Disclaimer: Hey! Arnold no me pertenece en absoluto.


Prólogo

— Dime que no es verdad.

Rhonda se dejó caer en uno de los sillones de cuero de su apartamento en Londres y se dedicó a mirar hacia la nada durante un par de segundos, mientras quien estaba al otro lado de la línea se dejaba oír llorando y suspirando sinsentidos a los que la pelinegra no podía darle coherencia.

Cuando Nadine le contó vía correos que se había liado con Gino, sí, el "Gran" Gino Santoro, no le dio mucha importancia. Es decir, ya tenían veinticuatro años y si su mejor amiga decidía que era sabio tener una aventura de una noche con ese tipo, allá ella. Rhonda consideraba que todo asunto era inofensivo si se quedaba en eso: una sola noche.

Una sola y jodida noche.

Los meses pasaron y el tema fue olvidado entre conversaciones sobre el trabajo de la heredera de los Wellington Lloyd en la industria de la moda como diseñadora y, por otro lado, el trabajo de Nadine con los animales, en especial sus queridos insectos, debido al cual se encontraba en un montón de grupos activistas, protestas y revoluciones animalistas. Rhonda solía contarle a su amiga también cuando salía con chicos, pero desde que su relación seria con Marcus Ray, uno de los mejores modelos que tenía Calvin Klein, terminó debido a las infinitas infidelidades de este último, su vida amorosa no eran más que aventuras y desventuras. Nada impresionante.

Nadine, en cambio, se había mantenido callada en ese aspecto. Nada de amoríos, nada de fiestas, nada de chicos lindos como era usual y Rhonda, demasiado ocupada algunas veces, lo había pasado completamente por alto.

Hasta ahora.

Eran las cuatro con quince de la mañana de un día sábado y Nadine estaba al otro lado del teléfono llorando silenciosamente, como si eso fuera a mantener su dignidad intacta. Hace menos de tres minutos le había confesado, como si ya no pudiera ocultarlo más, que tenía un mes de embarazo y el padre sería el joven más peligroso de Hillwood: Gino Santoro.

— Eso quisiera —balbuceó Nadine, entonces.

— ¡Me dijiste que fue solo una noche!¿O acaso tienes tanta mala suerte que solo esa noche bastó para que ahora estés embarazada? —gritó la morena, envuelta en nervios.

Nadine era más que su mejor amiga, era como la hermana que nunca tuvo. Podría haber aceptado a cualquiera como el padre para su primer hijo, a cualquiera, pero Gino Santoro era otra cosa, tenía un historial de vida difícil de ignorar y eso venía desde que eran tan solo unos niños de primaria. Aún recordaba lo que le había hecho a Sid, o cuando mandaba a otros a hacer el trabajo sucio por él cuando alguien le desagradaba, o cuando hacía cosas que parecían tan inocentes ahora como traficar todo tipo de dulces hasta con los niños más grandes. Todos, absolutamente todos, le tenían cierto respeto al gran Gino, de ahí viene el "gran".

Bien, ahora la situación era tan solo un poco más complicado que eso.

— Seguimos viéndonos luego de esa noche... —confesó la rubia, temerosa de lo que podría causar aquella omisión en su amiga, pero Rhonda se mantuvo en silencio, queriendo que continuara explicándole qué diablos había ocurrido entre medio en esa historia porque no entendía nada—. Él… Rhonda él es guapo, poderoso y… hay algo extremadamente fuerte que me atrae hacia él... sí, todavía, después de todo. El problema es que en su familia hay reglas, y cuando le conté sobre… sobre este asunto, me dijo que debíamos casarnos…

— ¡¿Casarte con ÉL?! —gritó Rhonda con los pelos de punta—. ¿Casarse para qué? ¡Se conocen hace tres meses! ¡Eso debería ser ilegal!

— Pues las costumbres familiares de los Santoro dicen que esperar un heredero de el próximo jefe de familia me hace automáticamente su mujer. Yo soy la persona con la que ahora debe formar una familia y a la que le debe todos sus valores y morales ¿Entiendes? —explicó Nadine. Rhonda percibió un tono un poco más orgulloso al final de la oración y frunció el ceño, ¿Acaso le parecía siquiera atractiva la idea?—. Estuve leyendo este libro que se llama "Los diez mandamientos de la mafia italiana"

— ¡Nadine!

— Rhonda, deja de gritarme —la paró su amiga, un poco más tranquila y, al parecer, ya no lloraba.

Rhonda sabía que, en el fondo, Nadine sufría por aquello ya que desde que era una pequeña insectóloga además de saber muchísimo sobre sus amados insectos, sabía que ella era tan libre como ellos. Creció en una familia muy liberal que la crió para pensar que nada es imposible y que toda restricción para sus sueños era absurda. Nadine era como una mariposa saliendo de su capullo al estar lista para volar. Feliz y totalmente libre.

Gino no podía cortar sus alas... ¿O sí?

— Dime… ¿Sientes algo por Gino Santoro?

Dijo el nombre del joven con desprecio.

— Sí —respondió Nadine, sin embargo, sin titubear. Rhonda resopló, eso lo explicaba todo.

— ¿Quieres casarte con él?

— No.

— ¿Quieres ese bebé?

— Tengo que quererlo.

Se quedaron en silencio, contentándose con oír que la otra seguía allí.

— Voy para allá —resolvió Rhonda luego de un momento—. Dame unos días, solo unos días, y regreso a Hillwood.

— Rhonda…

— Nadine, una de las grandes ventajas de tener dinero hasta en donde nadie piensa que tienes, es que las familias como los Santoro se ven obligados a respetarte, y si tú me dices que no quieres casarte con Gino, a pesar de lo que sea que sientas, yo te aseguro que puedo con ellos.

