Esto no es Pacific Rim, al menos, no exactamente. Se inspira en dicha película, pero no esperen Jaegers ni nada de eso. Avisados quedan…

Advierto que es una historia rara, que lleva tiempo sin dejarme en paz, y hoy por fin la terminé.

Descargo de responsabilidad: los personajes de Skip Beat pertenecen a la envidiadísima Nakamura sensei. Sobre el resto, a Warner Bros. o a quien corresponda. Lo demás, es mío.


TENIENTE MOGAMI

La gran muralla que rodeaba Tokyo se elevaba interminable por encima de los barracones. Una línea ancha, alta, altísima, que bordeaba todo el litoral hasta llegar a la prefectura de Chiba.

La gente había tomado las calles. Civiles y militares se mezclaban en feliz algarabía porque la noticia ya se había hecho pública.

Habían cerrado la grieta.

Habían destruido la maldita grieta.

No iban a volver…

Rodeándola, entre la gente que ríe y llora a la vez, entre los que gritan de júbilo sin poder creer que sea verdad, Kyoko puede distinguir retazos de conversaciones en cuatro idiomas, fragmentos en inglés y japonés, salpicado de expresiones coreanas y cantonesas, que empezaron a oírse en la isla de Honshu hace casi quince años, cuando se instauró el cuerpo internacional de los Rangers.

Kyoko está feliz. ¿Cómo no va a estarlo? La humanidad dejará de vivir como ratas bajo el suelo, las ciudades volverán a ponerse en pie y no habrá más funerales ni ataúdes vacíos. Podrán recuperar las costas y mirar al mar sin miedo.

Los kaijus no volverán.

Pero la felicidad le sabe amarga por todo lo que ha dejado atrás. Amigos, familia, compañeros… Kuon…

Su corazón se encoge de dolor cuando piensa en él. Casi se ha acostumbrado a vivir con su ausencia, pero su cuerpo somnoliento aún se gira en la cama por las noches buscando su calor. Y allá arriba, cuando vuelan en formación, todavía mira a sus tres esperando verlo en su flanco derecho.

Tres meses. Tres largos meses desde que el SeaHawk que transportaba a seis de los mejores pilotos de las Fuerzas Conjuntas a Filipinas, se estrelló en algún lugar del mar.

—Teniente Mogami.

Ella se giró al oír que la llamaban y vio a un soldado raso, saludándola con la mano extendida bajo la visera de su gorra azul.

—¿Sí, soldado? —replicó ella, devolviéndole el saludo.

—El General Takarada la requiere en el centro de mando, señora.

Ella asintió y siguió su camino, dejando atrás al soldado.

Kuon debería haber estado junto a ella en este día. Sintiendo el vértigo de los danzantes y celebrando la victoria en sus brazos. Pero ya no volvería a verlo, ni volvería a sentir sus caricias… Kuon debería haber vivido para este día… Y por un momento, porque el hueco abierto en el pecho, allí donde antes estaba él, es demasiado doloroso, Kyoko deja que los recuerdos la abracen, envolviéndola en las brumas de la nostalgia y el desconsuelo.


Casi dos años antes, su escuadrón, considerado la mejor unidad de ataque aéreo de Japón, estaba inquieto porque se rumoreaba que iban a endosarles tres pilotos americanos.

Él vino con ellos. Alto, enorme, un gigante de metro noventa y ojos verdes, saludando en perfecto japonés.

Ella no se dejó encandilar, por más que fuera el hombre más guapo que hubiera visto en su vida…

A él no le gustó la preciosa muñequita malhumorada.

Peleaban por todo… Por quién lideraba las misiones o por quién había lanzado más misiles al kaiju de turno. O competían por ver cuál volaba más alto sin usar la máscara de oxígeno, o quién aguantaba más sake entre pecho y espalda sin caerse al suelo… Y esta feroz competencia suscitaba sonrisas disimuladas entre sus compañeros, porque para sorpresa de todos, los tres americanos que vinieron ese día se llevaban muy bien con todos. Menos Kuon Hizuri. Pero solo con Mogami Kyoko. Y para el resto del mundo, Kyoko era una muchacha en extremo amable y educada. Menos con Kuon. Con él le salía espontáneamente el lenguaje aprendido en los arrabales llenos de refugiados en los que se crió.

