Bueno, he aquí una nueva historia sobre Loki, en un universo alternativo donde él es un chico normal. Jade es una adolescente que ama leer y hace muchas locuras. Un día se muda un chico extraño a la casa vecina. Parece de constante malhumor y no invita a acercarse, pero Jade descubrirá la manera de entrar al helado corazón de Loki y sólo ella podrá descongelarlo.


CAPÍTULO 1

LA MUDANZA

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Hola, soy Jade. Ésta es una historia que me sucedió de verdad y he decidido escribirla porque... no sé por qué, se me dio la real gana y nadie está aquí para impedirme que plasme mis locas vivencias en un papel.

No sé si es un gran comienzo, pero empecemos por presentarme. Como ya dije, me llamo Jade Küderli, y en la época que sucedió esto tenía quince años. Mi padre, Walter, es alemán, y mi madre es hindú y se llama Deepika. Se conocieron en la India, y al casarse ella accedió a vivir en el país de él. Yo nací en Alemania. Me encanta la forma en que mamá habla el alemán, con un marcado acento extranjero. Yo salí clavada a mi madre, y la sangre germana que hay en mí no se deja ver.

La gente me considera rara. Me visto al estilo hindú, me paso el día metida en los libros, soy bastante —muy — impulsiva y suelo hablar con referencias a cosas que leí. Técnicamente, no estoy loca, pero para ellos lo parezco, y no hago nada para desmentirlo. Es divertido. Y si no saben mantener una conversación interesante, que ni siquiera se acerquen a mí.

Entre mis gustos se encuentran comer cosas con mucha azúcar, escribir lo que sale de mi peligrosa imaginación, actuar como si el mundo fuera una gran broma y molestar a Laufeyson. Y entre mis defectos está el adelantar los acontecimientos cuando narro una historia. Aún no dije quién es Laufeyson.

Vamos a eso.

Pues bien, todo comenzó en Berlín, cuando se mudó ese chico raro a la casa vecina —una mansión, en realidad.

Vi llegar los camiones de transporte y a sus ocupantes desde la ventana del ático, mi refugio favorito donde escondía mis dulces y me sentaba a leer.

Había un señor y una señora, ambos rubios, un tipo joven con músculos apreciables, también rubio, y un adolescente alto y delgado, con el cabello negro peinado como alas de cuervo sobre sus hombros. Ese último tenía una expresión ceñuda de «mejor ni me hables» y no me dio la impresión de que fuera una persona muy simpática, aún de lejos.

El joven rubio empezó a ir y venir cargando cosas pesadas e implementos deportivos. Dos perros exactamente iguales, parecidos a sabuesos, saltaron del camión, y desde donde estaba yo se podían oír sus ladridos excitados.

El otro chico, el de mirada antipática, supervisaba el traslado de montones de cajas que parecían pesar una tonelada por las caras que ponían los hombres que las llevaban. En un momento abrió una, y pude vislumbrar que estaba llena de libros. Podría apostar entonces que las demás contenían lo mismo.

No me hubiera interesado tanto en todo eso si no fuera por los libros. Pero, con la cantidad que parecía tener, no iba a desperdiciar un vecino así. Metería cualquier excusa para pedir prestados algunos volúmenes, aunque Herr Ceñudo no parecía especialmente una persona a la que se le pudiera meter cualquier excusa.

Mi madre creció con la costumbre, tradición, o como quieran llamarla, de saludar a los nuevos vecinos, como una manera de darles la bienvenida al barrio. Lo hizo durante toda su vida allá en la India, y me inculcó esa tradición desde niña. Supongo que era de admirar que una mocosa hindú de cuatro años fuera a saludar a un viejo soldado retirado que se había mudado enfrente —creo que mamá grabó un video de esa vez, fue muy gracioso, porque él era muy gruñón y yo lo sacaba de quicio con mi manera de ignorar su malhumor. O la otra vez que mi mamá se quedó esperando en vano toda una tarde que yo volviera de saludar a la familia de la otra cuadra, cuando yo era una nena de diez años y la familia esa también tenía una hija de mi edad. Volví en la noche, toda desaliñada, y le solté que habíamos estado persiguiendo a la gata de la chica, que se había escapado por la calle. Habíamos tenido que cruzar el puente, la intentamos cazar cuando había entrado a un bar y tuvimos que salir por la ventana en su persecución. Al final la habíamos logrado atrapar y todos felices. Yo lo conté como si fuera lo más normal, pero a mi mamá casi le dio un síncope y tuve que asegurarle que no lo volvería a hacer.

Pues bueno, volviendo a lo que intentaba decir, esa misma costumbre me exigía ir a saludar a la familia que acababa de mudarse a la mansión de al lado.

