Disclaimer: Los personajes de esta historia, salvo algunos antiguos, le pertenecen a Himaruya.
APARECE EL CAOS
—Merda... —Romano se frotó las manos, soplándoselas para intentar darles un poco de calor. Y es que hacía una noche especialmente fría, una como nunca se había conocido en el sur de Italia, donde siempre hacía calor. Enfundado en su uniforme de Carabinieri, el italiano deambulaba por las calles de Roma, gruñendo por lo bajo y echando pestes contra el vago de Feliciano, que había caído dormido justo antes de salir a hacer la patrulla, y no había tenido más remedio que dejarle en casa, roncando—. Estará haciendo guardias el resto del año él solo, vaya si lo estará.
Al doblar la esquina de la calle vio pasar cuatro coches de la Municipale con la sirena a todo volumen, y derrapando de forma bestial. Parecían tener mucha prisa, y Lovino se encogió de hombros. Aquella no era su guerra, él tenía que patrullar. Y personalmente no quería meterse en líos por una noche. Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de unos disparos que sonaron a lo lejos. Romano pegó un salto del susto, sacó su revólver y echó a correr hacia el lugar donde se oían, aunque hubiera preferido volver a su casa y encerrarse en su habitación calentito y seguro.
—¿Qué demonios pasará? —refunfuñaba mientras corría y comprobaba que el revólver estaba cargado. De repente, uno de los edificios que tenía delante, una fábrica de automóviles, explotó violentamente, expulsando una nube de fuego hacia el cielo romano. El italiano se cubrió con los brazos para protegerse de la lluvia de metralla y escombros. Entonces oyó unas voces graves, sonando muy cerca de él. Rápidamente apuntó con el revólver y vio, corriendo alrededor de la fábrica, a un grupo de soldados con uniformes que le sonaban de algo. Todos portaban fusiles semiautomáticos pesados.
—Nehmen Sie Stellung! —ordenó el que parecía el jefe. A Lovino se le encendió la bombilla en la mente, pues había reconocido el idioma.
—¡Alemanes! —empezó a temblar de arriba abajo, pero si no hacía su trabajo, luego le esperaría una bronca y un castigo por parte de sus jefes—. C-Carabinieri! Getta le braccia e alzare le mani!
No le hicieron el menor caso, sino todo lo contrario. Tres de ellos corrieron hacia él y le inmovilizaron, quitándole el revólver.
—CHIGIIIIII! —chilló Lovino, pataleando con todas sus fuerzas, y sudando de miedo—. ¡S-soltadme inmediatamente! ¡S-soy un italiano y tengo parientes en Berlín! ¡Se lo diré a Veneciano! ¡Socorrooooooo!
Pasos rápidos anunciaron la llegada de otro grupo de soldados. Ahora, Romano podía ver las banderas cosidas a sus uniformes, era la bandera de Alemania, sin lugar a dudas. Al mismo tiempo, se oyó el ruido de un motor de avión a reacción, y varios bombarderos hicieron acto de presencia, lanzando una mortífera carga contra la plaza, reventando varios bloques de pisos, farolas, paradas de autobús y mobiliario urbano. Una sirena comenzó a sonar a todo volumen.
—"La alarma antiaérea" —pensó Romano, aún sujetado por los militares—. "Por favor, que venga el ejército, que venga...¡España, ven a ayudarme!"
Se empezaron a oír gritos en italiano y más disparos. Era la unidad de Carabinieri con la que estaba trabajando Lovino. Comenzaron a disparar contra los alemanes, los cuales soltaron al italiano y respondieron, creándose un fuego cruzado que no cesaba.
—¡Yo me largo! —clamó Romano, echando a correr a toda velocidad—. ¡Felicianoooooooooooooo!
En Londres, la situación era de total agitación. Hacía apenas unos minutos, se había recibido una llamada urgente desde Dover, informando de que un comando de tropas con bandera estadounidense estaban atacando la población, destruyendo y matando a cualquier cosa o persona que se encontraran. En la costa, cuatro torpederos abrían fuego contra los barcos pesqueros del puerto, mientras una patrulla de cazas sobrevolaba la zona lanzando ataques a tierra. Arthur había explotado casi literalmente, y cada vez con más ganas de asesinar al cerdo americano traidor, se montó personalmente en un caza interceptor y despegó de una de las bases aéreas londinenses, acompañado de cincuenta aviones más.