— ¡Pero es peligroso! —advirtió Nadine, ahogada.

— Sí, pero tú vas primero —Rhonda, cansada de mirar hacia la nada, se echó un poco hacia atrás en el sillón de cuero y observó el techo—. Y para retrasar esa locura de matrimonio hasta que te decidas estaré yo ¿Entiendes?

Nadine hizo un sonido que pareció una risa en medio de un renovado y sincero llanto.

— Oh, Rhonda —se quejó, y la heredera la escuchó llorar con paciencia.

— Te veo en unos días —murmuró, frotándose los ojos.


Minutos más tarde finalmente se encontraba sola con sus turbulentos pensamientos.

Había dejado Hillwood a los dieciocho años para comenzar la carrera de diseño textil que siempre soñó y por la cual sus padres pagaron, pero tan pronto como llegó a Londres comprendió que el hecho de que sus padres hubieran pagado por todo allí no le garantizaba en absoluto que fuera a triunfar. Así, tras unos cuantos fracasos y llantos desesperados —que la tuvieron al borde de renunciar a ese sueño y regresar a casa— tomó la decisión de levantarse y continuar.

Y finalmente lo logró.

Seis años después y Hillwood era solo un recuerdo. Cuando veía las fotos que Nadine le enviaba de algunos lugares que solían frecuentar, Rhonda sentía una gran incomodidad al no ver nada familiar que le hiciera decir "sí, ese es el lugar donde crecí. Mi hogar".

En cuanto a los amigos, pocos fueron quedando. Nadine era la incondicional. Helga y Arnold, eternamente enamorados desde los dieciséis, algunas veces le enviaban saludos por su cumpleaños y estaba segura de que la recibirían con los brazos abiertos si volvía. Patty le escribía a menudo postales encantadoras y a otro montón de ex compañeros de la PS 118 solo los tenía en redes sociales y ni se molestaba en averiguar qué hacían además de lo que le aparecía en la página principal de Facebook.

De muchos, incluso, había olvidado hasta sus rostros.

De otros, mientras tanto, jamás podría olvidarse. El único que cabía en esta última categoría era Thaddeus Gammelthorpe o Curly, como solían llamarle en la primaria. Era tanto lo que recordaba de él que le espantaba, pero solía tranquilizarse pensando que era algo un poco patológico el recordar a su acechador personal de la infancia.

Lo que le inquietaba era una pregunta sobre él, una pregunta que algunas veces perturbaba sus pensamientos diarios. ¿Por qué? ¿Por qué había dejado de ser el fanático, el seguidor, el psicótico, y todo esto de la noche a la mañana, cuando tenían tan solo quince años? Desde ese entonces su presencia se había hecho mínima, se había bajado el perfil y, para cuando Rhonda dejó Hillwood, había desaparecido antes que ella.

¿Dónde había ido? Nadie nunca le respondió, o quizás nunca quiso hacerle la pregunta a los demás por temor a demostrar cuanto le importaba aún después de todo.

Ahora, en seis años, muy bien podría estar muerto, como también vivo, en áfrica, con líneas de leopardo pintadas en su cuerpo con barro y un hueso enredado en su cabello negro y fino. Y Rhonda seguía preguntándose por él, más ahora que nunca, pues era el momento de regresar al hogar, al centro, al lugar en donde lo vio por última vez, creando en ese momento lo que sería una tortuosa memoria que visita muy a menudo dentro de su mente.

Había celebrado toda la noche su cumpleaños número dieciocho y el hecho de que la habían aceptado en la escuela más prestigiosa de diseño textil en Londres, lugar a donde la enviarían sus padres cuando comenzara el año académico. Por ese mismo motivo, su objetivo principal en aquella glamorosa y enorme fiesta ubicada en el salón del hotel más caro de Hillwood era beber hasta no recordar que iba a extrañar ese tonto pueblo y a quienes lo habitaban como nadie lo podía sospechar.

Y cumplió, pero su nivel de alcohol en la sangre le hizo más nostálgica que olvidadiza, y cuando nadie la veía, salió del salón y se dirigió hacia la azotea entre tambaleos y luces borrosas que molestaban a sus ojos oscuros.

Al llegar arriba quiso mirar las estrellas en el cielo, pero su memoria le borró lo que sucedió después de alzar la mirada y sentir que el mundo se le acababa mientras sus piernas se convertían en gelatina. Lo extraño fue que la predecible caída nunca llegó y el dolor que ella traía tampoco. Era como si jamás hubiera caído.

Cuando recobró el sentido, o cuando su memoria se volvió a activar, estaba en los brazos de alguien. Un joven que había crecido para ser más alto que ella, que había dejado el corte en forma de taza atrás y, con él, los lentes redondos color rojo sangre.

Y la miraba, la miraba a través de sus elegantes gafas negras. Sus ojos en la noche parecían más oscuros y enigmáticos, unos ojos que la hechizaron, pero la hicieron percibir el dolor de su dueño, un dolor que le caló los huesos pues era enorme, como los llorosos ojos de un muchachito que se esconde tras el porche de su casa después de romper con la niña de sus sueños y lanzarle su camiseta directamente en la cara, todo para hacerla feliz.

Feliz cumpleaños, dulzura —susurró, dejando que ese apodo tan suyo y solo para ella se deslizara por su lengua. La última palabra que le dirigiría.

La dejó recostada en la azotea. Hacía calor, así que el frío del suelo en su espalda no le provocó más que alivio, y cuando dejó de sentir su presencia, se dio cuenta de que él la dejó mirando hacia el cielo.

Él la dejó junto a las estrellas.