Idk si alguien va a leer esto pero ahí va. Amé tanto V3 que me quiero morir.

Es un AU así que difícilmente haya spoilers sobre la historia del juego, puede leerse con tranquilidad.

TW/CW: menciones de abuso, depresión, autolesiones, menciones de intento de suicidio, trastornos de la alimentación, enfermedades psiquiátricas varias.

Danganronpa y sus personajes no me pertenecen.


Ni siquiera tenía la fuerza necesaria para decir que no.

La psiquiatra le explicó en qué consistiría el tratamiento, pero él no escuchaba. Pocas veces lo hacía; hacía ya tiempo que se había sumergido en su mundo interior, donde las cosas tenían tan poco sentido como afuera, pero al menos no necesitaba fingir que todo estaba bien. En realidad, también hacía tiempo ya que se había cansado de fingir. En un principio lo había hecho para proteger a su familia, pero hacía meses que esa promesa consigo mismo había vencido; se había tornado cada vez más y más difícil, hasta que se había dado cuenta de que ya no tenía motivos para hacerlo.

Encontrarse cara a cara con la muerte había sido la experiencia más abismal que había vivido hasta ahora —la experiencia más cruda, más sincera, que había experimentado en toda su vida, y también en su no vida. Por primera vez tras largas semanas —no, tras largos meses de la nada misma, de mentiras penosas, de sensaciones apagadas cuando no inexistentes, se había encontrado con algo que era real. El horror se había combinado con la fascinación; la inercia se había llenado de adrenalina; por unos minutos que habían parecido eternos, había alcanzado algo, un objetivo, una realidad concreta a la que abrazarse con todas sus fuerzas.

… Pero había fallado. ¿Cómo no iba a hacerlo? Su madre se había despertado en mitad de la noche para ir al baño; y al encontrar la puerta cerrada con llave, los hechos la habían chocado de un golpe y había comenzado a gritar. Probablemente había llamado su nombre, y tras no obtener respuesta, había acudido a gritos a despertar a su marido; pocos minutos después ella comprimía las profundas heridas en su brazo, de las que manaba un torrente de sangre que se derramaba sin control por la bañera, tiñendo su blanca superficie de un rojo intenso; mientras tanto, el hombre había llamado una ambulancia.

Había pasado cinco largos días en el hospital, y esos días habían sido de los peores que había tenido que soportar. Los susurros, las preguntas obvias, las promesas de que todo mejoraría —promesas que él no quería escuchar. No le interesaba que todo mejorara, sólo quería que todo terminara cuanto antes, sin más ceremonias ni dolor. La noche que había vuelto a casa, ya sabía lo que le esperaba. Sus padres lo miraban con rostros de muerte, enrojecidos por las lágrimas; se habían acercado a hablarle un sinfín de veces, pero nunca sabían qué decirle.

No se había sorprendido cuando su madre lo había subido al automóvil, con un bolso con sus pertenencias más valiosas, bajo repetitivas promesas de que todo estaría bien. Vagamente había creído captar que le explicaba a dónde lo llevarían, pero él ya se lo imaginaba, no necesitaba explicación alguna; lo sabía porque su psiquiatra de cabecera se lo había mencionado algunas veces, cuando había resultado obvio que las pastillas no estaban funcionando —que, aunque fuera su último recurso, era una opción existente.

Su primera impresión al entrar al hospital psiquiátrico fue que todo era blanco. Blanco, blanco, como una luz que se mira fijamente, como si la vida entera ahí dentro estuviera hecha de papel; blanco como la harina inmaculada, como los relucientes pétalos de una margarita.

Se sentía como si fueran a lavarle el cerebro ahí dentro.

