablar de los niños que se habrán convertido en devotos admiradores suyos después de haber escuchado alguno de sus estupendos cuentos.

Al oír sus palabras, la mujer vio delante de ella al niño que había sido Albert hacía más de quince años. Educado, amable, sensible, dotado de una sabiduría impropia de su edad. Había adorado que ella le contara historias mientras aguardaba a que el señor Weston le recibiera en las escasas ocasiones en las que el niño se dejaba ver por el despacho.

Sí, pero ninguno de ellos sabe darme el pago que yo exijo por ellas. ¿Recuerdas? Un cuento contra una canción – comentó ella mientras le observaba con aire de complicidad.

Claro que lo recuerdo, cómo podría no hacerlo. Aún me pregunto cómo era usted capaz de aguantar los ruidos que lograba arrancar de la gaita que me había regalado mi hermana.

Candy tenía razón, parecía una jaula de grillos, pensó él por un instante.

Era una armonía maravillosa, Albert. No te engañes. Siempre has estado dotado para la música. Te aseguro que ponías una gran pasión en ese extraño instrumento escocés. Parecías un bardo de la época del gran Wallace entonando su despedida antes de la batalla.

El se cuadró delante de ella e intentó imitar a un melancólico juglar escocés, mientras arrancaba de su garganta tristes notas similares a extraños chirridos arrítmicos.

No hagas tonterías, Albert –consiguió decir la señora Stewart mientras intentaba controlar las carcajadas-. Es una pena que ya no traigas nunca música a este despacho. De todas formas, sólo he conocido un niño al que de verdad le gustaran mis historias. Y ese niño se ha convertido en un hombre que ya no necesita a una vieja como yo para entretenerse.

Exagera, señora Stewart –le susurró él mientras se sentaba a medias sobre el escritorio de la mujer-. Precisamente mi vida es de lo más aburrido.

Será porque quieres–le dijo ella con un guiño.

Albert fingió indignarse.

Pero bueno. ¿Qué clase de ideas pasan por esa cabecita calenturienta?

Ella bajó el tono de su voz.

Aunque no debería prestar oídos a las habladurías, sé de buena tinta que más de una jovencita estaría más que dispuesta a que la cortejaras.

Por un momento, una sombra nubló la sonrisa del joven. Sólo duró un instante, ni siquiera la señora Stewart tuvo ocasión de darse cuenta.

No sólo eres un buen partido –continuó ella-. Además eres un hombre muy atractivo. Seré la primera en alegrarme cuando decidas convertirte en un hombre casado.

En ese momento sonó el teléfono. Albert se incorporó mientras la señora Stewart le indicaba por señas que el señor Weston le aguardaba en su despacho; se despidió de ella con una sonrisa cargada de afecto y empezó a subir las escaleras que conducían a la primera planta del inmueble. Montgomery Weston le estaba esperando frente a la puerta de su despacho.

Albert, mi querido muchacho –le saludó mientras le invitaba a entrar.

El despacho olía a madera y a cigarro. Albert se sintió por un momento atrapado por el recuerdo de un adolescente que acudía a visitar a su tutor.

¿Qué te trae por aquí? –le preguntó mientras lo atrapaba en un caluroso abrazo. ¿Y tu preciosa protegida? Con lo bien que marchan tus asuntos financieros y tu perfectamente organizada vida personal, supongo que ésta es tan sólo una visita de cortesía. Eres demasiado serio para tu edad, muchacho. Tu padre estaría orgulloso de tí. Tanto como lo estoy yo. Ser tu tutor ha sido demasiado fácil.

Ambos tomaron asiento en el gran sofá donde siempre habían conversado. Al contemplar de nuevo al abogado, Albert se dio cuenta de que éste había envejecido, del mismo modo que él ya no era un joven atado a un custodio sino un adulto dueño de sus propias decisiones. Ello le dio fuerzas para terminar de convencerse de que la decisión que había tomado era la correcta.

¿Te apetece un brandy, un whisky?- le invitó Montgomery.

Gracias Monty, pero es demasiado temprano para mí para empezar a beber –respondió Albert mientras quitaba de la manga de su chaqueta una inexistente mota de polvo.

