Sentada en una banca en una plaza bastante concurrida de Bristol se encontraba una adulta joven de facciones delicadas, cabello ondulado y ojos de color azul cielo cuya mirada era irrefutablemente inusual y atrayente. El brillo de esos diamantes junto a la misteriosa sonrisa tenue que ocasionalmente se asomaba en su rostro hacían de ella una persona que difícilmente pasaría desapercibida en una colectividad. Esa señorita era Elizabeth Stonem, mejor conocida como Effy, apodo que sus allegados usaban para referirse a ella desde una temprana edad y que, personalmente, prefería por sobre su nombre de bautizo.

Effy disfrutaba de una mañana de primavera en la que simplemente había decidido detenerse a recordar momentos de su adolescencia. Sintió la brisa acariciar su rostro y por breves momentos cerró los ojos y respiró profundamente, para luego abrirlos de nuevo y observar las flores que mostraban orgullosas sus pétalos y sus colores vivos a todos los seres que se detuviesen a mirarlas por un instante. A pesar de ser todas de la misma clase, las flores eran diferentes entre sí y todas tenían una belleza singular que hacía que mereciera la pena posar la vista sobre cada una. Dándose cuenta de que la belleza humana es en tal sentido comparable a la de una flor, intentó asociar a cada uno de sus amigos de la adolescencia con una flor que los representase. Se entretuvo y a la vez se llenó de nostalgia al recordar aquellos detalles que le parecían hermosos y característicos de cada uno: la locura de Cook, la humildad de Thomas, la ingenuidad de Pandora, la emotividad de Emily, la picardía de Katie, el ingenio de Naomi, la caridad de JJ y…

De pronto, se vio eclipsada al vislumbrar la imagen de Freddie en su mente. Respiró profundo y cerró los ojos mientras derramaba tímidas y silenciosas lágrimas al recordar a aquel chico que logró tocar su corazón y su alma por primera vez, aquel que le había enseñado lo mejor y lo peor de sí y que le había cuidado y se había preocupado por ella en su peor faceta, aquel que se había marchado sin dejar rastro y que luego descubriría que había sido todo por protegerla. Secó sus propias lágrimas antes de mirar al cielo y susurrar un diminuto Gracias Freddie, para luego levantarse y marcharse rumbo a una florería, a comprar una rosa roja.