Cuando vi que los camiones se iban y las personas entraban a la casa al fin, bajé de la ventana, salté al suelo desde el banquito que usaba para llegar ahí arriba y descendí por la escalera del ático con la rapidez que confiere la práctica.

— ¡JADE! ¿Qué crees que haces? ¡Te matarás!

Puse los ojos en blanco, suspiré y apoyé la espalda en la escalera de mano.

— Realmente, mujer, ¿y te haces llamar mi madre? — parodié en broma.

Mamá salió de la cocina con un delantal blanco que le quedaba precioso y con el larguísimo cabello oscuro recogido en una trenza. Es la mujer hindú más hermosa que he visto jamás. Mi padre asegura que heredé su belleza, pero creo que sólo lo dice para consolarme porque mamá sale más linda que yo en las fotos. Una vez, en el colegio, acababa de terminar la clase de Educación Física y estaba molida. El profesor se había comportado como si fuera el general de un ejército y nos había hecho movernos de lo lindo. La cuestión es que creo que dije algo como que no podría mover ni un dedo en una semana. Uno de mis compañeros —un idiota que ni siquiera es digno de que recuerde su nombre —se confió de más y dijo desdeñosamente que los hindúes son unos locos debiluchos y feos. Súbitamente descubrí que no estaba tan molida como pensaba, sino que mi brazo aún tenía la fuerza necesaria. El imbécil terminó con la nariz partida y yo castigada por una semana sin recreos. Sin embargo pronto advertí que misteriosamente durante esa semana recibía postre después de todas las comidas. Creo que mi madre estaba orgullosa de que yo hubiera hecho valer tan bien los derechos de mi raza contra ese tarado racista.

Creo que me fui de nuevo por las ramas. Estaba en que mi mamá salió de la cocina. Me miró enarcando una ceja, como siempre que yo me mandaba la parte diciendo alguna frase de un libro.

— Dale y dale, tú con tus citas de Harry Potter. Conmigo no valen, jovencita. Soy perfectamente consciente de que crees que eres como un gato, con siete vidas y todo eso, pero sabes perfectamente que no es del todo cierto. O bajas de esa escalera civilizadamente o te prohíbo subir.

Me puso una mueca de suficiencia que me hizo sonreír sin poder evitarlo. Ella es la única que puede ganarme en una discusión y no sé como hace, pero casi siempre —casi —termino haciendo lo que ella dice.

— Como desee la reina —hice una reverencia en broma, y luego me enderecé para ver su bufido de fastidio ante mis tonterías —. Ah, y bajaba para ir a saludar a los nuevos vecinos. ¿Sabes? Tienen un montón de libros.

— Cinco minutos. No te vas a quedar leyendo, mujer. Para eso vas otro día cuando ya los conozcas mejor. ¿Sí?

Iba a rebatirle, pero no creía que aceptara muchas excusas que digamos. Es verdad, debía conocerlos mejor. Y ni que el chico ese con pinta arisca me fuera a prestar muchos libros la primera vez que nos viéramos. Ni la segunda. Ni la tercera. Como sea, iba a intentar convencerlo.

Salí de mi casa dando saltitos y recorrí la acera hasta la verja abierta del jardín vecino. Avancé por el camino de cerámicos blancos que llevaba hasta la puerta de la mansión y llamé con la aldaba —sí, aldaba. No había timbre.

La puerta se abrió al minuto, y, ¿quién creen que estaba? Sí, Herr Malhumorado, con una cara de fastidio que no invitaba a decirle ni hola. Vete a saber qué le pasaba para estar así.

— ¿Sí? ¿Qué desea? —me espetó con frialdad, como si deseara que yo me fuera lo más pronto posible.

A mí nadie me iba a ganar. Me tomé mi tiempo para sonreírle y fastidiarlo aún más. Ladeé la cabeza.

— Venía a darle la bienvenida a usted y a su familia —si se empeñaba en tratarme como a una persona mayor, pues yo también lo haría, aunque no creo que él tuviera mucha más edad que yo.

Alzó las cejas, como si preguntara de qué servía dar la bienvenida a alguien.

— Espero que se sientan cómodos aquí. Soy la vecina de al lado, y estoy para lo que necesiten. Sin resentimientos.

Agregué eso para molestarlo. Luego me di la vuelta con un "¡Hasta luego!" jovial y lo dejé ahí plantado en la puerta con cara de no entender nada.

Yo venía de fábrica configurada para hacerle la contra a la gente. Por lo que, si ese chico tenía hielo en su corazón —oh, qué poético —yo lo iba a quemar con mi locura hasta que fuera tan tierno como un oso de peluche.

Cuando yo tomaba una decisión, sólo mi madre podía hacerme cambiar de opinión. Y, ¿quién decía que mi madre iba a enterarse de lo que planeaba hacer?


Espero que les guste. No tengo una fecha fija de actualización, pero será todo lo pronto que pueda.

Kisses.