** Temido por hombres, y deseado por mujeres, los ojos azules de Inuyasha brillaban mientras juraban poseer la inocente belleza de Kagome, quien poseía la clave de su búsqueda.**
PrólogoPuerto de Londres 1818
Aquella noche la Green Serpent Yard no estaba muy concurrida. Aunque la sucia y poco recomendable taberna era famosa por su mala ginebra y su peor compañía, solía estar llena hasta altas horas de la madrugada, ya que a sus clientes, en su mayoría pobladores del barrio más peligroso de Londres, poco les importaba la calidad de los licores. Pero, por algún extraño motivo, a pesar de que era más de medianoche, el lugar se hallaba casi vacío.
Sólo un pequeño y tranquilo grupo de cinco hombres bebía en una esquina; hablaban en susurros, encorvados sobre la mesa. De vez en cuando se oía la ebria risa de alguno de ellos, pero las caras de sus com pañeros le quitaban la borrachera de golpe. Sus expresiones dejaban claro que aquella noche, si alguien reía, lo haría solo.
Conforme avanzaban los minutos, observaban la puerta con nervio sismo, como si esperasen la aparición del mismísimo demonio. Al ver que no llegaba nadie, parecieron perder un poco más de valor. En un intento de silenciar su miedo, se bebieron la ginebra de un solo trago y pidieron más.
El terror reinaba aquella noche en el Yard. No estaba tan sólo en las caras de los hombres y en el chocar nervioso de las jarras de mala cerve za, sino que se había convertido en un hedor tan aplastante como el de los cuerpos sin lavar que llenaban la taberna o el de la sucia paja que cubría el suelo. Hasta las ratas parecían notar lo que flotaba en el aire, ya que salían a intervalos regulares de sus sombríos rincones para averiguar la causa del extraño silencio. Se levantaban sobre las patas traseras, olis queaban y volvían a meterse prudentemente en sus agujeros.
—¿Y si no nos cree, Mukotsu? ¿Y si nos mata a todos? Estamos en esto por el oro, pero dicen que a ese pirata lo mismo le da mirar a un tipo que matarlo.
En aquel momento intervino el hombre de mayor edad de todo el grupo.
—Aunque he vivido muchos años, no sé si estoy listo para decir adiós esta noche.
—¿Y qué me dices del dragón? —le preguntó otro integrante del grupo a su jefe, con voz quejumbrosa—. He oído que le da poderes místicos. ¡He oído historias sobre ese pirata que hacen que la sangre se hiele en las venas!
—¡No deberíamos estar aquí! ¡No va a querer nuestra información! ¡Nos cortará el cuello sin vacilar! —Con el valor que le daba la ginebra, el hombre que acababa de hablar dio un puñetazo en la mesa.
—¿Nos cortará el cuello sin vacilar? —Su jefe, Mukotsu, un hom bre de aspecto tosco que debía rondar la cincuentena, se puso en pie, miró asqueado a sus secuaces y gritó—: ¡Estúpidos perros callejeros! ¡Esta noche no necesito cobardes! —anunció con enfado—. ¡Quien no tenga valor para quedarse, que coja sus cosas y desaparezca! ¡Pero no repartiré con el que se vaya ni una onza de oro! —Tras decir aquello, levantó la mesa de madera y la tiró al suelo. Los vasos se rompieron y la tabla que los había sostenido se rajó.
Después del violento estallido, los integrantes del grupo no volvie ron a quejarse. El tabernero, indignado, hizo ademán de salir de la barra, pero, cuando Mukotsu se volvió para mirarlo, el hombre se detuvo en seco.
—Si quieres ver un nuevo amanecer, amigo, no te metas. —El jefe de la banda se abrió la chaqueta y dejó al descubierto el apagado brillo de una pistola metida en la cintura de sus pantalones.
El tabernero no necesitó más para decidir retirarse; se escabulló por la puerta que había tras la barra y corrió a esconderse.
—Decidíos —explotó Mukotsu volviéndose hacia sus hombres—, ¿quién se queda y quién se va?
—Sólo saldremos de aquí con el cuchillo de Inuyasha clavado en las tripas —respondió uno de los aludidos levantando la cabeza. La mirada de sus ojos azul claro parecía perderse más allá de su jefe. Una sonrisa demente asomó a sus labios, y empezó a reír—. ¡Así que supongo que nos quedamos!
