Buenaaas! Bueno, acá vengo con una historia bastante loca, es un "AiHime" como muchas fangirls lo llaman. Al principio titubée en empezar a escribir este fanfiction porque en realidad me gusta muuucho el IchiHime y esto es el colmo, pero bueno, como muchas chicas más, caí en la tentación y he aquí lo que de ello salió.

Este primer capítulo lo escribí hace mucho pero no me animaba a publicarlo porque es un poco fuerte, bastante en realidad, y además creo que no hay muchos seguidores de este pairing así que...

El plot se sitúa en los días en que Orihime estaba en Las Noches y si les interesa saber más leanlo.

Disclaim: Bleach pertenece a Tite Kubo.


–Mujer. Aizen-sama quiere verte.

Orihime atisbó el rostro de Ulquiorra sin sorpresa y, cansada de dar siempre la misma respuesta, suspiró, tirando la mirada al suelo.

Sí.

Aizen Sousuke la requería con frecuencia. Siempre ordenaba que saliera de la celda para que pasase un buen rato con él para que le leyera algún libro, le entonara alguna melodía con aquella voz frágil que a él le encantaba, lo acompañara en la hora del té o lo desaburriera en la hora de la cena; para que le comentara sobre su estado de ánimo -cuando él bien sabía que la muchacha no gozaba de su estadía en Las Noches-, o simplemente la mandaba a llamar para tenerla sentada frente a él y mirarla durante larguísimos e interminables ratos. A Orihime no le molestaba acompañarlo; por más vacíos y silentes que fueran los momentos que pasaba junto a él de un día al otro tuvo la sensación de serle necesaria y se afanó por creer que él la quería para llenar sus horas de zozobra. Había sido la vez primera que le pidió que le cantara "Crystal", haciéndole repetir constantemente el verso "Someone never knows who is living for, someone never knows who is dying for" cuando se aferró incomprensiblemente a complacer a ese hombre siempre que pudiera con cada sonido que su voz profiriera desde su pavor más sombrío, aún si ello fuese ignorado por él.

Iba en la caminata forzada en compañía de aquel hombre cuya única cosa que le inspiraba era languidez y se preguntaba con flaqueza cuánto tiempo más tendría que soportar dentro de esa cripta eternamente obscura, en donde lo único que veía eran rostros rencorosos y agresivos; lo único que olía era la humedad de las paredes frías que la ahogaban a la hora de dormir, si es que podía conciliar el sueño; sólo oía órdenes rutinarias que ya la tenían aturdida y lo único que su sentido gustativo percibía era el sabor de comidas raras, al parecer mediterráneas, que aunque sabían bien la habían asqueado. Ulquiorra caminaba desparramando a su alrededor una paciencia detestable, sin la menor caridad de concederle una palabra, y a Orihime la mudez altiva de ese hombre le crispaba los nervios. Nunca cruzaban palabras sino para la emisión de una orden o de lo contrario no las cruzaban. El ser invisible se detuvo frente a una puerta de doble entrada, cuya opulencia era bien pensada, y a la mujer se le cayeron los rencores al suelo, como le ocurría cada vez que esperaba el encuentro con su raptor.

–Es Cuarta Espada, Ulquiorra Schiffer. Aizen-sama: he hecho lo que me ordenó y traje a la mujer a su aposento –vociferó éste con su sobriedad usual a través de un micrófono estancado en la pared.

–Muy bien. Que pase –resumió su interlocutor con una firmeza en la voz que llegó a los oídos de Orihime acaso con un tono exótico.

A Orihime la abrumó el desconcierto de tal llamado; en las pocas semanas que llevaba dentro del palacio, Aizen nunca la había citado en su habitación. Siempre que se reunía con él era en la sala de estar, en el comedor, en el jardín de invierno o en la celda, por eso la incertidumbre del motivo del encuentro le tiñó las mejillas de escarlata, pues recordaba muy bien cómo era la sensación de estar en el cuarto de un hombre. Sus nervios eran visibles, por supuesto, y Ulquiorra lo notó desde que discurrió sus actitudes apacibles de siempre entre el comportamiento de entonces, que se volvía inestable y ansioso.

–Entra –la cachetearon las palabras del Arrancar con rigor.

–Sí –respondió la inquirida.

