Sin luz, sin luz
PruePhantomhive
—O—
(Disclaimer)
Los personajes y escenarios de Fullmetal Alchemist pertenecen a sus respectivos creadores y son usados en ésta historia sin fin de lucro.
(Resumen)
En un mundo donde la ciencia y la alquimia se desarrollaron al mismo tiempo, tras el Día Prometido, mucha gente entró en pánico y la alquimia fue prohibida. Cuando Roy Mustang descubre a Edward practicándola, le ofrece mantenerlo lejos de las garras del ejército si lo ayuda a terminar con el nuevo culto religioso que está sacrificando personas a La Verdad.
—O—
Capítulo 1
El corazón que se quedó atrás
—O—
Eres el hueco en mi cabeza, eres el espacio en mi cama.
Eres el silencio entre lo que pienso y lo que digo.
Eres el miedo a la noche, eres la mañana cuando aclarece.
Cuando todo acaba, eres el inicio.
Eres mi cabeza.
Eres mi corazón.
—O—
El funeral termina cuando empieza a caer el sol, así que la parte superior de la cápsula ovalada que contiene el cuerpo de Hohenheim, hecha de material biodegradable, liso y gris, resplandece con los últimos rayos de luz diurna mientras un par de trabajadores se encargan de colocarla en el hueco en la tierra, disponiéndola para plantar encima el roble que Trisha eligió especialmente para la ocasión.
Edward se mueve, incómodo, en su sitio, indeciso sobre dónde poner las manos y cómo acomodar los pies. Hace frío, tiene los vellos de la nuca y los brazos erizados y, desde que salieron de casa para ir al panteón, no ha podido dejar de temblar, a tal grado, que le castañean los dientes a pesar de que está usando su mejor chaqueta de piel sintética, esa con el regulador de temperatura integrado. Alphonse le regala una mirada de sabelotodo y procura mandarlo al diablo, porque su estado no tiene que ver con la situación.
Mira al piso, tritura el pasto con la punta del zapato, y respira hondo. Le resulta extraño estar en un cementerio, pisando a la muerte, pero rodeado de vida en diferentes etapas de crecimiento al mismo tiempo. En los últimos años, se ha vuelto casi una moda plantar hermosas fanerógamas sobre lo sitios de reposo de las mujeres, árboles robustos en los de los hombres y arbustos floreados o árboles frutales en las penosas ocasiones en que la persona enterrada es un niño, aunque, afortunadamente, eso en Rizenbul no ocurre mucho —ni siquiera dados los eventos recientes—.
Hace siglos, en vez de plantar árboles sobre los cadáveres, se colocaba una lápida pétrea y triste encima, con el nombre de la persona gravado en ella, junto a las fechas de su nacimiento y muerte, pero, en la actualidad, es común intentar arrancarle un poco de chispa a la pérdida, generando, a raíz de ella, algo de vida: a partir de este momento, será trabajo de los Elric cuidar del roble que llevará el nombre de Van Hohenheim en una pequeña placa de metal colocada en el piso, sobre lo que antes se hubiera denominado tumba, pero hoy en día es un venerado jardín.
Edward mira a la distancia, al mismo sitio donde los ojos de Winry llevan un rato puestos, y contempla el encino de tamaño mediano que ha crecido sobre el sitio donde descansa el tío Yuriy y los hermosos geranios rosados repartidos alrededor de su grueso tronco, en recuerdo de la tía Sarah. Aunque Trisha logró rehacer su vida en los años que Hohenheim no estuvo con ella y está casada con un buen hombre que la ama y que hizo las veces de figura paterna para sus hijos, Edward sospecha, cuando le ve el perfil entristecido por el rabillo del ojo, que, dentro de ella, hay —y siempre habrá— un deseo latente de reposar así, como los Rockbell, junto a Hohenheim, el hombre al que lloró y esperó por lustros, una vez llegue su momento de partir.
Edward siente un escalofrío al pensar en el panorama de su madre muerta, para el que espera que aun falten varios años, y se distrae a propósito, empinándose un poco hacia adelante para ver el rostro de su padrastro, Adler Penz, de pie junto a la mujer, y se pregunta si el hombre sabe lo que ella siente y le duele. Fue una gran impresión para todos que Hohenheim volviera, se desparramara en el suelo de la sala y muriera, así que no puede culparlo por tener una cara agria y angustiada en este momento…
Cuando los encargados del prado terminan de cubrir la cápsula biodegradable con tierra, negra, fértil y húmeda, y le ofrecen a Trisha la raíz del roble para que la coloque encima y la cubra con ayuda de una pala de jardinero, ella mira a Edward —y su ceño se frunce— antes de dirigir los ojos castaños a Alphonse, que la entiende sin palabras y se esfuerza por levantarse de la silla de ruedas que lo lleva a todos lados —Adler se apresura a sujetarle un brazo para ayudarlo— e ir con ella para permanecer de pie a su lado mientras, entre sollozos, Trisha se encarga de trasplantar lo que será alimentado por los restos de su esposo — ¿ex-esposo? — los siguientes años.
A decir verdad, Edward siente un golpe de rechazo al no ser invitado a acercarse, pero entiende el motivo: él nunca espero el regreso de su padre de la misma forma en que Trisha hizo y tampoco creció anhelando su recuerdo como Alphonse. Acercarse sería hipócrita, aun cuando los pies le tiemblan dentro de las botas, congelados en el impulso de andar hacia adelante, dominados por una fuerza más grande: esa terquedad tan profunda, que debe estar tatuada en alguna parte de su código genético.
Este es un momento íntimo y familiar y, por supuesto, Edward nunca se sintió parte de la vida de Hohenheim como para querer estar aquí, con él… y, a pesar de eso, siente un nudo en la garganta al recordar la noche de antier, cuando escuchó ruidos en la sala durante la madrugada, le preguntó a la Inteligencia Artificial de la casa, Julia, de quién se trataba y ella le respondió, con su ficticia voz humana repicando en las paredes, Van Hohenheim.
Casi le dio un infarto: primero, al creer que alguien había hackeado el sistema de la casa porque ¿qué? Todo era posible menos la presencia de Hohenheim en Rizenbul luego de tanto tiempo y, después, cuando Julia le mostró una imagen holográfica de la sala de estar, donde claramente se encontraba el hombre que los abandonó hace casi veinte años, tirado en el suelo y jadeando.
Siempre se imaginó golpeándolo si lo volvía a ver, diciéndole cosas hirientes que lastimaran tanto como esas dos décadas hicieron con él, pero, cuando bajó corriendo y su padre, debilitado y sudoroso, sólo atinó a decirle Mira cuánto has crecido, todos esos impulsos quedaron atrás.
Hizo que Julia despertara al resto de la casa y que llamara a los servicios de emergencia, pero ni los humanos ni la tecnología lograron hacer algo por Hohenheim, cuyo cuerpo parecía estar desgastándose a una velocidad alarmante y, frente a sus ojos, Edward vio el cabello dorado del hombre pasando a un gris opaco, mientras su rostro se llenaba de arrugas y su masa muscular languidecía hasta que, por fin, sólo cerró los ojos, emitió una última exhalación y dejó de respirar, en medio del llanto histérico de Trisha y las miradas consternadas de sus hijos y los paramédicos.
Luego de lo que las autoridades denominaron públicamente como El Día Prometido —un experimento alquímico que salió catastróficamente mal y por poco terminó con las vidas de todos los Amestrisanos hace casi un mes—, Edward creyó que nunca volvería a ver algo tan extraño como sombras negras con forma de manos desprendiéndose de la tierra, sacudida por un fuerte terremoto, mientras una gran figura humanoide se alzaba en el aire hasta alcanzar la atmósfera, estirando una grotesca garra hacia el eclipse solar que ocurría en ese momento, pero la anómala muerte de su padre le demostró lo equivocado que estaba.
Y, si la experiencia del terremoto, las sombras, el eclipse y el estado de inconsciencia en el que cayeron todos los habitantes del estado por un par de horas —y ahora entiende porque el gobierno lo resumió todo como El Día Prometido—, fue traumatizante, la de ver morir a su padre semanas después definitivamente no ayudó.
Pasa saliva, entrelaza las manos y hace presión en sus nudillos con un pulgar, el acero hiriendo la carne hasta que éste dolor cubre todo lo demás.
Quiere estar en cualquier parte, menos aquí.
