Yo no quería ser mestiza. Si estás leyendo esto porque crees que podrías estar en la misma situación, mi consejo es éste : cierra el libro inmediatamente. Créete la mentira que tu padre o tu madre te contaran sobre tu nacimiento, e intenta llevar una vida normal.

Ser mestizo es peligroso.

Asusta.

La mayor parte del tiempo sólo sirve para que te maten de manera horrible y dolorosa.

Si eres un niño normal, que está leyendo esto porque cree que es ficción, fantástico. Sigue leyendo. Te envidio por ser capaz de creer que nada de esto sucedió.

Pero si te reconoces en estas páginas —si sientes que algo se remueve en tu interior—, deja de leer al instante. Podrías ser uno de nosotros. Y en cuanto lo sepas, sólo es cuestión de tiempo que también ellos lo presientan, y entonces irán por ti. No digas que no estás avisado.

Me llamo Lily Jackson. Tengo once años .

Hasta hace unos meses estudiaba interna con mi hermano mayor Percy en la academia Yancy, un colegio privado para niños con problemas, en el norte del estado de Nueva York.

¿Somos Percy y yo unos niños con problemas?

Sí. Podríamos llamarlo así.

Podría empezar en cualquier punto de nuestras cortas y tristes vidas para dar prueba de ello, pero las cosas comenzaron a ir realmente mal en mayo del año pasado, cuando los alumnos de quinto y sexto curso fuimos de excursión a Manhattan. El caso es que la excursión estaba compuesta por más de cuarenta críos tarados y dos profesores en un autobús escolar amarillo, en dirección al Museo Metropolitano de Arte a ver cosas griegas y romanas.

Ya lo sé: suena a tortura.

La mayoría de las excursiones de Yancy lo eran para él. Pero el señor Brunner, nuestro profesor de latín, dirigía la excursión, así que tenía esperanzas.

El señor Brunner era un tipo de mediana edad que iba en silla de ruedas motorizada. Le clareaba el cabello, lucía una barba desaliñada y una chaqueta de tweed raída que siempre olía a café.

Con ese aspecto, imposible adivinar que era guay, pero contaba historias y chistes y nos dejaba jugar en clase. También tenía una colección alucinante de armaduras y armas romanas, así que era el único profesor con el que Percy no se dormía en clase. Comparada con mi hermano, yo era mejor estudiante, pero tampoco es que hubiera logrado pasar nunca de un notable.

Esperaba que el viaje saliera bien. Esperaba, por una vez, no meternos en problemas.

Anda que no estaba equivocada.

Verás, en las excursiones nos pasan cosas malas. Como hace dos años, cuando fuimos al campo de batalla de Saratoga, donde Percy y yo tuvimos aquel accidente con el cañón de la guerra de la Independencia americana. No estábamos apuntando al autobús del colegio, pero igualmente nos expulsaron.

Y antes de aquello, en mi segundo curso, en la excursión al hipódromo de Belmont Park, provoqué la mayor estampida de caballos en la historia de Nueva York. Yo sólo me había asomado a los establos, pero nadie me creyó cuando les dije que no había hecho nada para encabritar a los caballos. Se habían puesto como locos solitos con sólo verme.

Y antes de aquello, en tercer curso, durante la visita a las instalaciones de la piscina para tiburones en Marine World, Percy le dio a la palanca equivocada en la pasarela y nuestra clase acabó dándose un chapuzón inesperado.

Y la anterior... Bueno, te haces una idea, ¿verdad? Por alguna razón, cada vez que uno metía la pata nos expulsaban a ambos.

En aquella excursión estábamos decididos a portarnos bien. Durante todo el viaje a la ciudad soportamos a Nancy Bobofit, la pelirroja pecosa y cleptómana, que le lanzaba a nuestro mejor amigo, Grover, trocitos de sándwich de mantequilla de cacahuete y kétchup al cogote.

Grover era un blanco fácil. Era canijo y lloraba cuando se sentía frustrado. Debía de haber repetido varios cursos, porque era el único en sexto con acné y una pelusilla incipiente en la barbilla. Además, estaba lisiado. Tenía un justificante que lo eximía de la clase de Educación Física durante el resto de su vida, ya que padecía una enfermedad muscular en las piernas. Caminaba raro, como si cada paso le doliera; pero que eso no te engañe: tendrías que verlo correr el día que tocaba enchilada en la cafetería.

