Disclaimer: los personajes de Hetalia NO me pertenecen, de otra forma hubiera habido muchísimo más Spamano y UsUk. Pero el fic sí es mi completa autoría.

Advertencia: Posibilidad de OoC.

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Bastardos y tomates

Bastardo

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La primera vez que compartieron una cama para dormir, Romano era pequeñito y alborotado y renegón (y seguiría siéndolo después también). Le había acaparado el lecho cuando llegó a agradecerle por salvarlo de Turquía.

España recuerda al pequeño montoncito de huesos y piel que era Romano acurrucándose entre sus brazos, buscando el sentido de protección que sintió cuando finalmente estuvo en sus manos otra vez. Era un niño alborotado y quejoso, siempre mal hablado y muy impulsivo, pero no era malo en lo absoluto. A partir de entonces, incluso sus instantes de cobardía comenzaron a parecerle tiernos a la nación mayor.

En especial porque, después de eso, el niño seguía llegando a buscar espacio a su lado, por más que terminaran desparramados los dos por toda la cama, pateándose, arañándose y empujándose (era increíble cómo ese mocoso podía tener la fuerza de echarlo de un empujón al piso, la verdad). Y a querer defenderlo sin que lo necesitase de los alemanes patateros.

Era admirable el coraje de insultar que alguien tan pequeño tenía.

Su relación había ido afianzándose con el tiempo, incluso hasta el punto en que Romano corría con sus piernitas (cada vez más largas) en su búsqueda cuando algo le salía mal o lo preocupaba. Rodillas lastimadas, codos lastimados, un librero que casi se le cae encima, una cubeta que dejó un río de agua en medio del salón…

—¡Eh, mira, España bastardo! —chilló, sacándolo de su mente, con su vocecita de niño, señalando las ramas altas de los árboles donde las ardillas trepaban y saltaban, tironeando de su mano en busca de atención—. ¡¿Las habías visto antes?!

—¿No te parecen lindas?

Las mejillas del pequeño se tintaron de rojo, al parecer no queriendo aceptar aquella descripción por su parte. —¡P-Parecen ratas!

—¡Pero las ardillas son tiernas!

El mayor solo pudo sonreír con toda la ternura del mundo al notarlo cruzarse de brazos, enmarcando un puchero y teniendo aún el colorín en el rostro. Se percató de cómo estaba creciendo; ya le llegaba más arriba de la cintura y había dejado de usar ese traje que parecía vestido (y que hacía que los hermanos italianos parezcan niñas). Le llevó una mano entre el pelo, revolviéndolo con cariño.

Romano chasqueó y trató de quitarse.

—¡Ya basta, bastardo! —escupió, haciéndolo reír y que le dieran ganas de estrujarlo.

Y las ardillas eran lindas, en efecto, pero el muchachito jamás admitiría que algo era lindo de esa forma, no frente a su jefe. Lo que le había llamado la atención de ellas era cómo se compartían las bellotas que llovían de los árboles en esa época, en cómo se revisaban entre sí acicalándose y se peleaban por lo mismo.

Casi que se le habían hecho parecidas a ellos: tragándose todo lo que encontraban a cierta hora del día, molestándose en juegos en otros momentos. España dándole sus lecciones y compartiéndole de algún dulce, sonriéndole enternecido. España salvándolo del turco terrorífico. España siendo el único que le prestaba brazos y le daba mañas para que no se viera descontento, aun cuando parecía no servir para hacer nada productivo como subordinado…

Y él no podía permitirse ser ni un pequeño grado de compañero como eran aquellos animalejos entre ellos, no podía ser tan lindo y tierno con el otro, ¿verdad?

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Romano era un muchachito ya más estirado luego de algunos años, no igualaba la estatura de su jefe (porque España era de complexión un poco más alta y ancha y él era como un mismísimo fideo italiano), pero todavía le faltaba bastante más por crecer. Y se encontraba en una reunión de naciones un tanto extraña, con gente que no reconocía del todo y un patán que no dejaba que su hermano estuviera cerca suyo, obligando a su otra subordinada a que vigilase que no se diera.

Tal parecía no ser un tema de absoluta importancia, pero allí se sentía solo y un tanto asustado por los comentarios.

Se habían reunido en busca de dar un repertorio general de cómo se encontraban las cosas en cada país hasta entonces, solo para mantener en vigilancia los hechos (nada especialmente duradero). España estaba en guerra civil, por lo que él terminó en su casa, en la que no estaba desde hacia años y se encontraba vacía y polvorienta.

Ya creía que jamás terminaría todo ese ir y venir del mayor. Iba mucho tiempo sin verlo y venían diciéndole que el problema no resultaba nada bien.