Winry está de pie a su lado, contemplando la escena de Trisha y Alphonse dándole un último obsequio a Hohenheim, mientras el brazo de su prometido le rodea los hombros, dándole palmadas de apoyo con los dedos, y Pinako mantiene la mirada fija en el horizonte, el kiseru sujeto entre los labios perezosamente, liberando nubes de humo al aire que las torres descontaminadoras de la ciudad tendrán que filtrar. La anciana tiene los ojos tan rojos como Trisha y se ha negado a ver a alguien a la cara desde que el servicio comenzó: aunque Edward no ha escuchado muchas anécdotas al respecto, sabe que ella y su padre fueron amigos, desde antes de que él conociera a Trisha, y haberlo perdido de una forma tan rara y repentina —a pesar de todo ese tiempo que no se vieron o comunicaron— debe doler.
Adler se acerca a él y le coloca una mano entre los omóplatos a manera de apoyo y, aunque Edward nunca lo ha culpado por colarse en su pequeña familia y, de hecho, le tiene aprecio, en este momento siente repulsión ante el contacto y también el impulso de hacerse a un lado, porque su padre biológico está muerto delante de él y… Dios, si tan sólo no los hubiera dejado.
Siente el estómago revuelto y el viento helado que sopla entre las hojas de los árboles le congela la cara y lo hace sentir mareado, consciente de que, si la mano del hombre no estuviera en su espalda, caería con fuerza al piso, porque está tambaleándose un poco sobre los talones.
Edward no detestaría tanto a su padre si no se hubiera ido y tampoco se odiaría por odiarlo como hace en este instante, al grado de sentirse enfermo y asqueado de sí mismo por no poder llorar como los demás.
Sólo para alejarse del roce de su padrastro, da un paso al frente y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y un gran suspiro, se planta al otro lado de su madre, que levanta el rostro desde el suelo, lo mira y, por primera vez desde el deceso, le dedica una pequeña sonrisa porque, sí, se supone que esto es lo que hace la familia: se acompaña en los peores momentos y los lazos se refuerzan hasta volverse casi indestructibles.
El nudo en su garganta se cierra con más fuerza cuando Trisha le da un beso al frágil árbol, que tiene años por delante para crecer y volverse tan grande como otros ejemplares en el bosque que los rodea, acariciando con ternura las pocas hojas que tiene, antes de quitarse los guantes de jardinería y tenderle la mano a su primogénito para que la ayude a ponerse de pie. Edward lo hace y, en cuanto está erguida, Trisha le echa los brazos al cuello y le da un húmedo beso en la mejilla que él cree no merecer; la mujer lo suelta y va hacia Alphonse para mimarlo también, teniendo cuidado al abrazarlo para no hacerle daño.
Uno de los encargados clava la placa de metal en el suelo, con una delgada estaca que luce como una aguja de tejer plateada y, con la poca luz que queda, el nombre de su padre puede ser leído a la perfección, encima de la corta última frase que Trisha le dedicó —Edward no tiene el valor de leerla; no quiere saber lo que dice—.
Tras unos minutos en silencio, cuando el sol termina de descender y el ruido de los insectos en el bosquecillo antrópico se convierte en una orquesta privada de chillidos y crujidos, Trisha decide que es hora de volver a casa, así que lo hacen, seguidos por los Rockbell.
Mientras marchan entre los árboles, el camino iluminado por prácticas bombillas inalámbricas colocadas al ras del suelo, Edward no puede evitar mirar atrás, por encima del hombro, al sitio donde el roble reposa, solitario, entre árboles mucho más grandes.
Cuando era niño, solía ver a Hohenheim como un gigante y pensar en lo mucho que le gustaría ser como él cuando fuera grande: deseaba tener su misma inteligencia, su entereza, su seguridad y esa habilidad para aparentar que el mundo a su alrededor no importaba. Entonces, todo falló entre ellos, pero, con todo y eso, nunca pensó en la posibilidad de que este día llegara; en que la presencia de su padre en el mundo se convirtiera en un vacío completo en vez de sólo ser energía en la distancia.
Mira el cielo, salpicado de soles a miles de millones de años luz de la Tierra, y respira hondo, intentando calmar el pánico que la noche y el cementerio le entierran en el pecho.
—O—
Aunque los Rockbell se quedan a cenar con los Elric, Edward prefiere mantener el estómago vacío e ir a su habitación. Nadie lo detiene.
Las luces se encienden automáticamente cuando la puerta se abre al percibir su presencia y puede ver el enmarañado desastre que dejó más temprano, al prepararse para el funeral. De por sí, no es la persona más ordenada del planeta —y sospecha que de ningún otro—, pero hoy no tuvo la suficiente presencia de mente para controlar sus malos hábitos, así que no se sorprende cuando descubre una chaqueta colgando descuidadamente del soporte de las persianas eléctricas, una bota marrón dentro del cesto de basura — ¿cómo demonios consiguió lanzarla ahí? —y una taza de café, derramada y rota, al pie de la mesita de noche junto a la cama. Y, cielos, ¿no es una suerte que su madre decidiera quitarle la alfombra hace un tiempo, cuando consiguió prenderle fuego haciendo un experimento que reaccionó mientras estaba fuera, por lo que no se percató? El sistema anti-incendios de Julia eliminó todo el oxígeno en la habitación, apagando las llamas antes de que pudieran hacer algo más que abrirle un hueco a la alfombra, pero, aun así, Trisha se puso furiosa y con toda razón.
El fuego es una de las pocas cosas que le dan miedo. De hecho, pánico, pero, shh, eso sólo él lo sabe. Y la IA, tal vez.
Se traga un gruñido y se masajea las sienes con los pulgares, pensando que, si se hubiera quedado abajo, con los demás, al menos se habría tenido que ocupar de esto más tarde.
Julia fue instalada en el sistema central de la casa cuando Edward tenía once años y, crédulamente, en ese momento pensó que, como se mostraba en los comerciales de TV, la Inteligencia Artificial contribuiría a hacer su vida más sencilla, pero, si Trisha dejó algo en claro mientras Adler descargaba el programa en la matriz, fue que no sería así: tanto él como Al tendrían que hacerse cargo de sus propios desastres, por lo que le pidió a su esposo, con algo parecido a la jactancia en la voz, que programara a la IA para ocuparse sólo de cosas verdaderamente necesarias. Así que, esa misma noche, cuando Edward rompió un vaso con leche, accidentalmente —o, quizá, sólo para poner a prueba la tolerancia de su madre— durante la cena, tuvo que pararse e ir a buscar la aspiradora al armario él mismo, acosado por la risita burlona de Alphonse.
Mientras observa los restos de la taza y la gran mancha pegajosa de café en el suelo, tiene una extraña sensación de deja vu. En un hogar menos estricto que el suyo, el desfile de bots limpiadores ya se habría encargado de esto y ni se habría enterado.
—No pudiste avisarme cuando ocurrió, ¿cierto? —Despotrica.
—Lo hice —contradice la IA, sonando casi ofendida.
Hay tres tipos de Inteligencias Artificiales en el mercado: la primera es la Estándar, un asistente virtual programado básicamente en todos los electrodomésticos y máquinas, sin sintetizador de voz, sólo capaz de mostrar las preguntas básicas programadas en su sistema en la pantalla de control —las cuales suelen ser el equivalente a esa vieja jerga de los genios de las lámparas maravillosas: ¿qué desea mi amo? Algo que siempre le ha parecido grotesco… pero eficiente—, la segunda, es la IA 2.0 —grupo al que pertenece Julia—, que es un programa inteligente que puede descargarse en las matrices de los hogares para que se haga cargo de las funciones básicas de estos —y, prácticamente, de todo, en realidad—, pero no es más que una voz saliendo de un sistema de audio y un montón de comandos que se hilan a los de los productos Estándar para gobernarlos y hacerlos trabajar sin la necesidad de interactuar con un humano. También, poseen acceso a la red, por lo que sólo basta hacer una pregunta o petición para obtener una respuesta inmediata de ellos.
Los programas son tan avanzados, que crean la ilusión de convivir con un individuo sentiente real y están diseñados para adecuarse a su entorno, por lo que, desgraciadamente, Julia ha desarrollado cierta actitud sassy los últimos años —Trisha y Alphonse lo culpan por eso—. Es casi como tener una hermana incorpórea a su lado todo el tiempo.