No tardaron en atenderlos en la recepción, y pronto los condujeron a un despacho donde la directora de la institución pasó un rato explicándoles todas las instalaciones, así como las normas que debían respetarse allí dentro y las distintas terapias que allí se brindaban. Él no prestaba más atención que la necesaria para evitarse problemas. No planeaba quedarse mucho tiempo ahí. No porque tuviera sus esperanzas puestas en la mejoría —hacía tiempo que había perdido cualquier emoción parecida a la esperanza. No, lo único que lo hacía moverse, aunque fuera un poco; lo único que lo había hecho subirse al auto y luego caminar hasta allí, aunque fuera por inercia, era la última de sus determinaciones: volver a experimentar la realidad de la muerte, y esta vez para siempre.

Una enfermera apareció entonces para conducirlo a través de los pasillos hacia su nueva habitación. Apenas fue consciente de despedirse de sus padres; le costaba mirarlos, le costaba saber que, una vez más, tiraría todos sus esfuerzos por la borda —y esta vez de manera irreversible.

El sector de las habitaciones, para su alivio, no era tan blanco como sí lo eran la entrada y la recepción del hospital. Las paredes estaban pintadas de un suave celeste pastel; las luces tampoco eran tan blancas como las del área anterior, teñían el ambiente con un tinte un poco más cálido. Había un largo corredor principal del que se desprendían varias arterias, cada una de ellas con múltiples habitaciones.

Finalmente llegaron a una puerta del sector H. Había espacio para tres placas removibles en ella. La primera decía «H02» —probablemente se trataba del número de habitación, precedido por la letra del ala. La segunda placa rezaba «Momota Kaito». El espacio para la tercera placa estaba vacío, aunque él ya sabía cuál sería el nombre que pondrían ahí: no era otro que el suyo.

—Pasa —le indicó la enfermera amablemente.

La habitación era amplia e iluminada; en otras circunstancias quizá le habría parecido agradable. Unos grandes ventanales permitían que el Sol entrara a raudales; le llamó la atención que no tuvieran rejas —una medida de seguridad evidente, y más en un sitio como ése— pero luego recordó que todavía estaban en la planta baja. Las cortinas eran blancas, enganchadas a unas barras de metal fijas tanto en el extremo superior como en el inferior. Las paredes estaban pintadas de un suave color verde manzana; había una gran cómoda contra la pared posterior del cuarto, sobre la que descansaba un espejo encastrado en la pared. También había dos camas con sendas mesas de luz en sus respectivos costados; y en una de ellas…

—¡Vaya! —exclamó una figura alta, levantándose del lecho de un salto, y con aspecto entusiasmado—. ¡No te esperaba hasta mañana!

—Su ingreso fue adelantado para hoy —le informó la enfermera con simplicidad, llevando su bolso al fondo de la habitación, sobre la cómoda.

—¡Bienvenido! —Sólo con ver su gesto entusiasta ya sabía que, aunque se encontrara en el mismo hospital que él, estaba allí por razones muy diferentes a las suyas. Era un muchacho más alto que él, de cabellos desordenados en un tinte castaño violáceo, y mirada firme. Una corta barba asomaba por la parte inferior de su rostro, justo en la punta de su mentón; tenía los ojos color amatista, y en ese momento lo miraba con lo que aparentaban ser genuinas curiosidad y alegría.

No supo qué decir. Si le habían dicho que tendría un compañero de cuarto, no se había enterado; aunque si lo pensaba, era esperable. Difícilmente lo dejarían pasar sus noches solo —con toda probabilidad, se trataba de un sistema de control mutuo. El joven vestía las ropas del hospital —como una especie de ambo color verde agua—, sobre el que llevaba una extraña campera color violeta por la que sólo había pasado un brazo —la otra manga caía inerte y vacía a un costado de su cuerpo. Levantaba ambos puños con exaltación.

Él tiró del borde inferior de su manga izquierda en un gesto casi inconsciente. Las vendas que envolvían su brazo le impedían sentir el tacto de la tela de su ropa contra la piel. No quería preguntas al respecto.

—¡Yo soy Momota Kaito! —exclamó el otro, aunque él ya lo sabía: había leído su nombre en la puerta. Era sólo esperable que aquel nombre se tratara del de su compañero de habitación—. Cuando logre escapar de aquí, ¡me convertiré en astronauta y viajaré al espacio!

