Esta es una adaptación del Libro "Algo Prestado" de Emily Giffin, con los personajes de mi Saga favorita.

Todos los personajes son propiedad de Suzanne Collins.


Capítulo 1

La primera vez que pensé en mis treinta años estaba en quinto curso. Delly, mi mejor amiga, y yo encontramos un calendario perpetuo en la parte de atrás del listín telefónico, donde se podía mirar cualquier fecha del futuro y, utilizando la parrilla, determinar qué día de la semana sería. Así que localizamos nuestros cumpleaños del año siguiente, el mío en mayo y el suyo en septiembre. El mío era un miércoles por la noche, un día de escuela; el de ella, un viernes. Un triunfo pequeño, pero típico. Delly siempre tenía suerte. Su piel se bronceaba más rápido, el pelo se le ondulaba con más facilidad y no necesitaba llevar aparato para los dientes. Su moonwalk era superior, igual que sus ruedas y sus volteretas hacia delante (yo nunca conseguí hacerlas, jamás). Delly tenía dos agujeros en cada oreja y un hermano; aunque solo fuera un chico, era mejor que ser hija única, como yo.

Pero, por lo menos, yo tenía unos meses más que ella y, en eso, nunca estaría a mi nivel. Fue entonces cuando decidí mirar mi trigésimo cumpleaños... en un año tan lejano que sonaba a ciencia ficción. Caía en domingo, lo cual significaba que mi apuesto marido y yo contrataríamos a una canguro responsable para que cuidara a nuestros dos hijos ese sábado por la noche, cenaríamos en un elegante restaurante francés con servilletas de tela y no volveríamos a casa hasta después de la medianoche, para poder celebrarlo, técnicamente, en el mismo día de mi cumpleaños. Yo acabaría de ganar un caso muy importante; habría demostrado, de forma sorprendente, que un hombre inocente no era culpable del delito del que lo acusaban. Y mi esposo brindaría por mí: «Por Katniss, mi guapísima esposa, la madre de mis hijos y la mejor abogada de Indiana». Le conté mi fantasía a Delly cuando descubrimos que su trigésimo cumpleaños caía en un lunes. Vaya mal rollo para ella. Vi cómo fruncía los labios al enterarse de esta información.

—¿Sabes, Kat, a quién le importa en qué día de la semana cumpliremos los treinta? —dijo, encogiendo los hombros, suaves y de color oliva—. Para entonces seremos viejas. Los cumpleaños no importan cuando eres tan viejo.

Pensé en mis padres, que estaban en la treintena, y en su prosaica manera de ver sus cumpleaños. Mi padre acababa de regalarle una tostadora a mi madre por su cumpleaños porque la nuestra se había estropeado la semana antes. La nueva tostaba cuatro rebanadas de pan a la vez, en lugar de dos. No era mucho como regalo, pero mi madre pareció contenta con el nuevo electrodoméstico; no detecté para nada la decepción que yo sentía cuando mis regalos de Navidad no estaban a la altura de lo esperado. Así que, seguramente, Delly tenía razón. Las cosas divertidas, como los cumpleaños, ya no importaban tanto al llegar a los treinta.

La próxima vez que pensé en tener treinta años fue durante nuestro último año en el instituto, cuando Delly y yo empezamos a ver la serie Treinta y tantos juntas. No era una de nuestras favoritas —preferíamos las comedias de situación más divertidas, como ¿Quién es el jefe? o Los problemas crecen— pero la veíamos de todos modos. Mi mayor problema con Treinta y tantos eran los quejosos personajes y los problemas que parecían causarse a sí mismos. Recuerdo que pensaba que tendrían que crecer de una vez y aguantarse. Dejar de rumiar sobre el sentido de la vida y empezar a hacer listas de la compra. Era cuando pensaba que mis años de adolescencia se alargaban demasiado y que seguro que sería veinteañera para siempre.

Luego cumplí los veinte. Y me pareció que la primera parte de la veintena duraba para siempre. Cuando oía a algunos conocidos con unos cuantos años más quejarse del final de su juventud, me sentía tranquila, yo todavía no estaba en la zona de peligro. Tenía mucho tiempo. Seguí así hasta los veintisiete, cuando quedaron atrás los días en que me pedían el carnet y empecé a maravillarme de la súbita aceleración de los años (lo cual me recordó el monólogo anual de mi madre cuando sacaba los adornos de Navidad) y de la aparición de las arrugas y de unas cuantas canas. Fue a los veintinueve cuando asomó la cabeza el auténtico temor y comprendí que, en muchos sentidos, igual podía haber cumplido ya los treinta. Pero no del todo, porque todavía podía decir que era veinteañera. Todavía tenía algo en común con los universitarios de último curso.