Ojalá yo también pudiera librarme de la clase de Educación Física. Así no tendría que oír a Percy quejarse sobre lo cortos que eran los pantalones reglamentarios. Veréis, Percy es el ejemplo perfecto del espécimen conocido como «hermano mayor sobreprotector». Grover era el único que tenía permitido hablarme, después de asegurarle en varias —demasiadas— ocasiones que no estaba interesado en mí de esa manera. Ni yo tampoco, no os confundáis. ¡Sólo tenía once años!

En cualquier caso, Nancy Bobofit estaba tirándole trocitos de sándwich que se le quedaban pegados en el pelo castaño y rizado, y sabía que no podíamos hacer nada porque ya estábamos en periodo de prueba. El director nos había amenazado con expulsión temporal si algo malo, vergonzoso o siquiera medianamente entretenido sucedía en aquella salida. Era un aburrido.

—Voy a matarla —murmuró Percy.

Grover intentó calmarle.

—No pasa nada. Me gusta la mantequilla de cacahuete.

—¿En tu pelo? —Enarqué una ceja..

Se encogió de hombros y esquivó otro pedazo del almuerzo de Nancy.

—Hasta aquí hemos llegado.

Empezamos a ponernos en pie, pero Grover volvió a hundirnos en nuestros asientos.

—Ya estáis en periodo de prueba —nos recordó—. Sabéis a quienes van a culpar si pasa algo.

Echando la vista atrás, ojalá hubiera tumbado a Nancy Bobofit de un tortazo en aquel preciso instante. La expulsión temporal no habría sido nada en comparación con el lío en que estábamos a punto de meternos.

El señor Brunner conducía la visita al museo. Él iba delante, en su silla de ruedas, guiándonos por las enormes y resonantes galerías, a través de estatuas de mármol y vitrinas de cristal llenas de cerámica roja y negra súper vieja. Me parecía increíble que todo aquello hubiese sobrevivido más de dos mil o tres mil años.

Nos reunió alrededor de una columna de piedra de casi cuatro metros de altura con una gran esfinge encima, y empezó a contarnos que había sido un monumento mortuorio, una estela, de una chica de nuestra edad.

Nos habló de los relieves de sus costados. Yo intentaba prestar atención, porque parecía realmente interesante, pero los demás hablaban sin parar, y cuando Percy o yo les decíamos que se callaran, la otra profesora acompañante, la señora Dodds, nos miraba mal.

La señora Dodds era una profesora de matemáticas procedente de Georgia que siempre llevaba cazadora de cuero, aunque era menuda y rondaba los cincuenta años. Tenía un aspecto tan fiero que parecía dispuesta a plantarte la Harley en la taquilla.

Había llegado a Yancy a mitad de curso, cuando nuestra anterior profesora de matemáticas sufrió un ataque de nervios. Desde el primer día, la señora Dodds adoró a Nancy Bobofit y a nosotros nos clasificó como unos engendros del demonio. Nos señalaba con un dedo retorcido y nos decía «y ahora, cariñitos», súper dulce, y sabíamos que a continuación nos castigaría a quedarnos después de clase. Una vez, tras habernos obligado a borrar respuestas de viejos libros de ejercicios de matemáticas hasta medianoche, Percy le dijo a Grover que no creía que la señora Dodds fuera humana. Se quedó mirándonos, muy serio, y respondió: «Tienes toda la razón».

El señor Brunner seguía hablando del arte funerario griego. Al final, Nancy Bobofit se burló de una figura desnuda cincelada en la estela y Percy le espetó:

—¿Te quieres callar? —Evidentemente le salió más alto de lo que pretendía.

El grupo entero soltó risitas y el profesor interrumpió su disertación.

—Señor Jackson —dijo—, ¿tiene algún comentario que hacer?

Se sonrojó hasta la médula y contestó:

—No, señor.

El señor Brunner señaló una de las imágenes de la estela.

—A lo mejor puede decirnos qué representa esa imagen.

Miró el relieve y casi le pude oír suspirar de alivio.

—Ése es Cronos devorando a sus hijos, ¿no?

—Sí —repuso él—. E hizo tal cosa por...

—Bueno... —Percy empezó a pensar. En otra ocasión hubiera bromeado sobre cómo su cerebro echaba humo por el esfuerzo—. Cronos era el rey dios y...

