Disclaimer: Tiempo que no hago esto, pero bueh. Los personajes de la serie InuYasha evidentemente no me pertenecen. Sólo hago un uso maligno de ellos para ponerlos en las historias más inverosímiles(?). Ok, el punto es… no son míos, si no de la Rumiko.

Summary: Kagome Schwartziak no pidió ser medio polaco-judío. Tampoco pidió estar en tamaño conflicto bélico. Por eso pensó ingenuamente que habría un poquito de paz el día que tocó Massachusetts, lejos de todo. Sin embargo InuYasha McAllister, hijo de su protector, tenía mucho que objetar al respecto. Demasiado. Al igual que el mundo, el cual parecía haberse vuelto loco.

Pero no es que ella fuera la única afectada por tal conflicto. 1944-45 resultó ser especialmente doloroso para un grupo particular de personas (y millones de otras más). Son vidas que se mezclan sin propósito aparente por medio de una brutal guerra para dar, aunque parezca increíble, el más genuino y profundo sentido a vidas fragmentadas en otro tanto millones de pedazos.

¿Y entonces, podemos empezar a pegar esos pedacitos aunque sea con plastilina?

(Re) Viviendo
By Aithra

Prólogo

Fines de octubre de 1944. En un lugar remoto de Kaliningrado, URSS.

Abrió la puerta de un solo golpe. La sonrisa ensayada tantas veces dentro del auto se esfumó de inmediato. Aún agitada, trató de recobrar el aliento, y de paso, asimilar aquel olor extraño que la había golpeado al entrar.

Arrugó la nariz en una nueva alusión al aire desagradable. Sin cerrar la puerta, se dirigió a abrir la ventana oculta tras velos de algodón azul. En aquella pequeña sala de dos sillones de gamuza verde, una mesita de centro coja, adornada con un simple florero oxidado y flores secas, aquella ventana era capaz de alumbrar como si el mismísimo sol hubiera entrado allí.

Pero por alguna razón, las piernas no respondieron con la acostumbrada firmeza al caminar. Cuando llegó hasta la sucia cortina, sus rodillas castañeaban. Así que apenas hubo descorrido las telas, se tuvo que apoyar del alféizar para no caer al suelo. Pero continuó. Con manos igualmente temblorosas, destrabó el seguro y las bisagras de la ventana hicieron un ruido escandaloso cuando éstas se abrieron.

El aire frío del invierno, resultó ser, paradójicamente, caluroso. Se sintió más calmada y los escalofríos comenzaron a disiparse, aunque sin desaparecer del todo. Inspiró muchas veces para reprimir las arcadas repentinas. Quizás debía ser el olor a encierro, se dijo. Botó un poco de aire por la boca y se volteó rápidamente. Los débiles rayos de sol que nunca irradiaba calor en Rusia, alumbraban la estancia y diminutos iris jugaban cerca del techo. A pesar que las partículas de polvo se colaban traspasando traviesamente la luz, ella sonrió de estar de vuelta en aquella casa.

Con una rápida mirada para comprobar que no faltaba nada, se quitó la mochila negra dejándola despreocupadamente sobre el piso de madera. Corrió a través del estrecho y corto pasillo que albergaba una desaliñada cocina, hasta dar con tres puertas. Una correspondía al baño, la de la izquierda. La del medio era su habitación. La siguiente, era el dormitorio de mamá, quien debería estar durmiendo a esas horas. De seguro se iba a llevar un buen susto cuando la despertara con un puñado de besos y le diera los chocolates de menta que le traía de regalo.

Cuando acercó su mano al picaporte, una oleada de nuevos espasmos recorrió cada vértebra de su columna. Por algún extraño presentimiento, se detuvo a centímetros de tocar aquella manilla de fierro, tratando, inconscientemente, de aplazar lo que más se pudiera la tarea de abrir aquella puerta de madera oscura con varias astillas sobresaliente, casi descascarándose.

Nuevamente aquel olor extraño le provocó náuseas, entonces tuvo que concentrarse en un punto fijo. Por eso que observó segundos interminables la muralla agrietada que contenía a la puerta, tratando de pensar en el olor a rosas que hacía tanto no sentía. De repente, ya no se vio con verdaderos deseos de no entrar en aquella pieza.

Tragó con dificultad, le comenzaron a arder los ojos y tuvo que pestañar varias veces para mantener a raya el escozor del agua que amenazaba con brotar. Respiró suavemente, para no tener otra arcada. Esta vez un nuevo frío le caló hasta el mismo nervio de los huesos. Pero se obligó a calmarse.
Todo está bien, pensó.

Aunque aún así, agarró el picaporte con un insólito presentimiento de resignación pero de muchísima decisión. Cerró los ojos con fuerza antes de girar la manilla y escuchar el mudo sonido que hizo al soltar el seguro. La puerta se abrió rápidamente, abanicando un aire agrio sobre su rostro.