Y el tercer tipo resultaría bastante incómodo si fuera el caso de Julia, ya que son IA 2.0 descargados en un cuerpo —denominado Maniquí—, que pueden moverse por ahí como personas normales, siendo difíciles de reconocer, a menos que se note la coloración amarillenta de sus irises —Edward y Alphonse pasaron un mal tiempo en la escuela siendo niños, gracias a sus ojos dorados, porque todos sus malditos compañeros creían, enserio, que eran Maniquíes. Edward tuvo que descalabrarse un día, jugando baloncesto, y sangrar como un condenado en el patio de juegos para que ¡por fin! Se dieran cuenta de que eran tan humanos como ellos. Vivir en ciudades como Central, donde la educación es impartida en casa por los IA, debe ser toda una bendición, pero en pueblitos como Rizenbul se sigue apreciando (exageradamente) la socialización—.
Los Maniquí también pueden hacerse cargo de las funciones básicas de una casa al conectarse a la matriz, pero, de igual manera, sus cuerpos les abren las puertas a otros ámbitos, por lo que son populares en múltiples campos, como los oficinistas, exploratorios y, más recientemente, el militar: la guerra de Ishval fue una pesadilla gracias a los Soldados Maniquí y a los Alquimistas Estatales, que resultaron ser una combinación mortal.
Edward está seguro de que, si Julia tuviera un cuerpo, lo estrangularía al dormir, porque sus personalidades son muy parecidas. Es una suerte que, en sitios como Rizenbul, esa tecnología siga viéndose con ojos entornados, aun en pleno siglo veintidós, sobre todo después de la masacre de Ishval, así que no tiene que preocuparse de que, mañana, su madre llegue a casa con un cuerpo sintético empaquetado, lista para entregárselo a Julia, que, cada vez que le hace el comentario a manera de broma, responde que le gustaría ser pelirroja.
—No te creo —protesta, sólo porque puede y, de inmediato, es golpeado en la cara con el destello blanco de un cuadro holográfico de bordes curvados que aparece de la nada, mostrándole una grabación de hace horas, donde se ve a sí mismo tropezándose con el borde del edredón mientras intenta ponerse los zapatos y peinarse al mismo tiempo, provocando que la mesita se agite y la taza se caiga.
Con estruendo…
Lo gracioso, es que no tiene recuerdos del evento en sí, sólo de una emoción: desesperación. Y tal vez de ese tirón de pelo que se dio por accidente con el cepillo y le arrancó un par de cabellos…
Escucha la quejosa voz de Julia diciéndole «Rompiste una taza» en la grabación y su propia voz, ronca, replicando «¡Después, no tengo tiempo!» antes de salir a toda velocidad de la recámara, masajeándose el costado de la cabeza. Se siente avergonzado ante sus propios ademanes y la cara se le pone roja. ¿Así de torpe es siempre? ¡Por supuesto que no!
— ¿Tienes tiempo ahora? —Le pregunta Julia, desactivando el holograma, y Edward le hace un gesto grosero con el dedo a ningún rincón de la habitación en particular, porque la IA está en todas partes y lo presencia todo, así que no importa—. Qué maduro —bromea ella y, por millonésima vez, Edward se recuerda hacer algunos cambios en su sistema: Julia es una consciencia artificial equivalente a una mujer de veinte años, porque Trisha pensó que ir cambiando su edad conforme ellos crecían sería más cómodo para él y Alphonse, pero quizá una persona de más edad le causaría menos problemas (y se burlaría menos de él).
Luego, se imagina teniendo dos mamás y decide olvidar la reprogramación una vez más.
—Deja de molestar —exige con voz potente, yendo hacia la persiana para quitar la chaqueta del soporte y colocarla en la silla frente a la puerta cerrada del armario, antes de sacar la bota del cesto de basura que, por suerte, está vacío: hubiera sido una desgracia arruinar la piel sintética con yogurt o algo por el estilo. La coloca junto a su hermana gemela en el soporte para zapatos y va hacia el siguiente desastre.
Se acuclilla frente a los restos de la taza, contemplando el desastre de café endulzado que empezó a secarse hace un rato y dejó un rastro marrón en el suelo pajizo. La porcelana está rota en trozos tan específicos, que gracias a las luces encendidas puede ver el destello del filo en los bordes y estar seguro de que, si deslizara un dedo por ellos, terminaría con un profundo tajo en la piel.
Une las manos —Julia emite un ruido de protesta—, hay un destello de luz roja y, cuando coloca las palmas sobre los trozos rotos, estos vuelven a unirse en perfecto orden, desapareciendo cualquier desperfecto. Con la energía liberada, el café se evapora, desprendiendo un olor a granos quemados en el aire, y el suelo queda tan reluciente como antes. Toma la taza y la coloca en la mesita de noche, levantándose con un crujido de rodillas que lo hace gruñir. Demonios, necesita salir a correr más seguido: veintiún años y ya se está cayendo a pedazos… literalmente.
—Edward Elric —regaña Julia y él pone los ojos en blanco.
—Nadie me vio —le recuerda, como si tuviera que darle explicaciones.
—Yo lo hice.
—Dado que, la acción de ver se reduce al empleo de globos oculares y al procesamiento de los estímulos recibidos por ciertas regiones cerebrales, no, no lo hiciste, ya que careces de tales partes corporales, así que deja de quejarte —pide, tumbándose en la cama con suficiencia, sin preocuparse por quitarse la ropa o los zapatos.
El olor del pasto fresco del cementerio está impregnado en su ropa y, si se concentra lo suficiente, puede percibirlo. De nuevo, siente el estómago revuelto y tiene que cerrar los ojos, respirando hondo, para calmar la angustia que comienza a palpitarle en el pecho.
—Edward… —dice Julia, sonando casi triste, provocando que sienta un ramalazo de culpa.
Culpa es la única sensación que ha tenido desde que Hohenheim murió, así que no necesita más.
Aunque la IA carece de cuerpo, Edward ha pasado diez años conviviendo con ella y, desde que Winry se comprometió, la relación se estrechó, ya que pasa más tiempo en casa que antes, ahora que su única amiga tiene a una persona más importante que él en la vida con quien desperdiciar sus horas libres.
Pasa saliva, incómodo, y se remueve sobre el colchón, que se adapta a la figura de su cuerpo a la perfección, al igual que las almohadas bajo su cabeza, que nunca se llenan de grumos por más que las retuerza.
—Lo siento, ¿de acuerdo? —Murmura, rechinando los dientes.
Debe ser la única persona en la Tierra que se disculpa con un programa de computadora, pero no va a pensar en eso: Julia es quien está ahí cuando tiene ataques de pánico que no quiere revelarle a su familia, cuando no puede dejar de contemplar su brazo derecho y mover los dedos artificiales en el aire, intentando adivinar si en verdad son sensaciones suyas o si sólo son impulsos provocados por los cables conectados a sus nervios, cuando no puede dejar de ver a Alphonse mientras batalla con la vida, porque él se llevó la peor parte del accidente, aunque fue Edward quien perdió una parte de su cuerpo.
Suspira.
Ya pasaron dos años: debería haber dejado de pensar en esto a la menor provocación, pero es que el mundo ha estado tan loco últimamente, que no puede evitar concentrarse en el recuerdo de aquél día, en lo horrible y aterrador que fue, y preguntarse si tuvieron suerte en comparación a todas esas personas que fueron asesinadas en el golpe de estado en Central hace un mes.
Se pasa una mano por la cara, intentando calmar el interminable flujo de pensamientos dentro de su mente.
—No puedo creer que estén pensando en prohibir la Alquimia —es lo único que puede decir, tras un incómodo silencio.
Después del Día Prometido, se desató un terror general en la población de Amestris relacionado al uso de la Alquimia.
Aunque el motivo de la refriega sigue siendo confuso para muchos, sobre todo en las regiones más alejadas de la capital, Edward recuerda que, al principio, se pensó que el golpe de estado inició como una jugada de parte del coronel Mustang para llegar al poder. Todos los medios de comunicación alegaban que el desgraciado incluso tomó como rehenes a la esposa e hijo del Führer para usarlos como escudo, pero luego las transmisiones de drones desde Central se volvieron un revoltijo de interferencia y notas falsas. La siguiente noticia de fuentes medianamente confiables que se recibió en Rizenbul, fue que, en realidad, la culpa del ataque la tuvo Briggs, bajo el comando de la generala Armstrong, a quien Mustang intentaba frenar.