—¿Dios?

Eché las peores toses falsas de la historia, y, entre ellas, solté:

—¡Titán!

El señor Brunner me dio una mirada, pero no dijo nada. Solía hacer la vista gorda cuando yo hacía algo no del todo apropiado. Una de las principales razones por las que le adoraba.

—Titán —se corrigió Percy—. Y... y no confiaba en sus hijos, que eran dioses. Así que Cronos... esto... se los comió, ¿no? Pero su mujer escondió al pequeño Zeus y le dio a cambio una piedra. Y después, cuando Zeus creció, engañó a su padre para que vomitara a sus hermanos y a sus hermanas...

—¡Puaj! —dijo una chica a nuestras espaldas.

Sí, era bastante asqueroso. Yo no querría que me vomitaran.

—... así que hubo una gran lucha entre dioses y titanes —prosiguió—, y los dioses ganaron.

Detrás de mí, Nancy Bobofit cuchicheó con una amiga:

—Menudo rollo. ¿Para qué va a servirnos en la vida real? Ni que en nuestras solicitudes de empleo fuera a poner: «Por favor, explique por qué Cronos se comió a sus hijos.»

Me burlé.

—Como si tú fueras a conseguir un trabajo, Bobofit.

Ella me miró, estrechando sus ojos cuan gallina alborotada.

—¿Y para qué, señor Jackson —insistió Brunner, parafraseando la excelente pregunta de la señorita Bobofit—, hay que saber esto en la vida real?

Intenté no reír.

—Te han pillado —murmuró Grover.

—Cierra el pico —siseó Nancy, con la cara aún más roja que su pelo.

Por lo menos habían pillado también a Nancy. El señor Brunner era el único que la sorprendía diciendo maldades. Tenía radares por orejas.

Percy se encogió de hombros.

—No lo sé, señor.

—Ajá. —Mis alertas internas se dispararon cuando me miró a mí—. ¿Y usted, señorita Jackson?

—Eh..., no. . Yo tampoco lo sé, señor.

—Ya veo. —Brunner pareció decepcionado. Miró de nuevo a Percy—. Bueno, señor Jackson, ha salido medio airoso. Es cierto que Zeus le dio a Cronos una mezcla de mostaza y vino que le hizo expulsar a sus otros cinco hijos, que al ser dioses inmortales habían estado viviendo y creciendo sin ser digeridos en el estómago del titán . Los dioses derrotaron a su padre, lo cortaron en pedazos con su propia hoz y desperdigaron los restos por el Tártaro, la parte más oscura del inframundo. Bien, ya es la hora del almuerzo. Señora Dodds, ¿podría conducirnos a la salida?

La clase empezó a salir, las chicas conteniéndose el estómago, y los chicos a empujones y actuando como merluzos. Bueno, lo que son. Al menos la mayoría.

Grover, Percy y yo nos disponíamos a seguirlos cuando el profesor exclamó:

—¡Señor Jackson! ¡Señorita Jackson!

Ay, Dios. ¿Qué habíamos hecho ahora? No me había dado tiempo a pegar a Nancy.

Le dijimos a Grover que se fuera y nos volvimos hacia Brunner.

—¿Señor? —dije.

Tenía una mirada que no te dejaba escapar: ojos castaños intensos que podrían tener mil años y haberlo visto todo.

—Debéis aprender la respuesta a mi pregunta —nos dijo.

—¿La de los titanes? —preguntó Percy.

—La de la vida real. Y también cómo se aplican a ella tus estudios.

—Ah —fue la respuesta de Percy. Su respuesta universal.

—Lo que vais a aprender de mí es de importancia vital. Espero que lo tratéis como se merece. Sólo voy a aceptar de vosotros lo mejor, Percy y Lily Jackson.

Percy puso mala cara. Murmuramos algo acerca de esforzarnos más mientras él dedicaba una triste mirada a la estela, como si hubiera estado en el funeral de la chica.

Nos dijo que saliéramos y tomásemos nuestro almuerzo. La clase se reunió en la escalinata de la fachada, desde donde se podía contemplar el tráfico de la Quinta Avenida. Se avecinaba una enorme tormenta, con las nubes más negras que había visto nunca sobre la ciudad. Supuse que sería efecto del calentamiento global o algo así, porque el tiempo en Nueva York había sido más bien rarito desde Navidad. Habíamos sufrido brutales tormentas de nieve, inundaciones e incendios provocados por rayos. No me habría sorprendido que fuese un huracán. Nadie más pareció reparar en ello.