Pero a pesar de sus desavenencias, en el aire funcionaban con una coordinación y una precisión casi mágicas. Eran más que buenos… Eran la fuerza de élite, rangers, los mejores pilotos de combate. Lo único que se interponía entre los kaijus y la extinción. Aunque volaran en Raptors, MiGs rusos o ATD-X de más de veinte años… Volaban en lo que tenían. Desde que las fábricas dejaron de funcionar, los japoneses se convirtieron en los mejores adaptando los aviones de combate en cazas más rápidos, más ágiles y con mayor potencia de fuego, cuanta más mejor, porque cada vez los bichos eran más grandes…

Más grandes y más letales.

Cada vez más difíciles de matar…

La grieta se había abierto en la fosa de las Marianas, cerca de Guam. Filipinas fue arrasada en tres meses. Luego, Nueva Guinea, Darwin, Sidney… Japón vino después. Perdieron casi todo en los dos primeros años. Aviones, barcos, ciudades… Ejércitos… Pero resistió. Y entonces los kaijus encontraron más fácil migrar en busca de nuevas tierras, cruzando el Pacífico y atacando las costas americanas desprotegidas. Japón respiró y se lamió sus heridas… Solo después de que cayeran, una detrás de otra, Acapulco, Los Ángeles, Vancouver, Buenaventura y Valparaíso, se acordó por fin la creación de las Fuerzas Conjuntas de las Naciones Unidas. Eso fue a finales del año dos. En el año siete llegaron al Atlántico. La raza humana abandonó las costas o se escondió bajo tierra, siempre con el miedo a que sonaran las sirenas de un nuevo ataque. Se vaciaron ciudades, se construyeron murallas, y los campos de refugiados del interior se desbordaban… Lucharon por mantener las cosechas y evitar el hambre… Y siempre con la muerte cerca… Lucharon por evitar la extinción…

Kyoko aún recuerda cómo era la vida antes de los kaijus. Recuerda el sol danzando entre las hojas de los árboles y el susurro del agua entre las piedras… Pero recuerda también las oleadas de gente rota con la mirada muerta inundando las calles. Y cómo en el sexto invierno, la hambruna se llevó a aquellos que ya no tenían fuerzas para la esperanza.

Kyoko se quedó sola a los once. Se unió a las largas de filas de los caminos y atravesó el país a pie, yendo de campo en campo, hasta que en una pequeñita ciudad de Saitama, con casi catorce años, una pareja que tenía una casa de comidas (de aquello que la fortuna tuviera a bien ofrecer…) le dio empleo y un hogar.

Ellos fueron quienes la animaron a convertirse en piloto. Y por los dioses que había nacido para ello… El corazón a la carrera, latiéndole fuerte en el pecho, el vértigo en la boca del estómago, la velocidad, los giros bruscos que la dejaban sin aliento… Amaba volar. Amaba dibujar figuras en el cielo y pintar de rojo el mar con la sangre de los kaijus.

Pero entonces llegó Kuon…

Y puso su mundo del revés.


—General Takarada, ¿quería verme?

—Teniente… —con un gesto la invitó a tomar asiento. Sus dedos repiqueteaban, nerviosos, sobre la mesa.

—General… —dijo Kyoko, aparentando que no suponía por qué la había convocado precisamente hoy—. Usted dirá…

—Han pasado tres meses… —dijo por fin. Ella asintió. Ni que no lo supiera…—. Bien… Bueno… Aún no se han dispuesto sus cosas… Su habitación…

Kyoko se clavó las uñas en las palmas de sus manos. Hay que hacerlo… Sí, y mejor ella que un extraño, alguien que nunca lo conoció ni le escuchó reír. Pero aun así, duele… Duele porque lo verá en cada objeto, en cada prenda… Lo sentirá a su alrededor, y casi podrá oír su voz acariciándola… Pero será mentira. Una ilusión de sus sentidos… Kuon no volverá…

—Yo me encargo, General… —y poniéndose en pie, añade—. Si no ordena nada más…

Él niega en silencio y con la mano le señala la puerta, despidiéndola.

