El Príncipe Caído
Atronadores aplausos y ensordecedoras campanadas colmaban el aire en la capital homónima de Lordaeron mientras caían innumerables pétalos de rosas, los cuales poco a poco pavimentaban el camino al gigantesco pórtico de cobalto que daba paso al estrecho camino que conducía a la amplia del trono. Aquel pasaje era de un lujo inmenso, estaba vigilado por imponentes estatuas, y gran parte de la población observaba desde los inmensas terrazas que hacían las veces de techo.
Pero nada de eso, absolutamente nada, le importaba ahora a nuestro bien amado príncipe, pues únicamente escuchaba los susurros de su espada rúnica, Frostmourne. La cual le había robado el alma, y con ella, cualquier rastro de humanidad y de emoción que hubiera en ella. Ya no sentía amor alguno por sus subordinados, ni respeto por la Luz, únicamente sentía la gélida caricia de la muerte.
-¿A quién amas?- Inquirió repentinamente la brutal espada, con una voz tétrica y oscura cargada de odio apenas contenido.
-A nadie.- Respondió secamente el príncipe sin apenas dudar, no era la primera vez que oía aquella cuestión de ella.
Le satisficiera o no la respuesta, los murmullos cesaron durante unos instantes realmente breves, pues la espada lo conminaba a acabar con el cometido que le había sido impuesto, y por el cual había viajado desde tan lejos, desde las costas de Rasganorte, donde la Luz no tenía poder alguno y su nuevo maestro reinaba supremo por encima de todas las cosas.
Con el yugo de la espada ligeramente aflojado, aunque fuera efímeramente, fue consciente de la lluvia carmesí, la cual había pasado desapercibida para él hasta ahora, extrañado cogió un pétalo y se detuvo brevemente a observarlo, sólo para ver como se pudría y se deshacía en sus manos, tal y como había sucedido con todas las cosas que él había amado.
-Jaina...- Pensó durante apenas una céntesima antes de que los susurros de la maligna hoja volvieran con ímpetu renovado.
Prosiguió su camino, de nuevo ajeno a los vítores de los inocentes ciudadanos de Lordaeron que aclamaban el retorno de su príncipe, de su...salvador. Los pobres no sabían lo que se les venía encima, si tenía intención alguna de salvarlos, era de la esclavitud de la vida, para que pudieran servirle eternamente en la muerte.
Al llegar a la puerta la abrió con fuerza desmesurada, dando un sonoro portazo, violando todas las clases de protocolo que su padre se había molestado en inculcarle de joven. Parecía que el estruendo tuviera como propósito ensordecerle ante las últimas dudas que pudiera albergar su mente. Las cuales por desgracia, eran totalmente inexistentes. Su devoción a la causa era completa.
Los dos guardias encapuchados que le acompañaban, en completo sigilo y sin emitir sonido alguno, olvidados por la conglomeración, sonrieron siniestramente. El Rey Exánime estaría complacido, realmente complacido, pues su nuevo pupilo cumplía de sobra sus más altas expectativas, habían hallado un terrible y poderoso nuevo aliado.
Tras la ornamentada puerta se hallaba la majestuosa sala del Trono de Lordaeron, totalmente redonda y rodeada por imponentes balcones, la sala era un icono en sí de la opulencia y el poder de Lordaeron y su rey, en el suelo se hallaba grabado en la dura piedra el emblema del reino, así como en los numerosos estandartes que plagaban la instancia.
Su padre, el Rey Terenas, le aguardaba postrado en el ornamentado trono dorado que a partir del día de hoy pasaría a ser suyo, se le conocería a partir de ahora como el Rey Arthas, y su reinado no tendría fin. Se inclinó ignorando las palabras que le dedicaba su anciano padre, después de todo estaba a punto de asistir a su funeral y debía presentar sus respetos.
Tras aguardar unos instantes se dirigió con paso firme a su ahora aterrorizado padre, inclemente, alzó la hoja de su espada mientras miraba fijamente sus ojos desorbitados por el miedo.
-¿Qué estás haciendo hijo mío?- Inquirió por última vez.
-Destronándote...padre.- Dijo finalmente mientras atravesaba con la hoja el pecho de su noble progenitor, el cual tristemente jamás pudo pensar que acabaría sus días así, a manos de lo que más quería en este mundo.
La sangre salpicó el inmaculado trono y la corona salió despedida al suelo, donde uno de sus cuernecitos se partió para siempre. El pánico corrió en las calles nada más saberse la noticia pero nada pudo salvar a la plebe de la purga de Arthas, cuyo ejército de no-muertos esperaba en los lindes de la ciudad. Hombres, mujeres y niños, todos masacrados ante la impía furia de su príncipe.
En único día hundió en el fango el reino que su padre había levantado en cincuenta largos años.
Él mismo asesinó a todo y todos aquellos a los que había amado...
Y sigo sin sentir remordientos, ni vergüenza, ni piedad.