La enfermera lo contempló con severidad, y Kaito carraspeó como si repensara lo que acababa de decir.

—Vale, cuando me den el alta —se corrigió; aunque su nueva afirmación perdió toda seriedad al guiñarle un ojo travieso. La enfermera, que no llegó a ver su gesto, asintió con aprobación; tras dejar el bolso sobre el mueble, le tendió un fichero con su historia clínica y le indicó tenerlo siempre sobre su mesa de luz, aunque el psiquiatra que lo atendería ahí dentro tendría una copia personal, y el hospital guardaba una tercera en caso de extravíos. Luego de mencionarle que ese mediodía tendría su primera cita con el psiquiatra, pidió permiso y se retiró.

No sabía bien qué hacer, así que por pura inercia se dirigió a su nueva cama y se sentó. El colchón parecía bastante cómodo, y las blancas sábanas se sentían suaves al tacto.

—Eh, ¿ya te vas a dormir? Al menos cuéntame por qué te trajeron aquí —pidió Kaito con tono contrariado. Él sólo le devolvió la mirada, inseguro sobre cómo responder, y el otro volvió a carraspear, esta vez con visible incomodidad—. Vale… supongo que ésa no es la mejor pregunta con la que darte la bienvenida. —Él no contestó nada; de pronto, el rostro de Kaito se iluminó como si acabara de darse cuenta de algo—. ¡Cierto! No te pregunté tu nombre. ¿Cómo te llamas?

Hubo una breve pausa antes de que se decidiera a hablar. Supuso que sería inofensivo revelar esa información; además, estaba claro que Kaito no aceptaría su silencio como respuesta.

—… Saihara —murmuró por fin—. Shuichi Saihara.


¿Cuántas veces tendría que repetir la misma historia?

Con un poco de suerte, ya no muchas más.

Al mediodía, tal como la enfermera le había indicado, le había tocado su primera sesión con la psiquiatra. Se trataba de una mujer de mediana edad, de aspecto sereno pero amable, que respondía al apellido Sonoda. Lo más probable era que ya conociera su historia —su psiquiatra de cabecera en el mundo exterior se había contactado con ella antes de que Shuichi fuera ingresado en el hospital—, pero al parecer quería escucharla directamente de él.

Shuichi habló; no tenía más opción. Repitió la historia por la que se sentía como la enésima vez. Ya no le causaba nada, no le producía emoción ni dolor algunos; pero aun así no le gustaba contarla.

Ella lo escuchó sin decirle nada, y tras darle algunas indicaciones —respecto a los horarios en el hospital, las terapias, y la medicación que iba a tomar—, lo liberó para que pudiera conocer las instalaciones y hablar con su compañero de cuarto.

A Shuichi no le interesaba conocer el hospital, ni tampoco hablar con Kaito. No es que tuviera algo contra él; pero su presencia lo agobiaba, si es que le causaba algo. No era tan ignorante como para pensar que se encontraba dentro de ese hospital porque sí; si estaba ahí internado con él, algún motivo habría. El problema era que su personalidad alegre y su carácter entusiasta eran las últimas cosas que necesitaba en ese momento. Sólo quería que lo dejaran en paz.

Recorrió los pasillos de regreso a su habitación. Aunque la arquitectura de la institución era bastante laberíntica, consiguió hallar el camino de vuelta. En el corredor se cruzó a más de una persona, pero nadie medió palabra con él, y él tampoco intentó entablar conversación con nadie. Una vez en el cuarto, sólo se dirigió a la cama, donde se tiró sobre las sábanas a contemplar el techo. No le había pasado desapercibido, sin embargo, que ya habían puesto una placa con su nombre en la puerta de la habitación. Además, ya estaba vistiendo las ropas del hospital: exactamente iguales que las de Kaito. Ya era uno más dentro de aquel sitio.

