El cielo estaba gris y la lluvia resbalaba con suavidad sobre mi rostro. No recordaba cómo había llegado allí, sólo el cielo gris y el punzante dolor que me molestaba en alguna zona de la cabeza que no lo lograba localizar. Mi respiración era dificultosa y, a veces, dolorosa. Un líquido pegajoso resbalaba por mi frente y me hacía perder la consciencia de vez en cuando pero siempre volvía a abrir los ojos a aquel mundo gris.

El sonido de mi corazón tratando de sobrevivir se unía al del oleaje del mar. Pero yo sólo podía ver aquel cielo gris y sólo podía sentir la lluvia acariciando mi piel junto al dolor de mi cabeza como un martilleo constante.

No hubo descanso para mí ni aún a las puertas de la muerte. El llanto de un niño rasgo mis oídos. Mis ojos se nublaron... y el niño seguía llorando.

De un momento a otro, me sentí flotar sobre el suelo. Algo frío y duro me había elevado del suelo. Entreabrí los ojos para averiguar si era la muerte quién me llevaba. Me quedé anonadada ante la imagen del angelical rostro. Sus ojos, del color del oro líquido, me contemplaron con un dolor latente en sus labios semicurvados hacia abajo pero con un brillo de ansiedad escondido tras sus negras pupilas.

Aquellos ojos me resultaron familiares... ¿Qué hacía él en aquella playa?

—¿Esme? —me preguntó con una voz tan dulce y suave como una melodía angelical—. ¿Puedes oírme?

Quise responderle pero la voz no acudía a mi garganta y tuve miedo. Abrí los ojos lo máximo que pude(que no fue mucho)y le miré, preocupada.

—No importa—trató de sonreír pero le resultó imposible—. Vas a estar bien, ¿de acuerdo? —su mano acarició mi mejilla. Estaba fría, demasiado.

Me estremecí ante su contacto. Él apartó la mano al instante.

—Lo siento—se disculpó.

Traté de negar con la cabeza para decirle que no me importaba, que siguiera acariciándome. Ante todo, quería que no me dejara.

De repente, me percaté de que no estaba en la playa. Es más, no había estado en ninguna playa, al menos, no consciente. Estaba en un edificio de largos pasillos y numerosas puertas.

—Doc... doc... doctor—balbuceé al fin.

Posó su dedo índice sobre mis labios. Me sostenía con una mano sin dejarme caer, ni siquiera temblaba. Su frío traspaso mi cuerpo como una descarga pero no me importó. Traté de no tiritar esta vez, no lo quería alejar de mí.

Entramos en una habitación de paredes blancas. Había una pequeña cama en mitad de la estancia. Me depositó sobre ella. Me percaté del pesado latido que producía mi corazón; parecía cansado y supe que podría detenerse en cualquier momento.

Alcé la mirada hacia él con miedo, miedo a dejar de contemplar su rostro.

Cerró la puerta y volvió junto a mí en un pestañeo. Se le veía preocupado. Sentí la necesidad de consolarle pero a penas podía mantener los párpados levantados.

—No tengas miedo—me pidió mientras rozaba con delicadeza mi frente. Se inclinó hacia mí y sus labios depositaron un suave beso en la zona de mi mentón. Luego, bajó hasta mi cuello. Sus labios se pasearon lentamente por él como si buscaran un lugar donde estacionarse. Temblé ligeramente cuando se entreabrieron:

—Lo siento—su aliento golpeó un segundo después de que sus dientes se clavaran en mi piel.

El dolor fue insoportable. Mi primera reacción fue gritar pero estaba demasiado débil. Cerré los ojos y me encontré en una oscuridad asfixiante. El dolor del fuego lamiendo mis venas me embargó y me impidió pensar. Sólo había dolor, sólo dolor. Sabía que aquel sufrimiento se estaba reflejando en mi cuerpo y que el ángel sufría por verme así pero aquello era insufrible. No tuve constancia del tiempo en el que se desarrolló, sólo me percaté de que el dolor fue remitiendo poco a poco hasta que todo se concentró en mi corazón que latió desbocado como el veloz galope de un caballo o, incluso, más.

Entonces, abrí los ojos y, tras ello, la oscuridad se vio sustituida por el rojo característico de la sangre.