Algunos chicos apedreaban palomas con trocitos de cookies. Nancy Bobofit intentaba robar algo del monedero de una mujer y, evidentemente, la señora Dodds hacía la vista gorda.

Grover, Percy y yo estábamos sentados en el borde de una fuente, alejados de los demás. Pensábamos que así no todo el mundo sabría que pertenecíamos a aquella escuela: la escuela de los pringados y los raritos que no encajaban en ningún otro sitio.

—¿Castigados? —nos preguntó Grover.

—Qué va. Brunner no nos castiga —respondió Percy—. Pero me gustaría que aflojara de vez en cuando. Quiero decir... no somos genios.

Asentí.

—Da la impresión de que sólo nos mete caña a nosotros —dije, prácticamente haciendo pucheros—. ¿Por qué? Tampoco es que la humanidad dependa de nuestra respuesta a su pregunta.

Grover guardó silencio. Entonces, cuando pensé que iba a soltarnos algún reconfortante comentario filosófico, miró a mi hermano y le preguntó:

—¿Puedo comerme tu manzana?

Puse los ojos en blanco mientras Percy se la daba.

Observé la corriente de taxis que bajaban por la Quinta Avenida y pensé en el apartamento de mi madre, a sólo unas calles de allí. No la veíamos desde Navidad. Me entraron ganas de subir a un taxi que me llevara a casa. Me abrazaría y se alegraría de verme, pero también se sentiría decepcionada y me miraría de aquella manera. Me devolvería directamente a Yancy, me recordaría que teníamos que esforzarme más, aunque aquélla era nuestra sexta escuela en seis años y probablemente fueran a expulsarnos otra vez. Era incapaz de volver a soportar esa mirada. Tenía un don para hacer que te sintieras culpable de tus malos actos, aunque no lo hiciera a propósito.

El señor Brunner aparcó su vehículo al final de la rampa para paralíticos. Masticaba apio mientras leía una novela en rústica. En la parte trasera de la silla tenía encajada una sombrilla roja, lo que la hacía parecer una mesita de terraza motorizada.

Me disponía a abrir mi sándwich cuando Nancy Bobofit apareció con sus desagradables amigas, supongo que se habría cansado de desplumar a los turistas, y tiró la mitad de su almuerzo a medio comer sobre el regazo de Grover.

—Vaya, mira quién está aquí.

Nos sonrió con los dientes torcidos. Tenía pecas naranja, como si alguien le hubiera pintado las mejillas con espray.

Intenté mantener la calma. El consejero de la escuela me había dicho un millón de veces: «Cuenta hasta diez, controla tu mal genio». Pero yo estaba tan cabreada que me quedé en blanco.

Y a continuación oí un revuelo y estrépito de agua. No recuerdo haberla tocado, pero lo siguiente que vi fue a Nancy sentada de culo en medio de la fuente, gritando:

—¡Percy y Lily me han empujado! ¡Han sido ellos!

La señora Dodds se materializó a nuestro lado. Algunos chicos cuchicheaban:

—¿Has visto...?

—... el agua...

—... la ha arrastrado...

No sabía de qué hablaban, pero sí sabía que habíamos vuelto a meternos en problemas. En cuanto la profesora se aseguró de que la pobrecita Nancy estaba bien y le hubo prometido una camiseta nueva en la tienda del museo, se centró en mi hermano y en mí. Había un resplandor triunfal en sus ojos, como si por fin hubiésemos hecho algo que ella llevaba esperando todo el semestre.

—Y ahora, cariñitos...

—Lo sabemos —musitó Percy—. Un mes borrando libros de ejercicios.

Pero no acertó.

—Venid conmigo —ordenó la mujer.

—¡Espere! —intervino Grover—. He sido yo. Yo la he empujado.

Nos quedamos mirándolo, perplejos. No podía creer que intentara encubrirnos. A Grover la señora Dodds le daba un miedo de muerte. Ella lo miró con tanto desdén que a Grover le tembló la barbilla.

—Me parece que no, señor Underwood —replicó.

—Pero...

—Usted-se-queda-aquí — enfatizó la vieja.

Grover me miró con desesperación.