—Muy bien —sentenció Mukotsu sentándose en el banco. Observó con precaución al joven que acababa de hablar y apartó de una patada una botella rota de ginebra. Estaba a punto de enviar a uno de sus secuaces a por otra ronda, cuando una sombra cayó sobre él. Al levantar la vista, se encontró con el hombre que tanto miedo les inspiraba.
—In-Inuyasha —exclamó con voz ahogada, apresurándose a levan tarse. Sus hombres lo imitaron al instante y contemplaron con mandí bulas desencajadas al demonio que se erguía frente a ellos. Los había cogido a todos por sorpresa, y si ya estaban asustados durante la espe ra, tenerlo delante los aterraba.
Lo observaron acercarse y se encogieron de miedo. El rostro del pirata era de un atractivo poco común, pero tan duro y despiadado como el de un espartano, y, aunque su atuendo, que consistía en una levita de color azul oscuro y unos pantalones de ante pálido, fuera sobrio, elegante, y a la moda, no cabía duda de que aquel hombre era mala compañía. Como mínimo, les sacaba a todos una cabeza. Pero no era su elevada estatura ni su musculosa complexión, lo que hacía que todos sintiesen escalofríos, sino lo que se podía leer en su mirada.
En las profundidades azules de sus ojos parecía residir el conoci miento del que ha bajado a los infiernos. Y allí, en aquel lugar espanto so sin belleza ni paz, parecía haber desarrollado una extraordinaria capacidad para la destrucción. Con sólo mirarlo, era fácil creer que aquel hombre haría todo lo que considerase necesario, sin importarle lo bru tal o terrible que resultara, para conseguir sus fines. Parecía llevar su pasado en los ojos al igual que llevaba la pistola en el cinturón. Era difí cil no seguir con la comparación y preguntarse si, al igual que su arma, no sería también rápido, peligroso... y mortífero.
—Inuyasha —logró decir Mukotsu con voz temblorosa—, no sé cómo darle las gracias por venir. No sabía si lo haría.
—Hemos venido, así que dame tu información.
Al oír la referencia en plural, el jefe de la banda miró hacia la puer ta. Junto a ella se encontraba un musculoso pirata. Por su aspecto, debía de doblarle la edad a Inuyasha, pero, a pesar de su pelo grisáceo y de que su vientre ya no era plano a causa de la edad, parecía bastante capaz de utilizar la pistola con la que apuntaba a la cabeza de Mukotsu.
Éste miró de nuevo a Inuyasha y tragó saliva.
—¿Que-querría beber algo con nosotros, señor...?
—Lo único que quiero es tu información. Ahora.
Tras decir aquello, todos contuvieron la respiración, salvo el recién llegado y el hombre que tenía detrás, pistola en mano. Resultaba obvio que no era buena idea poner a prueba la paciencia de Inuyasha.
Mukotsu volvió a tragar saliva y reunió todo su valor para seguir hablando.
—Odio molestarlo, señor, incluso pensar en hacerlo, pero..., en cuanto al precio... —Su voz adoptó un tono de súplica.
—Yo determinaré si la información que me ofreces merece una recompensa. —Cruzó los brazos y se apoyó en la pared. Observaba al jefe de la banda y a los integrantes de la misma como si no fuesen más que una jauría de perros sarnosos. Su mirada hizo que Mukotsu perdie se la poca compostura que le quedaba.
—De acuerdo, se lo diré —cedió el jefe a toda prisa—. No es que no me fíe señor, seguro que me pagará, porque sé que nos llevaremos bien. Lo admiro, confío en su...
—Habla de una vez —exigió Inuyasha, claramente asqueado por sus palabras.
—Por supuesto, por supuesto, señor. —Al jefe de la pequeña banda le castañeteaban los dientes—. Estoy deseando contárselo. Mi informa ción es muy valiosa.
—Tu nota decía algo sobre la Shikon. ¿Qué sabes sobre la Perla?
—Sé dónde está.
Inuyasha se puso tenso mientras atravesaba a Mukotsu con la mira da. Con una tranquilidad mortal, preguntó:
—Si sabes dónde está la Perla, ¿por qué no vas a buscarla?