Montgomery le dio unas palmaditas en el hombro.

Como quieras, pero me parece que no deberías privarte de los pocos placeres de que puede disfrutar un caballero. Creo que te tomas la vida demasiado en serio considerando que sólo tienes veintisiete años. Ah, antes de que se me olvide. La próxima semana mi mujer da una fiesta en honor de mi hija que cumple dieciocho años. ¿Por qué no vienes acompañado de Candy?

Albert se quedó pensativo unos segundos. ¿Era posible que Melissa fuera ya casi una mujercita? Eso le recordó que Candy estaba a punto de cumplir veintiún años. Su cumpleaños es en mayo, dentro de cinco semanas exactamente.

No sé si podré Monty. Ese es precisamente el motivo de mi visita. Estoy pensando en hacer un viaje, y tengo bastantes preparativos por delante. Además quiero organizar una fiesta en honor de Candy. Aunque ya sabes que pienso que muchas de las tradiciones de la alta sociedad de Chicago son victorianas y están pasadas de moda, creo que es una buena idea que Candy disfrute de una noche dedicada especialmente a ella. Ahora que ha llegado a su mayoría de edad, todos deben conocerla como miembro de la familia y atribuirle los derechos que por ello le corresponden. A partir de ese momento no me necesitará como tutor. He dispuesto que ese mismo día pasen a su nombre ciertas propiedades y le he asignado una estipendio anual que le permita cubrir todas sus necesidades.

Monty le sonrió con aprobación.

Eso está muy bien, Albert. Y un descanso te vendrá estupendamente. No has hecho más que trabajar durante los últimos cuatro años y tienes que aprender a disfrutar un poco más y a trabajar un poco menos. Supongo que Melissa comprenderá que no puedas asistir. A esa edad, las mujeres sólo piensan en flirtear y tendrá montones de admiradores de los que preocuparse.

Albert se incorporó y se acercó a la ventana. La calle estaba llena de viandantes: vendedores de periódicos voceando el primer número de la mañana, brokers con caminar frenético dirigiéndose a la Bolsa, oficinistas camino de sus despachos. Montgomery, acostumbrado a los repentinos silencios de Albert, se relajó mientras mentalmente hacía balance de lo que sería su jornada laboral ese día. Sus pensamientos se interrumpieron cuando Albert volvió a tomar la palabra.

Lo cierto es que estoy cansado de vivir en Chicago. Quiero marcharme de aquí, pero no sé por cuanto tiempo. Podría ser por varios años. Por eso he venido a verte hoy, Monty. Eres un fabuloso hombre de negocios y quiero que te hagas cargo de la gestión de mis asuntos hasta que decida regresar.

La sonrisa de Montgomery se congeló en sus labios. Lo que estaba oyendo no podía ser cierto. Su mente danzaba vertiginosamente mientras intentaba buscar una argumentación que le hiciera desistir de su decisión.

Salvo los cinco años que viví por mi cuenta alejado de todo lo que significaba ser un Andrew –prosiguió Albert-, siempre he intentado cumplir la voluntad de mi padre y seguir tus consejos como tutor. Dejarme vivir ese tiempo a mi manera ha sido el mejor regalo que me has hecho, Monty. Cuando acabé mis estudios en el St. Paul, a los dieciocho años, me prometiste la libertad a cambio de dos cosas: que estuviera dispuesto a asumir mi legado cuando llegara a la mayoría de edad legal, y que estudiara Derecho. Viví a mi modo, sin restricciones, cosa que te agradezco, pero también cumplí mi promesa. Estudié Leyes, y también la vida animal porque los animales son mi pasión. A los veintitrés años me hice cargo de mi herencia y de las responsabilidades que llevaba aparejada. Sin embargo, han pasado ya cuatro años y no soy feliz. No quiero seguir viviendo así.

Albert suspiró mientras continuaba contemplando el exterior. Sintió que un gran peso se liberaba dentro de su alma mientras su corazón gritaba de júbilo al imaginar lo que podría hacer con su vida a partir de ese momento. Libre al fin, pensó.

