—Por fin nos conocemos, John. —Todos, humanos y extraterrestres, dejaron de pelear entre sí y miraron a quien había hablado. La criatura los miró con lo que los humanos casi podrían llamar felicidad mientras hablaba a través del cadáver del mariscal espacial Omar Anoke—: Han pasado once años, pequeño, once años esperando a que vinieses a este planeta y pudiésemos hablar.
El coronel John Rico, líder de la expedición de rescate enviada en busca de Omar y la capitana Lola Beck, y demás supervivientes, miró entre el cuerpo y el monstruo del tamaño de un continente que lo usaba para comunicarse con incredulidad, no sabiendo cómo reaccionar ante lo que acababa de escuchar. Recordando los once años de guerra que la humanidad había sufrido, John, muy enfadado, decidió responder a través de los altavoces de su traje de combate.
—Escúchame bien, bicho. No me importa lo que digas o tus razones para querer hablar conmigo. Por lo que nos hiciste, vamos a matarte y a exterminar completamente a tu especie —dijo, acordándose del meteorito que destruyó Buenos Aires, su ciudad natal.
—Entiendo perfectamente tus razones para querer matarme —replicó la criatura—. Sin embargo, vuestro intento iba a ser fútil, incluso usando la bomba que sé que vuestros superiores tienen en la nave que orbita en estos momentos el planeta, porque este no es mi verdadero cuerpo.
—¿Qué? —cuestionó alucinado uno de los hombres de Rico, el sargento Hightower. Sus compañeros, Rico y las dos supervivientes, Lola y una asistenta de vuelo llamada Holly Little, tenían la misma pregunta en la punta de la lengua.
—Behemecoytal hizo su trato con Omar sin pedirme permiso y mató al resto de la tripulación sin ninguna justificación aceptable, así que ahora estoy controlando su cuerpo de la misma forma que él controla a Omar para explicaros qué está pasando —respondió el arácnido gigante—. Si así lo deseáis, podéis llamarme «emperatriz».
—¿Emperatriz? —preguntó John Rico antes de darse cuenta de lo que sus palabras implicaban—. ¿Vosotros tenéis más territorio que la zona de cuarentena y el que nos habéis robado estos últimos años?
—Sí —respondió la emperatriz—. John, lamento los millones de muertes humanas que mis soldados han causado, pero tienes que entender que eran por una buena causa.
—¿Buena causa? —cuestionó incrédula y enfadada la teniente Link Manion—. ¿Qué buena causa requeriría la muerte de millones?
—Tu especie avanza tecnológicamente más rápido cuando está en guerra. Mi objetivo es que lleguemos a un nivel tecnológico similar y vuestros ataques a los mundos que mis hijos habitan solo han hecho mi trabajo más fácil —explicó la emperatriz. Los humanos presentes se miraron entre sí con algo de incomodidad, ya que, por mucho que les gustaría poder negarlo, el arácnido tenía razón en lo referente a la relación entre conflictos y avance tecnológico—. Sin embargo, he decidido que el método actual no es eficiente, por lo que pensaba negociar con vosotros aprovechando que la almirante Enolo Phid y el general Dix Hauser nos están escuchando desde su nave a través de los dispositivos que tenéis en vuestros exoesqueletos de combate.
—Supongamos por un momento que dices la verdad. ¿Cuáles son vuestras condiciones para acordar la paz entre nuestras civilizaciones? —preguntó John Rico.
—Aparte de devolveros todos los mundos que hemos invadido, os concederemos una parcela de más de cien sistemas planetarios para que colonicéis si elimináis a los miembros actuales del Consejo Federal —contestó la emperatriz.
—¿Por qué deberíamos hacerlo? —cuestionó la voz de la almirante Phid a través de la servoarmadura de Rico.
—Os puedo mostrar pruebas de que el meteorito que borró a Buenos Aires del mapa y empezó esta guerra fue un accidente —respondió la emperatriz.
John Rico repentinamente se encontró sin su armadura de combate, vestido con ropas civiles en lugar de su uniforme y sentado en una silla en una habitación completamente blanca. Confundido por el cambio de escenario, miró a su alrededor y vio que no solo su escuadrón se encontraba allí, sino también las dos supervivientes y sus superiores, Phid y Hauser, todos tan sorprendidos como él.
Entonces apareció otra persona en el cuarto, una mujer alta de unos veinte años con largo y rizado pelo negro, piel pálida y ojos verdes claramente visibles a través de los cristales de unas gafas de montura cuadrada, vestida con una sudadera y pantalones negros. Una nube de cientos de insectos la rodeaba y, para su sorpresa, parecía seguir sus movimientos.