—Sabes que él te amaba, ¿verdad? —le dijo a media voz. Pero ella le escuchó. Le escuchó muy bien…

Kyoko se detiene en su camino para salir de ese despacho. Yergue la espalda y cuadra los hombros, sintiendo la garganta seca y el pecho vacío. Se da la vuelta para mirarlo, y Takarada juraría que vio el brillo de una lágrima que sabía que la piloto no derramaría, no al menos, frente a él.

—Lo sé —susurró sin voz.


El día en que uno de los suyos es derribado por los látigos tentaculares de un kaiju, nadie habla cuando regresan a la base. Sin una palabra, sus pasos se encaminan a la taberna del cuartel. Una botella de sake caliente les aguarda en su mesa de siempre. Entre ellos, un sitio vacío, una taza vacía.

Y beben. Beben por el camarada caído. Beben por el compañero que volaba junto a ellos. Beben por el amigo que no volverá.

Pero sobre todo, beben porque mañana puede ser uno de ellos el que no esté en esa mesa…


Mientras respira el aroma caliente del sake, el trago le sabe amargo. A su lado, Kuon escancia de nuevo las tazas. En Japón, el que sirve, nunca debe llenar su propia taza, y Kyoko la llena para él. Sus ojos se cruzan brevemente, solo un instante, pero Kyoko ve en ellos dolor y soledad. Y su corazón quisiera consolarlo. Quisiera abrazarlo y decirle que todo irá bien, que no está solo, que ella siempre estará a su lado. Aunque sabe bien que se engaña… Un ranger no tiene vida. Sirve a los demás. Un ranger muere volando…

Los rangers no tienen futuro para que el mundo pueda tenerlo.

Pero algo en Kyoko protesta y se rebela. Porque ella quiere tener un futuro. Quiere un futuro en el que esté Kuon a su lado.

Y este descubrimiento la toma por sorpresa. Su taza vacía se desliza de sus dedos y cae sobre la mesa con un tintineo sonoro, que hace trizas el silencio luctuoso que les rodea. Kuon la mira, inclinando un poco la cabeza, como preguntándose en qué estará pensando. Ella espanta su preocupación con un gesto de la mano, y retoma su taza poniéndola frente a él para que se la vuelva a llenar. Kuon lo hace, pero no deja de observarla.

Bajo sus verdes ojos, Kyoko se siente examinada, como si estuviera analizándola e intentando desentrañar sus misterios. Y se descubre tentada de revelárselos, tentada de ofrecerse por entero y de dar un salto al vacío, confiando en que Kuon esté allí y le abra sus brazos. Para ella, este sentimiento es desconocido y perturbador, pero encadena y amarra su lengua, porque teme que si lo pronuncia en voz alta, se romperá y desaparecerá.

Y tiene miedo. Está aterrorizada porque todo esto es nuevo. O no. No, realmente… Si lo piensa bien, no es nuevo… Viene creciendo desde hace tiempo, poco a poco, sin ser advertido… Tan lentamente que no sabe cuándo pasó. Ni cuándo su porfiada rivalidad se transformó en su apoyo, en su pilar de fortaleza. No sabe cuándo empezó a depender de Kuon. Ni en qué momento la distancia que los separaba se hizo más corta. Tampoco sabe cuándo su voz llegó a ser la que más ansiaba escuchar. Salvo a los ancianos de Saitama, Kyoko nunca antes había dejado entrar a nadie en su corazón. Siempre a buen recaudo, protegido de los vientos fríos y de las heridas del abandono.

Siempre tras los muros.

Los muros que ella misma impone entre ellos.

Pero ante Kuon, ese muro se resquebraja. Con cada sonrisa, con cada nueva tontería con que la desafía, una nueva grieta aparece. Con cada mirada, de esas que parecen leerte el alma, el muro se derrumba.

