Nací hace veintidós años, aquí en Masyaf. Mi entrenamiento comenzó en mi más tierna infancia, como lo hace el de todos los hijos de asesinos, tanto para mi cuerpo como para mi espíritu. Era de los mejores de mi generación, no el mejor de todos, pero era bastante bueno. Aprendía rápidamente los movimientos, y mi cuerpo estaba muy compenetrado con su naturaleza, por lo que no me costaba fundirme con el ambiente para pasar inadvertido, o moverme junto con mi entorno, para moverme con velocidad.
Mi problema fue demasiada euforia, o quizá, soberbia. Quise ser más de lo que era. No escuché a mis maestros.
Para entrenar viajábamos a Jerusalem por lo general, donde ya conocíamos como la palma de nuestras manos las distancias entre techos, los caminos, las ubicaciones de los guardias y demás. Hacíamos carreras y superábamos distintos obstáculos, saltando entre techos para practicar. Éramos buenos, pero jóvenes aún y había cosas que los maestros no nos permitían hacer: no podíamos atacar a nadie, aunque fuera un enemigo, nuestras armas eran para defensa únicamente y no teníamos permitido descender de los edificios más altos mediante un Salto de Fé.
Una vez hicimos una carrera que estuve a punto de ganar, pero tuve un pequeñísimo tropezón que le permitió a los demás tomarme la delantera a último momento, y terminé en último lugar. No me molestó perder, sino que no quisieron una revancha, sólo para poder decirle a los maestros que me habían ganado a mí, que era uno de los más rápidos. Pero aún así eso no había llegado a irritarme, lo que me terminó de desbordar fue que los otros compañeros que no compitieron en la carrera comenzaron a burlarse de mí. Es me enojó muchísimo. Y en mi soberbia y juventud quise mostrárles que sí valía, y para ello les dije que iba a ejecutar un Salto de Fe.
Cuando los maestros no estaban mirando, me trepé a una de las atalayas. Me costó un poco, pero llegué hasta arriba. Dudé, tuve miedo, pero veía a mis compañeros abajo mirándome y juzgándome, así que lo hice. Divisé el fardo de heno, y luego salté. Tuve suerte de no morir, pero, como saben, desde entonces mis piernas ya no son funcionales a mi espíritu, que sigue en movimiento por los tejados de las ciudades.