—Tranquilos, esto es solo una proyección mental. Podemos pasarnos horas aquí dentro y no pasaría ni un segundo fuera —afirmó la desconocida.
—¿Cómo sabes eso? —cuestionó el general Hauser antes de darse cuenta de quién era la persona que se encontraba ante él, lo que le hizo tragar saliva nerviosamente—. ¿Eres la emperatriz, verdad?
—Pensé que os sentiríais más cómodos si hablaba con vosotros en esta forma —respondió la chica—. Bueno, ahora que estamos todos juntos, creo que es el momento de ver una película.
Los presentes se sorprendieron cuando la habitación se convirtió en un desierto donde cientos de arácnidos se encontraban discutiendo entre sí. Ellos no sabían cómo podían entender su lenguaje, pero claramente estaban hablando del meteoroide que estaba a punto de chocar contra su mundo y las opciones a su disposición para destruirlo o desviarlo. Finalmente, un grupo de aracnobaterías, los gigantescos arácnidos encargados de enviar esporas a otros mundos para colonizar, procedieron a usar sus habilidades naturales para desviar la enorme roca.
Entonces el escenario cambió otra vez, mostrándoles la sala del sesiones del edificio de la Asamblea General en Ginebra, la sede del Consejo Federal, donde escucharon alucinados a los consejeros discutiendo sobre qué hacer con el meteorito semanas antes de que chocase. Finalmente votaron a favor de dejar que lo hiciese de forma que pudiesen echarles la culpa a los recientemente descubiertos arácnidos. Dado que el meteorito claramente provenía de la dirección de uno de sus mundos, así tendrían una razón para exterminarlos y quedarse con su territorio.
—¿Cómo podemos saber que no nos mientes? —preguntó la sargento Sunday con desconfianza.
—¿Por qué creéis que Anoke decidió aliarse con Behemecoytal? —cuestionó la emperatriz—. Él estaba en esa sala cuando el Consejo Federal aprobó nuestra destrucción y se pasó once años sintiéndose culpable hasta que mi hijo contactó con él. Podéis creer lo que deseéis, pero eso no cambiará el hecho de que es verdad.
—En tal caso, ¿no desearías que continuasen en sus puestos para poder conseguir tu objetivo? —preguntó Skinner, el soldado de menor rango del escuadrón, confundido.
—La mayoría de mis descendientes son, en términos básicos, máquinas incapaces de pensar por sí mismos y cuya única función en la vida es hacer algo necesario para que nuestra sociedad continúe existiendo. En cambio, los cerebros, las reinas y los dioses son tan inteligentes como los miembros de vuestra especie y, por razones obvias, no puedo controlar todo lo que hacen...
—Por lo que, si alguno decide atacarnos, no lo consideras tu responsabilidad y sería poco más que un terrorista con acceso a una gran cantidad de drones —finalizó Enolo Phid.
—Exacto —respondió la emperatriz—. Ahora que esto está aclarado, es hora de planear un golpe de Estado.
Dos años más tarde, el general John Rico todavía no podía creer que el plan de la emperatriz hubiese funcionado.
Los arácnidos básicamente demolieron en cuestión de semanas toda la maquinaria militar de la Federación como una demostración de que podrían haber aniquilado a la humanidad en cualquier momento si así lo deseasen, capturando en el proceso a todos los militares enviados en su contra con vida.
Estos, una vez que descubrían las razones de la guerra y comprobaban que los arácnidos y la humanidad podían convivir en paz y trabajar juntos, tendían a unirse a las fuerzas de Hauser y Phid, quienes recibían información desde la Tierra gracias al cerebro que tenían «capturado» allí. Este les enviaba en tiempo real toda la información que necesitaban con la ayuda de Carl Jenkins, un antiguo amigo de la escuela de John y el ministro de Guerra Paranormal, quien aparentemente había descubierto el plan de la emperatriz desde hacia años pero no se había atrevido a actuar al respecto por miedo a que lo ejecutasen hasta que había descubierto que John estaba del lado de los arácnidos.
Como prueba de que los consejeros merecían ser ejecutados tras ser juzgados como culpables de ambas guerras interestelares, Enolo Phid mostró un vídeo del recuerdo que la emperatriz les había enseñado, algo que aún sorprendía a Rico y al resto de los Recios, su pelotón, porque no sabían cómo los arácnidos habían logrado convertir recuerdos en ese formato. Una vez que el Consejo Federal había sido reemplazado, los arácnidos abandonaron la Tierra y cedieron los sistemas acordados como acto de buena fe.