—¡Escuchen bien! —gritó por la radio—. ¡No importa que sean estadounidenses! ¡Nos están atacando y vamos a devolverles bala por bala y misil por misil! ¡Adelante, RAF!
—Roger —le contestaron los otros pilotos, mientras se ponían en formación de vuelo en V hacia Dover. Para sus adentros, Inglaterra insultaba a Alfred con todas las palabrotas que se le ocurrían. Al mismo tiempo que se preguntaba qué le habría dado a Estados Unidos para hacer eso. Quizá había terminado por quedarse sin cerebro.
España silbaba un cuplé mientras abría su cama y bostezaba sonoramente, listo para irse a dormir. Antes de hacerlo, miró por la ventana. Algo le decía que pasaba algo, en alguna parte del mundo...al ser un país, podía presentir cosas así. Ojalá no fuera nada demasiado grave. Se acostó, apagó la luz y se quedó dormido.
Al día siguiente, se despertó de golpe, en medio de una macedonia terrible de gritos, explosiones y ruidos que sacudían todo Madrid.
—Pero...¿pero qué pasa? —saltó de la cama, aún medio dormido, y miró por la ventana. La gente corría aterrorizada por todas partes, y Antonio contempló con horror a un grupo de militares en la calle, a los cuales no supo identificar—. ¡Joder!
Se vistió a toda prisa, abrió el armario de sus recuerdos de la antigüedad, sacó su inseparable hacha y bajó a la calle. Allí todo era un caos. La Patrulla Águila y dos cuerpos del Ejército de Tierra, acompañados de los GEO, combatían a esos soldados, que llegaban respaldados por varios helicópteros de combate. Al mirar el fuselaje, descubrió una bandera que le resultaba demasiado conocida. Era la bandera turca.
—Será hijo de su... —rezongó Antonio, lanzándose arma en mano contra los militares enemigos, empezando a repartir hachazos a diestro y siniestro, pensando en pedirle luego a su superior que le diera un arma de fuego para uso personal. Le iba a hacer mucha falta.
HORAS DESPUÉS...
Pocas veces la sede de la ONU había bullido tanto de actividad. Todos los países presentes se gritaban con todas sus fuerzas unos a otros, amenazas por aquí, insultos por allá. Estados Unidos intentaba restablecer el orden, pero eso era difícil cuando tenía a Inglaterra respirando encima de su cuello y mirándole echando fuego por los ojos.
—¡Silencio, please! ¡Vamos a intentar hablar como personas civilizadas! ¡Heeeey! —gritaba agitando una mano, pero era imposible atraer la atención de nadie. Suspiró, y no tuvo más remedio que conectar la alarma de seguridad. Sonó un bocinazo que los hizo callar a todos, pegar un salto en sus sillas y quedarse sentados, muy cortados. El americano paró la alarma.
—Bien, como decía... —se aclaró la garganta—. A petición de unos cuantos países aquí presentes, decidí convocar esta reunión para tratar un tema que espero que me expliquen, so... —echó una mirada a Inglaterra, el cual no pudo resistir y se volvió a levantar, señalándolo furioso con el dedo.
—¡Como si tú no supieras de qué se trata, fucking moron! —gritó, con una vena latiéndole en la frente—. ¿O acaso tengo que recordarte lo de anoche?
Alfred parpadeó. No tenía ni idea de lo que le hablaba el inglés, pero que lo insultara sin motivo, eso no lo pensaba tolerar.
—Antes de llamarme esas cosas, deberías pensar muy bien en lo que...
—¡Cállate! —Inglaterra no le dejó terminar—. ¡Se supone que somos aliados! ¿Por qué entonces fuiste ayer a Dover y atacaste la población con tu marina de mierda, americano traidor?
Ahí sí que el estadounidense no supo qué responder. ¿Que él había hecho qué?
—What? Iggy, tiene que haber un error. Mi marina ayer estaba donde tenía que estar, en sus bases de...