Monty se acercó a él en silencio y puso una mano sobre su hombro. El joven se giró para mirarlo y no pudo evitar que sus esperanzas sufrieran un revés cuando sus ojos encontraron los de su anciano tutor.

Sabes que eso no puede ser, Albert – le escuchó decir mientras su corazón se encogía al comprender que Montgomery nunca le entendería-. Yo soy el primero que desearía que fueras feliz, libre de decidir tu destino a tu manera. Pero no puedes negar lo que eres ni tampoco tus obligaciones. Si me dejara llevar por mi afecto, te diría que siguieses tus verdaderos deseos pero, como hombre de honor que soy, no puedo permitírtelo. Sería un mal consejero si no te advirtiera del error que estás cometiendo. No tengo autoridad para impedírtelo, ciertamente eres dueño de tu destino, pero no eres libre de descargar el peso de tu responsabilidad sobre los hombros de otro. Mucha gente depende de tí, Albert. De tus decisiones, de tu sentido de la oportunidad, de tu instinto para los negocios. Tienes cualidades de sobra para desempeñar el papel que te ha tocado representar. Además de una gran capacidad profesional. Mal consejero sería yo si no te hiciera ver la pérdida que supondría prescindir de un hombre de negocios tan válido como tú. Dispones de una fortuna que puede ayudar a cambiar la realidad social que nos ha tocado vivir... No puedes desprenderte de tu carga porque es justo que pese sobre tus hombros. Además yo ya soy un viejo. Carezco de tu empuje, tu entusiasmo, tus ideas para poder hacer con tu fortuna algo provechoso. Podría gestionarla en tu ausencia, eso sí, pero tu padre quería que la fortuna de los Andrew ayudara a cambiar el mundo. Y creo que en el fondo también tú quieres lo mismo. ¡Eres tan parecido a William! Sólo un hombre como tú podría conseguirlo. ¡Puedes hacer tantas cosas!... Reflexiona sobre ello, Albert, antes de tomar una decisión. Weston & Associates puede gestionar tus negocios, puede ayudarte a incrementar tu capital, pero nunca podrá tomar decisiones en tu lugar que ayuden a transformar la sociedad. Eso sólo puedes hacerlo tú.

Albert comprendió la verdad que encerraban las duras palabras de su viejo amigo. Pero ello no ayudó a aligerar la opresión que sentía en el fondo de su alma. Notó que un escalofrío recorría su cuerpo al pensar que tendría que pasar toda la vida encadenado a su fortuna y a responsabilidades que no deseaba. Sin embargo, su sentido del deber se manifestaba en desacuerdo y una profunda tristeza le invadió. Incapaz de sustraerse a la sensación de melancolía que reflejaba el joven, Monty intentó llegar a una solución satisfactoria para ambos.

Creo que necesitas un descanso, muchacho. Te lo digo en serio. Has trabajado sin parar estos últimos meses. Tómate unas vacaciones, el tiempo que necesites, y reflexiona sobre todo lo que hemos estado hablando. En ese plazo yo gestionaré personalmente todos tus asuntos. Sé que tomarás la decisión más correcta para todos... Y ahora déjame invitarte a esa copa. Creo que los dos la necesitamos.

(...)

La mansión estaba silenciosa. La escasa servidumbre que Albert mantenía, ya que era hombre de pocas necesidades, se había retirado hacía ya varias horas. Sólo él permanecía despierto, sus aposentos iluminados eran la única nota de color en el obscuro edificio. Su fiel Capucine descansaba acurrucada a sus pies mientras él leía uno de los documentos que debía revisar esa noche. Había tomado la decisión, de acuerdo con Montgomery, de tomarse un año para meditar sobre su situación y dar respuesta a las dudas que le mortificaban y contribuían a su infelicidad actual. Ultimar sus asuntos le llevaría al menos dos meses. Suficiente para hacer sus preparativos y asegurar la posición de Candy en la familia. Después pensaba embarcar rumbo a Africa.

