Existían muchas cosas de las que Antonio no podía presumir. Sus amigos solían recriminarle lo poco sagaz que se mostraba, lo poco perspicaz que parecía para determinados asuntos. Se burlaban de su aparente incapacidad para controlar su entorno, de saber identificar qué sucedía a su alrededor. Se reían en ocasiones de él por no saber leer el ambiente, por no demostrar ser lúcido en sus pensamientos cuando estaba con ellos. Daniel le había llamado en más de una ocasión demasiado ingenuo e infantil, eufemismos con los que había atacado el intelecto de su amigo, y había recibido un murmullo de afirmación por el resto del grupo.
Existían muchas cosas de las que Antonio no debía presumir, porque entonces consideraría que la gracia se extinguiría. Por esa misma razón sonreía y reía los comentarios de Daniel mientras María y Claudia cambiaban el tema de conversación a otro totalmente distinto. La noche había caído, pero las luces del bar en el que habían entrado suplían con creces la ausencia de luz solar. Antonio había observado la copa que sostenía entre las manos con una sonrisa bobalicona, hablando a gritos para hacerse oír por encima de la música. Consciente de que sus manos se habían vuelto ligeramente borrosas, se levantó de la mesa y cogió su abrigo, dispuesto a abandonar el establecimiento.
—¡No te vayas, Tonio! —Raúl le detuvo, y la llamada de atención hizo que el resto de sus amigos se girasen hacia él. Se veían ligeramente embriagados, más felices que de costumbre, pero sin llegar a estar borrachos. Aún—. ¡La noche todavía es joven!
Antonio sonrió ladinamente.
—Para vosotros la juventud de la noche se determina dependiendo de si el reloj ha pasado o no de las doce de la noche —apuntó. Era cierto—. Además, yo mañana trabajo. Te recuerdo de que no todos los presentes se pueden permitir que sus padres forrados le paguen la universidad.
Raúl chasqueó la lengua, evidentemente disgustado por las palabras del moreno, aunque aparentemente comprensivo. Antonio le dirigió una sonrisa al grupo para suavizar sus palabras, teniendo conocimiento de que la mayoría de ellos se encontraban en la misma situación que Raúl. Se terminó de colocar el abrigo y se despidió de cada uno de ellos, a los chicos con un abrazo y con palmadas a la espalda y a las chicas besándolas en ambas mejillas. María se agarró a su torso impidiéndole la salida y aprovechando para repartir multitud de besos por el rostro de Antonio, pero Enrique y Claudia consiguieron separarla del chico. La chica parecía llevar ya unas copas de más.
Antonio cogió el metro y bostezó sonoramente cuando cerró la puerta de su casa tras de sí. Se quitó la camiseta y la tiró a algún rincón de su habitación junto con los zapatos y calcetines, y tras sopesar durante un segundo si quitarse también los pantalones o no, decidió que acompañarían al resto de su ropa allá donde quisiera que hubiera aterrizado. De todas maneras, aunque el verano ya estuviese llegando a su fin el calor era pegajoso y sofocante, y parecía que iba a quedarse por su zona hasta que el verano se despidiese de ellos definitivamente. Encendió el ventilador de techo que había sobre su cabeza y se tiró a la cama, cayendo dormido instantáneamente.
—Un café con poca leche, pero entera, templada, con dos sobres de sacarina y una tostada entera con jamón serrano, ¿cierto?
La mujer, que apenas se había terminado de sentar a la mesa observó al camarero con notable sorpresa, aunque cierta satisfacción. El joven apuntó la orden en una pequeña libreta de pocas hojas, negra y desgastada.
—¿Cómo has sabido que iba a pedir eso? —preguntó la chica.
Antonio levantó la vista del papel y elevó las comisuras de sus labios, arrancándole en el proceso una sonrisa a su cliente. Guardó la libreta en el bolsillo y se colocó el lápiz tras la oreja, en perfecto equilibrio.
—Es porque soy un gran camarero —respondió, retirando la carta plastificada que su cliente no había llegado a tocar—, y siempre recuerdo el pedido de un cliente, mi querida Erzsébet.
Existían muchas cosas de las que Antonio no podía presumir, pero el encanto natural que poseía no se incluía entre ellas. Poseía una habilidad nata para conectar con las personas, hacerlas sentir valoradas, hacer que la gente se sintiese cómoda en su presencia y conseguir que confiasen en él al poco tiempo de conocerlo.