Mucha gente —soldados, en su mayoría— estaba muriendo durante el ataque, por lo que el comando central decidió usar un arma alquímica que nunca antes fue probada, lo que resultó en la casi muerte de todo el estado y, por ende, en PÁ-NI-CO total.
Por alguna clase de milagro —y no es que Edward crea en esas cosas—, la población sobrevivió al choque alquímico —que, muchos creen, estuvo relacionado al extraño efecto causado por el eclipse y esa cosa amorfa que se alzó en el aire, intentando alcanzarlo— y no hubo más bajas que las provocadas por el enfrentamiento armado.
Al final, se descubrió que el golpe de estado fue, en realidad, un intento de los altos puestos del comando para derrocar a King Bradley —quien murió— y colocar a alguien más en la silla del Führer, enfrentando a Mustang y Armstrong a propósito, usándolos como conejillos de indias. Para su desgracia, los confabuladores fueron capturados, exhibidos y sentenciados, por lo que el teniente general Grumman fue elegido como el nuevo líder de la nación… y una de sus primeras propuestas para calmar el temor de la población, fue una votación acerca de lo que debía hacerse para controlar la Alquimia.
Ya que sólo una minoría la practica en la actualidad, la mayoría votó por su prohibición y, aunque un congreso está tratando de decidir si es una sugerencia viable o no, lógica o no —mientras un montón de Alquimistas Estatales se encargan de reconstruir la ciudad, a lo que los que están en contra se hacen de la vista gorda y consideran una especie de remuneración por su sufrimiento—, por el momento, cualquiera que sea descubierto realizando transmutaciones será arrestado y multado, porque ante todo la seguridad —en verdad hay un eslogan así circulando en los medios: Edward tuvo que bloquear todas las notificaciones relacionadas a la Alquimia en su pulsera inteligente porque, cuando antes eran sólo noticias de nuevos descubrimientos y proyectos, después del Día Prometido sólo recibía quejas, propagandas y discursos de odio en contra de los alquimistas, algo que, siendo uno, resulta descorazonador—.
Edward quiere patearlos a todos, porque, a lo largo de los siglos, la Alquimia ha hecho más por la humanidad que la Ciencia: después de los desastres naturales, es la Alquimia la que se encarga de reconstruirlo todo en tiempo record y de eliminar los rastros físicos de lo ocurrido, fue la Alquimia la que permitió la mayor parte de los descubrimientos científicos y el avance en la medicina, ramificándose, en el Oeste, a algo tan increíble como la Alkahestria.
Piensa que este temor es irracional y que un solo evento malo no debe opacar todo lo bueno que hay detrás de la Alquimia.
Y, para ser honesto, detesta la idea de que le prohíban hacer algo que, sospecha, tiene en las venas, porque, ¿de qué otra forma sería capaz de hacer transmutaciones sin círculo? Nunca ha hecho una transmutación humana —aunque estuvo muerto unos minutos en el accidente, pero el prometido de Winry lo revivió con un desfibrilador en el deslizador médico: será padrino en la boda porque, por su culpa, se conocieron —, así que cree que debe ser algo que lleva dentro, una especie de don natural.
Alphonse no puede hacerlo —a pesar de que estuvieron en el mismo accidente, a raíz del cual, Edward descubrió su talento— y, hasta donde sabe, nadie en la familia Elric tampoco… así que debe ser algo en relación a los Hohenheim —si es que quedan vestigios de ellos en algún lado, porque, según Trisha, siempre fue Van, solo, desde el principio, sin padres, ni hermanos, ni primos, ni tíos…—.
Es una lástima que su padre muriera y no pudiera preguntarle.
Siente como si le hubieran dado un fuerte golpe en el pecho cuando piensa eso, porque lo enterró hace cuarenta minutos… lo sepultó… y nunca podrá verlo… y se llevó todos sus secretos a la tumba y… como ha ocurrido miles de veces desde que pasó, ve la imagen de su padre dándole la espalda antes de salir de la casa para nunca volver y comienza a asfixiarse: no importa cuántas veces estire la mano, jamás podrá detenerlo y, a partir de hoy, tampoco podrá volver a tocarlo, ni hablar con él, ni exigirle que le diga por qué se fue, dejándolos atrás como si no importaran… como si fueran nada para él…
—Estás sufriendo un ataque de pánico —informa Julia, tan servicial como siempre.
— ¡No me digas! —Exclama entre jadeos, llevándose una mano al pecho, tratando de luchar con el impulso de hiperventilar.
Conoce la mecánica de esto, por qué ocurre y cómo pararlo pero, cuando sucede, le es difícil procesar las cosas en tiempo real: su cerebro le dice que se tranquilice, que no hay peligro a su alrededor, pero el resto de su cuerpo se paraliza y sigue bombeando adrenalina a cada rincón, haciéndolo sentir como si le fuera a estallar el corazón.
La habitación comienza a dar vueltas ante sus ojos, las luces se vuelven demasiado intensas, haciendo que parpadee continuamente, intentando aminorar el fulgor, y el pecho le duele, vibrando como si tuviera un colibrí enjaulado entre las costillas.
Hay un botiquín médico instalado en todas las habitaciones, con una mascarilla de oxígeno disponible en caso de ser necesaria, así que Julia abre el panel en el muro y, envuelto en luz blanca y azul, Edward puede ver el surtido de inyectores hipodérmicos con diferentes medicamentos y, sobre la perfecta hilera de jeringas dividida por colores, la reluciente mascarilla transparente, que se mueve hacia adelante, sujeta entre dos ganchos de brillante acero quirúrgico, en un claro ofrecimiento.
Haciendo una mueca, porque es terco como una mula y tiene un orgullo delicado, se levanta de la cama y camina los tres pasos que lo separan del auxilio médico, tomando la mascarilla con dedos torpes y poniéndosela contra la boca y nariz, respirando hondo mientras mantiene los ojos cerrados, una mano apoyada en la fría pared. Poco a poco, sus pulmones dejan de contraerse y expandirse con exigencia y la presión en su cabeza disminuye. Entreabre los ojos y contempla los números en el monitor cardiaco junto al soporte de la mascarilla, pero no consigue darles significado, no aun. Se derrumba en la silla ovalada que tiene a lado y sigue concentrándose en respirar.
Dos años y sigue teniendo ataques de pánico. Dos años y su familia no lo sabe, porque los hizo creer que fue cosa de una sola ocasión tras la primera vez que ocurrió, desactivando las notificaciones médicas de su habitación en las pulseras inteligentes de Trisha y Adler, ya que el sistema de Julia las enviaba automáticamente cada vez que se abría el botiquín, con información detallada de lo que había pasado, qué lo detonó y que implementos se usaron para solucionarlo. También hizo prometer a la IA guardar silencio al respecto y ella aceptó, porque está programada para obedecer todas las órdenes dadas, aunque le advirtió que no podría hacer nada si era cuestionada directamente sobre el tema por Trisha o Adler ya que, como dueños de la casa, su lealtad está con ellos.
Edward se asegura de mostrarse fuerte y seguro ante su familia para evitar que hagan preguntas como esas, tanto a él como a la IA, que lo monitorea cada segundo del día que pasa entre las paredes de la casa.
Cuando se siente mejor, coloca la mascarilla en su sitio y el panel se cierra, iniciando el proceso de descontaminación, que se escucha en el interior del muro como un soplo de viento intenso.
Apoya las suelas de las botas en el borde de la silla y se abraza las piernas, dejando caer la frente contra las rodillas.
No puede creer que Hohenheim esté muerto y, menos, que duela tanto, cuando pasó años intentando convencerse de que su padre era una zona cero en su vida. Jamás pensó en la posibilidad de que se volviera algo literal.
—O—
Winry sube a la habitación para despedirse, dándole un beso en la mejilla y un abrazo apretado que le lastima las costillas. También hace el intento de echarle mano a su automail, porque se acerca la fecha de mantenimiento y es una loca que no puede contenerse y ser paciente, pero Edward se la quita de encima con facilidad.
— ¡Está bien! —Refunfuña ella, poniendo los brazos en jarras—. Pero me lo pagarás cuando tenga que ajustar los tornillos y recalibrar las conexiones —porque esa sigue siendo la parte más incómoda de todas, sin importar cuántos anestésicos le pongan: cuando pasa el efecto, siente el cuerpo adormilado y le cuesta trabajo volver a funcionar con normalidad. Los ojos de Winry se suavizan antes de que le ponga una mano en el cuello, a manera de caricia: tiene los dedos fríos, creando un contraste con el calor intenso del cuerpo de Edward, que sigue exaltado por la crisis de antes—. ¿Estás bien? —Le pregunta y, de inmediato, la cara se le pone roja de vergüenza.