Cuando estudiaba Zoología en la Universidad, se había sentido extrañamente fascinado por la fauna africana, especialmente por los grandes antropoides que se decía habitaban en grupos familiares en los volcanes de Virunga, en el Congo Belga, al norte del lago Kivu. Estudiar a los gorilas en su hábitat natural se le antojaba una experiencia no sólo excitante sino de gran interés científico por la escasa documentación que hasta la fecha había publicada sobre el tema.

Albert no pudo evitar sonreír ante la perspectiva. Notaba que la sangre se aceleraba en sus venas y sus pensamientos se arremolinaban siguiendo cursos inexplicables. Se sentía lleno de energía, de proyectos, de ilusión. Imaginaba cómo sería vivir dependiendo únicamente de sus fuerzas e ingenio, alejado de la civilización y sus estúpidas rigideces. Vivir en comunión con la Naturaleza, en un ambiente idílico y salvaje, disfrutando de los atardeceres más maravillosos de la tierra. Apreciando el instante, alegrándose de procurarse el sustento con sus propias manos...

La ensoñación en la que se encontraba sumido le impidió darse cuenta de que la puerta de su dormitorio se abría y dejaba pasar una figura silenciosa. Sólo el roce de una mano sobre su hombro consiguió sacarle de sus meditaciones.

¿En qué estabas pensando Albert? –preguntó una voz femenina enérgica y dulce a la vez-. Parecías tan feliz que me ha sabido mal molestarte.

Albert cogió el dorso de su mano y lo besó mientras sus labios se entreabrían en una cautivadora sonrisa.

Mil perdones, mi dama Candy. No te había oído llegar. ¿Has cenado ya?

Ella se encogió de hombros revelando su despreocupación.

La verdad es que no, Albert. No he tenido tiempo ni de pensar en cenar. Había tanto trabajo en el hospital... Estoy muerta de cansancio.

El frunció el ceño y la contempló muy serio.

Candy ¡qué niña eres a veces! Tanto preocuparte por tus pacientes y te olvidas de tí misma. ¿Cómo vas a tener fuerzas para trabajar si no te cuidas? Ahora mismo vas a bajar conmigo a la cocina y te calentaré algo. Creo que Hannah te ha dejado algo preparado.

Candy hizo un gesto de total agotamiento y se dejó caer en una silla cercana.

Pero Albert... Es que estoy tan cansada que no creo que pudiera comer nada.

El la cogió de la mano mientras su rostro indicaba que no se daría por vencido. Candy dejó que la condujera sin oponer resistencia mientras sus ojos se entrecerraban.

Trabajas tanto o más que yo, Albert –le susurró mientras bajaban las escaleras-. Son más de las dos de la madrugada, ¿cómo es que no te has acostado ya?

El la miró divertido mientras le estrechaba la mano. Era una mano pequeña y fuerte, acostumbrada al trabajo duro. Irradiaba calor, como toda ella.

¿Cómo iba a acostarme antes de saber si habrías cenado? A veces eres tan despreocupada respecto a tu salud que me asustas, Candy – le dijo mientras entraban en la cocina.

Tal y como Albert había previsto, Hannah había dejado preparados varios bistecs y una ensalada. Aunque pensaba que no tenía apetito, Candy empezó a picotear de la ensalada antes de que Albert tuviera tiempo de pestañear.

Sentada a la mesa mientras él calentaba la carne, ella comenzó a relatarle las incidencias del día, como tantas otras noches había hecho. La cocina se había convertido en su lugar de reunión desde que habían vuelto a vivir juntos hacía cuatro años, cuando él había impedido el odioso enlace que la tía-abuela Elroy le había preparado con Neil Legan. Ese había sido el mejor regalo que él había podido hacerle. Ese e invitarla a vivir con él en su villa de Chicago, donde ambos podían atender sus obligaciones profesionales y, al mismo tiempo, disfrutar de su mutua compañía, que tanto bien les había hecho en el pasado, cuando Albert se recuperaba de su amnesia.