Ya sé que treinta es solo un número, que eres lo viejo que te sientes y todo eso. También sé que, en el gran plan de todas las cosas, a los treinta sigues siendo joven. Pero ya no tan joven. Por ejemplo, ya han pasado los años mejores y más propicios para tener hijos. Así que no puedo evitar sentirme inquieta mientras permanezco sentada precariamente en un sofá ultramullido de color granate, en una oscura sala del Upper West Side, durante mi fiesta sorpresa de cumpleaños, organizada por Delly, que sigue siendo mi mejor amiga.

Mañana es el domingo que imaginé, cuando estaba en quinto jugando con el listín de teléfonos. Después de esta noche, ya no seré veinteañera nunca más, ese será un capítulo cerrado para siempre. La sensación me recuerda la Nochevieja, cuando ha empezado la cuenta atrás y dudo entre coger la cámara o limitarme a vivir el momento. Por lo general, cojo la cámara y, cuando la foto no sale, luego lo lamento. Entonces siento que me han fallado lamentablemente y me digo que la noche habría sido más divertida si no significara tanto, si no me viera obligada a analizar dónde he estado y adónde me dirijo.

Igual que la Nochevieja, esta noche es un final y un principio. No me gustan los finales y los principios. Siempre preferiría quedarme en el medio. Lo peor de este final (de mi juventud) y de este principio (mi edad mediana) en particular es que, por primera vez en mi vida, me doy cuenta de que no sé hacia donde voy. Mis deseos son sencillos: un trabajo que me guste y un hombre al que quiera. Y en la víspera de mis treinta años, tengo que enfrentarme a un 0 de 2.

Primero, soy abogada en un gran bufete de Nueva York. Por definición, esto significa que vivo amargada. Ser abogado no es como nos lo pintan; nada parecido a La ley de Los Ángeles, la serie que hizo que se dispararan las solicitudes de ingreso en las escuelas de leyes a principios de los noventa. Trabajo unas horas interminables para un socio de espíritu mezquino, con retención anal, me ocupo sobre todo de tareas tediosas, y he llegado a un punto en que el odio que sientes hacia lo que haces para ganarte la vida empieza a reconcomerte. Así que he memorizado el mantra del asociado de un bufete legal: Odio mi trabajo y lo dejaré pronto. En cuanto haya pagado el préstamo. En cuanto consiga mi prima el año que viene. En cuanto se me ocurra alguna otra cosa para pagar el alquiler. O encuentre a alguien que lo pague por mí.

Lo cual me lleva a mi segundo punto: estoy sola en una ciudad con millones de habitantes. Tengo muchos amigos, como se demuestra por los que han venido esta noche. Amigos con los que ir a patinar. Amigos con los que ir a los Hamptons en verano. Amigos con los que reunirme el jueves por la noche para tomar un par de copas, o tres. Y tengo a Delly, mi mejor amiga de la infancia, que es todo lo anterior junto. Pero todo el mundo sabe que los amigos no bastan, aunque yo suelo decir que sí, solo para guardar las apariencias cuando estoy con mis amigas prometidas o casadas. No planeaba estar sola a los treinta, ni siquiera al cumplir los treinta. Quería tener un marido ya; quería ir al altar en la veintena. Pero he descubierto que no puedes crear tu propio calendario y lograr que se haga realidad solo con desearlo.

La situación parece más deprimente porque mi mejor y más antigua amiga tiene un trabajo glamuroso de relaciones públicas y acaba de prometerse. Delly sigue siendo la de la suerte. La miro ahora, mientras nos cuenta una anécdota a un grupo en el que está su prometido. Peeta y Delly son una pareja exquisita; esbeltos y altos, con pelo rubio y ojos azules a juego. Están entre la gente guapa de Nueva York. Te esfuerzas para verle el anillo y, de inmediato, lamentas haberlo hecho. Ella te pilla mirándola y te mira a su vez, de arriba abajo, llena de desdén.