No es un sujeto débil a quien deban hacerle ese tipo de preguntas y Winry sabe que detesta oírlas, por lo que intenta reducir el tono de preocupación al mínimo, pero, aun así, es incapaz de mantener la boca cerrada.
Desde el accidente, Edward ha tenido ciertos problemasemocionales, que van más allá de los ataques de pánico y, aunque está seguro de que su madre y padrastro sospechan de su existencia, sólo Winry está al tanto de qué tan graves y molestos son, porque también procura mantenerlos ocultos de Alphonse.
Ver a tu hermano menor calcinado hasta los huesos —de acuerdo, tal vez es una exageración, pero sí fue algo bastante feo—, en medio de un mar de fuego mientras tienes el brazo prensado entre un montón de metal caliente y sin poder hacer nada para ayudarlo, antes de caer en paro cardiaco por pérdida de sangre, te jode la cabeza y mucho.
Desde que pasó, Edward ha tenido que soportar pesadillas, crisis de ausencia —más emocionales que epilépticas—, arrebatos de carácter, la abrumadora sensación de ser incapaz de mantener a su familia a salvo y los desgraciados ataques de pánico, entre otras cosas en las que prefiere no pensar. Es difícil vivir de esa manera y cada día se vuelve más pesado que el anterior, pero también lo es admitir que necesita ayuda y dar el primer paso para pedirla.
Es curioso que el regreso de su padre le diera cierta tregua, porque desde que vio la imagen holográfica del hombre, moribundo, en la sala, su cerebro se siente adormecido, casi aletargado. Supone que, cuando pase algo de tiempo, las emociones llegarán rompiendo cristales…
Winry ha intentado convencerlo de que acepte la terapia psicológica que la compañía dueña de la aerolínea se vio obligada a ofrecerle a todos los involucrados — ¿sobrevivientes? — en la caída de la aeronave, pero Edward piensa que eso sería desplomarse todavía más bajo — irónico juego de palabras, ¿no?—, sobre todo cuando, a pesar de lo ocurrido, Alphonse ha conseguido seguir con su vida lo mejor que puede, yendo a las sesiones de reconstrucción como si fueran un paseo por el parque y no una hora de agonía dentro de una caja de cristal que recuerda un ataúd.
Winry frunce los labios y le pellizca el cuello, haciendo que se queje de dolor y le dé un manotazo para alejarla. Winry nunca fue una chica delicada, al contrario: crecer con ellos como hermanos la volvió resiliente.
—Lamento la muerte de tu padre, Ed —le dice, hablando en voz baja—. También siento la forma en que ocurrió: a todos nos tomó por sorpresa que volviera de esa manera. ¿Estás seguro de que no colapsarás en cuanto me vaya? —Suena a broma, pero no es divertido.
Edward ha colapsado algunas veces frente a ella, así que debe saber que no es gracioso, pero es la mejor forma de afrontar el tema.
—Estaré bien. Estoy bien —contesta, intentando convencerse antes que a ella—. No es… no es relevante. Nunca estuvo aquí. Es decir… fue horrible cómo murió, pero…
Winry sonríe, apenada.
—Deja de devanarte la cabeza —concede y los hombros de él se relajan—. Llama si necesitas algo, ¿de acuerdo?
Asiente, aunque sabe que, aun «necesitando algo», no llamará. No es tan frágil. De hecho, no lo es para nada. Y tiene a Al, cuya presencia basta para calmar cualquier ansiedad.
Winry le da una palmada en el hombro y sale de la habitación para reunirse con su novio, que espera por ella al pie de la escalera.
Un detalle que sí es divertido, es que, a pesar de que Landon Berg le salvó la vida aquél día, en realidad no son amigos, aunque se llevan cordialmente por Winry. Es extraño, porque no debería ser así, sino al contrario, pero Edward suele morirse de pena cada vez que están cerca y, seguramente, después de este día, más que antes.
Nunca ha sabido cómo dar las gracias sin sentirse en la obligación de remunerar a la otra persona, de equilibrar la balanza y, con Landon, se siente en deuda, de alguna manera.
Cuando la puerta se cierra, el aroma del perfume de la mujer se queda impregnado en cada rincón, ahogándolo, por lo que en cuanto escucha voces en el exterior de la casa, el ruido que los zapatos hacen sobre el camino de grava que decora el jardín delantero mientras los Rockbell se marchan, le pide a Julia que abra las ventanas y sale de la recámara para ir a la sala, donde se recuesta en el sofá junto a la silla de Al, que está mirando el televisor.
En la pantalla se reproduce un programa de cocina, área en la cual, sabe, su hermano no está interesado, por lo que entiende que Alphonse sólo está aparentando prestarle atención para no tener que interactuar.
Edward lo mira con atención, deslizando los ojos por su rostro que, a pesar de toda la podredumbre por la que ha tenido que pasar, tiene bordes suaves y está iluminado por una mirada dorada y serena, si bien, igualmente, un poco turbia dados los eventos de los últimos días. No hay cicatrices gracias a la reconstrucción, pero la piel sigue viéndose algo colorada y tersa, casi como la de un bebé recién nacido —los primeros días, cuando comenzaron a crearse las capas iniciales de piel tras la restauración muscular, los médicos tuvieron que cuidarlo mucho, para prevenir que pillara una infección—. Sabe que ya no duele que lo toquen tanto como al principio, pero, a pesar de eso, todos siguen teniendo cuidado con él y, si por Edward fuera, lo habría metido en una de esas burbujas médicas para resguardarlo de toda la mierda que el mundo sigue esforzándose por ofrecer.
Al se da cuenta de que lo mira y Edward se siente atrapado, por lo que separa los labios, queriendo dar una excusa, pero Alphonse sólo sacude la cabeza y sonríe. Si alguien en el mundo lo conoce mejor que Winry, es Al, así que no tiene dudas de que sabe lo que está pensando, viendo, sintiendo.
Al le toca la rodilla y Edward se estremece porque, por un instante, antes de quedar inconsciente en medio del infierno, vio el cuerpo destrozado de su hermanito entre las llamas y pensó que preferiría morir antes que tener que vivir sin él… Hoy, no puede protestar a pesar de las heridas que sufrieron: otros pasajeros no tuvieron tanta suerte.
—No puedo creer que papá se haya ido —dice Al, hablando en voz baja, porque Trisha y Adler están en la cocina, preparando la cena, a sólo unos pasos de distancia—. No puedo creer que ni siquiera pude hablar con él.
Edward pasa saliva y frunce los labios. Quiere decir lo mismo de siempre: se fue hace mucho tiempo, Al, ya deberías haberlo dejado en el pasado, pero, con el funeral tan fresco en la mente, estando en el sitio en donde su padre respiró por última vez, no puede abrir la boca.
Cuando Al era pequeño, solía hablar de Van con Trisha, quien le contaba historias del hombre, encantada, porque es el tipo de mujer que prefiere mantener la esperanza viva hasta el final, pero, poco a poco, las sonrisas de ella comenzaron a apagarse y dejó de contemplar con frecuencia la ventana principal de la casa, que permite ver a los visitantes desde que suben a la colina arboleada donde se encuentra. Edward cree que puede señalar con precisión el instante en que ella se dio por vencida, se quitó el anillo matrimonial del dedo, cuya luz LED se apagó, y decidió dejar de contarle anécdotas a su hijo menor sobre el Alquimista de la Luz, además de pedirle a la matriz de la casa —un comando estándar, antes de la instalación de Julia— que cerrara la puerta de la oficina de Hohenheim, impidiendo la entrada de cualquier persona que no fuera ella —aunque, en realidad, no importaba: desde la primera vez que los dejó entrar, Edward se aseguró de escanear y descargar cada tomo físico en su pulsera, por lo que no perdió información relevante sobre la Alquimia… sólo esa pisca de contacto con su padre que, para Al, significaba esperanza y, para él, una punzada de traición y ansias de venganza—.
Entonces, Al se rompió al no poder seguir hablando con Trisha y, tragándose su orgullo, Edward se convirtió en su oyente, obligándose, cada noche, a soportar las preguntas de su hermanito acerca de su padre — ¿En dónde estaba? ¿Qué hacía? ¿Qué le gustaba y que no? ¿Qué tipo de hombre era? ¡Como si Edward supiera! Para él, la única pregunta importante siempre fue ¿Por qué te fuiste? Aunque no toleraba restregarla en la cara de Al siendo niños, porque casi siempre conseguía hacerlo llorar—.