—Vaya, ¿ya te vas a dormir? —Su nuevo compañero acababa de salir del cuarto de baño adosado a la habitación; Shuichi ya lo había estudiado para concluir que era un pequeño recinto en el que se había tomado hasta la última medida de seguridad posible. No había objetos cortantes de ningún tipo; el espejo, al igual que el de la habitación, estaba encastrado en la pared y cubierto por un plástico protector; la bañera no era demasiado profunda, y su borde estaba recubierto de un material blando, como goma eva.

En ese hospital se tomaban en serio el evitar que los pacientes pudieran intentar nada en contra de su propia integridad.

Shuichi no respondió; permaneció contemplando fijamente el techo de la habitación. Estaba pintado de un blanco inmaculado; de él pendía un ventilador que en ese momento estaba apagado. Previamente había observado a través de las ventanas, para descubrir que daban a un gran patio con árboles, césped, y bancos para sentarse por doquier.

Kaito hablaba y hablaba, pero Shuichi no escuchaba, ensimismado como se encontraba en sus propios pensamientos. Evaluaba su propia situación, y sus opciones.

Empezaba a pensar que de veras estaba atrapado ahí dentro; pero no importaba. Ningún sistema era perfecto, encontraría una fractura y se aprovecharía de ella.

Encontraría el modo de matarse.


Su primer día en ese sitio transcurrió sin mayores sobresaltos, al menos hasta que llegó la hora de irse a dormir.

Shuichi se negó a ir al comedor general a tomar el almuerzo y la cena. La enfermera que fue a buscarlo —la misma que lo había conducido a su habitación esa mañana— lo contempló ceñuda; pero al final le permitió quedarse allí —advirtiéndole, sin embargo, que gozaría de ese permiso sólo sus primeros días en el hospital, ya que luego debería comer con los demás en el salón comedor. Él sólo asintió, sin darle demasiada importancia; Kaito se mostró bastante contrariado de dejarlo comer ahí solo, pero Shuichi se mostró inamovible —así que luego de suplicarle por unos minutos, se rindió y dejó de insistir.

La tarde pudo pasarla solo en la habitación. No pensaba en nada en particular, su mente estaba en blanco. Los únicos sonidos provenían del patio, apagados por las ventanas cerradas; Kaito se había ido a otro sector del hospital a realizar una de sus actividades terapéuticas, aunque no le había explicado en qué consistía. De hecho, a pesar de todo lo que había parloteado, ni siquiera le había explicado el motivo por el que lo habían ingresado allí.

No era que a Shuichi le importara mucho.

Llegó la noche, y se vio de vuelta cenando solo en el cuarto. La comida del hospital no era mala, pero tampoco podía decirse que fuera particularmente apetecible. Su sabor era… neutro. No tenía mucho gusto a nada. Estaba condimentada apenas, su consistencia no tenía nada llamativo; el puré era un simple puré sin nada especial, el pollo grillado tampoco tenía nada particular. La gelatina era sólo eso: gelatina.

Los cubiertos eran de plástico, absolutamente inofensivos se los mirara por donde se los mirara.

Kaito regresó a la habitación mucho más animado que cuando se había ido —lo que había hecho, nuevamente, protestando por la negativa de Shuichi a ir al comedor. Cada vez que estaban juntos en el mismo cuarto, se la pasaba hablándole de cosas que no le interesaban: sus planes para convertirse en astronauta, sus pasatiempos antes de que lo ingresaran en el hospital; incluso le había narrado una compleja historia según la que supuestamente había tenido que enfrentarse con piratas en el mar. Shuichi tenía sus serias sospechas de que aquella historia fuera cierta.

Antes de irse a dormir, se retiró al baño por unos minutos para lavarse los dientes. Mientras lo hacía, se miró en el espejo: sus grandes ojos color verde grisáceo le devolvieron la mirada. Tenía el pelo azulado bastante prolijo, considerando que no se había peinado ese día: sólo un mechón rebelde asomaba por la parte superior de su cabeza, negándose a armonizar con el resto. Pero no era nada nuevo: aquel cabello indomable estaba siempre ahí.