—O sea que la lección es esta: si pides que te hagan una depilación biquini, asegúrate de especificar. Diles que dejen una pista de aterrizaje; de lo contrario puedes acabar sin un solo pelo, como una cría de diez años. —Delly acaba su cuento subido de tono y todo el mundo se ríe. Excepto Peeta, que hace un gesto con la cabeza, como diciendo: «Vaya pieza está hecha mi chica».

—Vale. Vuelvo enseguida —dice Delly, de repente—. ¡Tequila para todos!

Mientras se aparta del grupo y se dirige al bar, pienso en todos los cumpleaños que hemos celebrado juntas, todos los hitos que hemos conseguido juntas, aunque yo siempre los alcanzaba primero. Conseguí el carnet de conducir antes que ella, pude beber alcohol legalmente antes que ella. Ser mayor, aunque sea por pocos meses, solía ser algo bueno. Pero ahora nuestra suerte se ha invertido.

Ahora está apoyada en la barra, flirteando con el aspirante a actor/camarero de veinte y algo con quien ya me ha dicho que se lo «haría absolutamente» si estuviera soltera. Como si Delly pudiera estar soltera alguna vez. Una vez, en el instituto, dijo: «Yo no rompo; solo subo de categoría». Ha mantenido su palabra y siempre ha sido ella la que ha dejado tirada a su pareja. Durante nuestros años de adolescencia, universidad y todos nuestros días de veinteañeras, ha estado con alguien. Con frecuencia, ha tenido más de un hombre rondándola, esperando.

Se me ocurre que podría ligarme al camarero. Estoy libre como un pájaro; no he salido con nadie desde hace casi dos meses. Pero no me parece algo que uno debería hacer a los treinta. Los líos de una noche son para las veinteañeras. Y no es que pueda hablar por experiencia. He seguido un camino ordenado de niña buena, sin desviaciones. En el instituto, saqué sobresaliente en todo, entré directamente en la universidad y me gradué magna cum laude, me presenté al examen de ingreso de la facultad de derecho, aprobé y me admitieron enseguida en la escuela y después, en un importante bufete de abogados. Nada de viaje de mochila por Europa, ni de historias loca. Nada de secretos ni intriga. Y ahora parece que es demasiado tarde para todo eso.

Así que me siento intranquila por mi futuro y lamento un poco mi pasado. Me digo que ya habrá tiempo de rumiar sobre ello mañana. Ahora mismo, voy a pasármelo bien. Es la clase de decisión que una persona disciplinada puede tomar. Y yo soy disciplinada en extremo; la clase de niña que hacía sus deberes el viernes por la noche, justo al salir de la escuela; la clase de mujer (a partir de mañana, ya no me queda nada de chica) que se pasa la seda dental cada noche y hace la cama cada mañana.

Delly vuelve con los tequilas, pero Peeta rechaza el suyo, así que ella insiste en que me tome yo los dos. Antes de darme cuenta, la noche empieza a tener ese cariz borroso que toma cuando pasas de estar alegre a estar bebida y pierdes el sentido del tiempo y del orden preciso de las cosas. Al parecer, Delly ha alcanzado ese punto incluso antes, porque ahora está bailando encima de la barra. Dando vueltas y girando con su escueto vestido sin espalda y sus tacones de diez centímetros.

—Te está robando el protagonismo en tu fiesta —me dice, en voz muy baja, Joannna, mi mejor amiga del trabajo—. No tiene vergüenza.

Me echo a reír.

—Sí, como de costumbre.

Delly suelta un chillido, da una palmada por encima de la cabeza y me llama con un gesto de «acércate» que encantaría a cualquier hombre que haya soñado alguna vez con un acto chica-chica.

—¡Katniss! ¡Katniss! ¡Ven aquí!

Por supuesto, ella sabe que no iré. Nunca he bailado encima de una barra de bar. Niego con la cabeza y sonrío, una negativa educada. Todos esperamos a ver qué hará a continuación, y lo que hace es balancear las caderas en perfecta sintonía con la música, inclinarse lentamente y luego enderezarse de golpe, con su larga cabellera desbordándose en todas direcciones. Miro a Peeta, que en estos momentos nunca sabe si sentirse divertido o molesto. Decir que este hombre tiene paciencia es quedarse más que corto. Peeta y yo tenemos esto en común.