—Eeees... algo más complicado de lo que parece...
El pirata se enderezó de golpe y se acercó a su hombre.
—Vámonos, Inuyasha, no son más que ratas mentirosas. No consegui remos nada.
—¡Espere! —gritó el jefe, siguiéndolo hasta la puerta—. ¡De acuer do! ¡De acuerdo! ¡No sé dónde está la perla! ¡Pero sé dónde la busca su enemigo, el vizconde de Blackwell!
Inuyasha se volvió, agarró a Mukotsu por la chaqueta y lo puso con tra la pared. Aquel simple gesto hizo que dos de los aterrados integran tes de la banda se escabulleran por la puerta. Con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, Mukotsu vio cómo parte de su salvación huía con andares vacilantes hacia la noche.
—Lo sé todo sobre Sesshoumaru —le informó el pirata con voz tranquila, sin dejar de apretarlo contra la pared—, y también sé dónde está buscando. Pero la Perla no está en Irlanda, así que tanto él como tú estáis perdiendo el tiempo —afirmó antes de soltarlo y darse la vuelta para irse.
Aterrado, el jefe de la banda se dejó caer en el suelo como un muñe co de trapo. Estaba viendo cómo se marchaba la última esperanza de hacerse rico. En un momento de desesperación, logró ponerse en pie y agarrar la manga del pirata.
—¡Pero ahora Blackwell ha cambiado de estrategia! ¡Está buscando a la chica, y soy el único que sabe dónde está!
Tras oír aquello, Inuyasha se detuvo y se volvió hacia Mukotsu con aire tranquilo.
—Explícate.
—El vizconde encontró una pista que indicaba que podía estar en Londres, así que ha estado buscándola por todas partes. Le ha dicho a todo el mundo el aspecto que tiene y que lleva una cadena con un col gante especial. Este hombre, Renkotsu —Mukotsu hizo un gesto con la cabeza para señalar a uno de los secuaces que le quedaban—, vio a una chica con ese colgante y la siguió hasta su casa. Pensaba venderle la información a Sesshoumaru, hasta que decidimos que usted le odiaba tanto que quizá nos pagase mejor.
Inuyasha entrecerró los ojos.
—¿Qué piensa hacer el vizconde con la chica cuando la encuen tre..., si es que lo hace? Según recuerdo, sólo tenía cuatro años cuando murió su padre. ¿Qué podría recordar ella de la Perla?
Con el aspecto de alguien que acaba de librarse de una muerte segu ra, Mukotsu se ajustó los pantalones y respondió:
—No sé qué recuerda, señor, pero sé que Blackwell la quiere. Cuando la encuentre, piensa secuestrarla, y seguro que usted es cons ciente de que al vizconde no le importa torturar a la gente para sacarle la información que necesite. Pregúntele al viejo Yakotsu, que está ahí. Antes trabajaba para él. —Mukotsu se acercó al hombre de los ojos azul claro, que les dedicó una sonrisa demente antes de concentrarse en su pulgar.
—Entonces, ¿piensa secuestrarla? —insistió Inuyasha.
—Sí, y no creo que quede mucho de la chica cuando Blackwell acabe con ella.
Inuyasha meditó en todo aquello durante un momento. No parecía creer del todo lo que había escuchado. Pero aún así, ordenó:
—Sigue.
El alivio del jefe de la banda resultó evidente.
—¡Sabía que querría la información! ¡Y que el viejo Sesshoumaru se vaya al demonio! —Ansioso por agradar a Inuyasha y más ansioso todavía por salir indemne de todo aquello, Mukotsu limpió un banco con la manga de su chaqueta y le ofreció el asiento al pirata—. ¿Desea sentarse, señor? No hace falta...
—Te he dicho que sigas.
Mukotsu palideció y levantó la mirada para contemplar la alta e inflexible figura de Inuyasha, antes de empezar a hablar lo más deprisa que pudo.
—Está en un hospicio, aquí mismo, en Londres. Fue abandonada allí, por lo que me han contado.
—¿Qué más sabes?
—Bueeeno... —Estaba claro que, por mucho que apreciara su vida, apreciaba más el oro—. O-Odio tener que mencionar esto, señor, pero es-está el pequeño detalle del pago... —logró tartamudear con lo que le restaba de valor.