Su piel estaba muy blanca; ya de por sí tenía la tez clara, pero el que apenas hubiera visto la luz del Sol en los últimos meses no lo ayudaba. Unas leves ojeras marcaban la parte inferior de sus ojos, que a su vez estaban cercados por unas gruesas pestañas.

Habían pasado meses desde la última vez que había llevado su gorra puesta en la cabeza, y a pesar de eso todavía no se acostumbraba a verse sin ella.

Un ruido cercano lo sacó de su ensimismamiento. Empezó como un murmullo, pero pronto se convirtió en un tumulto de voces que se chistaban unas a otras; aguzó el oído y se dio cuenta de que venían de su propia habitación. Había algunas risas intercaladas; de fondo, alguien protestaba.

—N–no puedo ver nada… —se quejaba una suave voz nasal; tenía un timbre bastante infantil—. Tenko, levántame en brazos para poder verlo.

—Lo siento, Yumeno–san yo… me quedaré aquí fuera.

—Yumeno–san, no estás en un zoológico —señaló otra voz; Shuichi no reconocía ninguna de ellas—. No es educado tratarlo como si fuera un espectáculo para ver.

—¡Ja! Como si a alguien le importara. —Esta última voz era marcadamente femenina, y mucho más estridente que las anteriores. Ni siquiera se molestaba por intentar hablar bajo—. No es como si no estuviéramos en un hospital lleno de pirados, ¡para los de afuera no somos más que un show!

Alguien le chistó.

Ya se imaginaba lo que estaba por ocurrir, pero no podía hacer mucho por evitarlo. Quedarse encerrado en el baño no era una opción, Kaito no se lo permitiría. De modo que se armó de todas las fuerzas que fue capaz de juntar y salió del pequeño cubículo hacia su habitación.

—Ey, Momota–no, Marmota–san, deja de callarnos y tráelo para que podamos v–… —Ahora Shuichi sí podía ver a la dueña de aquella voz tan estridente, que se interrumpió de golpe cuando ella lo vio a él. Era una muchacha alta, de cabellos largos y rubios, y grandes ojos celestes. Sus vestimentas del hospital eran de color rosado, y había atado la parte de arriba en un nudo, de manera que su vientre quedaba al descubierto; era muy delgada. Su expresión formaba una mueca de rechazo, arqueando las cejas y torciendo la boca a un lado—. Vaya, tu aspecto es horrible.

—¡Iruma–san! —protestó una figura detrás de ella. Su voz era nasal, y un poco aguda; Shuichi no hubiera podido determinar su género. Tenía el cabello completamente blanco, y la piel todavía más clara que el propio Shuichi; sus ojos eran de un celeste verdoso muy claro. Vestía ropas iguales a las de todo el resto, del mismo color verde agua que las del propio Shuichi; en ese momento, lo miraba con gesto incómodo—. Lo siento, intenté detenerlas, pero…

—¿Uh? Tú también quisiste venir, Keebo —le reprochó la primera voz; al principio, Shuichi pensó que provenía del mismísimo aire; pero justo entonces, una figura muy pequeña salió de detrás de Keebo. Por su aspecto parecía una niña de no más de diez años; tenía el cabello de color rojo corto por los hombros, y miraba a Shuichi con timidez. Su baja estatura, y las vestimentas del mismo color rosado que las de la tal Iruma, le conferían un aspecto totalmente infantil.

—¡Yumeno–san! —protestó Keebo, mirándola con expresión escandalizada; justo entonces, Kaito decidió intervenir.

—¡Amigos! —anunció con entusiasmo, como si con esa palabra esclareciera toda la situación. Shuichi sólo lo miró; entonces carraspeó y dijo—: Ellas son Miu y Himiko; y Keebo —hizo un gesto con una mano—. Por allá atrás debería estar Tenko… —murmuró, y Shuichi miró más allá de las tres figuras que acababan de entrar al cuarto, para encontrarse con una cuarta que observaba desde el pasillo—. ¡Vamos, Tenko! ¿Por qué no entras?