—¡Feliz cumpleaños, Katniss! —dice Delly a voz en grito—. ¡Levantemos nuestros vasos por Katniss!

Todo el mundo lo hace. Sin dejar de mirarla a ella.

Un minuto después, Peeta la coge, se la carga al hombro y la deposita en el suelo a mi lado con un solo movimiento. Está claro que no es la primera vez que lo hace.

—Bien —anuncia—. Voy a llevar a la organizadora de la fiesta a casa.

Delly arranca su bebida del bar y da una patadita en el suelo.

—¡Tú no mandas en mí, Peeta! ¿Verdad, Katniss? —Mientras afirma su independencia, se tambalea y vierte el Martini encima de los zapatos de Peeta.

Peeta pone mala cara.

—Estás borracha. Esto ya no le divierte a nadie más que a ti.

—Vale, vale. Iré contigo... De todos modos, me siento un poco mareada —dice, con cara de tener náuseas.

—¿Estarás bien?

—Estaré perfectamente. No te preocupes —dice, representando el papel de niña pequeña enferma, pero valiente. Le doy las gracias por la fiesta, le digo que ha sido una sorpresa total, lo cual es una mentira, porque yo sabía que Delly capitalizaría mi trigésimo cumpleaños para comprarse un vestido nuevo, montar una juerga tremenda e invitar a tantos amigos suyos como míos. Con todo, fue amable por su parte organizar la fiesta y me alegro de que lo hiciera. Me abraza con fuerza y dice que haría cualquier cosa por mí y que qué haría ella sin mí, su dama de honor, la hermana que nunca tuvo.

Peeta la interrumpe.

—Feliz cumpleaños, Katniss. Te llamaremos mañana. —Me da un beso en la mejilla.

—Gracias, Peeta —respondo—. Buenas noches.

Veo cómo la acompaña fuera, cogiéndola por el codo cuando casi tropieza con el bordillo. Ah, quién tuviera alguien que te cuidara así. Poder beber con un abandono temerario, sabiendo que habrá alguien que te lleve a casa sana y salva.

Un rato después, Peeta vuelve a aparecer en el bar.

—Delly ha perdido el bolso. Cree que se lo ha dejado aquí. Es pequeño, de plata —dice—. ¿Lo has visto?

—¿Ha perdido su bolso nuevo de Chanel? —Hago un gesto con la cabeza porque perder cosas es propio de Delly.

Normalmente, yo la vigilo, pero en mi cumpleaños no estoy de guardia. De todos modos, ayudo a Peeta a buscar el bolso y, al final, lo encontramos debajo de un taburete del bar.

Cuando está a punto de marcharse, Gale, el amigo de Peeta y uno de sus testigos, lo convence para que se quede.

—Venga, hombre. Acompáñanos un rato.

Así que Peeta llama a Delly a casa y ella le da permiso, farfullando, y le dice que se divierta sin ella. Aunque probablemente está segura de que eso no es posible.

Gradualmente, mis amigos se van marchando, deseándome feliz cumpleaños. Peeta y yo nos quedamos los últimos, incluido Gale. Nos sentamos a la barra, conversando con el actor/camarero que tiene un tatuaje que pone «Jen» en el brazo y ningún interés en una abogada que va entrando en años. Son más de las dos cuando decidimos que es hora de marcharnos. La noche parece más de mediados de verano que de primavera y el aire cálido me infunde una súbita esperanza: Será este verano cuando conoceré a mi hombre.

Peeta me para un taxi, pero cuando se acerca dice:

—¿Qué tal otro bar? ¿Otra copa?

—Vale —contestó—. ¿Por qué no?

Entramos los dos en el taxi y él le dice al taxista que se ponga en marcha, que tiene que pensar dónde vamos. Acabamos en un bar en la esquina de la Séptima y la Avenida B, llamado muy apropiadamente 7B.

No es un lugar alegre; 7B es cutre y está lleno de humo, es elegante.

Peeta señala un reservado.

—Siéntate. Enseguida vuelvo. —Luego da media vuelta—. ¿Qué quieres tomar?

Le digo que lo mismo que él, me siento y lo espero. Veo como le dice algo a una chica del bar, vestida con pantalones de color verde ejército y un top corto donde dice: «Ángel Caído». Sonríe y mueve la cabeza.

