Prólogo

Harry Potter, poderoso mago y director de una de las fábricas de pociones más importantes del mundo mágico debido a su notoriedad internacional y que fue fundada por su abuelo, estaba en medio de la elegante y lujosa salita de su hogar en su mansión en Wiltshire. Tenía la mirada clavada en las sonrisas de los niños gemelos que salían en la fotografía que estaba sosteniendo.

Aquellas caras idénticas de cabellos negros y ojos verdes y piel blanca lo miraban. Su madre estaba arrodillada a su lado. Los tres iban vestidos con ropa barata y gastada. Harry era alto, de cabello oscuro y tenía las facciones de dos mil años de magos poderosos esculpidas en los huesos de su hermoso rostro, del mismo modo que la determinación estaba esculpida en su mente. Estaba de pie en la ahora silenciosa sala. La acusación que le acababa de hacer su hermana todavía resonaba en su mente.

—Tienen que ser hijos tuyos —acusó a Charlus, su hermano menor—. Tienen los rasgos de la familia, y tú estuviste la maravillosa idea de estudiar una carrera el mundo muggle y solo porque nuestra madre lo sugirió.

Harry, no tuvo que seguir mirando la fotografía que Lily había tomado en el aeropuerto de Manchester tras visitar a la familia de su marido. No le hacía falta memorizar el rostro de los niños. Ya lo tenía grabado en la mente.

—No sé nada de esto —dijo el hermano pequeño, Charlus, rompiendo el silencio—. No son míos, Harry. Te lo prometo. Por favor, créeme.

—Por supuesto que son tuyos —insistió Lily—. Mírales la cara. Charlus está mintiendo, Harry. Esos niños tienen nuestra sangre.

Harry miró a sus hermanos pequeños, que estaban a punto de pelearse como hacían siempre de niños. Sólo se llevaban dos años, pero él había nacido cinco años antes que Lily y siete antes que Charlus. Tras la muerte de su abuelo, al convertirse en el único adulto de la familia, había asumido con naturalidad la responsabilidad de actuar como una figura paterna para ellos.

Eso significaba actuar con frecuencia como árbitro cuando se peleaban.

Sin embargo, esa vez no hacía falta ningún arbitraje.

Harry volvió a mirar la fotografía y luego afirmó con rotundidad:

—Llevan nuestra sangre, pero no es cosa de Charlus. Él está diciendo la verdad. Los niños no son suyos. Lily se lo quedó mirando fijamente.

—¿Cómo lo sabes?

Harry se giró hacia la ventana y miró hacia el horizonte. Por fuera parecía calmado, pero dentro del pecho el corazón le latía con fuerza.

En el interior de su cabeza se estaban formando imágenes, recuerdos que creía bien enterrados.

—Lo sé porque son míos —le contestó a su hermana, que abrió los ojos de par ante el impacto de su revelación.

No era la única asombrada, reconoció Harry. Él también se había quedado impactado al mirar la foto y reconocer al instante a la joven que estaba arrodillada al lado de los dos niños que sin duda eran la viva imagen de su padre.

De él.

Resultaba extraño, pero parecía incluso más joven ahora que la noche en que la conoció en aquel club muggle frecuentado por jóvenes futbolistas y por las chicas que les perseguían. A él le había llevado un conocido del trabajo, nacido de muggle, el cual le había dejado a su suerte tras escoger a una de las chicas, urgiendo a Harry a que hiciera lo mismo.

Harry apretó los labios. Había enterrado el recuerdo de aquella noche lo más profundamente que pudo.

Una aventura de una sola noche con una chica envalentonada por el alcohol y vestida con ropa increíblemente ajustada y reveladora que llevaba demasiado maquillaje y que se le había insinuado con descaro. Había podido sentir su aura mágica, la chica no dio señales de reconocer quien ella era igual a él, si quería fingir desconocimiento estaba bien por él. Y él pensó que dos podían jugar ese mismo juego. En un momento le agarró de hecho de la mano, como si quisiera arrastrarlo a la cama con ella. No era algo de lo que un hombre orgulloso y que se respetara a sí mismo pudiera sentirse orgulloso, ni siquiera dadas las circunstancias de aquella noche.

Ella era una de aquellas chicas que buscaban abiertamente los favores de los futbolistas de éxito que frecuentaban el lugar. Mujeres codiciosas y amorales cuyo único deseo era encontrar un amante rico, o mejor todavía, un marido rico, el hecho que el fuera un mago poderoso debería ser un plus para ella.

A Harry le habían dicho que el club era famoso por atraer a ese tipo de mujeres. Había mantenido relaciones sexuales con ella por rabia y resentimiento. Contra ella por presionarle, y contra su abuelo por tratar de controlar su vida. Se había negado a darle más protagonismo en la dirección del negocio que estaba destruyendo lentamente con su obstinada negativa a avanzar con los tiempos.

Y también contra sus padres. Contra su padre por haberse muerto, aunque eso había sucedido hacía más de una década, dejándole sin su apoyo. Y contra su madre, que se había casado con su padre por obligación mientras seguía amando a otro hombre. La rabia por todos aquellos sucesos había ido creciendo en su interior, y el resultado estaba ahora delante de él.

Sus hijos.

Suyos.

Un sentimiento como nunca antes había experimentado se apoderó de él. Un sentimiento que, hasta que le había asaltado, habría asegurado que nunca iba a experimentar. Era un hombre moderno, un hombre lógico, no dado a las emociones, y menos a la emoción que estaba sintiendo en esos momentos.

Un sentimiento desgarrador e instintivo nacido de la herencia cultural que decía que los hijos de un mago tenían que estar en su mundo.

Aquéllos eran sus hijos. Su lugar estaba con él, no en el mundo muggle. Allí podrían aprender lo que significaba ser hijos suyos, unos Potter. Él podría guiarlos y ser su padre, como le exigía su sentido de la responsabilidad.

¿Cuánto dolor habrían sufrido ya por culpa de la mujer que les había traído al mundo?

Él les había dado la vida sin saberlo, pero ahora que lo sabía, no se detendría ante nada en su afán de traerlos al lugar al que pertenecían.