Comenzaba a pensar que no lo vería de nuevo, y esa idea lo mortificaba bastante. Italia le mandaba ademanes de ánimos desde la esquina donde lo tenían recluido y Romano suspiraba profundamente.

—¿Cómo sigue España?

—Bastante mal, pero creo que ya están dándolo por terminado debido a las circunstancias.

El italiano paró la oreja al escuchar aquello. ¿Circunstancias? ¿Cuáles? ¿Por qué motivos se para una guerra civil?

Unión o disolución, dijeron. Y sintió que las náuseas le subían por la garganta.

Al terminar la reunión, volvió más descorazonado y deshecho de lo que pensaba. Sentía que temblaba de frío y en realidad era del susto y la sugestión. ¿Y si no volvía su jefe? Se había acostumbrado a tenerlo para él, a que lo terminase de malcriar, le dejase hacer cosas de vagos y le diera todas las mañas que quería (a fin de cuentas así era España; se quejaba de su rebeldía, pero no lo obligaba a nada y, además, peleaba por él).

¿Pelearía alguien más por él de la misma forma que su jefe lo había hecho?

Romano empezó a impacientarse y a sentirse hiperventilado, con los ojos llenándoseles de lágrimas copiosas, tratando de asimilar un solo segundo donde él no estuviese queriendo animarlo de maneras idiotas, sonriéndole con cariño y apretujándolo. Porque para España, Romano era una ternura andante por más que éste lo enviase al demonio, era como un tomatito de textura suave y blanda.

Lo quería muchísimo y se lo hacía notar, a sabiendas de que poco a poco iba logrando ser apreciado también.

—Idiota tomate bastardo —refunfuñó, acurrucándose en el sofá, envuelto en mil frazadas y temblando como quien no quiere, los ojos cristalinos y un nudo en el pecho horroroso.

Recordó que de niño, al principio, no quería saber nada con su jefe, ¿por qué no podía volver a ese momento en el que, si alguien más venía a reclamarlo por lo indefenso que estaba, no esperaría a que alguien llegase a rescatarlo? Ahora, si estaba en problemas, era al único que esperaba, porque tenía patentado que vendría por él…

Se dejó hundir en donde estaba, abrazando sus piernas y solo dejando a la vista los ojos…

Gritó y saltó del susto cuando escuchó que golpeaban la puerta y, seguidamente, la abrían.

—¿Cuántas veces te he dicho que pongas el seguro, Roma? —España avanzó adentro, medio enclenque y visiblemente cansino, como madre que llega de trabajar a altas horas y descubre la hazaña del niño despistado.

Y sonreía de todas formas, en especial lo hizo al ver al mocoso más allá, a unos metros de sí; observándolo como si se tratase de un cuento de terror o de los mismísimos alemanes e ingleses queriendo llevárselos. Todo el rostro de Romano se volvió una mueca de angustia… lo que menos esperaba era que fuera primero donde él estaba, en lugar de volver a su casa.

Cuando el mayor quiso reaccionar, el muchachito ya había saltado a sus brazos, rodeándolo tanto con los brazos como con las piernas, escondiendo el rostro en el cuello y llorando como niño lastimado.

—¡No vuelvas a hacerlo, idiota! ¡No vuelvas a hacerlo, bastardo! —recriminaba el jovencito, entre hipidos, lágrimas y mocos sueltos por el alivio desesperado que sentía al tenerlo ahí.

España, que había dado un paso hacia atrás para mantenerse en equilibrio ante el salto, sonrió con calma y lo rodeó también con sus brazos. Hasta entonces no había visto lo mucho que el italiano se había estirado, ya sus piernitas rodeaban entera su cintura, aunque su peso siguiese ligero y su cuerpo flaquito.

Le hizo ver el cambio de las cosas en esos años. Desde el Romano pequeño que no podía ni quería tenerlo cerca, pasando por el mocoso que no podía ocultar cuán importante se había vuelto en su vida, hasta ese muchachito que aparentaba una auténtica desesperación por la sola idea de no haber podido volver a verlo…

Su garganta también se volvió un poco de piedra, mientras el cuerpo de Roma temblaba y lo mantenía aferrado con fuerza, casi como si temiese que desaparezca.

—No vuelvo a hacerlo, no vuelvo a hacerlo —respondió a sus pedidos, con los ojos picándole y apretujándolo con las fuerzas que le quedaban.

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—¡Mon petit! ¡Mira cómo has crecido!

En el salón de la casa de España, su vecino vestía con todo el glamour y daba su imagen de siempre, mostrándose admirado cuando apareció el menor por el pasillo.