Conforme fueron creciendo, las pláticas sobre Hohenheim se volvieron ocasionales y distantes entre ellas. Luego, Trisha conoció a Adler e iniciaron una relación: la nueva presencia masculina parchó ese hueco de influencia paterna del que carecían y, aunque Edward se dio cuenta de que a Al le costó trabajo lidiar con esto al principio, el niño tenía un corazón tan grande, que no se negó a abrirlo para Adler, quien se lo ganó sin esforzarse demasiado.
Por otro lado… él sí que luchó por aceptar al novio de su madre. Nunca fue déspota con Adler, nunca trató de hacerlo sentir fuera de lugar dentro de la familia, por el bien de Trisha, pero, desde el principio, no pudo evitar tratarlo con cierta frialdad e indiferencia y, sólo para probar un punto, comenzó a ocupar el sitio de Hohenheim en la mesa, ese que Trisha dejó vacío por años. Si ella pensó que su comportamiento era exagerado o ridículo, no se lo dijo y Edward se contentó con eso.
Adler nunca intentó remplazar a Hohenheim y, después de la boda, cuando ellos ya estaban acostumbrados a él y se llevaban bien, hizo el comentario de adoptarlos legalmente en una sola ocasión… que bastó para que no volviera a hacerlo después de que Trisha soltara un rotundo y seco no. Edward nunca quiso saber su motivo y, si Al sí, jamás lo expresó.
— ¿Qué crees que le haya pasado? —Insiste Al después de un rato, mirando a Edward a la cara casi con desesperación, mientras él guarda silencio, perdido en sus recuerdos—. ¿Crees que estuviera enfermo? Un segundo se veía tan joven y al otro…
Edward cierra los ojos cuando la imagen de su padre decayendo en menos de un minuto le asalta la mente. No quiere pensar en eso. No quiere verlo. Fue… espantoso.
Traumático.
—No lo sé, Al —Trisha se negó a una autopsia, sobre todo después de que los médicos sugirieran un millar de estudios e hicieran alusión a que sería el descubrimiento de la historia y tiñeran a Hohenheim de espectáculo mediático.
Internamente, Edward estuvo de acuerdo con ella, porque a nadie le agrada la idea de que un miembro de su familia se convierta en un ratón de laboratorio, muerto o no. Y era su padre, por Dios…
Al lo observa con reproche.
—No te interesa, ¿cierto? —Pregunta, con algo parecido a la ponzoña en la voz.
Al nunca le había hablado de esa forma. Se siente atacado y, aunque trata de entenderlo, por el día que tuvieron que enfrentar, no puede evitar el dejo de dolor.
—Al… —empieza, pero Trisha lo interrumpe, entrando a la habitación con actitud resignada, para decirles que la cena está lista.
La mujer se coloca detrás de la silla de Alphonse para deslizarla hasta la otra habitación, pero Al pone mala cara y, con esfuerzo, se levanta, haciendo caso omiso de la protesta de Trisha. Edward y su madre lo ven partir con dificultad y, cuando se quedan solos, intercambian una mirada.
Los ojos de ella tienen cierto aire vacío que hace que se sienta como si mirara los de un cadáver. Después de hoy, no quiere pensar en gente muerta y menos en relación a su madre, así que pasa saliva y evita el contacto visual, fingiendo interesarse en el programa de cocina que sigue reproduciéndose en la delgada pantalla del muro —¿Quién demonios sigue quemando cosas al cocinar en este siglo, por todos los cielos? ¡Los hornos hacen todo el trabajo!—.
Trisha se aclara la garganta, sin dejar de mirarlo.
— ¿Ed? —Pregunta, tentativa—. ¿Cena? —Hace un gesto con las manos, señalando la cocina.
—En realidad, no tengo hambre —no es mentira, al menos.
Trisha frunce los labios, infla el pecho como si fuera a regañarlo, pero desiste y se marcha, dejándolo solo.
—O—
Cuando el resto de la familia se va a la cama, él se queda en la sala, con los ojos fijos en el televisor, aunque lleva horas sin comprender lo que se transmite e, incluso, tienen que pasar algunos minutos antes de que se dé cuenta de que Julia ha activado el sistema de limpieza de la casa, haciendo que los bots salgan de sus compartimientos camuflados en el guardapolvos de las paredes para que aspiren el suelo, encendiendo el lavaplatos en la cocina y los aspersores en el jardín delantero y el patio de atrás. Los cristales de las ventanas se llenan de un vaho espeso que proviene de ventilas en techo y suelo y, cuando se evapora, los cristales están brillantes y las persianas se mueven automáticamente para cubrirlos, cegando el exterior. La luz del pórtico disminuye su intensidad, cambiando de una tonalidad amarilla a una azul y tenue, y las luces del techo de la sala se apagan, encendiéndose las de las mesitas a ambos lados del sillón, con un fulgor más bajo y menos molesto para sus ojos.
—Sigo aquí, ¿recuerdas? —Protesta, masajeándose el cuello con agotamiento, sólo porque está harto del silencio a su alrededor que el ruido de la TV no consigue mitigar del todo.
—Dado que la acción de Recordar implica el proceso de recuperación de estímulos almacenados en ciertas áreas del cerebro, del cual carezco, no, Edward, no lo recuerdo —responde la IA, en una obvia parodia de su discusión de la tarde.
Edward observa el techo con mala cara, aunque, técnicamente, no es ahí donde ella se encuentra.
—Dije que lo lamento —le recuerda—. ¿Por qué todos están en mi contra hoy?
—Dado que estar en tu contra implica cierto sentimiento de animadversión de mi parte hacia tu persona y yo no… —pero la IA guarda silencio cuando un ruido extraño y mecánico suena bajo el sillón donde Edward está sentado. Extrañado, se inclina para tratar de descubrir de qué se trata, pero no puede, ya que la máquina aspiradora sigue bajo el mueble—. Es el bot número cuatro —informa Julia, dejando su queja en el aire—. Hay un objeto atascado en la turbina lateral derecha.
El bot, con aspecto de disco, sale de su escondite y, cuando lo ve aparecer, Edward tiene la impresión de que luce como una mascota en problemas, porque mueve la cara delantera de derecha a izquierda, como buscando a quién pedirle auxilio. Lo sujeta con ambas manos y lo levanta, volteándolo para ver la parte inferior, donde se encuentran las tres turbinas que se encargan de recoger, triturar y guardar la basura para después desecharla en el compartimiento de reciclaje, en el patio trasero.
Cuando ve el objeto que impidió que la máquina siguiera funcionando como las demás a su alrededor, el corazón le da un vuelco en el pecho: entre dos aspas que se agitan en un vano intento por seguir girando, está el anillo matrimonial de Hohenheim —lo sabe porque es más grande que cualquiera que su madre pueda usar y, si Adler hubiera perdido el suyo, ya le habría pedido a Julia que lo localizara—.
Pasa saliva, conteniendo el aliento y, con cuidado, toma el objeto de entre las aspas que, de inmediato, comienzan a dar vueltas, emitiendo un zumbido. El Bot4 rechina, como exigiendo que lo bajen para poder seguir con lo suyo, y Edward lo coloca descuidadamente en el suelo, donde, apresurado, comienza a moverse de un lado a otro antes de volver bajo el sillón, para continuar la labor durante la que se estancó.
Edward coloca el anillo en la palma de su mano y la levanta en el aire.
— ¿De quién es esto? —Inquiere y Julia, con la misma voz de antier, responde Van Hohenheim, provocándole un fuerte escalofrío y una noción de deja vu.
Quiere soltar el anillo, dejarlo caer al piso y que, con un poco de suerte, las aspas de algún otro bot sean lo suficientemente fuertes para triturarlo y desvanecerlo, pero, al mismo tiempo, no puede evitar cerrar los dedos alrededor de la delicada pieza de tecnología.
Los anillos matrimoniales son capaces de almacenar toda la información relacionada a una pareja, desde la fecha de la unión, pasando por vídeos de eventos memorables, hasta expedientes médicos, contactos y, sobre todo, mensajes, de texto o visuales, intercambiados entre los miembros. A diferencia de una pulsera inteligente, que puede contener información similar, los anillos son completamente privados para la pareja, así que sólo Trisha, con su propio anillo, puede acceder al contenido de ambas piezas ahora que Van está muerto, por lo que el objeto carece de valor para Edward quien, sin embargo, no puede dejar de sostenerlo, con la mirada fija en un punto muerto y el pulso acelerado.