Sus hebras negras y largas se movieron al compás de aquel forzado viento. Todavía con los ojos apretados, se tapó nariz y boca con una mano. Su cuerpo se arqueó en un claro aviso de devolver el desayuno. Con el brazo libre se rodeó el abdomen y se enderezó con reticencia. Podía sentir el aire tibio y denso rosar su piel. Y no quería abrir los ojos.

No quería.

Pero ese sentido del deber, de no poder evitar lo inevitable, le hizo abrirlos. Con lentitud descubrió sus perlillas oscuras de sus largas y espesas pestañas. Al enderezarse, un flequillo le cubrió gran parte de la visión. Con la mano —todavía temblorosa— que había estado apoyada en su estómago, ordenó el flequillo detrás de la oreja.

Y como quien descorre un velo o corre una mosca, por fin tuvo la verdadera visión de todo se mostró pura, limpia.

El hedor era peor de lo que recordaba, no obstante, liberó su boca y nariz, casi sin notarlo, cuando ambos brazos cayeron inertes sobre sus costados, como muertos.

De repente, sintió los labios resecos, congelados; temblaban violentamente. Su piel palideció más de lo que era y sus ojos se abrieron tanto que parecieron desorbitarse. Se le hizo difícil tragar y la garganta parecía ya no producir saliva. La lengua se le pegó al paladar. Un escalofrío nuevo y peor le recorrió todo el pecho y lo contrajo de tal forma que le costó respirar.

Un grito quiso brotar, pero se le quedó atrapado en las cuerdas vocales. Inmóvil, helada, sin lograr mover ningún músculo, sin siquiera gritar o llorar, siguió observando el cuerpo sobre la cama, con los ojos más abiertos que nunca.

La bajada de cama estaba impregnada de gruesas manchas oscuras. Rojizas oscuras. Era un total desastre, las sábanas estaban amontonas por los costados del colchón, todas manchadas del mismo rojizo oscuros. Y en el centro…

En el centro había un cuerpo. O parte de un cuerpo. Reconoció el torso desnudo con profundas incisiones atravesándolo. No había piernas o quizás estuvieran de otro lado de la cama. Los muslos mutilados, se camuflaban en el charco carmín bajo ellos. El cuello estaba torcido de forma antinatural aunque no pudo ver el rostro, pues estaba cubierto parcialmente por cabello color castaño. Sí pudo, no obstante, ver un brazo colgado de una viga, rozando una pared salpicada con sangre por todos lados, como el resto de la pieza. En especial leyó lo que estaba escrito en el centro, con el mismo fluido:

"Muerte a la escoria"

El olor putrefacto pareció atraparla con miles de brazos esta vez. Mareada, volvió a cubrirse la nariz. El grito ahogado llegó hasta la punta de la lengua, pero no alcanzó a hacerse audible. Sus músculos seguían sin responder y el viento del frío invierno ruso pareció tener por primera vez sentido: le calaba, sin misericordia, hasta el alma. Los ojos le ardían y sus párpados no querían cerrarse.
Escuchó voces a lo lejos. Su nombre, decían su nombre.

Como si el peso que la aplastaba se desvaneciera, logró dar media vuelta y salir corriendo.

Llegó a la puerta por dónde se había desvanecido la sonrisa ensayada en el auto. A fuera estaba cubierto de nieve, y el camino que llagaba a la verjilla aún estaba surcado por sus pisadas hechas rápidamente hacía unos minutos.

Corrió y corrió hasta que chocó con una figura imponente. Esta vez sí dejó escapar el grito ahogado y posteriormente trabado en la punta de la lengua.

El hombre de expresión amable la tomó por los hombros he hizo que lo mirara. La joven tenía el rostro hecho un mar de lágrimas que corrían sin detenerse. Era incapaz de darse cuenta que estaba llorando.

Sus ojos ahora grises le miraron con terror. Tiritaba y él entendió que no era por el frío. Ella se agarró con fuerza del abrigo negro que llevaba y susurró, con voz entrecortada y labios temblorosos:

—Señor Fradkov —jadeó—, mamá ya no podrá comer chocolates de menta.

Luego, el mundo se retorció y deformó. Todo era negro y estaba lleno de acordes disonantes. Sentía que caía, que caía tan rápido que no podía llorar, gritar o suplicar. Una cosa llamada sentido dejó de ser dentro de ella. Por eso, lo único que Kagome Schwartziak deseó en ese momento, fue no volver a ver el mundo nunca más.


Notas de la Autora:

Una historia que comencé hace tiempo y ahora la continuaré definitivamente. Debo aclarar que si bien el contexto histórico es muy relevante, habrán partes donde omitiré que algún hecho haya sido imposible de realizar dada las circunstancias, y no obstante ocurran. Pero lo escencial siempre estará.

Espero que le guste y ojalá me lo hagan saber.

Saludos.