—Te he dicho que sigas hablando.
Mukotsu miró a Inuyasha con preocupación.
—El hospicio se llama «Hogar Phipps-Bluefield para Jóvenes sin Recursos». Está cerca del puerto. Ahora trabaja allí como maestra, pero hemos oído que busca empleo. Al parecer, la propietaria acaba de morir... o algo parecido.
—¿Sabes cómo se llama? —Cuando el jefe de la banda asintió, Inuyasha continuó—. Si me dices su nombre, sabré si es la chica correcta.
Con la esperanza de acabar la noche vivo y con algo más de dinero, Mukotsu susurró:
—No lo recuerdo muy bien, señor, pero quizá unas monedas de oro puedan...
Sin previo aviso, Inuyasha agarró a su informador por el sucio cuello de su camisa. Sus secuaces ahogaron gritos de terror, mientras el pirata lo levantaba en vilo hasta tenerlo a la altura de los ojos. Cuando el jefe empezó a chillar como un cerdo apaleado, se limitó a decir:
—Dime cómo se llama, si no quieres arrepentirte de haberme pedi do que viniera.
—¡Se llama Kagome! ¡Kagome Higurashi! —Mukotsu estaba medio ahogado.
Inuyasha lo soltó, y el hombre cayó al mugriento suelo entre toses, restregándose el cuello. El pirata lo examinó desde su elevada estatura durante un instante, antes de introducir la mano en el abrigo. Al ver aquello, los aterrados ojos de su informador se abrieron de par en par y sus secuaces corrieron a ponerse a cubierto, pero el pirata sólo sacó una bolsa llena de monedas.
—Respuesta correcta, rata inmunda. —Con una sonrisa llena de cinismo, Inuyasha tiró la bolsa al suelo, junto a Mukotsu—. Ahora, suél talo todo... —añadió después, para alivio de todos.
HOGAR PHIPPS-BLUEFIELD PARA JÓVENES SIN RECURSOS
Kagome limpió una pequeña mancha de hollín de la ventana del des ván y contempló los tejados de Londres. Había llegado el momento de marcharse, y, aunque llevaba esperando aquel momento más de un año, se sentía abrumada.
—Ojalá no te fueras —murmuró detrás de ella la voz de una ado lescente.
Kagome se dio la vuelta y sonrió para tranquilizar a la muchacha.
—Si no me fuese, no tendrías la suerte de quedarte con mi dormi torio.
La chica, Hikaru, observó la pequeña habitación en la que se encon traban. El suelo, aunque desnudo, estaba limpio y encerado; las paredes mantenían la blancura del último encalado, y las mantas estaban un poco gastadas y remendadas, pero la cama estaba recién hecha, con las sábanas bien remetidas.
—Oh, no quiero que te vayas... ¡Pero me encanta tener mi propio dormitorio! —exclamó sin poder contenerse.
—Lo entiendo perfectamente —dijo Kagome, entre risas—. Recuerdo que este pequeño cuarto me parecía un palacio después de haber dormido abajo, con los niños.
—¿Cómo será tu habitación en Jamaica?
La pregunta de Hikaru cogió a la joven desprevenida.
—No... no lo sé —consiguió responder—. Supongo que se parece rá mucho a ésta.
—Salvo que no estará en un viejo orfanato desvencijado, ¿verdad? Estará en una gran mansión y te olvidarás de nosotros enseguida.
Kagome se enfrentó a la mirada acusadora de la chica, se acercó a ella rápidamente y le cogió las manos.
—Tengo que irme, Hikaru, sabes que debo hacerlo.
La adolescente limpió con rabia una lágrima que resbaló por su mejilla.
—¿Por qué tuvo que morirse de tisis la señora Bluefield? ¡Houyo Akitoki lo ha estropeado todo en un año!
La tristeza ensombreció el rostro de Kagome. Se abrazaron, y Hikaru lloró en su hombro. Cuando la adolescente se quedó sin lágrimas, la joven se soltó y dijo:
—Tranquila, sabes que Houyo cuidará bien del Hogar. En realidad es un buen hombre, pero... Bueno, parece que no podemos llevarnos bien.
—Está loco.