Roma gruñó audible y dio dos pasos lejos del francés para ocultarse tras su jefe, cruzándose de brazos y mirándolo desconfiado. Francia se rió divertido de la escena, terminando por acercarse a ambos pero solo llegando a saludar ligeramente a España, parecía que el más joven gritaría o le daría un cabezazo donde se descuidara.

—Ya estás hecho todo un hombrecito…

—¿Verdad que sí? —España se mostró contento con la observación—. Debo admitir que me alegra que siga siendo más bajo, me sentiría fuera de lugar de otra forma… —Un certero codazo en su espalda le sacó todas las ganas de haber dicho aquello.

—¡Aunque sea más bajo, terminarás siendo mi subordinado! —reclamó el ítalo, gruñendo automáticamente después y girándose en dirección contraria. España sonrió radiante y aprovechó para abrazarlo por la espalda, tomándolo por debajo de los brazos y apoyando su rostro junto al ajeno, divertido.

Francia levantó una ceja, interesado por la escena, a un par de pasos de ambos.

—¡Anda, Roma, no te enojes! —El español se percató del rubor que tapó el rostro del menor, que además había llevado en seguida sus manos a las de él para tratar de quitarlas y se removía como bestia enjaulada. Su expresión se volvió una más relajada, llena de una ternura indescriptible y un tanto insinuante.

—¡Suéltame ahora mismo, bastardo! —Romano pataleaba y daba de manotazos, queriendo removerse como si el tacto con el otro lo apabullara. Los brazos de España lo mantenían con más firmeza de la aparente y, literal, era como si acabaran de prenderle mil fuegos artificiales en el estómago.

¿Qué le pasaba? No tenía ni idea.

Francia abrió los ojos grandes, como buen observador en la materia del amor que era.

El moreno español acercó sus labios a la oreja del italiano, que se quedó tan quieto como estatua cuando notó la respiración allí.

—De todas formas eres mucho más lindo que yo —susurró, finalmente soltándolo y ganándose un poderoso cabezazo, seguido de mil insultos y una sarta de golpes sonoros con el dueño llevando la cara tal cual de roja que un tomate maduro.

El francés se arrimó con cautela a su hermano menor, pasándole un brazo por los hombros y riéndose visiblemente entretenido.

—Estás metiéndote en problemas —dijo con picardía. España se sujetaba el estómago con una de las manos y frotaba una de sus mejillas golpeadas con la otra, sonreía bobalicón (se había ganado la tunda, estaba enterado), observando al ítalo alejándose y echando humos rabiosos—. Ha crecido bien, aunque mantenga su temperamento.

—No sería Roma si su actitud se pareciera a la de Italia…

—¡En lo absoluto, mon Dieu! —Carraspeó un poco—. Además así es como te está gustando…

—¡Francia!

—¿Qué? ¡Solo digo lo que veo! —se burló, en verdad acababa de disfrutar la escena y ahora lo hacía por cómo se notaba su acompañante—. Y yo que pensaba quedármelo, ¿te imaginas? No habrías sentido nada de esto.

—Lo hubieras corrompido a la primera, en verdad —retrucó España, visiblemente tocado ante la idea de que Roma nunca hubiese llegado a sus manos y a que su vecino imaginase siquiera tenerlo entre las suyas. Nada pasaba desapercibido por el francés, que se notó ignorante de la ofensa y apreciativo del avance de emociones ajenas.

—¡Serán tiernos!

—Si te llega a escuchar, te las hará saber.

Ambos se rieron.

Sí, Roma lo hubiera llegado a bajar al suelo de un cabezazo.

Y sí, España estaba comenzando a sentir más por su subordinado; por aquel que vio crecer bajo su techo y por quien sus sentimientos parecían madurar en el mismo paso del tiempo. Sabía que adoraba a ese mocoso, era de lo más importante que tenía (y no por materialidad, lo quería por cómo era cuando refunfuñaba, cuando comía, cuando insultaba y cuando le hacía saber en gestos perdidos y poco usuales que lo apreciaba), pero se daría su tiempo…

Después de todo, apenas se enteraba, y a Romano le faltaba enterarse.

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Acá yo metiéndome en fandoms nuevos y escribiendo a morir en un género que apenas estoy empezando a pisar. XD

Pido disculpas por el posible OoC, traté de llevar las personalidades más o menos como se muestran, pero bueno, siempre puede pasar. Me enamoré completamente de este shipp y no he tenido inspiración sino hasta ahora de publicar algo en su nombre.

El fic será un two-shot (dos capítulos), más un agregado después. Contará parcialmente cómo se fue dando su relación, así sin más (nada nuevo, lamentable).

Sin más, ¡dejen sus reviews! Los estaré esperando para la continuación.

Ciao!