—Estás sufriendo un… —Julia suena distante.
—Ya… ya sé… —la interrumpe.
El panel médico de la sala de estar, más grande que el de las habitaciones personales, se abre y Edward quiere mandarla al carajo, pero está tan agitado, que no puede. Se recarga en el respaldo del sofá y se concentra en respirar hondo por su cuenta, aferrando el anillo hasta que los bordes cuadrados de la cara superior se le encajan en la palma de la mano, haciéndole daño.
Mientras mantiene los ojos cerrados, sumergido en el pánico, es como si Hohenheim sostuviera su mano, lo que vuelve todo peor.
Cuando la pareja usa los anillos, están encendidos con luz, las iniciales de ambos resplandeciendo en la diminuta carátula cuadrada donde también se almacena la información, pero, cuando uno de ellos se lo quita o muere, el anillo se apaga automáticamente, ya que también se encarga de registrar las funciones vitales del usuario: el anillo de Hohenheim está apagado, obviamente.
Respira profundo, conteniendo el aliento todo lo que puede, hasta que se siente capaz de dejar de hiperventilar. Exhala despacio, con el rostro cubierto de sudor frío, y deja el anillo en la mesa de centro, donde, seguro, Trisha lo encontrará mañana. Se levanta, tenso, y camina hacia las escaleras. La IA se encarga de apagar el televisor y las luces.
Termina de subir los peldaños cuando, sin ser consciente de que su cerebro está enviando la orden a sus extremidades, gira sobre los talones y baja otra vez. Las luces se encienden y casi tropieza con un bot, que, en represalia, choca contra su zapato dos veces antes de seguir aspirando —al parecer, Julia les ha contagiado su personalidad bélica—. Toma el anillo y lo levanta frente a su cara para verlo con detenimiento, la T y la V resplandeciendo juntas a pesar de que el objeto carece de luz propia.
Con la pieza bien sujeta en el puño, va a su habitación, la oscuridad expandiéndose a sus espaldas mientras, con cada paso hacia adelante, luces se encienden para mostrarle el camino.
—O—
En los días siguientes, no es capaz de mencionarle a Trisha el anillo, que descansa en el cajón de su mesita de noche, y tampoco a Alphonse, que sigue huraño con él e, incluso, le pide a Adler que sea él quien lo lleve a sus sesiones en la clínica, cuando, desde que la pesadilla comenzó, ha sido Edward quien ha estado ahí para él. Eso lo lastima como nadie se imagina, porque se asegura de no dejarlo ver.
Winry se encarga de hacer la recalibración del automail lo más dolorosa posible y, cuando le pregunta, por milésima vez, si quiere usar la resina que hará que el metal luzca como carne humana, le dice, por milésima vez, que no, ante lo que ella frunce los labios y se contenta pellizcándole las mejillas.
No necesita fingir que no perdió un brazo, no necesita aparentar que el miembro es real, porque sabe que no es así, así que, ¿por qué ocultárselo a los demás? Rush Valley sigue siendo un pueblo enloquecido por las prótesis mecánicas y, ahí, todo el mundo usa la suya con orgullo, sin cubrirla o hacerla pasar por otra cosa, ¿por qué él no puede hacer lo mismo en Rizenbul?
Cuando sale del taller de las Rockbell, se encuentra con un niño de nueve años, acompañado por su madre, ansioso por la nueva capa de resina que Winry colocará en su pie derecho para hacerlo parecer humano y, mientras se marcha, siente el estómago revuelto.
Él sigue siendo bastante humano a pesar del automail grisáceo, gracias.
—O—
Tres meses después del fallecimiento de Hohenheim y cuatro luego del Día Prometido, el congreso por fin toma una decisión en relación al uso de la Alquimia y, cuando ve la noticia en la TV, casi se atraganta con el cereal que está comiendo porque, ¿qué carajo?
La Alquimia está prohibida y cualquiera que la practique será arrestado y trasladado a un campo de readaptación, donde será obligado a realizar trabajo comunitario bajo la vigilancia del ejército como penalización. Desde ya los Alquimistas Estatales pierden su certificación y el examen de titulación será cancelado; sólo aquellos con un rango superior al de mayor conservarán sus empleos, mientras que los otros, dedicados a la investigación alquímica, tendrán que buscar otra opción, quizá sustituir un campo con otro, ya que ahora, cosas como las quimeras, la piedra filosofal —el mito más grande de la historia, pero bueno— y las técnicas de transmutación, pasan a ser tabú.
Por primera vez en semanas, Alphonse intercambia una mirada con él, pero es una horrorizada, por lo que no se siente bien.
Un grupo de alquimistas ya ha iniciado una revuelta en Central, alegando que la prohibición va en contra de sus derechos humanos y, ¡rayos!, Edward quiere unírseles, más que nada para buscar pleito, porque la sangre le hierve en las venas como lava.
—No puede ser —es lo único que dice, mirando a los demás como si pudieran revelarle que todo es una pesadilla y que, cuando despierte, la Alquimia va a estar ahí, para él, como siempre.
Trisha se levanta y va hacia él para darle un abrazo.
—Oh, cariño —le susurra al oído.
El accidente ocurrió mientras Al y él viajaban a Central para tomar el examen de certificación de Alquimista Estatal. Apenas la aeronave despegó del puerto, una falla en el sistema la hizo estallar. Aunque se supone que todas las máquinas tienen mecanismos para prevenir riesgos, ese día, ninguno se activó y la nave se desplomó con doscientos pasajeros, entre ellos, los dos Elric.
Una vez pasada la terapia de Edward para acostumbrarse al automail y la sanación de Alphonse, el plan era no dejarse asustar por lo ocurrido y volver a intentar. Edward no quiso certificarse sin su hermano, por lo que siguió posponiendo tomar el examen, y ahora jamás recibirán el estúpido reloj de plata por culpa de los estúpidos miembros del ¡súper estúpido! Congreso y de toda esa gente —estúpida— aterrada de la Alquimia…
Trisha le da un apretón en la mano que significa claramente Nada de Alquimia para ti a partir de hoy: te quiero lejos de prisión y Edward se quiere morir, porque, no puede ser.
—O—
Los primeros meses sin Alquimia en el estado no son sencillos, pero Edward se las arregla para resistirlos, concentrándose en algo más.
Consigue empleo como programador de IA —porque siempre ha sido bueno con los códigos binarios y, prueba de eso, es toda la mierda que ha conseguido que Julia haga desde que la instalaron, porque está seguro de que ninguna IA puede decir groserías tan efectivas y al punto como ella y entender el sarcasmo de sus propietarios a la perfección— y Al decide comenzar un vlog en la red para gente que ha pasado por catástrofes similares a la suya y, sorprendentemente, se vuelve famoso, mostrando los progresos de su terapia, con más entusiasmo ahora que puede moverse por ahí sin la silla de ruedas —el bastón fue un cambio grandioso y todos están orgullosos de él—.
¡Pero…!
Edward nunca ha sido bueno acatando órdenes y agachando la cabeza ante una autoridad.
Si antes usaba la Alquimia sólo para entretenerse, completando experimentos en esto y aquello, estudiando una cosa y otra, ahora la usa para prácticamente todo, porque puede. Y todo en verdad es todo, algo que descubrió pensando que le gustaría cambiar el tono pajizo de su abrigo por uno más carmín y, apenas la idea llegó a su cabeza, se hizo realidad, la energía explotando entre sus manos sin siquiera tener que unirlas.
¡Diablos! Si no supiera que la piedra filosofal es eso, una piedra, y que es un condenado mito, como Xerxes, la nación que pereció en una noche, los círculos alienígenas en los campos de maíz o el Chupacabras, pensaría que él es una, porque, cielos, nunca escuchó de alguien que pudiera usar la Alquimia así, pero, lamentablemente, ahora no puede investigar si alguna vez existió una persona igual a él, porque las bases de datos sobre la Alquimia han sido retiradas de la red —por lo que no puede acceder a ellas ni ilegalmente— y los libros de su padre, descargados en la pulsera, no parecen contener información al respecto, aunque son una extrañamente bien nutrida biblioteca. No tiene idea de dónde diablos Hohenheim pudo conseguir ejemplares tan viejos como esos: algunos casi parecen escritos a la par del nacimiento de la Alquimia misma.