A lo largo de los siguientes años continuaron los ataques por parte de los arácnidos, pero estos no eran como los que la Federación había sufrido durante la guerra. Una nueva clase de arácnido, el embajador, explicó al público que, al igual que los humanos, su especie también tenía terroristas y gente que no había estado feliz con la firma del acuerdo de paz, por lo que no tenían inconvenientes a la hora de dejar a los humanos matarlos o incluso colaborar abiertamente con ellos en su contra.
Viendo a un cerebro usando su apéndice para jugar al póquer con dos de sus hombres, el teniente Danner y la sargento Kirby, John Rico solo tenía dos preguntas en su cabeza.
La primera era cuánto duraría esta tregua.
La segunda era algo que lo carcomía desde hacia mucho tiempo.
¿Por qué la emperatriz prefería ser llamada por un nombre humano, Taylor Anne Hebert, cuando tenían sus reuniones mentales?
Era imposible que fuese humana o que lo hubiese sido.
¿O tal vez no?
La emperatriz de los arácnidos se preguntó otra vez si sus acciones eran las correctas, como hacía desde hacia años.
Ella no había mentido a los soldados y a sus líderes respecto a sus objetivos, pero nunca les había dicho lo que la había motivado a extender por la galaxia a su gente, principalmente porque dudaba que la creyesen si lo hiciera.
Ella no siempre había sido la mente que controlaba al enjambre de los arácnidos extendido por el cosmos. Hubo un tiempo en el que había sido una humana, una niña de quince años acosada en la escuela que había llamado la atención de una criatura muy poderosa que le concedió el poder de no solo controlar artrópodos, sino de ver y oír a través de sus sentidos. Ese ser era un pedazo de una entidad mayor, la criatura que había concedido poderes sobrenaturales a muchas otras personas en su mundo y a la que logró matar tres años después cuando esta decidió destruir su mundo y muchos otros.
Ese no había sido el final de su historia. Una enemiga suya había bloqueado la conexión de su cerebro con el pasajero, el ser que le había concedido su poder, antes de exiliarla a no solo otro universo, sino otro planeta, donde se había cruzado con los arácnidos por primera vez.
En aquel entonces estos eran poco más que animales salvajes, pero, con el paso de los años, logró domesticar algunos de ellos hasta cierto punto. Incluso entonces, todavía no se había convertido en lo que era ahora. Eso había pasado cuando murió casi sesenta años más tarde.
Su pasajero, a pesar de no estar conectado con ella, había percibido que deseaba continuar viviendo y le había concedido su deseo, transformándola en un ser de puro pensamiento que habitaba las mentes de todos los arácnidos. El problema era que, como los arácnidos eran animales, ella se sentía muy sola siendo la única mente controlando a los mismos.
Sus hijos, como el recientemente reabsorbido Behemecoytal, eran pedazos de su personalidad fragmentada a los que concedió cuerpos que habitar deliberadamente de forma que tuviese alguien con quien hablar. Pero el hecho de que sabían que eran trozos de la misma persona solo hacía que se sintiesen todavía más solas, por lo que empezaron sus planes de expansión para buscar otras formas de vida, otros seres con los que pudiesen conversar que no fuesen ellas mismas.
Entre que modificaban a los arácnidos para hacerlos capaces de moverse por el espacio exterior y buscaban otras civilizaciones habían pasado milenios hasta que, para su sorpresa, se habían cruzado con los humanos. Había pasado unos pocos años investigando para seleccionar a las personas que podrían estar más dispuestas a escucharla de forma que ambas especies pudiesen trabajar juntas y planeando cómo reunirse con ellas.
Su petición de la sustitución del Consejo Federal era solo el principio, dado que pensaba liberar a la Tierra de la dictadura militar que la controlaba. La historia había demostrado muchas veces que ese tipo de gobierno ralentizaba cualquier clase de progreso y ella no estaba dispuesta a tolerar que la humanidad se estancase tecnológicamente.
Con eso en mente, Taylor Hebert, también conocida como Skitter, Weaver y Khepri, se puso a planificar nuevos ataques «terroristas» que enviar contra la Federación mientras trataba de convencerse de que sus acciones realmente eran necesarias, dado que era la única forma de mantener su conciencia tranquila.