Y entró. Al principio sólo había acentuado su vista en la fastuosidad del lugar, porque no había visto al emperador de Las Noches allí. Era una habitación enorme, posiblemente más grande que la casa entera de ella, con una inmensa cama ubicada frente a la entrada, repleta de almohadones y con un pijama doblado en la punta. Era un poco obscura; era un poco iluminada; los destellos del aposento se originaban en la penumbra ocasionada por un velador diminuto y el resplandor de la luna en cuarto creciente que se metía por las ventanas escapándole a la noche. La lumbre era de otro mundo y la coloración vainilla de las paredes empapeladas ayudaba más a enardecer el lugar. Miró hacia el costado izquierdo y vio una biblioteca importante atiborrada de libros -un importante caudal de libros- y también se fijó en el suelo, cubierto por madera barnizada cuya textura se presentía lisa, que alzaba un par de alfombrados con figuras enigmáticas y a la vez soportaba un imponente espejo enmarcado con curvas de plata. Al lado de aquel se hallaba un tocador lleno de frascos de perfume, los cuales endulzaban el ambiente como provocando un hechizo, y no pudo observar ningún detalle más de las decenas de ellos que había porque algunos eran indescriptibles y otros eran rarísimos y porque su compañero le interrumpió la observación.

–Hola, Orihime.

Ella jadeó con una calidad alternativa y antes de ningún miramiento él ya estaba a su lado, acercándole el rostro al oído.

Bienvenida a mi aposento –le susurró inculcándole sin querer un tono mordaz– A partir de hoy permanecerás aquí –no era una opción–. Es bello, ¿verdad?

–Sí –contestó la joven con una atrofia en el compás respiratorio.

–Decidí que aquella celda no es un lugar digno para ti. La verdad es que distorsionas la realidad de este mundo.

Ya empezaba a persuadirla con sus palabras insinuantes y halagos indirectos y, aunque ello a veces le asolaba las amarguras, la mayoría de las veces la intimidaba y le enjutaba la frigidez. Aizen se adelantó a darle la espalda para enseñarle la nueva habitación a su huésped. Orihime se sentía sofocada. Hacía mucho calor allí dentro y en el intento de vadear su descompostura parpadeó, y después de abrir los ojos se encontró en brazos de él, sin recordar en qué momento se desvaneció.

¿Qué te sucede? –indagó con un tono perspicaz.

Orihime lo observó entre nubarrones y a medio desmayo se esforzó en responder:

–Nada.

–No te atrevas a mentirme –le aclaró con una autoridad compasiva–. ¿Qué te sucede? -repitió.

–Estoy muy acalorada –respondió la muchacha, temerosa de decir algo que no fuera del agrado de su secuestrador.

Sousuke la ayudó a ponerse de pie con un dejo de disgusto pero aquel se esfumó en cuanto Orihime levantó la vista y, por inercia, la dirigió hacia él. Sus ojos eran diáfanos como el cielo despejado. La mujer se recompuso y enterró la vista en algún rincón de la habitación para que él no la encontrara.

¿Estás bien? –quiso saber el hombre.

–Sí –fue concisa y breve.

–Tengo trabajo que hacer. Te quedarás aquí y esperarás mi regreso. Hoy no te veré durante el día porque Gin y Kaname tienen descanso –le avisó Sousuke, parado frente a ella–. Y... Trata de no quedarte dormida –le pidió con una caricia en la mejilla, sonriendo triunfalmente ante el arrebol de su rostro y el estremecimiento inquieto de su cuerpo.