Al cabo de un momento, Peeta se sienta a mi lado, acercándome una cerveza.

—Newcastle —dice. Luego sonríe y le salen unas arruguitas alrededor de los ojos—. ¿Te gusta?

Asiento y sonrío.

Por el rabillo del ojo veo que el Ángel Caído se da la vuelta en el taburete y observa a Peeta, absorbiendo los rasgos cincelados, el pelo ondulado y los labios carnosos. Delly se quejó una vez de que Peeta cosecha más miradas y reacciones que ella. Sin embargo, a diferencia de su compañera, Peeta parece no darse cuenta de la atención que despierta. Ahora Ángel Caído me mira a mí, probablemente preguntándose qué hace Peeta con alguien tan corriente. Confío en que crea que somos pareja. Esta noche nadie tiene que saber que solo tomo parte en la fiesta nupcial.

Peeta y yo hablamos de nuestros trabajos y del alquiler de la casa que compartimos en los Hamptons, que empieza dentro de una semana y de muchas otras cosas. Pero Delly no sale en la conversación ni tampoco su boda en septiembre. Trato de que eso se mantenga.

Dan el último aviso en 7B. Cogemos un par de cervezas más y volvemos al reservado. Algo más tarde, estamos de nuevo en un taxi, dirigiéndonos hacia el norte por la Primera.

—Dos paradas —le dice Peeta al taxista, porque vivimos en lados opuestos de Central Park.

Peeta lleva el bolso de Chanel de Delly, que parece pequeño y fuera de lugar en sus grandes manos. Miro la esfera plateada de su Rolex, un regalo de Delly. Son casi las cuatro.

Permanecemos sentados en silencio durante diez o quince manzanas, cada uno mirando hacia fuera por la ventanilla de su lado, hasta que el taxi da con un bache y me lanza hacia la mitad del asiento, con la pierna rozando la de Peeta. Entonces, de repente, miro a Peeta por el rabillo, pero en ese momento, sin saber cómo, Peeta me está besando. O quizá yo lo estoy besando a él. Como sea, nos estamos besando. Tengo la mente en blanco, mientras oigo el suave sonido que hacen nuestros labios al encontrarse una y otra vez. En un momento dado, Peeta da unos golpecitos en la separación de plexiglás y, entre beso y beso, le dice al conductor que, finalmente, solo será una parada.

Llegamos a la esquina cerca de mi piso. Peeta le da un billete de veinte al taxista y no espera el cambio. Salimos del taxi, nos besamos más en la acera y luego delante de José, mi portero. Nos besamos durante todo el viaje en ascensor. Estoy apoyada contra la pared, con las manos en su nuca. Me sorprende lo suave que tiene el pelo.

Busco a tientas la cerradura y le doy vuelta a la llave en sentido equivocado, mientras Peeta me abraza por la cintura y me besa en el cuello y la mejilla. Finalmente, la puerta se abre y nos besamos en mitad de mi estudio, de pie, apoyándonos solo el uno en el otro. A tropezones vamos hasta mi cama, que está hecha, con unas esquinas estilo hospital perfectas.

—¿Katniss? —Su voz es un susurro en la oscuridad.

—¿Peeta?—digo.

Y aunque lo estoy, tengo un instante de lucidez en el que pienso claramente en lo que me faltaba mientras era veinteañera y deseo encontrar antes de cumplir los cuarenta. Me sorprende que, en cierto sentido, pueda tener ambas cosas en esta noche de cumpleaños memorable. Peeta puede ser mi secreto, mi última oportunidad para un oscuro capítulo de veinte y tantos y también puede ser una especie de preludio; una promesa de alguien como él en el futuro. Me acuerdo de Delly, pero la relego al fondo de mis pensamientos, dominada por una fuerza superior que nuestra amistad y mi propia conciencia. Peeta se me pone encima. Cierro los ojos, los abro y los vuelvo a cerrar.

Y luego, no sé cómo, estoy haciéndolo con el prometido de mi mejor amiga...


Hola! soy un tanto nueva en esto, por eso queria comenzar con una adaptación, tengo otras historias escritas por mi, pero creo q me falta pulir los detalles, mientras tanto queria adaptar este libro con los personajes... espero q les guste! =D X.