Podían pasar los días. Los años, también. Pero Elsa la seguía necesitando.
Los recuerdos seguían vivos en su mente como si hubieran ocurrido el día anterior. El dolor que había sentido al pensar en perderla. Ella había sido su fascinación: su risa no se comparaba a todo el hielo en el mundo.
Ella ya no estaba. Anna se encontraba a kilómetros.
Caminar sola por los pasillos congelados a veces la asustaba. No parecían terminar jamás. Seguía adelante, paso a paso, sonriendo porque allí no podía hacerle daño a nadie.
¡Era libre! ¿Y de qué servía ser libre si no tenía a nadie con quien compartirlo?
El pasillo no terminaba nunca y comenzaba a desesperarse. El frío en el que siempre se había encontrado cómoda ahora empezaba a molestarla. De vez en cuando temía que las estalactitas que decoraban el techo se le cayeran en la cabeza. Sería doloroso. Y el pasillo no terminaba nunca. El suelo era resbaloso. Sin embargo, no tenía nada de divertido patinar en él. Le daba cierta nostalgia, tan solo resultaba molesto al andar de un lado al otro. Y el pasillo no terminaba nunca. Elsa se echó a correr, alterada y con la pena creciendo helada en su pecho. Quería llorar, pero no se lo permitió. Debía ser fuerte. Aun así, tenía la sensación de que en cualquier momento sus poderes la congelarían también a ella y moriría. Y el maldito pasillo no terminaba nunca.
Una cosquilla le recorrió el brazo y despertó.
Se sobresaltó al ver el rostro de Anna a unos centímetros del suyo.
Sus ojos brillaron, azul como el cielo, arriba de sus mejillas pecosas. Esbozó una suave sonrisa que rondaba entre las disculpas por haberla despertado y la emoción de tenerla de nuevo en casa.
― El sol ya está saliendo... ¿Puedes hacer eso del otro día de nuevo? Lo de la plaza, afuera del castillo...
Elsa la observó unos segundos con expresión incrédula. Jamás se le pasó por la cabeza que podían volver a la infancia. Se rió como tonta y se sentó en la cama, todavía con las ganas de llorar. Esta vez, de felicidad.
Anna, no te das cuenta de cuánto te he extrañado.