Charlar con él tras una dura jornada de trabajo y observar su destreza en la cocina la llenaban de la agradable sensación de sentirse en casa, segura y protegida. El parecía saber siempre cuáles eran sus necesidades, anticipándose a sus más mínimos deseos. De alguna manera, suplía a los padres y hermanos que nunca había tenido. El era su familia, y eso la llenaba de gozo.

¿Sabes que Flammy ha regresado? –siguió comentando ella-. Fue condecorada con la medalla al valor hace tres años, cuando acabó la guerra. Ahora es enfermera-jefe en nuestro departamento de Cirugía. Creo que a pesar del tiempo que ha pasado, sigo sin caerle bien. ¡Pero es tan buena enfermera! Estoy muy contenta de trabajar a sus órdenes. Si hubiera tenido el valor de seguirla al frente...

Candy no pudo ver el rictus de miedo que cruzó fugaz por el rostro de Albert, ya que él le daba la espalda. Sólo imaginar que la vida de Candy hubiera podido correr peligro hacía que el corazón se le encogiese de temor. Sin embargo no dijo nada, había aprendido desde pequeño a ocultar sus temores a los demás. Tampoco deseaba asustar a la muchacha; le había costado mucho conseguir que Candy le confiara sus preocupaciones, acostumbrada a lidiar sola con sus problemas.

... Ella siempre me decía que yo era una enfermera frívola, más preocupada en coquetear que en trabajar –comentó ella, ajena a los pensamientos de Albert.

Esto ya está –dijo él mientras se acercaba a la mesa con un plato humeante entre las manos. Lo colocó delante de la muchacha mientras le daba un beso en la mejilla.- Y no te preocupes por Flammy, pronto se dará cuenta de que eres una excelente enfermera. Yo soy la prueba viviente de ello.

Mientras hablaba, Albert se había sentado al lado de Candy y había comenzado a pelar una naranja. Ella le miró con seriedad.

Albert... Gracias –le dijo ella en un susurro, su voz casi una caricia, casi inaudible salvo para él-. Gracias por cuidar de mí durante estos últimos años. Gracias por estar a mi lado, ayudándome a superar tantas dificultades. Si no hubiera sido por tí, me habría muerto de pena cuando supe que Terry se había casado con Susanna. A pesar de que creía que había superado mi amor por él, creo que siempre me acompañará, allá donde vaya. Ahora es casi un rumor sordo, lejano, no la tempestad que me ahogaba antes. Gracias por soportarme, no debe haber sido nada fácil.

El volvió su rostro hacia ella, intentando transmitirle toda su comprensión, deseando que el tiempo no pasara tan lentamente y sus heridas hubieran tenido tiempo de cicatrizar del todo.

Candy -le susurró él-. El tiempo ayuda a curar las heridas, todas las heridas. Y tú eres una mujer fuerte. Estas llena de vida, de ilusión. Algún día volverás a enamorarte. Eso no significa que olvidarás a Terry, de la misma manera que no creo que él haya podido olvidarte a tí. Aprenderás a ser feliz con su recuerdo y éste provocará en tí ternura por el gran amor que tuviste la oportunidad de vivir, en lugar de vacío, tristeza y lágrimas que has de esforzarte en no derramar.

Ella supo que lo que él le decía era verdad, también supo que le dolía pensar que alguna vez podría dejar de amar a Terry. No quiero encontrar a nadie más. Quiero vivir siempre con su recuerdo. Pero ¡duele tanto!

¡Albert!- gritó ella, ahogándose en sus lágrimas mientras enterraba su rostro entre las manos-. ¿Por qué? ¿Por qué no puedo olvidarle?

El guardó silencio pero abrió sus brazos y ella se refugió en ellos, entregándose a su infierno personal. Sentada sobre sus rodillas, ocultó el rostro en su camisa, empapando el tejido con ardientes lágrimas de pena, de frustración, de dolor. El se limitó a permanecer inmóvil, acunándola, acariciando sus cabellos, tarareándole una antigua melodía escocesa, hasta que ella se sumió en una tranquila duermevela. Fue entonces cuando él la llevó en brazos hasta su cuarto y la arropó entre sus sábanas.

Todo pasará, Candy. Te lo prometo. Y un día volverás a ser completamente feliz.