Se marchó y dejó a Orihime desinhibida a flor de piel. ¿Qué le pasaba a ese hombre? ¿Por qué la intimidaba con una resolución tan persuasiva? O lo que era extraño, ¿por qué le gustaba el roce entre las manos frívolas de él y el rostro cálido de ella? Ese hombre estaba equivocado. Si creía que la haría caer ante el juego furtivo que estaba planeando en un gran desacierto estaba porque ella no tenía ni la menor intención de dejarse arrastrar por la corriente de adulaciones y seducciones que él le hacía, ni aunque le dieran a Ichigo a cambio de ello. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que tendría que dormir con él, compartir el baño con él, cambiarse de ropa delante de él, ser ella misma delante de él y prácticamente convivir con él. Era una paradoja: no quería saber nada que tuviera que ver con sus connotaciones de amante fatal pero la seducía la idea de compartir con él la cama; no por una idea sexual sino por una cuestión de resguardo, de calidez. De repente se imaginó envuelta entre las sábanas a su lado y le pareció que en su visión había crecido de golpe porque Aizen era mucho mayor que ella y esa realidad era un aspecto peculiar de su rara atracción: como mínimo le llevaba más de trece años en apariencia y las experiencias que él pudiera tener en convencer a las mujeres la comenzó a preocupar. Se sentó en un largo sofá de color marmolado que estaba situado al costado derecho de la habitación, porque todavía no quería ni tocar esa cama percudida por el perfume de él, y frunciendo sus pantalones hasta casi rasgarlos soltó un torrente de lágrimas sin propósito que permearon sus manos hasta empaparlas. Obviamente, lloraba por la situación. Aquel hombre la perseguía vorazmente sin descanso y ella era tan niña que no sabía qué hacer. Por otro lado, extrañaba a Ichigo con un amor violento y desesperado y se entrañaba con el recuerdo de aquel beso que al final no le dio. Sentía cómo esos dos hombres tan diferentes pero iguales en cuestión de efectos sobre ella le oxidaban los sentimientos; ambos estaban constantemente presentes en su mente y encima para mal porque eso era lo único que le hacían: mal.

Se secó los ojos con las mangas de sus vestimentas y, de paso, vio un armario forjado con un material riguroso que enseguida adivinó ser "de" ella. La denominación sobre aquello no encajaba en su mente. Se encaminó hacia aquel para explorarlo y al abrir las puestas percibió un agradable olor a nuevo, a madera perfumada y ropa de etiqueta. Había muchos kimonos; éstos le llamaron la atención más que las otras prendas porque sus telas eran de ensueño, eran de los que siempre había querido y además eran de temas florales, sus preferidos. Resolvió ponerse uno de color azucarado, con estampado de azucenas granas, y para quemar las horas comenzó a leer una novela, "Rayuela", la cual al principio la aburrió pero después de veinte páginas le pareció más interesante que sus nuevas ropas.

Ella no las veía; las cámaras de vigilancia estaban escondidas en toda la habitación, cuidadosamente ocultas. En efecto, su uso era para vigilar a Orihime para el seguro de que la muchacha no intentara hacer nada inapropiado ni sospechoso. De todos modos, si pretendiera insurreccionarse, Aizen no acudiría a ningún castigo violento; hacerle daño era algo que nunca había pensado. Así, aprovechó su disponibilidad para monitorearla durante sus ratos libres mientras ella iba de un lado a otro, desarmando el aire con los movimientos lentos de sus caderas, destruyendo a las mismas cámaras con la perfección exagerada de sus protuberantes pechos, raspando los muebles con la flacidez ligera de su cabellera cobriza, impregnando la atmósfera de ella toda; la habitación ya se la estaba aprendiendo. Observarla, sin dudas, era estudiarse las Bellas Artes de memoria; había que verla con ojos propios para creerse la belleza. Era tan esmerado su estudio sobre ella que cuando no la veía la recordaba con una precisión tan exacta que pareciera que la tenía en frente.

Así que tomaba el té, en placentera soledad, abstraído enteramente del sabor de la infusión por saborear la sazón de la imagen de la mujer que le regalaba, sin enterarse, a los ojos de su amo la excitación de serle misteriosa.