Y, por supuesto, tiene una curiosidad que alimentar si quiere averiguar porqué sus dones son tan peculiares. Piensa en preguntarle a Izumi, pedirle que averigüe algo con sus conocidos, pero, apenas responde la llamada holográfica y menciona la palabra Alquimia, ella le dice idiota, le exige que se mantenga lejos del ejército y sus campos de concentración y corta la conexión.
En las últimas semanas, muchos de los alquimistas que protestaron contra el ejército terminaron en los centros de rehabilitación, como mulas de carga para los militares, que no se cansan de exhibir sus métodos de contención en los noticieros. La mayoría de los amestrisanos están satisfechos con el resultado de la votación, pero gente como Edward está furiosa.
Hasta donde sabe, el único Alquimista Estatal que sigue rondando el comando central es el —recientemente nombrado— general de brigada Mustang, a pesar de que la ceguera, resultado del golpe de estado, le impide funcionar tan bien como antes. Su esposa lo acompaña a todos lados, al igual que su IA Maniquí, y Winry no deja de suspirar cada vez que aparece una noticia de ellos tratando de reconstruir las ruinas de Ishval —porque se ven tan lindos juntos, Ed—, aunque, para Edward, la escena recuerda más a un desvalido guiado por un lazarillo que un cuento de hadas de hace siglos.
Ok, está siendo un poco desalmado, pero no pueden culparlo: le quitaron su Alquimia en un jodido momento crucial, no tiene tiempo para ser considerado con las penurias de un hombre que tiene una gran mujer a su lado —plus un IA de última tecnología— asegurándose de que no se rompa el cuello mientras intentan ayudar a los ishvalanos, que siguen en situación de calle tras la guerra, sin alimentos y viéndoselas negras por el simple hecho de existir —también ha oído que la generala Armstrong se ha sumado a la causa de los ishvalanos e incluso instauró al desquiciado asesino en serie de Alquimistas Estatales, Cicatriz, como su consejero. ¿Quién diablos hace eso? A los militares se les zafó un tornillo hace mucho, pero, quienes antes odiaban al hombre por su barbarie, ahora lo apoyan porque Ley Anti-Alquimia y todo eso. Olivier Mira-Armstrong se las ingenió para mantener sus venas lejos de la inyección letal y ahora lo pasea por ahí como substituto del capitán Buccaneer, que pereció en el golpe de estado—.
Y, al mismo tiempo que pierde el sueño por dicha ley, tiene otra preocupación en mente: el anillo de Hohenheim. Si bien logra ignorarlo la mayor parte del tiempo, por las noches, antes de acostarse, no puede evitar abrir el cajón y mirarlo hasta que no puede seguir con los párpados abiertos.
Julia le dijo que el anillo de su madre está guardado en la caja fuerte de la familia, en el viejo despacho de Hohenheim, a donde se supone que nadie puede entrar.
Lo común, tras una separación, es que se saque la tarjeta de memoria de los anillos y se sustituya con la de la nueva pareja, lo mismo con las iniciales de la cubierta, en caso de contraer matrimonio de nuevo, pero, cuando Trisha se casó con Adler, decidió pedir un anillo nuevo y el de su unión con Hohenheim, lo almacenó para no volverlo a ver. Así de traumática fue la relación para ella.
Una tarde, pocos días antes de la boda de Winry, cuando mordisquearse las uñas por tensión le resulta insuficiente, le pregunta a la IA si el comando de la oficina sigue en efecto —para hackearlo—, pero ella le dice que no y que, si nadie ha entrado ahí desde que la instalaron en la matriz, es porque Al y él fueron unos tontos que no lo intentaron.
—Gracias, Julia —masculla con los dientes apretados, saliendo de la habitación, el anillo de Hohenheim en el bolsillo del pantalón.
Entra a la oficina —clínicamente limpia y desprovista de personalidad—, va hacia la caja fuerte, plantándose frente al ojo del sensor para que el láser pueda analizar su rostro —sólo los Elric pueden accesar a ella— y, cuando la puerta metálica en la pared se abre, descubre que, dentro, sólo hay una pequeña caja de cristal, a través de la que puede ver el anillo de Trisha, gemelo idéntico del que lleva entre la ropa.
Lo toma, con dedos temblorosos y, en cuanto los coloca juntos, ambos embonando como dos piezas de rompecabezas que se extrañaron durante años; las LED se encienden y una pantalla holográfica se desprende de las carátulas, mezclándose en el aire y revelando un montón de información.
Es la primera vez que juega con tecnología como esta —porque nunca ha estado casado, vamos— y no puede evitar tontear viendo la interfaz holográfica, personalizada con los gustos sencillos y minimalistas de sus padres —a diferencia del fondo que clama guerra de la interfaz de su pulsera inteligente—.
Hurga en el holograma y descubre vídeos de cuando Trisha y Van estuvieron juntos, marcadores en fechas importantes, como los nacimientos de Al y él —acompañados de un montón de grabaciones visuales y de audio— y, casi al final de toda la información disponible en las memorias de ambos anillos, una hilera interminable de… comunicaciones. Mensajes textuales —como si alguien siguiera esforzándose por leer en estos tiempos, aunque algunas van acompañadas de otro tipo de archivos adjuntos—.
Antes de marcar con el dedo la opción de Reproducir todo, duda, porque, ¿qué le importa a él esto? Y, por un momento, está a punto de desistir, pero ve la fecha del último mensaje intercambiado entre los dos anillos y el corazón le da un vuelco en el pecho, porque fue dos semanas antes del golpe de estado en Central, un mes y medio antes de que Hohenheim volviera a Rizenbul sólo para morir.
El holograma indica que, obviamente, no fue visto, lo que tiene sentido, ya que Trisha no ha tocado su anillo en años… pero se queda sin aliento cuando ve la hilera de mensajes previos y sus fechas, sus estados, y se da cuenta de que casi todos fueron abiertos e, incluso, contestados.
Sin pensarlo más, abre la primera nota, enviada por el anillo de Trisha al de Van semanas después de que este se marchara de casa. Piensa que va a encontrarse con un reclamo, pero no es así: ella simplemente le informó que Edward seguía negándose a beber leche, después de ver cómo la pobre vaca de la familia de Nelly era ordeñada contra su voluntad, y que Alphonse era cada vez mejor en su pronunciación. ¿Y a Hohenheim qué carajo le importaba eso, si los abandonó?
Abre los vídeos adjuntos y descubre que todos son de él y su hermano, haciendo una cosa u otra, y las respuestas que Hohenheim envió a ellos son del tipo ¡Qué impresionante! Y Trisha, no puedo creer que esos sean nuestros hijos, así que, ¿qué diablos estaba pasando entre ellos tras la separación? ¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué demonios…?
Con cada nuevo vídeo o mensaje, siente unas profundas ganas de vomitar. No ha llegado ni a la mitad cuando, a sus espaldas, oye un grito ahogado y el golpe seco producido por un objeto al impactar con el suelo. Mira por encima del hombro y se encuentra con el rostro, pálido, de su madre, que tiene la boca cubierta con las manos. Hay una cesta de ropa tirada en el suelo, prendas dispersas por todos lados como una avalancha de colores.
— ¡Edward…! —exclama ella, exaltada, cuando recupera la voz.
Él sólo se da la vuelta y le muestra la unión de los dos anillos, ladeando la cabeza en un rictus de consternación.
— ¿Todo este tiempo estuviste en contacto con él y no nos lo dijiste? —Es lo único que puede preguntar.
La luz que entra por la ventana a sus espaldas ilumina el rostro de Trisha, descompuesto por la sorpresa y, por el ángulo en el que se encuentra parada, crea la ilusión de una cara desconocida, con una mitad sumergida en sombras y la otra, tan brillante que es difícil distinguir rasgos… o quizá es sólo que, por primera vez en veintiún años, se siente como si no conociera a esta mujer.
—O—
Una forma de justificar esto es… Star Trek. Quienes ronden mi página sabrán lo mucho que me gusta y lo influenciada que me tiene.
¿Por qué Roy siempre está casado en mis historias? Porque hay algo hogareño en el hombre… no es cierto, es culpa de la insistencia de Maes, en realidad.
¿Julia es Julia Crichton? Sí, sí lo es.
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