—No te preocupes —le dije, intentando sonreírle—. Gracias por intentarlo.

—Bien, cariñitos —ladró la profesora amargada—. ¡En marcha!

Nancy Bobofit dejó escapar una risita. Inhalé profundamente, intentando no entregarme a mis instintos homicidas, y me volví, con Percy a mi lado, dispuesta a enfrentarme a aquella bruja, pero ya no estaba allí. Se hallaba en la entrada del museo, en lo alto de la escalinata, dándonos prisas con gestos de impaciencia. Nos miramos confusos. ¿Cómo había llegado allí tan rápido?

Solemos tener momentos como ése, cuando nuestros cerebros parecen quedarse dormidos, y lo siguiente que ocurre es que nos he perdido algo, como si una pieza de puzle se hubiera caído del universo y nos dejara mirando el vacío detrás. El consejero del colegio me dijo que era una consecuencia del THDA, Trastorno Hiperactivo del Déficit de Atención: mi cerebro malinterpretando las cosas.

Yo no estaba tan segura.

Nos dirigimos hacia la señora Dodds. A mitad de camino me volví para mirar a Grover. Estaba pálido, dejándoselos ojos entre el señor Brunner y nosotros, como si quisiera que éste reparara en lo que estaba sucediendo, pero Brunner seguía absorto en su novela.

Miré de nuevo hacia arriba. La muy bruja había vuelto a desaparecer. Ya estaba dentro del edificio, al final del vestíbulo.

«Vale —pensé—. Nos obligará a comprarle a Nancy una camiseta nueva en la tienda de regalos.»

Pero al parecer no era ése el plan. Nos adentramos en el museo. Cuando por fin la alcanzamos, estábamos de nuevo en la sección grecorromana. Salvo nosotros, la galería estaba desierta. Ella permanecía de brazos cruzados frente a un enorme friso de mármol de los dioses griegos. Madre mía, sí que era fea. Parecía esforzarse en serlo. Hacía un ruido muy raro con la garganta, como si gruñera. Pero incluso sin ese ruido yo habría estado nerviosa. Ya es bastante malo quedarse a solas con un profesor, no digamos con la señora Dodds. Había algo en la manera en que miraba el friso, como si quisiera pulverizarlo...

—Habéis estado dándonos problemas, cariñitos —dijo.

Antes de que Percy dijera algo que empeorara las cosas, yo opté por la opción segura y respondí:

—Sí, señora.

Se estiró los puños de la cazadora de cuero.

—¿Creíais realmente que os saldríais con la vuestra?

Su mirada iba más allá del enfado. Era perversa.

«Es una profesora —pensé nerviosa—, así que no puede hacernos daño. No si quiere conservar su trabajo, al menos».

—Nos... Nos esforzaremos más, señora —tartamudeó Percy, inseguro.

Un trueno sacudió el edificio.

—No somos idiotas, Percy y Lily Jackson —prosiguió ella—. Descubriros sólo era cuestión de tiempo. Confesad, y sufriréis menos dolor.

¿De qué hablaba? Quizá los profesores habían encontrado el alijo ilegal de caramelos que vendía en mi dormitorio. O quizá se habían dado cuenta de que Percy había sacado la redacción sobre Tom Sawyer de internet sin leerse siquiera el libro y ahora iban a quitarle la nota. O peor aún, le harían leer el libro. Percy odiaba leer, sobre todo por la dislexia. Oh, no. ¿Y si hubieran notado que le había chivado a aquella chica de mi clase las respuestas de las preguntas del examen de historia que tuvimos la semana pasada y me fueran a quitar la nota? Me había costado muchísimo estudiar, sobre todo con aquel condenado libro de letras anormalmente pequeñas.

—¿Y bien? —insistió.

—Señora, nosotros no... —titubeó Percy.

—Se os ha acabado el tiempo —siseó entre dientes.

Entonces ocurrió la cosa más rara del mundo: los ojos empezaron a brillarle como carbones en una barbacoa, se le alargaron los dedos y se transformaron en garras, su cazadora se derritió hasta convertirse en enormes alas coriáceas... Me quedé estupefacta. Aquella mujer no era humana. Era una criatura aún más horripilante con alas de murciélago, zarpas y la boca llena de colmillos amarillentos, y quería hacernos trizas...