—¡No me interesa! ¡Lo que quiero es que me des una explicación! ¡Si no la obtengo, te juro que iré a tu maldita casa y derrumbaré todo lo que me encuentre, piedra por piedra! Jerk! Bloody git! Stupid fool! —gritaba y amenazaba sin control, hasta el punto en que los países que se sentaban a su lado, Chile y Bélgica, tuvieron que obligarle a volver a su asiento y tranquilizarle. El inglés se dejó llevar, y al sentarse, se quedó mirando a Estados Unidos fijamente, enseñando los dientes.
—Bueno, eh...la verdad... —Alfred no podía explicarle nada, porque no recordaba que ayer se hubiera movido de su casa, a menos que algún árabe le hubiera echado en la Coca-Cola alguna de sus drogas raras y ahora tuviera fallos de memoria—. Iggy, te juro que yo no he hecho nada...
—¡MENTIRA! —rugió Arthur, e iba a seguir, pero una mirada de todos los demás le hizo callarse. Alemania se aclaró la garganta y se levantó. Todas las miradas se volvieron hacia él.
—Pido la palabra —dijo, con voz seca. Alfred asintió y le dijo que hablara—. Bien. Aprovechando que Inglaterra ha sacado el tema, continuaré yo. Anoche, sobre las diez y media, me informaron de que Stuttgart estaba sufriendo un ataque por parte de lo que los testigos describieron como "helicópteros negros de bandera irreconocible". Era de noche, así que supuse que no habían podido ver su nacionalidad. Pero al desplazarme allí con mis hombres derribamos uno de los aparatos y pude ver que eran holandeses. ¿Tienes alguna explicación? —el alemán fulminó con la mirada a Holanda, a favor del cual hay que decir que se veía tan desconcertado como los demás.
—Yo no he hecho nada —se apresuró a responder la nación—. No me consta que ayer hubiera movimiento de tropas en mi casa, salvo los ejercicios de entrenamiento rutinario. Ninguna unidad aérea abandonó mis fronteras, para que lo sepas.
—Pues permíteme que te diga que tu "no salida" ha dejado más de setecientos muertos, y los que todavía no hemos encontrado —le dijo el alemán, mirándole fijamente—. Ten por seguro que esto no va a quedar así, a menos que soluciones esto. Te doy tres malditos días, ¿entendido?
—Lo que tú digas —el holandés hizo un gesto con la mano, como de que pasaba. Pero pensaba investigarlo cuando antes, aquello podía ser muy serio.
—Yo que tú no daría órdenes en ese plan de policía, patata descerebrada —la voz de Romano se alzó desde el otro lado de la sala. Veneciano lo miró asustado, pero en aquella ocasión no abrió la boca para decirle que no insultara a Alemania. El italiano menor también había visto a los soldados y la aviación, sin salir de su casa. Y desde ese momento no había dejado de preguntarse qué había hecho para que Alemania atacara su casa—. Tú tienes tanta culpa como él, así que ya me estás diciendo qué hacía ayer en Roma tu hatajo de brutos disparando contra la gente.
Ludwig, muy lentamente, se giró para mirar a Romano. Estaba empezando a enfadarse de verdad, y lo único que faltaba para colmar el vaso era que le acusaran falsamente de algo.
—Una cosa tengo clara —dijo, en tono aparentemente calmado, pero Feliciano sabía que estaba haciendo esfuerzos por no explotar—, y es que no voy a tolerar insultos de nadie, ni siquiera de ti. Sólo lo diré una vez: ayer ninguno de mis soldados salió de la frontera alemana.
—¡¿Entonces quiénes eran los que estaban en Italia ayer por la noche? —le espetó el italiano, empezando a gritar. Alemania se encogió de hombros.
—No lo sé, sólo sé que no eran hombres míos—fue su respuesta—. Ahora, si alguien tiene más que decir sobre este tema...
—¡Yo tengo algo que decir! —saltó Colombia, reclamando atención—. Ayer sobre las seis de la tarde vino éste —señaló con dedo acusador a España—, con nosecuántos aviones y bombardeó Bogotá, y casi me destruye media ciudad. ¡Exijo una compensación!
—¡En Caracas pasó lo mismo! —le secundó Venezuela, levantándose con la misma cara de enfado.
—¡Y en Santiago! —gruñó Chile. Argentina fue el cuarto en levantarse, asegurando que en Buenos Aires había ocurrido lo mismo.
—¿Qué pasa, Spain? ¿Que todavía tienes el mono y quieres volver a tener colonias? —Estados Unidos lo miró, con ceño—. ¿Por eso atacaste cuatro países?