Quizá por ello, el trabajo de camarero le había venido como anillo al dedo. Proporcionaba interacción directa con los clientes, y el trabajo no requería de grandes conocimientos ni abundante fuerza física, aunque ello luego se reflejase en el sueldo, aquel con el que tenía como propósito el aligerar el costo de los estudios universitarios. Le habían instruido desde el primer día las normas no escritas del servicio de la restauración por boca del gerente del establecimiento.
—¿Quiere decir que no sólo tengo que servir cafés y limpiar mesas? —había preguntado Antonio el primer día.
El señor Núñez torció el gesto, haciendo que su arrugado rostro se contrajese y formase aún más dobleces en su piel. Era un hombre de mediana edad al que la calvicie ya había atacado y que se doblaba por la mitad cuando andaba, aunque no quisiese admitirlo ni en mil años. Llevaba unas gafas de culo de botella con aspecto de ser antiquísimas, y con las que Antonio se distrajo pensando en si realmente el hombre las llevaba por necesidad o las vestía como un complemento más para completar su look de viejas bellezas de 1950.
—Por supuesto que no se limita sólo a eso, hombre —contestó—. Debes saber ganarte a los clientes, hacer que quieran volver a comer aquí. El servicio es uno de los factores más importantes a la hora de ir a comer fuera de casa. De nada nos sirve disponer de platos exquisitos si no acuden clientes a comprarlos.
A aquella oración la acompañó un repertorio completo y detallado de los pequeños trucos que debía emplear en su futuro trabajo para atraer y conservar a los consumidores. Era divertido ver al viejo Núñez realizando aquellas acciones, y la cara de circunstancias de Helena, su sobrina, a la que había llamado para ilustrar por completo la explicación.
Todos aquellos trucos del oficio, como había llamado el señor Núñez le habían hecho ver la realidad del sector, y le habían hecho preguntarse si era debido a aquellas estratagemas que su madre siempre insistía en ir al mismo bar por las mañanas, independientemente de que cobrasen diez céntimos más por café que el resto de la competencia por la misma zona. Su madre, una mujer que se consideraba fuerte de mente y felinamente astuta había caído seducida por aquellos simples gestos que los comercios se aseguraban de hacer. No pudo más que sentir admiración y decepción al mismo tiempo.
Antonio depósito las tostadas sobre el plato y se dispuso a servir el café. Sabía que una de las maneras de asegurar la confianza del consumidor era personalizando de alguna manera los bienes que consumirían, tener pequeños detalles con ellos que luego se reflejarían en las monedas de sobra que dejarían sobre la mesa. No era ningún barista, pero había aprendido algún que otro dibujo sencillo que realizar sobre el café gracias a vídeos en YouTube y a las intensas charlas con João, quien insistía en afirmar la superioridad del café portugués sobre el español. Antonio dibujó la insignia de una flor sobre la espuma del café y sonrió satisfecho.
Erzsébet levantó la mirada de la revista que había traído para encontrarse con el rostro sonriente del mesero, que dejaba el desayuno de la mujer sobre la mesa. Su comensal le devolvió la sonrisa y apartó el papel de sus manos. Erzsébet solía ser siempre su primera clienta del día debido a los horarios que debía de cumplir, por los cuales estaba obligada a madrugar mucho por las mañanas.
Erzsébet había sido la primera persona a la que se tuvo que enfrentar tras haber conseguido el trabajo en la cafetería, cuando Antonio no era más que un puñado de nervios por su primer trabajo. Apuntó mal el pedido de la muchacha pese a no haber presentes otros comensales a los que culpar de su confusión y chamuscó las rebanadas de pan al dejarlas olvidadas en el tostador por demasiado rato. Cuando presentó su aberración a Erzsébet contuvo la respiración, preparado para el peor de los desenlaces. Al señor Núñez no le agradaría la noticia de haber perdido a quien parecía ser un cliente habitual, y sin más pruebas del trabajo de su nuevo empleado era probable que no tuviese miramiento alguno echando a Antonio de patitas a la calle.
Erzsébet observó el plato frente a ella con expresión impasible, neutra, como si no viera los evidentes bordes negros del pan, los cuales habían tratado de ser disimulados por las lonchas de jamón. Miró a Antonio con iris tan verdes como los del muchacho con expresión severa y acto seguido estalló en carcajadas.
—¿Primer día? —preguntó riendo. Tenía una risa melodiosa, y aquello a Antonio le gustó.