—¡Oh, no! —exclamó Kagome.
—Sí, sí que lo está —insistió la adolescente entre hipidos—. Tu marcha le está volviendo loco. Está muy alterado desde que le dijiste que querías irte.
Kagome evitó mirarla a los ojos. Quería negar las palabras de Hikaru, pero le resultaba difícil. Aparentemente, Houyo era un joven sensato con la honrada intención de mejorar el Hogar que había heredado, pero, a veces... A veces parecía algo desequilibrado. Y, por desgracia, ella siem pre le había llamado más la atención que las otras chicas del Hogar, así que era la que más había sufrido su errático comportamiento.
Respiró hondo y, finalmente, miró a Hikaru.
—No es capaz de hacerle daño a nadie, como tú bien sabes. Si cre yera que existe ese peligro, nunca me marcharía del Hogar. El problema es que a Houyo no le gusta recibir un «no» por respuesta, pero, cuando yo ya no esté, dirigirá esta Institución de forma honrada, te lo prometo.
—Lo sé, pero ojalá no te fueses. Ese hombre me asusta.
—¡No hay razón para asustarse!
—Hace cosas extrañas, ¡sobre todo en lo que a ti respecta!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kagome, no muy segura de que rer escuchar la respuesta.
—Ayer mismo le vi contemplando el tapiz que bordaste para la señora Bluefield cuando eras pequeña. Y es una lástima, porque era muy bonito; seguro que tardaste meses en hacerlo.
—¿Qué le ha pasado? —susurró casi con miedo.
—Ya no está. El señor Akitoki lo estuvo mirando durante mucho rato. Después vi cómo lo sacaba tranquilamente del marco y lo metía en la chimenea como si fuese leña.
Kagome volvió la cabeza, mareada. Había tardado casi quince meses en terminar el tapiz. Incluso en aquel momento, años después, recorda ba lo mucho que le había costado cada puntada. También recordaba cuánto le había gustado a la señora Bluefield. Había bordado el lema de la dueña del Hogar en la parte de abajo: «El trabajo acaba con los malas pen samientos». La joven pensó con cierta amargura que tendría que haberlo titulado: «Los malos pensamientos acaban con el trabajo del día».
—Kagome, ¿de verdad tienes que irte?
—Seguro que lo entiendes —respondió la aludida mirando a Hikaru con expresión preocupada—. Houyo no me dejará en paz, y yo no quie ro casarme con él. Puede que no se me vuelva a presentar la oportuni dad de encontrar marido, pero prefiero morir como una vieja solterona antes que unirme a alguien que no amo. ¿Me odiarás por eso?
Hikaru sacudió la cabeza con tristeza. Las dos se abrazaron, y, cuan do Kagome se soltó, recogió el cesto de sauce en el que guardaba todas sus pertenencias y se dirigió a la puerta. Pero, antes de irse, cogió un solitario libro que estaba sobre su tocador y lo dejó en manos de su pequeña amiga.
—¿Los cuentos de Perrault? —susurró Hikaru, contemplándola con ojos enrojecidos por las lágrimas—. No puedes dejarlo aquí; fue un regalo de la señora Bluefield.
Por primera vez, Kagome perdió el estricto control con el que repri mía sus emociones y apenas logró evitar que le temblase la voz.
—A los niños les encantan estas historias. Me solía escabullir una vez a la semana para leérselas en su dormitorio. Si Houyo lo descubriera, no lo aprobaría, pero los niños y yo lo hemos mantenido en secreto hasta ahora. Creo que tú también podrás hacerlo. Ya sabes que por las noches se mantiene ocupado con sus plegarias.
—Se las leeré una vez a la semana. Encontraré la forma de hacerlo, te lo prometo —aseguró la chica también con voz temblorosa.
—Entonces, que Dios te bendiga, Hikaru. Y... espero que volvamos a vernos.
Tras decir aquello, Kagome no pudo contenerse más. Abrazó con fuerza la cesta de sauce y, bañada en lágrimas, salió corriendo escaleras abajo.
…
Bueno ese fue el prologo espero se vayan interesando por la historia… un beso hermosas y estaré tratando de actualizar lo más pronto posible . Recuerden que los Rews son Gratis! Matta nee!
Dark_yuki