—¡Yo no he atacado a nadie, lo juro! —se defendió Antonio, mirando a sus cuatro ex-hijos con cara de perrito arrepentido, para luego fruncir el ceño y girarse hacia Sadiq—. De hecho, ¡ése de ahí ha sido el que ha atacado Madrid esta misma mañana! ¡Que lo explique él!
—¿Pero de qué hablas, cegato de mierda? —saltó Turquía sin perder tiempo—. ¡Yo no he atacado tu país! Ganas no me faltan, entiéndeme, pero no lo he atacado. Tengo cosas más importantes en las que pensar.
—Entonces, ¿por qué estaba tu bandera en los helicópteros, eh? ¿Por qué? —España se levantó e hizo ademán de bajar de la grada e ir a por Sadiq, el cual lo imitó.
—¿Quieres venir a por mí? Pues venga, aquí te espero —el turco sonrió, desafiante. Antonio por poco saltó por encima de su mesa, pero Alemania dio un golpe en la suya y los mandó callar.
—Aquí no estamos para pelear. ¡Sentaos todos ahora mismo! —los que estaban de pie le obedecieron, vacilando un poco—. Estamos aquí para solucionar una serie de sucesos que al parecer nadie es lo suficientemente maduro como para admitir.
Fue clavando la mirada en cada uno.
—Los testimonios son claros, todos hablan de vehículos militares y soldados con banderas fácilmente reconocibles, lo que no deja lugar a duda de...
—¿Y no has pensado que todo esto puede ser una estratagema? —le interrumpió Francia—. Existe algo llamado táctica del ataque falso o bandera falsa. Consiste en ponerle a un soldado o tanque, barco o avión una bandera distinta a la del país al que verdaderamente pertenece. Así, la ira del atacado se volverá contra el país de la bandera, y no contra el verdadero atacante, mes amis. ¡No me digáis que no habíais pensado en eso!
El silencio se abatió sobre la sala. Nadie recordaba cuándo fue la última vez que Francia dijo algo con sentido. Surgieron varios murmullos, de países hablando con sus compañeros de asiento. Sí, aquello era una posibilidad, se dijo Alemania. Pero estaba muy lejos de librar de la sospecha a un país.
—Puede haber ocurrido eso, pero no nos aporta demasiada tranquilidad —repuso Rusia, hablando por primera vez, con su eterna sonrisilla en la cara—. Porque entonces el culpable de todos esos ataques puede ser cualquiera de nosotros.
El eco de esas palabras resonó en toda la sala de conferencias. Todos los países presentes sabían qué significaba lo que había dicho Rusia. Cualquier país podía haber atacado a cualquier país. Muchos empezaron a mirarse con desconfianza. Incluso entre aliados y amigos cercanos. La sombra de la duda había sido sembrada. Si Francia tenía razón, entonces habría que estar en máxima alerta a partir de ahora.
—Supongo que todos sabemos cuál es el siguiente paso a dar —tomó la iniciativa Alemania—. Por mi parte, investigaré a mis efectivos para confimar si efectivamente hubo salidas ayer, aunque no creo. ¿Piensan todos ustedes hacer lo mismo?
Hubo un murmullo de asentimiento general.
—Entonces, se levanta la sesión —Ludwig se dio la vuelta y salió a paso rápido de allí. Veneciano salió corriendo a toda prisa tras él.
—¡Espera, Doitsu, espera! —le llamó la atención mientras se le colgaba del brazo—. ¿Puedo ir a tu casa? ¡Seguro que pasaremos una tarde entretenida juntos y...!
—No, Italia. Ahora no es tiempo de entretenerse —Ludwig palmeó la espalda del italiano—. Los dos tenemos trabajo que hacer. Ya te llamaré cuando me haya liberado un poco. Nos vemos.
El alemán dejó solo a Feliciano en medio del pasillo. El joven se quedó mirando el lugar por donde se había ido Alemania con tristeza. De algo estaba seguro: se pasaría toda la tarde al lado del teléfono.
Traducciones:
Nehmen Sie Stellung: Tomen posiciones (alemán)
Carabinieri! Getta le braccia e alzare le mani!: Carabinieri! ¡Tiren las armas y levanten las manos! (italiano)
Roger: Recibido (inglés)