Y de pronto las cosas se tornaron aún más extrañas: el señor Brunner, que un minuto antes estaba fuera del museo, apareció en la galería y nos lanzó un bolígrafo y un anillo.

—¡Agarradlos, chicos! —gritó.

La señora Dodds se abalanzó sobre nosotros.

Con un gemido, la esquivamos y sentí sus garras rasgar el aire junto a mi oreja. Atrapé el anillo a la vez que Percy cogió el bolígrafo al vuelo y en ese momento se convirtieron en dos espadas idénticas. Eran las espadas de bronce del señor Brunner, las que usaba el día de las competiciones.

La señora Dodds se volvió hacia nosotros con una mirada asesina. Mis rodillas parecían de gelatina y las manos me temblaban tanto que casi se me cae la espada. ¿Qué demonios hacía yo, una niña, empuñando una espada? Pero algo me dijo que estaría muchísimo peor si la soltaba, por lo que no lo hice.

—¡Morid, cariñitos! —rugió, y voló directamente hacia nosotros.

Me invadió el pánico e instintivamente blandí la espada al igual que Percy.

Las hojas de metal le dieron en el hombro y atravesaron su cuerpo como si estuviera relleno de aire.

¡Chsss!

La señora Dodds explotó en una nube de polvo amarillo y se volatilizó en el acto, sin dejar nada aparte de un intenso olor a azufre, un alarido moribundo y un frío malvado alrededor, como si sus ojos encendidos siguieran observándome. Estábamos solos. Y en nuestras manos sólo teníamos un anillo y un bolígrafo. El señor Brunner había desaparecido. No había nadie excepto nosotros.

—¿Qué... Qué demonios ha pasado? —preguntó Percy, sin aliento.

Negué con la cabeza, intentando encontrar mi voz.

—No lo sé.

Aún me temblaban las manos. Debimos haber comido algo contaminado con hongos alucinógenos o algo así. ¿Nos lo habíamos imaginado todo? ¿Era posible que hubiéramos tenido la misma alucinación? Lo dudaba.

—Vamos —me instó mi hermano, poniendo una mano en la espalda y empujándome hacia la salida—. Salgamos de aquí.

Regresamos fuera. Había empezado a lloviznar. Grover seguía sentado junto a la fuente, con un mapa del museo extendido sobre su cabeza. Nancy Bobofit también estaba allí, aún empapada por su bañito en la fuente, cuchicheando con sus compinches. Cuando nos vio, dijo:

—Espero que la señora Kerr os haya dado unos buenos azotes en el culo.

—¿Quién? —pregunté.

—Mira que eres estúpida —refunfuñó. Estaba tan aturdida que dejé pasar el insulto—. Nuestra profesora, lumbrera.

Parpadeé. No teníamos ninguna profesora que se llamara así. Percy le dijo de qué estaba hablando, pero ella se limitó a poner los ojos en blanco y darse la vuelta.

Le preguntamos a Grover por la señora Dodds.

—¿Quién? —preguntó, y como vaciló un instante y no nos miró a los ojos, pensé que pretendía tomarnos el pelo.

—No es gracioso, tío —le dijo Percy.

Esto es grave. Resonaron truenos sobre nuestras cabezas. El señor Brunner seguía sentado bajo su sombrilla roja, leyendo su libro, como si no se hubiera movido. Nos acercamos a él. Levantó la mirada, algo distraído.

—Ah, mi bolígrafo. Le agradecería, señor Jackson, que en el futuro trajera su propio utensilio de escritura. —Fijó la mirada en mi mano y me dio una mirada, aunque no me pareció tan severa como debería—. Y usted no debería recoger objetos que no son suyos, señorita Jackson. Le pido que me devuelva ese anillo para encontrar a su correspondiente dueño.

Percy y yo le tendimos el bolígrafo y el anillo. Ni siquiera había notado que lo llevaba encima.

—Señor —dijo Percy—, ¿dónde está la señora Dodds?

Él le miró con aire inexpresivo.

—¿Quién?

—La otra acompañante —dije—. La señora Dodds, la profesora de introducción algebra.

Frunció el entrecejo y se inclinó hacia delante, con gesto de ligera preocupación.

—Percy, Lily, no hay ninguna señora Dodds en esta excursión. Que yo sepa, jamás ha habido ninguna señora Dodds en la academia Yancy. ¿Os encontráis bien?