El dios del Hueco Mundo retornó a sus tareas con la mente ida y las hormonas en erupción. Ya estaba: Orihime ya había sido trasladada a su habitación, como lo deseaba incluso desde antes de que la chica pisara la tierra de los seres enmascarados y la razón por la que no lo había hecho previamente fue por no introducir en la mente de ella la idea de que él fuese un degenerado, y ya estaba instalada. Realmente esa mujer le sentaba bien a su estilo. Entonces la cuestión era cuándo: el deseo infeccioso de hacerla suya lo había acechado durante noches. Mientras la joven lloraba o dormía o pensaba en Kurosaki Ichigo dentro de la celda tétrica que la privaba de su libertad, el hombre concebía las fantasías más insondables e ineptas de redactar posibles en la decencia. Muchas veces no pudo dormir de tanto imaginar sus enormes pechos desnudos y cuando lo lograba, soñaba que era el conductor de su asiento frontal y que frenaba y aceleraba con un éxtasis divino, creyéndose dueño de su motor intacto, y al despertar de los ensueños tenía que cambiar las sábanas porque éstas amanecían mojadas por los hirvientes estragos oníricos. La verdad era que si no amaba a ese cuerpo todavía desconocido por la mano masculina era porque amaba más a su dueña. La amaba pero con un amor raro. No era un amor típico de las novelas del siglo XVII o XVIII en donde el romance entre un hombre y una mujer es un corazón más dentro del pecho de ambos; era un amor voraz, impulsado por los deseos carnales, en el cual el cuerpo todo era el órgano motor del sentimiento todo: en él pujaban las ansias de un consuelo pasional que se construía con la necesidad constante de tenerla desnuda para él y darle besos y mimos que en el amor convencional no se dan. Así que dejó de pensar en sus enigmas más abrasadores en cuanto su trabajo había terminado y, con una jactancia innata, marchó hacia sus aposentos con más ganas de verla que de vivir.

Abrió las puertas con una calma atemporal y se adentró de una manera que pareció rutinaria. Las cerró con llaves y cuando no vio a Orihime por ninguna parte la escuchó; la sentía en el baño. Se puso cómodo y ligero de ropas y el deseo de verla pudo con él.

Orihime –la llamó alzando un poco la voz.

¡Sí! –se apresuró ella a hacer presencia, pavorida porque el momento más temido del día había llegado.

Apareció; salió del baño con los cabellos húmedos y revueltos. Había estado recogiendo algunos productos de aseo del suelo, cuando la voz más concentrada que había oído en su corta vida resopló las letras de su nombre. Orihime había encontrado diferentes formas de pasar el tiempo durante la ausencia de Sousuke. Se había probado los kimonos por encima de las ropas, cauta de que alguien pudiese verla; había investigado todos los libros, indagando título, autor y época; había jugado al ajedrez sola, frustrándose porque siempre perdía; había escrito una carta para Tatsuki aún cuando sabía que su amiga nunca la leería; había olido todos los perfumes que Sousuke tenía en el tocador hasta que se empalagó y todos le parecieron el mismo aroma; había ordenado sus nuevas ropas; había pasado horas leyendo hasta que la vista se le cansó y durmió la siesta. Cuando despertó se dio un baño y al terminar de ducharse quiso asir una crema facial cuando se resbaló porque tenía los pies mojados y, sin querer, manoteó los demás productos de dentro del botiquín haciéndolos caer con ella. No se había cepillado el cabello porque primero quería recomponer los útiles y entonces la voz suave de su compañero reapareció en el ambiente.

Así que había estado en el baño.

–¿Todo en orden? –inquirió Aizen con una sonrisa envidiable.

–Sí –respondió Orihime tan trémula como las ramas de un árbol.

–Bien –dijo él–. Te ves alborotada. ¿Sucedió algo? –preguntó con una mirada dubitativa.

–Eh... Aizen-sama, lo siento. Su baño... Se me han caído por accidente algunas cosas del botiquín. Las estaba recogiendo. Fue un accidente. Es que resbalé y no sé cómo tiré algunas cosas. Lo Lamento –respondió avergonzada de su ridiculez.

–Oh... Ya veo. No, no lo lamentes Orihime. No es nada grave –remató el hombre calmando a la chica, que se escandalizaba–. No importa.

Orihime lo miró aliviada porque él no se hubiera enojado pero corrió la mirada luego porque el atisbo de él la ponía incómoda. Entonces sí temió de verdad; su mirada y el momento le pasmaron la mente. Ya estaba a solas con él y lo estaría hasta el día siguiente. ¿Qué harían? ¿Hablarían? La princesa no quería ni sondear.

–Iré a tomar un baño –avisó el hombre dirigiéndose al armario de Orihime, de donde sacó un camisón muy adulto–.Póntelo –le ordenó–. Fue hecho para ti.

–Sí –respondió ella antes de tragarse el horror.