Aquel día Erzsébet no tocó las tostadas, pero vació por completo la taza de café caliente y devoró el jamón que reposaba sobre el pan, que culpa ninguna había tenido. Bromeó con el hombre que había arruinado su desayuno y abandonó el recinto no sin antes pagar toda la comida, tanto la que había consumido como la que no.
Antes de salir por la puerta, Erzsébet se giró hacia Antonio y le dirigió una sonrisa cómplice. Sacó del bolsillo de su chaqueta una moneda y se la lanzó al camarero.
—Alegra esa cara, hombre —le había animado mientras agarraba el manillar de la puerta—. El primer día siempre es el peor para todos, no le des vueltas. Sonríe, venga. Eres demasiado guapo para llevar esa cara larga que me llevas.
Antonio esperó a que la joven hubiese salido del recinto para abrir la palma de la mano con la que había agarrado la moneda, e inmediatamente una sonrisa trepó hasta sus labios. Nunca una simple moneda de un euro había provocado en él tal sensación de júbilo. Giró la moneda entre sus dedos y observó que se trataba de un euro procedente de Hungría (1). Se guardó la moneda en el bolsillo del pantalón y continuó su jornada, esta vez más sereno, y con una sonrisa en sus labios.
Desde entonces Erzsébet siempre había acudido a la cafetería, y con el tiempo se habían acabado convirtiendo en buenos amigos.
Tras la salida de Erzsébet, el resto de clientes no tardaron en llegar, muchos con caras adormiladas y aún con legañas en los ojos. Antonio encendió la televisión que se encontraba empotrada contra una esquina de la cafetería y puso el informativo matutino. Por alguna razón oír la voz del presentador narrando las noticias de última hora le entretenía, y puesto que nadie hasta ese momento le había pedido que dejase de hacerlo, suponía que a sus clientes tampoco les disgustaba mucho.
Saludó cálidamente a cada cliente que pasaba por la puerta, y los atendió a todos con el mismo ánimo que siempre. Por alguna razón que desconocía, la cafetería se encontraba en un rincón apartado, ni siquiera en la calle principal, donde el resto de cafés se mostraban sin pudor alguno. Eso provocaba que la gente tuviera que desviarse de su camino habitual para poder acceder al recinto, y que las caras somnolientas que Antonio veía cada mañana no variasen mucho. Eso sí, cuando la gente descubría aquel local casi clandestino, siempre volvía. A Antonio aquello le alegraba.
El cascabel colocado sobre la puerta de entrada tintineó, anunciando la llegada de un nuevo cliente, y Antonio detuvo su animada charla con el señor García, quien le estaba contando una anécdota del trabajo, para dirigir su mirada al nuevo comensal, pintando la ya habitual sonrisa deslumbrante en su rostro.
La puerta se cerró tras la figura de un joven que debía rondar la misma edad que el camarero, de estilizada figura, largas piernas y brazos delgados ocultos tras las mangas de una camisa blanca y un chaleco oscuro. Los zapatos de vestir repiquetearon contra el parqué del comercio, y el recién llegado ocultó su teléfono móvil en el bolsillo de su pantalón de vestir mientras miraba al frente, posiblemente buscando con la mirada algún lugar en el que poder sentarse.
No era una cara conocida para Antonio.
El desconocido tomó asiento en una mesa próxima a la entrada, la misma en la que Erzsébet se había sentado, y elevó una mano por encima de la cabeza, esperando ser atendido. Antonio elevó una ceja, extrañado por aquella inusual forma de esperar turno, pero se acercó de todos modos al hombre, con una siempre preparada sonrisa en el bolsillo. Antes de poder siquiera saludarlo, su cliente tomó la palabra.
—Bizcocho de arándanos —no lo miró a los ojos, estaba concentrado en leer el titular del periódico nacional que alguien había abandonado en la mesa. Antonio encontró el gesto algo rudo, pero obligó a sus labios a no flaquear—. Té negro con leche y azúcar.
Antonio dejó de escribir en la libreta.
—¿Té?
—Sí. Negro, he dicho.
—¿Para desayunar?
El hombre levantó la vista del papel y le dirigió una mirada profundamente hastiada.
—No, es que me apetece cenar a las siete de la mañana —ironizó—. ¿Tú que crees, lumbreras?
