Se mira al espejo y ve a alguien que no reconoce. No recordaba esas facciones que le devuelven la mirada. Se siente como si estuviera en un cuerpo que no le pertenece, que dejó de hacerlo hace mucho más que sólo un par de años.

Jamás pensó que regresarían al mundo que los vio nacer. Con el paso del tiempo incluso había dejado de extrañar la normalidad que dejaron atrás, más allá del farol. Logró acostumbrarse a que los animales le hablaran cuando se topaba con ellos, a que los árboles fueran en realidad extrañas criaturas en las que jamás se hubiera atrevido a creer. Hasta logró acostumbrarse a ser rey, a que le pidieran consejos, a que respetaran su autoridad e hicieran órdenes sus deseos.

En los primeros años, intentaba mantener en sus recuerdos su mundo de origen, desde el clima o los paisajes, hasta cosas más pequeñas como el beso que su madre le daba todas las noches antes de dormir o los juegos con sus hermanos en la casa del profesor. Pero cuando se dio cuenta de que, por mucho que lo intentara, había ciertos lugares, ciertos rostros, ciertas voces que no era capaz de traer a la memoria, optó por intentar borrar todo por completo, concentrarse en el mundo en el que ahora estaba viviendo y dejar el otro atrás para evitar futuras frustraciones. Así pasaba semanas, a veces meses enteros sin pensar en su pasado, en aquello que en Narnia ya no existía.

Y ahora están de vuelta en aquel mundo que dejó de ser su hogar hace muchísimos años, hace tantos que hasta el aire que respira le huele a nuevo, a diferente.

Se toca la barbilla, le parece raro no encontrar en ella la barba de dos días que tenía antes de atravesar el ropero. Mira sus manos y las nota lisas, suaves. No tiene ninguna de las tantas cicatrices con las que los años en Narnia pretendían dejar su huella en él. Y pasa por su cabeza la idea de que quizás sea imposible dejar esa huella, que así como los años en Narnia lograron borrar su infancia en la Tierra, quizás en unas cuantas décadas más, Narnia será sólo un sueño difícil de recordar. Se promete luchar para que eso no ocurra, para que ninguno de ellos olvide que hay todo un reino esperando que vuelvan.

Edmund está preocupado. En la Tierra, ellos son sólo cuatro niños insignificantes, con toda una vida por delante, es verdad, pero sin nada que hacer hoy; en cambio, en Narnia los necesitan. Narnia se ha quedado sin reyes y Edmund teme que eso signifique la ruina de todo lo que le importa, de todo lo que, con el transcurso de los años, ha aprendido a amar.

Hace ya una semana que están de regreso, una semana en la Tierra, por supuesto: no tienen cómo saber cuánto tiempo ha pasado en Narnia. Y en esos días llevan más tiempo en el cuarto del ropero que en cualquier otro lugar de la casa. A veces hablando de lo que les puede venir ahora, otras en silencio, cada uno perdido en sus recuerdos, y otras muchas atravesando el bosque de abrigos de piel, esperando encontrar al otro lado ramas y nieve y no el duro fondo de madera del armario. Y comienzan a resignarse, porque no consiguen lo que quieren, porque querer no siempre es poder.