Su mirada azul, azul como el cielo, y tan profundo que me perdía en ellos cada vez que los miraba. Sus labios rosados, de un rosa delicado pero firme, secos cuando algo no salía bien o conseguía con todas sus fuerzas que alguna pizca de lluvia no saliera de su alma, y todavía más resplandecientes cuando mostraba su radiante sonrisa. Sus mejillas, las que le daban el brillo a su mirada y emoción a sus palabras, tentadoras a que las tomara gentilmente y plantara un beso en su frente, únicamente cuando estábamos solos en esos apetitosos labios. Sus facciones, lindas, celestiales, inefables, con una felicidad perfecta e inagotable cuando una cantarina risa salía de su garganta, con un dolor desconocido y aciago cuando sus acciones pasaban a ser un martirio cada día. Su cabello, negro carbón y elegante como el color de los cuervos, suave y risueño, e incluso un poco descuidado al quitarse su característico gorro rojo y azul, haciendo un bello contraste con el ártico de sus ojos, el ónice de su cabello y el índigo de su prenda.
Era un ángel caído del cielo, mi ángel. El ángel más triste y tierno de, tal vez, todo el edén.
Sus acciones ansiosas, con temor a hacer algo mal en ocasiones, eran encubiertas con un falso valor y desdén a la situación en la que tomaba la decisión, dañando gradualmente la valoración a sus promesas y palabras que ni él mismo creía. Su lenguaje decía «¡Relájate! Todo estará bien» mientras que sus pensamientos declaraban «No tiene solución, pero aún así pasará y será una mierda». A pesar de que a veces su mente estaba en otro lado, soñando despierto, o sólo actuaba como siempre, como un idiota egoísta e hipócrita, su sonrisa llena de alegría y amabilidad lo hacían difícil de odiar... A ratos. A veces, temporalmente, en un ciclo, como la vida misma. A veces sus agradables frases te confortaban en el momento exacto y te embargaban de una energía inagotable, a veces te herían con una blanda y hostil inocencia, te decía una cosa y horas después se contradecía. Te sacaba de tus casillas por lo incongruente que llegaba a ser, sus infantiles argumentos en contra de tus quejas sobre sus acciones que para él no tenían nada de malo, su coraje de decir mentiras en tu cara o denigrarte por el puro motivo de tener algo para él y sólo él.
Exacerbante, irritante, irascible, me ponía colérico de sólo pensar en su «Uhh, ¿en serio dije eso?» cuando intentaba justificarse o no culparse a sí mismo. Podía ser también amable y comprensivo, exasperante y molesto, singular y desinteresado, un paraíso borrascoso y veleidoso que estaba en constante cambio. Pero, al fin y a cabo eran las acciones que me hacían reconocer a la persona más importante para mí de entre todos los millones de ellas, la que hacía de mis días fueran agitados y divertidos y mis noches invadidas por los instantes más memorables de nuestra relación.
Asimismo, con el paso del tiempo conocías sus temores, sus razones, los por qués de las tonterías que hacía y el rechazo que sentía. La celeridad de sus apresuradas decisiones, la necedad e infantilidad de sus muecas y mohines, la desesperación que ocultaban esos ojos del color del hielo pero cálidos y cariñosos. Sus «No importa, lo haré después» y la decepción cuando no lo cumplía, las barbaridades que hacía para quedar bien, dar una buena imagen o ser aceptado a costa de otros, su razonar incompleto, espontáneo y estúpidamente jocoso, la desesperación de deber ser aceptado y querido, la depresión de cuando en los días donde más los necesitaba sus amigos lo habían abandonado. Sus celestes luceros perdían su fulgor y entusiasmo cuando los recuerdos exhumados volvían a perturbarlo, insistiendo en ser escuchados y superados a pesar de ser más que perjudiciales y tóxicos a su sagaz corazón, marchitando gradualmente los pétalos coloridos y frágiles que sujetaban la débil estabilidad de sus sentimientos.