Antonio frunció el ceño. No le agradaba la actitud de su nuevo comensal, pero estaba obligado a ser amable con él. Aparte, no quería peleas de ningún tipo. Como bien había puntuado aquel antipático desconocido, eran las siete de la mañana. Demasiado pronto para buscar cizaña.
—Sólo me he sorprendido —esbozó una sonrisa, tratando de calmar las aguas entre los dos. No pudo evitar evocar la imagen de Erzsébet, y la gran diferencia entre aquella simpática joven y el cascarrabias gruñón al que se encontraba atendiendo en aquellos momentos—. No es una bebida que se suela pedir con frecuencia en este país. ¿Es usted extranjero? —todo apuntaba a que así era, aunque no fuese capaz de detectar acento alguno en su voz. Hablaba castellano tan bien como un nativo.
—¿Y qué si lo soy? ¿Eso qué te incumbe a ti? —respondió mordazmente antes de volver a clavar los ojos en el trozo de papel ante sí, ignorando de forma deliberada al camarero.
Antonio se mordió la lengua. Muy fuerte. Tomó la orden del hombre y se retiró conteniendo las ganas de volver a la mesa y pegarle un puñetazo en esa delicada cara que traía. No había visto a ese chico en su vida; no era un cliente habitual y, en cierta manera, esperaba que no llegase a serlo nunca. Cruzó la barra hacia su zona de trabajo con más brusquedad de la acostumbrada, dejando abandonada la conversación que había estado teniendo con el señor García hasta el momento, quien lo miró con extrañeza por el repentino cambio de humor del muchacho, pero no dijo nada.
Antonio observó por el rabillo del ojo al posible extranjero, quien seguía sumergido en la lectura, encerrado en su burbuja. Podía deducir, por sus acciones, edad y vestimenta que, o se trataba de un turista con unas clases de español de la hostia, o un pijo de cuidado. O ambas cosas. Fuera como fuese, lo que sí estaba claro era que en solo diez minutos desde que cruzó la puerta y tras apenas cuatro frases cruzadas, se había convertido en el cliente más insufrible que hubiera tenido desde que fue contratado. Sintió ganas de escupirle en la bebida, pero se contuvo, por supuesto. Antonio era un profesional, y no dejaría que la rabia momentánea por un cliente maleducado le arrastrara al despido.
Con una sonrisa sintética llevó el pedido a la mesa, de donde fue prácticamente echado una vez hubo dejado los platos. No esperaba que le diese las gracias ni nada (aunque estaba acostumbrado a que así fuese), ¿pero no podía por lo menos dirigirle una mirada y caer en la cuenta de que lo único que estaba intentando era ser amable y hacer su trabajo?
—¿Qué es esto? —el hombre agarró la taza humeante que Antonio le había traído, mirándola con ojo inquisidor, y llevándosela a los labios. Se iba a quemar si no esperaba a que el agua se enfriase un poco. Mejor.
—Té. Té negro.
—Y una mierda. Esto es té y yo soy la puta reina de Inglaterra. Esto es agua caliente con sabor —negó con la cabeza y apartó la taza con gesto de repulsión—. No voy a pagar por eso.
Por mucho que lo intentó, Antonio no pudo retener la expresión de irritación en su rostro. Asintió con la cabeza y retiró el vaso sin mediar palabra, con un extraño tic en la ceja izquierda que medía su autocontrol. Encima de desagradable, malhablado. Sintió un alivio culposo cuando el hombre volvió a levantar la mano y pidió la cuenta. Casi sentía el papel quemar en sus manos mientras lo dejaba sobre la mesa. Era la primera que entregaba una cuenta con semejante rapidez, pero, la verdad fuera dicha, estaba impaciente por hacer desaparecer de su vista a ese guiri con aires señoriales y el sentido de la empatía en el orto.
Sólo cuando lo vio salir por la puerta del establecimiento se permitió relajar los hombros y expulsar un largo suspiro de tranquilidad. Qué mal lo había pasado, por dios, y todo por ese imbécil del tres al cuarto. No es que no hubiera tratado anteriormente con clientes impertinentes, pero aquel había resultado de lejos el más insufrible de todos, con sus comentarios mordaces y sus miradas desdeñosas.
Se acercó a la mesa y recogió el dinero, y al contarlo elevó la cabeza, mirando a la puerta por donde el chico había salido minutos antes.
—Que el cabrón no ha dejado propina.
(1) A día de hoy, la moneda oficial de Hungría es el forinto húngaro, no el euro.