Era una chica alta, de grandes ojos color verde claro, y tenía el cabello muy largo y oscuro, recogido en dos extrañas coletas con un moño verde oliva en la parte superior. A diferencia de las de Miu y Himiko, sus ropas eran de color celeste —el mismo celeste pastel con el que se hallaban pintadas las paredes del pasillo del hospital.

No respondió nada, sólo sacudiendo la cabeza y mirando hacia el interior del cuarto con temerosa atención, como si esperase que pasara algo malo.

Kaito suspiró, pero no insistió. Parecía a punto de hablar, pero Miu se le adelantó.

—Puedes venir al comedor con nosotros, ¿sabes? No vamos a morderte. —Pareció cavilarlo unos segundos, antes de corregirse—: Vale, en realidad no puedo prometerte eso —chasqueó la lengua—, pero si alguien lo intenta, las enfermeras correrán a salvarte bastante rápido.

Himiko la miró con las cejas arqueadas, y Keebo sacudió la cabeza con desaprobación.

—¡Es verdad, Shuichi! —Concedió Kaito animadamente—. Es decir, no sé lo de las mordeduras, ¡pero deberías venir a comer con nosotros! Es una lástima que Harumaki no quisiera venir.

Miu repitió el chasquido.

—¿Para qué la quieres? Iba a quedarse en un costado sin decir nada; es todavía más rarita que Tenko. —Dirigió una mirada evaluadora hacia Shuichi—. Aunque éste quizás se les una al club.

En todo el rato que permanecieron allí, Shuichi apenas pronunció palabra —excepto para decir su nombre y responder alguna que otra pregunta que le fue formulada de forma directa. Nadie le preguntó por qué estaba ahí; en realidad, ninguno explicó tampoco sus propios motivos para encontrarse en el hospital: hablaron mayoritariamente de tonterías. Miu se la pasó explicando el complejo funcionamiento de un nuevo dispositivo que acababa de inventar —una invención memorable y prometedora que no resultaba ser otra cosa que una ballesta hecha con una bandita elástica y unos palitos de helado. Cuando Keebo le señaló esto último, ella empezó a protestar alegando que sus habilidades inventivas eran limitadas por los escasos recursos del hospital.

Himiko habló de su «magia» —con lo que fuera que fuese eso—, hasta que pareció agotar sus energías, y entonces Tenko, la muchacha que hasta entonces había permanecido afuera, la levantó en brazos y se la llevó a su habitación sin mediar palabra. Kaito volvió a sumergirse en una larga perorata sobre otra de sus supuestas aventuras —esta vez, en una isla perdida en el Océano Pacífico—; y poco después, cuando su relato estaba a punto de culminar en una intensa batalla, apareció una enfermera, mirándolos con expresión ceñuda y diciéndoles que debían regresar a sus respectivas habitaciones en ese preciso instante, ya que era hora de dormir.

Una vez Miu y Keebo se hubieron retirado, Kaito y Shuichi volvieron a quedarse solos. Este último se acostó en su lecho, cubriéndose con las sábanas y mirando al lado opuesto a donde se encontraba Kaito; éste se demoró un rato en dejar de hablar y, por fin, decidir irse a dormir. Por primera vez en el día reinó el absoluto silencio, y la casi absoluta oscuridad: la única luz provenía de afuera —donde, altas en el cielo, la Luna y las estrellas bañaban la Tierra con su brillo. La habitación estaba en penumbra.

Estaba agotado.

Lo agotaba la gente. Lo agotaba tener que escucharlos. Lo agotaba tener que hablar, tener que contar su historia. Lo agotaba tener que moverse para realizar las funciones básicas de subsistencia. Lo agotaba tener que fingir, tener que actuar todo el tiempo como si le importara algo de todo lo que lo rodeaba; lo agotaba la existencia misma.

Cerró los ojos; dejándose llevar, finalmente, por la paz de la inconsciencia.


Si es que alguien lee esto (?) sus comentarios son bienvenidos ;-; De verdad agradecería mucho que me dijeran algo.