Sousuke entró al baño, llevándose el pijama que estaba doblado en la punta de la cama, y después de dos minutos se oyó el resollo metálico de la ducha que sonaba de fondo en la estupefacción de Orihime. Ella ya había visto ese camisón y lo único que sintió cuando vio la sugerencia de él fueron ganas de quemarlo pero no lo hizo porque quedaba bien entre las ropas. El kimono azucarado que llevaba puesto se desplomó por el suelo, llevándose consigo todo rastro de recato que ella pudiera tener hasta entonces, porque cuando se calzó el camisón impunemente sugestivo un aire de adultez la envolvió sin pedirle permiso. Se miró al espejo enojada consigo misma a causa de sus pechos grandes. Nunca le habían molestado, es más, le gustaban, pero en esa circunstancia no la ayudaban para nada. El camisón enseñaba un escote arrogante, era de seda negra yuxtapuesta debajo de un tul del mismo color y de un encaje salvaje, y gracias a Dios, pensó, no era corto, pues le llegaba a las rodillas. Orihime tenía un cuerpo inefable: sin dudas había sido delineada por dedo divino. Sus curvas y redondeces eran prominentes hasta el punto de creerse ella misma soberbia por el hecho de vivir con el cargo de tener una figura preciosa. Con aquel vestido encima, su sensualidad hasta entonces ingénita empezó, de a poco, a desarrollarse. Meditaba en su reflejo, sabiendo que tenía un rostro bonito y que no tenía que preocuparse por el alcance de su atractividad; siempre se consideró a la altura de cualquier hombre y no por egocéntrica ni narcisista, sino porque había sido su difunto hermano, Sora, quien se lo había aclarado alguna vez. "Eres la niña más linda del mundo. Aunque te digan lo contrario sabe siempre que te mienten, ningún muchacho te diría que no, pero para eso falta mucho tiempo", recordaba Orihime cada vez que se le ocurría que tal vez no fuese del tipo de Ichigo. Se vio al espejo durante un rato largo hasta que oyó cesar el ruido de la canilla de la ducha y fue corriendo a sentarse en el sofá, esta vez sin ganas de llorar ni pantalones que fruncir. Al cabo de unos minutos el hombre salió del baño, revestido en un raso dorado, que combinaba de manera ilustre con el color de su piel, y mientras se miraba en el largo espejo encontró a Orihime dentro de él, reposada en el blanco sofá cual mariposa sobre un jazmín. "Perfecta", pensó. Se esparció perfume sobre el cuello y el pecho desnudo antes de que un silencio tórrido invadiera la habitación. Se dio la vuelta y se encaminó hasta el medio del espacio que los separaba, y mientras ella se encogía de hombros, deseando ser ciega al menos por esa noche, él la saboreaba con los ojos.

–Acércate Orihime –le ordenó suavemente.

–Sí.

Se levantó Se levantó ostentando sin querer sus piernas firmes, esbeltas, blancas y perfectamente delineadas, y se envaró delante de él, sin dedicarle ni un miramiento de reojo solidario. A Aizen se le escapó un suspiro desolado cuando vio su escote frondoso metiéndose por sus ojos, descendiendo sus pensamientos hasta lo obsceno, pero de inmediato procuró mirarla a la cara porque temía no poder contenerse.

Dime, ¿te ha gustado tu nueva habitación? –le preguntó con un interés fingido y con los propósitos desorientados.

Sí –respondió Orihime con su estilo usual: su hálito húmedo y la entonación apagada o agitada–. Es muy linda.

Sabía que te gustaría –acotó él saliendo del pasmo–. Dime, ¿has visto tu vestuario? Yo lo elegí todo. Como te dije anteriormente: todo fue hecho para ti.

Sí. Gracias.

No te preocupes –e hizo una pausa insulsa–. Orihime, ¿sabes que yo jamás podría hacerte daño, verdad? –preguntó dudoso.

La joven tardó un poco en responder. ¿A dónde quería llegar?

No lo sé.

¿No lo sabes? –repitió el hombre un poco decepcionado–. Qué pena. Entonces ahora lo sabrás –se inclinó hacia su rostro, como le gustaba hacerlo cada vez que tenía la intención de halagarla–... Que jamás sería capaz de hacerte daño –y le habló al oído–. Es más, debo asegurarme al cien por ciento de que estés bien, de que estés saludable...

El temor en el corazón de Orihime era ígneo. Ese hombre la hechizaba y ella no sabía de qué manera evadir sus efectos, que eran estupefacientes y ensordecedores.

