Falkenhorst

No supo en que momento se convirtió en una fugitiva que buscaba desesperadamente salvar su vida. Su padre, en sus últimos intentos por mantener la cabeza en alto, la ha enviado en un buque de carga rumbo a America. Entre sus escasas pertenencias, se encuentran sus documentos, aquellos que cuentan la historia gloriosa de la familia, joyas, algo de ropa de ella y de su futuro marido y lo más valioso: el heredero de la familia, porque esta embarazada y casi segura de que su futuro hijo, será un varón.

Ahora no hay esperanzas de regresar y recuperar su estatus, su casa fue saqueada y no pudo evitar recordar la forma en que los judios fueron perseguidos, pero ellos lo merecían, todavía esta segura de eso. No se arrepiente de haber participado en los campos de concentración, esta orgullosa de cada castigo, insulto y de las muertes.

Pronto, cuando Alemania se levante de nuevo... su apellido recobrara la gloria. O, al menos, eso creía ella.

La ansiada redención jamás llegó, los años se fueron entre vicios y prostitución, jamás se atrevió a tocar las joyas que valían una fortuna, las protegió más que a su hija, la cual fue decepcionante desde el momento mismo en que nació. La odiaba y se lo repetía a menudo, ansiaba su muerte. Deseó deshacerse de ella cada que la comida escaseaba, cuando la escuchaba llorar y sabía, sin pensarlo mucho, que ella sería una decepción con la que tendría que cargar toda su vida. No tuvo otro hijo por no ensuciar su linaje, igual le prohibía a ella tener pareja y la encerraba en casa como a un animal. Sin embargo, nada fue suficiente para mantenerla lejos de esos actos pecaminosos que detestaba. Un día, después de analizarla con cautela, se dio cuenta de que estaba embarazada y ni los golpes pudieron evitar que el niño llegara al mundo. Del padre ya no se supo más. Solo estaban conscientes, ambas, de que el engaño estuvo siempre a la vista pero las ganas de escapar le impidieron verlo.

Cuando el pequeño nació, el animo de la mujer mejoró enseguida, era un niño sano y fuerte. Tenía los ojos de su abuelo, su color de cabello inconfundible, era el heredero que a ella le fue negado. Lo amó de una forma sucia desde el primer momento que lo tuvo en sus brazos y se aseguró de mantenerlo cerca de ella. Con el paso del tiempo los rasgos fuertes de su familia se fueron haciendo presentes en su rostro, era un niño serio, dedicado a los estudios.

Un niño que vivía en el infierno.

Desde que tuvo uso de razón, tuvo que luchar contra el evidente rechazo de su madre alcohólica y con los maltratos proferidos por su abuela, había ocasiones en que llegaba la escuela sucio y harapiento, con las marcas frescas de las golpizas que recibía. Su abuela, solía atormentarlo, no sólo físicamente. También le contaba historias sobre demonios que vivían bajo su cama. Solía decirle que llegaría una noche, cuando estuvieran demasiado hambrientos, en que lo arrastrarían al infierno para devorarlo.

Atormentado por la realidad y sus fantasías, casi no lograba conciliar el sueño, creció para convertirse en un muchacho delgado. Tenía quince años cuando su madre escapó con un hombre, la ultima vez que la vio, ella le dijo que algún día, el debería hacer lo mismo.

Su partida no fue motivo de tristeza, creyó que eso serviría para mejorar su situación, pero no fue así. Sin su madre, su abuela solía descargar todos sus pesares en él. Los golpes empeoraron hasta que ella descubrió una utilidad para su nieto. El joven era la viva imagen de su abuelo, tenía su misma mirada nostálgica y su voz. Aunque era todavía muy joven, el parecido era excesivo y su abuela no quiso desaprovechar la oportunidad. Aprovechándose de la vulnerabilidad emocional del menor, terminó forzándolo a convertirse en su amante. Lo asaltaba cada noche como parte de una rutina macabra y despertaba a su lado cada mañana tan solo para recordarle las atrocidades que lo obligaba a cometer.

Cuando creía que no podría más y el odio fue nublando su buen juicio, descubrió la única solución a su problema. Ya habían pasado dos años, su madre no regresó, y no podía hablar de su crimen pues creía que también era culpable. Nadie más podía ayudarlo.

La escena grotesca de sus bajos instintos, lo hacía sentir sucio, sus manos no lograban olvidar el tacto reseco de la piel arrugada y sus fosas nasales estaban impregnadas del aroma fétido mezclado con retazos de alcohol. Podía sentir la encía desdentada deleitándose con su piel, aun mientras intentaba dormir, y sus manos ásperas deslizándose por su cuerpo, manchándolo con su suciedad.

La noche en que todo acabó, mientras ella se movía en lentos vaivenes sobre su cuerpo delgado, él por primera vez en muchos años, le sonrió con malicia. La anciana había visto esa sonrisa en otro lado y se dejó llevar por el éxtasis de la situación, por su valor alimentado por el vodka. Ni siquiera fue consciente del momento exacto en que el cuchillo se enterró en su abdomen, desgarrándose la carne por causa de sus movimientos. El menor sintió la sangre correr sobre sus muslos, era cálida, casi reconfortante. Sus dedos se atrevieron a tocar la carne expuesta,

¿Por fin todo había terminado?

Con un movimiento brusco se la quitó de encima, vio como el cuerpo inerte cayó al piso sin oponer resistencia. Ella alcanzó a hablar, pero no se detuvo a escuchar lo que tenía que decir. Luego sin perder tiempo, le prendió fuego al departamento y se recostó bajo la cama, como lo hacía cuando estaba solo, en espera de los demonios que debían arrastrarlo al infierno.