Un Príncipe Perfecto
Invasión
"Y otra vez estaba aquí, inmersa en sueño vacío…
Sí, un sueño.
Es como una de esas veces que estás soñando, y te das cuenta de ello. Por mi parte, lo descubro porque todo es hermoso, irrealmente hermoso.
Aún así, no quisiera despertar.
Parecerá patético e ilógico, ya que después de todo resulta… ¿vacío? Si, esa es la palabra.
Un sueño vacío.
Pero a mi no me importa. Podría pasar años inconsciente y sumersa en este abismo de oscuridad y hermosura, y seguiría sin importarme. Jamás dejaría de importarme vivir en este mundo.
MI mundo.
Esta creación que no puede ser invadida. Aunque después de todo, ¿qué es en realidad una invasión? Si lo describiéramos como una irrupción a un espacio privado, entonces supongo que…"
-¡Isabella!-
"… sí, podría ser invadida"
" Y justo en esta invasión es donde me doy cuenta que existe una realidad.
Una realidad de la que no quiero ser consciente; de la que quisiera desaparecer por completo y no volver a tener noticia de ella. No obstante, debo aceptar esta realidad.
MI realidad…"
Isabella Swan Florit, una joven dama con mucho potencial artístico y literario, es una joven dama que ha sido víctima de una "invasión".
Esta chica de 17 años, poseía una cabellera castaña hasta media espalda siempre acomodado en ondulaciones. Tenía unos ojos de un café chocolatoso que podrían atraer a cualquiera. Era alta, mucho más que el promedio de las chicas de su edad, lo cual agradecía infinitamente, ya que su madre le prohibía usar tacones; más que una prohibición, era una gratificación para la chica. Tenía un buen cuerpo, un poco delgado para su madre, que le decía que así no llenaría los vestidos con las "medidas perfectas"
La joven Isabella, lentamente iba abriendo los ojos. Cuando terminó de desperezarse vio al invasor que tanto odió segundos atrás… ese invasor que era mejor conocido para Isabella como "madre".
No obstante la castaña no usaba ese término con ella.
Amelie Reneé Florit era la gran reina de Imperio francés, motivo por el cual Isabella no debía "igualarse", sino que se refería con sumo respeto. En ocasiones.
La reina Reneé era hermosa si la veías con naturalidad; de ella el cabello y altura de su hija, sólo que sus ojos eran más claros, pero aún así, hermosos. Claro que nadie lograba ver esos atributos naturales, debido al exceso de maquillaje y a los trajes exuberantes.
A pesar de toda le belleza escondida que lograra tener la reina, Isabella le tenía cierto desagrado, producida por todas aquellas irrupciones o invasiones a sus meditaciones.
- Pero ¿por qué aún estás en cama? ¿Aún no han venido a arreglarte? ¡No lo puedo creer! ¡Madeleine!- La reina solía ser muy gritona si de la princesa se hablaba. No podía concebir que fuera tan… "bárbara e imprudente" como ella solía decir.
La sirvienta principal de la princesa, Madeleine, llegó muy apurada, al encontrarse con la reina se inclinó y después se dispuso a vestir a la menor.
-Puedo vestirme sola- renegó Isabella ante la acción que estaba realizando su sirvienta.
-Puedes, más no debes. Eres de la realeza, además, para eso sirven las sirvientas- agregó esto último con una mirada desdeñosa a la apurada Madeleine.- ¿Y por qué no estás aprendiendo a tejer? Así nunca complacerás a tu esposo.- este es un comentario que de ninguna manera Isabella pasaría por alto.
-En primera, todavía no estoy casada; y en segunda, ¿para qué aprender? Después de todo para eso están las sirvientas.- Agregó con una sonrisa burlona asomándose por su cara. La reina salió de la habitación, no sin antes dedicar una irada de reproche a su hija.
Isabella podría mostrarse así ante su madre, después de todo quién más para hacerla enojar. Pero detrás de esa sarcástica e irónica máscara utilizada con la reina, Isabella en realidad era una chica tímida que se inmovilizaba al primer contacto social.
El día iba transcurriendo con normalidad; todo iba bien, hasta que se escuchó un carruaje arribando al castillo. Uno de los sirvientes fue a recibir y…
-¡Isabella!- otra invasión…
