Toda la vida estudiando. Toda la vida renunciando a ser feliz, a disfrutar, a pasarlo bien. Todo con un único objetivo: triunfar. Ser capaz de convertirse en una persona independiente y autosuficiente capaz de pagar sus facturas y sobre todo sin tener que depender de ningún hombre. Toda la vida luchando por no ser la mujer de. Emma definitivamente quería tener éxito por sí misma.
No es que no le gustara el contacto humano. Simplemente en que en su concepción del mundo y lo que ella había imaginado como futuro no había lugar para la dependencia de otra persona. La excusa era siempre la misma era la hija de una familia humilde que a duras penas llegaba a fin de mes y no podía permitirse el lujo de perder el tiempo. No quería ser una carga para ellos. Hasta tal punto había llegado en sus sacrificios y desvelos que allí se encontraba con 27 años sola y trabajando como nunca. Como si de un castigo divino se tratara, su jefa era una mujer. Una estricta y exigente fémina a la que era imposible satisfacer. Hiciera lo que hiciera nunca era suficiente. Daba igual lo mucho que se esforzara, la respuesta siempre era la misma. Su trabajo no era bueno. Se había equivocado en la orientación o había elegido mal el caso de estudio. Poco a poco, la negatividad le fue pasando factura a Emma hasta casi llevarla a la depresión.
Pero cuando creía que su vida no se podía complicar más, de nuevo su jefa tuvo una brillante idea. No bastaba con hacerla trabajar hasta la saciedad y no valorar nunca lo que hacía, ni con fijar plazos casi irrealizables ni con entrometerse en su vida privada. De nuevo su jefa decidía por ella. Ella que era una mujer muy ocupada no podía perder su valioso tiempo en acudir a reuniones ni jornadas organizadas por otros. Pero ese día decidió que quería demostrar a los ojos de su mayor enemiga que tenía una pequeña legión de esclavos dispuestos a obedecer sus órdenes a pies juntillas. Así que dio la orden. Por más que lo intentó Emma no consiguió zafarse, de nada sirvieron las excusas ni el hacerse la remolona tardando en responder los correos de la dama de hierro. Sus compañeros, por llamarles de alguna forma, tampoco es que ayudaran. Ellos siempre estaban dispuestos a obedecer ciegamente las órdenes de su jefa. La motivación y el carácter de uno y otro eran muy diferentes pero el resultado final semejante. Entre ellos se había establecido una competición por ver cuál era capaz de hacer el pelota con más éxito. Allí estaba Emma saliendo del viejo piso compartido con sus padres en la zona vieja de la ciudad preparada para coger un tren que la llevaría a unas jornadas a las que no tenía ni la menor gana de ir. El programa no la atraía y tener que aguantar a sus compañeros menos. La situación empeoró cuando llegó a la estación y se encontró con el menor de ellos. A el que había considerado su amigo un tiempo atrás. Allí estaba con su pelo repeinado y su característico balanceo de caderas y ella condenada a aguantarlo durante los cuarenta minutos que duraba el viaje que le parecieron eternos.
Cuando llegaron la ciudad empezaba a despertarse. Emma siempre había amado aquel lugar. En sus sueños ella había podido dejar atrás a sus padres y su pequeño hogar y había podido estudiar allí. Se habría despertado cada mañana con las campanas del viejo reloj de la catedral, habría compartido uno de los pequeños pisos de la zona antigua, habría salido por aquellos locales de los que siempre oía hablar, habría… Pero esos eran sus sueños. La amarga realidad es que se había quedado en la misma ciudad en la que había nacido y aquel lugar era para ello solo una aspiración. Una aspiración a la que volvía siempre que podía pero ya no era lo mismo, no desde el día en que la dama de hierro se había convertido en su jefa. Ahora cada vez que iba tenía miedo de verla, de encontrársela y además empezaba a ser lo suficientemente vieja como para ya no tener casi amigos que estudiaran allí. Subiendo por la empinada cuesta que llevaba desde la estación a la universidad oía la voz de su compañero pero era incapaz de escucharlo. Sus palabras se perdían en su mente, sin sentido. Parecía que el día no podía ir a peor cuando apareció el que faltaba, aquel cerdo de voz chillona y carácter insoportable. Juntos parecían los tres mosqueteros. Emma se rió de la imagen. Recordó aquella serie que veía de pequeña Dartacán y los tres mosqueperros. Sin duda, muy a su pesar eran una patética repetición.
Juntos atravesaron la puerta de acceso. Los pies de Emma conocían el camino pero no sabía como explicárselo a sus curiosos acompañantes. No quería, no podía permitirse que supieran que tenía una vida al margen. Por eso permitió que se perdieran y tuvieran que preguntar para encontrar el aula en donde debían asistir a aquellas jornadas. Por fin después de dar vueltas durante casi diez minutos llegaron al aula intentando ser lo más silenciosos posibles. Las jornadas habían empezado. Genial pensó Emma para sí. 'Aún por encima dando el cante'
Tras escuchar la primera sesión llegó la segunda y con ella la pausa el café. Maravilloso momento que compartió con sus colegas. Siempre agradables y simpáticos. Dispuestos a alegrarle el día. Pero cuando llegó de vuelta se encontró con una sorpresa. Su sitio. El lugar donde se había sentado estaba ocupado por una bolsa. Emma se acercó discretamente dudando que hacer. Decidió cogerla en la mano y se sorprendió al ver su contenido. Eran dos botellas de Oporto. Que tentador resultaba abrir una de ellas y dejar que el sabor suave de la vida espirituosa la arrojara a kilómetros de aquel lugar. Pero sin embargo no hizo nada. Se limitó a colocar la bolsa en el suelo y a sentarse. Y entonces apareció ella. Aquella mujer de ojos penetrantes que la atravesó con la mirada. No sabía quien era ni de donde salía. Pero había algo que provocó que se estremeciera.
