Trátame suavemente
Tensemi
El peso de su corazón ya no puede soportarlo. Lo siente como llevar a cuestas una roca, igual de grande que la que acarreaba Sísifo. Igual de frustrante. Era una constante de apretar su pecho en sus palmas esperando que cambiara algo, sin que cambie nada.
Anhelaba una silueta delgada y alta, encorvada también. Lo deseaba tanto que le dolía. Le hería quererlo, y que éste fuera indiferente con lo que sentía no ayudaba en nada. Cuando buscaba sus manos en el vestuario él sólo lo alejaba, era patético que fuera tan educado al rechazarlo. Como si se disculpase antes de matarlo y de arrebatarle el corazón y pisotearlo mientras reía.
Conocer la angustia era, al parecer, su nueva profesión. Saber que Satori le mira superficialmente, y que no ahonda en él, no desea hacerlo. Así como él, que vive para analizarlo, desde la punta de sus rojizos cabellos hasta sus pies. Lo exhala cada día, piensa en él toda la noche. Quiere verlo a su lado, en sus sábanas, pegado en sus huesos, con su aroma impregnado en su piel.
Respira cada tarde para verlo, para que él le observe, para que lo sienta. Necesita que lo note, porque cree que no podría vivir ni un día más con esa desazón, pero puede, con la ilusa promesa de que Tendou sólo está dando vueltas al rededor de su corazón para examinarlo. Que cuando esté seguro lo tomará en sus manos, con sus finos dedos, y lo cuidará como a nada.
Inhala su aliento desde la lejanía, su aroma, su sangre hirviendo. Es adicto a sufrir, o a quererlo, no sabe bien. Quizá sea lo mismo. Eita espera, como un tonto coronel que espera una carta que no tiene tinta ni pluma (porque no hay quien la escriba), que Tendou le quiera, lo trate con delicadeza. Le pide a los astros que descansan en el cielo que él le mire, que lo toque y que lo ame. Pero no hay cambios y, por el contrario, Satori parece alejarse en cámara lenta, a paso veloz, inalcanzable, pero simulando que está ahí, cerca de la punta de sus dedos. Tan lejos.