Hasta que ya no queda nada.

No hay más muro que el que recorre la costa, separándolos de la muerte y la destrucción.


Esa noche, cuando se retiran a sus habitaciones, él la acompaña. Los dos fingen que están borrachos. Los dos fingen que no se dan cuenta de la mentira del otro. Ante la puerta, el beso llega sin avisar. Urgente, hambriento, necesitado… Pero también brutalmente honesto. Junto a la cama, se desnudan con prisas, ansiando liberarse del estorbo del uniforme y del peso de sus secretos. Buscan en el cuerpo del otro lo que su boca no se atreve a pronunciar, sin saber que está escrito en cada beso, en cada caricia…, en cada suspiro… Sin saber que sus cuerpos hablan por sus corazones.

Desde entonces, Kuon y Kyoko se buscan y se besan en cuanto están a solas. Rinden el alma a los brazos del otro sin decirse nunca aquellas dos palabras. Aunque tampoco es que hagan falta. En sus brazos, Kyoko conoce lo que es sentirse adorada, verdaderamente amada. Reverenciada, podría decir, como si para él fuera alguna extraña clase de diosa. Y ella a su vez, se arroja gustosa al laberinto de sus cuerpos y desnuda el alma bajo sus manos.

Al hambre de las primeras noches le sucede pronto la ternura y la mutua seducción. Sus besos se tornan deliberadamente lentos, estudiosos de la piel amada bajo sus labios. Danzan entre las sábanas hasta el alba o hasta que el agotamiento les venza, rezando en silencio por que no suenen las sirenas de alarma.

A los ritmos y las rutinas compartidas, se les suman las sonrisas conocedoras y cómplices, o el roce leve, aparentemente casual, de una mano en el salón de oficiales… Pero Kyoko sabe que está viviendo un sueño con fecha límite. Un sueño maravilloso del que le aterra despertar… Un día, uno de los dos no volverá…

Mientras tanto, vive su sueño… Por el día surcan los cielos, enfrentando la muerte una y otra vez, pero sus noches les pertenecen. Y se aman, se entregan…

El oro y la esmeralda se engarzan para formar la más hermosa joya.

Sin saberlo, eso es lo que le quedará a Kyoko.


La mañana de su partida, Kyoko se apoya contra la puerta como si así pudiera retenerlo. Un frío miedo le atenaza las entrañas y sus manos tiemblan cuando las de él buscan su rostro para despedirse con un beso.

Su último beso.

—Vuelve a mí… —susurró Kyoko en sus labios.

—Siempre —prometió él.

Pero luego murió.


De pie ante la habitación de Kuon, la mano de Kyoko vacila en abrir la puerta. No ha entrado desde que le llegó la negra noticia. No ha sido capaz…

Para ella, perderlo fue el vacío, el fin de su sueño. La destrucción de la pequeña burbuja de felicidad que habían construido para ellos dos. La muerte en vida. Pero la vida es vida y debe vivirse. Y una mañana entre lágrimas, con los ojos hinchados y las náuseas en la garganta, supo que Kuon le había hecho el mayor regalo. No la dejaría sola…

Debe vivir. Debe vivir por Kuon… Ahora que todo ha terminado, se licenciará. Dejará esta vida de destrucción y muerte y montará un restaurante familiar como aquel que le dio un hogar cuando no tenía nada. Deberá empezar de nuevo… Aunque sea sin él…

En cualquier caso, en cuanto se le empiece a notar el embarazo, ya no le dejarán volar.

Con un suspiro, Kyoko abre la puerta…


En una isla sin nombre, una entre las más de siete mil que conforman el archipiélago de Filipinas, tres hombres miran al mar…

Tras ellos, un chamizo construido con hojas de palma y una hoguera donde se está asando la pesca del día. Más allá, las tumbas de sus compañeros y los restos retorcidos de lo que una vez fue un helicóptero.

De los tres, hay uno, alto, muy alto, de intensos ojos verdes, que repite para sí una promesa.

—Volveré junto a ti… De una manera o de otra… Volveré a ti…