...debo proveerte para que no te falte nada –le murmuró en un eco fragante, mientras aterrizaba sus manos sobre sus hombros implumes– y para que no pases ninguna necesidad... –encaramó su rostro al de ella, logrando por fin que su compañera lo mirase.

Orihime lo miró y vio que el hombre era un delirio encarnizado. Era la primera vez que lo tenía tan cerca, sus narices estaban a punto de rozarse y los labios de él la buscaban impacientes. Las manos de Sousuke tanteaban su cintura estrecha cuando una de ellas ascendió hasta su cuello, acariciándolo con una ternura que fue nueva hasta para él mismo, y el pálpito de su corazón encantado se hizo infinito. Sus labios belfos estaban a un segundo de los labios perfectos de ella cuando la misma mano ascendió, nuevamente, hasta su mentón.

...ni padezcas ninguna insatisfacción –concluyó, estafándole la boca en un frenesí y produciéndole un sobresalto brusco.

Enredó los dedos entre su cabellera interminable, azotándole la nuca con una fricción sutil y se apresuró a besarla con más vigor para que sus labios se acostumbraran a los de él. Orihime permanecía en quietud, aún tolerando sobre su boca un dolor irremediable; por más de que le pidiera a ese hombre que se detuviera él no lo haría y aunque lo hiciese ello no cesaría la dolencia que, incluso, era gustosa. Miraba hacia ningún lado sin mirar, resistiendo la fricción de Sousuke sobre su boca infanta; le mordía el labio inferior sin lástima, provocándole un dolor atroz que la hacía sentirse morir. Profirió un grito estridente que la asustó a ella misma y Aizen recobró el sentido de la realidad, el cual había comenzado a perder desde que conoció el sabor de la mujer.

Lo siento, ¿te lastimé? –le preguntó suavemente, fijándose en su boca con cuidado.

N, no. No –respondió ella, inocentemente.

El beso, definitivamente, le gustó y no entendía por qué. Ese hombre; ¿acaso estaba acosándola? Él hablaba sobre proveerla y bla bla pero, ¿en qué momento se le ocurrió que estuviera necesitada? Aún así, después del leve estigma, no ignoró mirarlo a los ojos, profundamente castaños, sin darse cuenta de que su mirada le reveló que lo sucedido no le había molestado. Pero Aizen resolvió que todavía no era el momento; que Orihime no estaba lista aún para conocer el éxtasis, así que retrocedió.

Durmamos Orihime –ordenó con un cansancio hasta entonces oculto.

Sí –respondió ella, desentendida. ¿Qué fue eso entonces?

El hombre se acostó primero y la miró encaminarse hacia el otro costado de la cama. Tenía un cuerpo magnífico y encima era virgen. La mujer se acostó a su lado, lo más alejada posible, pero la mano de él la alcanzó en un respiro y dejó de existir en sus cabellos. Cuando Orihime quiso mirarlo él ya estaba dormido, con un semblante muy diferente al que mostraba usualmente porque cuando dormido tenía un rostro benévolo e inocente, sin ningún vestigio de maldad, y entonces apagó la luz del velador de su mesa procurando sumirse en un sueño largo que no llegó hasta después de una hora de zozobra, en la que osó mirarlo sin recato ya que él estaba dormido, cavilando su perfil irreprochable, concentrándose en su figura refulgente aún en la obscuridad, persiguiendo sus formas y sus bultos con perspicacia, tratando de imaginar la sensación de aquel mechón de pelo que caía intratablemente sobre su rostro, sintiéndole el perfume salvaje que tenía a la habitación percudida por él, adivinándole la piel lampiña y deseando que fuese suave, escrutando el ritmo armonioso y relajante de su respiración que, finalmente, fue lo que logró conciliarle el sueño.

Esa fue la primera noche juntos. Sólo se dieron un beso incompleto que puso las brasas al fuego y el calor acudido se quedó allí para siempre porque incluso años después del aprisionamiento de Aizen y de la madurez de Orihime éste seguía allí, encendido para que lo adivinara quien quiera que visitase aquel aposento eterno.


Tengo pensado agregarle dos capítulos más sólamente, me falta escribir el último todavía.

Espero que lo hayan disfrutado y gracias por leer :)

Saludos,

Natali.