Su razón de ser así, un ángel hijo de puta, el que abría las cristalinas puertas a su alma con miedo a que me llevara sus entrañas sin regresar, a la vez que con una confianza sincera difícil de encontrar en la actualidad, consciente de que en cualquier momento podrían cortar sus raíces con una sola palabra gradualmente o de una calumnia sin consideración.
Stan Marsh, el gilipollas que amaba en contra de mi voluntad con un don innato a sacar lo mejor de mí.
...
Lo que más me gustaba de él eran sus ojos, si tuviera que elegir, porque todo me gustaba al punto de poder decir que él me gustaba. Me lo comería entero, aunque soltara un sabor acidulado adictivo con una indiferencia cortante e hiriente, al mismo tiempo que un toque de sarcasmo picante que lo hacía perfecto, y el infinito ingrediente secreto de la tristeza que siempre poseía: un dulce de apariencia tentadora, con una vasta variedad de emociones y facetas que podía mostrar al comenzar a abrirlo y disfrutarlo conforme el irracional destino se hallaba paso.
Sus ojos eran de un color único y precioso, como de espuma de mar, entre verde menta y mar profundo, con algo de naturalidad en sus bordes, donde estaba el color de los árboles en verano y el desinterés hacia prácticamente todo lo que no fuera Stripes se mostraba. Era un bonito degradado entre verde a azul verdoso el que adornaba su desdeñoso rostro, las ventanas a su interior que nunca abría con optimismo ni a persona alguna de manera genuina, siempre era frialdad y aburrimiento, más frecuente la ira y despreocupación sobre las cosas y personas que no cumplían con los requisitos para agradarle: ser lindo y aburrido. Por una parte, no sabía completamente por qué había logrado, de milagro, que no me mandara a la mierda si cumplía sólo con la mitad de ellos, y por otra agradecía demasiado haberlo hecho de pura coña.
Sus cabellos estaban siempre cubiertos por el chullo azul índigo tan característico de él, y los mechones que se atravesaban sobre sus ojos eran negro ébano, tan oscuro como, quizás, su propia alma. Estaban despeinados, como a él le gustaban, y cuando rara vez apartaba su gorro parecía otra persona, más expresivo tal vez y con un semblante distinto que no reconocía, pero me hacía volver a enamorar. Su piel blanquecina combinaba perfectamente con su atuendo y ojos, siempre azul o verde con algún detalle negro, pero lo que más ajustaba a su áspero aspecto era su sonrisa. En vez de su típica expresión impasible, una risa auténtica de su parte podía hacer que todos los momentos funestos o vergonzosos que había vivido hasta ahora desaparecieran en un movimiento de mejillas, labios y alegría. A pesar de que sólo apareciera cuando algo desconcertante e irónico le pasara a su prójimo y hubiera distintos tipos de ellas, esos labios gélidos y deliciosos me hacían considerar la opción de darle un beso perpetuo aunque me ganara un manotazo o mueca, más probablemente, o en algunas ocasiones un gruñido placentero y deseoso por su parte.
Los pequeños detalles que hacía, simples pero significativos, podían desde alegrar mi día hasta terminar en un momento febril y cálido, con caricias afectuosas, frases melosas y dulces a más no poder, o de igual manera insultos y epítetos por nuestra parte para terminar como en un principio: hechos un desastre en los sentimientos y cómo demostrarlos. Por el contrario, sus rechazos hacia mis invitaciones a salir, tomarnos de las manos o simplemente acompañarlo a su casa me perforaban el alma como una cuña, por cada vez que lo hacía la herida sangraba dolorosamente y era abierta más y más, razón por lo que pensaba que sólo podía hacerlo por mí, exclusivamente, y las discusiones abundaran más sobre esos términos.
En un principio me parecía el tipo de persona inexpugnable, solitaria e inalcanzable que todo lugar debía tener, siempre mostrando su dedo medio con desprecio a cualquier ser y objeto que le recordara toda la mierda sobre la vida o no cumpliera con sus expectativas. No obstante, sus razones de maldecir y estar en detención la gran mayoría de veces eran refutables, casi idiotas e intrascendentes porque un simple «No vale la pena» lo arruinaba todo. ¿Quién sería tan pesimista por ese tonto argumento? Podía discernir que gracias al flébil y tormentoso recuerdo de que la humanidad destruía el mundo cada día, que el universo era infinito y que no éramos algo en toda esa materia y demás... Lo entendía, pero no tenía pies ni cabeza, aunque nuestras conversaciones tampoco al igual que mis razones de ser "un hijo de perra hipócrita". Siempre me decía que mis argumentos eran de igual de estúpidos, pero nunca comprendía de qué. ¿Tal vez de por qué amaba todas las sensaciones que me hacía sentir? ¿Incluso la sorpresa y desconcierto de todos los días? Podía ser, y a pesar de que no podía evitarlo terminábamos en la necesidad del pasional y despiadado amor para curar nuestras profundas cicatrices.
Crag Fucker, mejor conocido como Tucker: el imbécil con más encantos que otra cosa, con rumores infamantes y pocos secretos verdaderos desprendidos por doquier, palabras que me hacían derretir en el momento en que su hostil rostro me dedicaba una de sus tantas miradas profundas y desanimadas.
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Sus revoltosos y celestiales ojos delataban lo lastimadas que estaban sus ilusiones, ahogadas, desolladas, torturadas y dejadas de lado en los momentos más difíciles, que lo único que querían era un cariño gratuito y genuino por primera vez en su larga vida.
Su inhóspito comportamiento podía ser una barrera, una acuosa e imponente que pretendía ser fuerte, en realidad protegiendo los desahuciados sentimientos que quedaban en su triste corazón esperando a ser revividos y puestos en marcha otra vez.
Podía verme reflejado en sus acciones, razones y estupideces que creaba su procaz aspecto infantil todos los días.
Quizás las diferencias contradecían las similitudes, pero podíamos decir que no éramos completamente distintos.
Él me hacía volver a vivir, sentir la felicidad de su risa y sarcasmo de sus inocentes palabras.
Me hacía creer en la esperanza, una tangible y real por lo que debía intentarlo una vez más.
La luz efímera por la que tendría sentido mi vida.
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ℳerci ℬeaucoup
reherir: 1. tr. (‖ rechazar). En desuso.
inefable: 1. adj. Que no se puede explicar con palabras.
exacerbar: Del lat. exacerbāre.
1. tr. Irritar, causar muy grave enfado o enojo.
2. tr. Agravar o avivar una enfermedad, una pasión, una molestia, etc.
3. tr. Intensificar, extremar, exagerar.
irascible: (Del lat. irascibĭlis). 1. adj. Propenso a la ira
edén: Del hebr. 'ēden 'delicia'.
1. m. Paraíso terrenal, morada del primer hombre antes de su desobediencia.
2. m. Lugar muy ameno y delicioso.
calumnia: 1. f. Acusación falsa, hecha maliciosamente para causar daño.
veleidoso: adj. Inconstante, mudable.
borrascoso: 1. adj. Que causa borrascas.
2. adj. Propenso a las borrascas.
funesto: 1. adj. Aciago, que es origen de pesares o de ruina.
2. adj. Triste y desgraciado.
epíteto: m. Expresión calificativa usada como elogio o, más frecuentemente, como insulto.
flébil: (Del lat. flebĭlis). 1. adj. poét. Digno de ser llorado.
2. adj. poét. Lamentable, triste, lacrimoso.
'Lamentable o triste': «Hasta la flébil situación de Eduardo desmerecía después de leer la nota de su padre» (Delibes Madera [Esp. 1987]). Es de uso exclusivamente literario. No significa 'débil'.
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¿Cómo les explico
que me
encanta el
Staig?
la otepehhh 💞 lo mejor que he escrito
ya me wa morir otra vez, no molestaré a nadie :')
hecho con tristeza 100% real no feik en 3D y demasiados adjetivos
[sientoqueestodatodalapenaajenaaghh]
